viernes, 24 de octubre de 2008

Bárbara Low. "Las compensaciones psicológicas del analista" (Referencia del Seminario 10, clase X)

Mucho es lo que se ha escrito acerca de las exigencias y requerimientos im­puestos por su trabajo al analista, los problemas que lo acosan en relación con la trans­fe­ren­cia, y los especiales peligros a los que está expuesto, tales como el in­cre­mento de los sentimientos de omnipotencia, y el descenso de los patrones su­per­yoicos, entre otros.

Es cierto que existe un acuerdo acerca de la necesidad de un análisis tan com­­pleto co­mo fuese posible para el aspirante a analista, pero este re­co­no­ci­mien­to, ¿nos lle­va suficientemente lejos? (o: pero, ¿hasta dónde nos lleva este re­co­no­ci­miento?) Se presume que el analista es alguien que puede reconocer y manejar sa­tis­fac­to­ria­men­te las influencias de su propio inconsciente, alguien capaz de do­mi­nar su pro­pia psique a través de su análisis. En los hechos sabemos que esto es más que nada una imagen ilusoria, una quimera, salvo en los casos de naturalezas excepcionales. Sabemos que la situación analítica puede ser usada por el analista, co­mo lo es para el paciente, para la gratificación de deseos inconscientes, es­pe­cial­mente los re­la­ti­vos a las fases pregenitales y genitales infantiles (desde que es­tas últimas a menudo no son tratadas sino parcialmente en el análisis del propio ana­lista). O puede ser convertido en lo que Edward Glover llama viewing process (proceso que se da a través del ver) que gratifica así el deseo infantil de mirar a los ob­jetos se­xua­les prohibidos. O puede el analista sucumbir a la tentación de con­ver­tirse en el que consuela y salva para mencionar sólo unos pocos de los usos ha­cia los cuales pue­de ser desviado el análisis. Sin embargo, tales gratificaciones de­ben ser negadas si se quiere evitar que el análisis fracase y además la situación se ha­ce más difícil debido al agudo contraste entre los participantes en ella.

Renunciar a perpetuidad a las gratificaciones del niño amado y om­ni­po­ten­te, del re­verenciado padre omnisciente, del exhibicionismo, del sadismo, del ma­so­quis­mo no es algo fácil de lograr; tampoco lo es el entregarse a una in­cer­ti­dum­bre in­te­lectual, el quedar en posición de suspender los juicios, el abandonar el de­seo de aportar soluciones rápidas. Más difícil aún, tal vez, es el abandono de los pa­trones superyoicos en favor de una perspectiva más libre y de un más pleno desarrollo yoico, mientras que el paciente puede decirse que se da el lujo de todos es­tos pri­vi­legios.

Desde que no puede existir nunca la persona “completamente analizada”, des­de que el Ello y su poderosa fuerza nunca puede ser totalmente analizada, des­de que (se­gún Freud nos ha mostrado) el inconsciente no puede tolerar más que un cierto grado de privación sin compensación parece que estamos postulando una situa­ción ficticia a menos que tal compensación se diese en algún futuro.

Tres privaciones, tan inevitables como onerosas pueden servir de ilus­tra­ción, a sa­ber: la inhibición del placer narcisístico, especialmente en el nivel pre­ge­ni­tal (emo­cio­nes-sentimientos de impaciencia, resentimiento, retaliación); la in­hi­bi­ción de la certidumbre dogmática en la esfera intelectual; y la modificación del yo, siendo esta última la que involucra la mayor privación de todas. Para resumir, el analista se halla bajo lo necesidad de traducir e interpretar el material del pa­cien­te sin reac­cionar a él emocionalmente. Pero aquí nos enfrentamos con dos di­fi­cultades: si fracasase en esta tarea entonces anularía el análisis; por otra parte, sólo a través de su propia actividad emocional puede (alcanzar) lograr una co­rrec­ta inter­pre­ta­ción y traducción de tal material. La obra ―práctica y teórica― de los grandes expo­nentes del psicoanálisis sirven para ilustrarnos a este respecto.

Permitir nues­tra propia respuesta emocional a nuestro propio material es algo muy dife­ren­te de la reacción a las emociones del paciente, siendo lo primero tan esencial al tra­bajo analítico como el segundo le es destructivo.

En El Paraíso Perdido Milton hace destilar del espíritu de Dios tres gotas de esen­cia divina en los ojos del proscripto Adán, con lo cual “penetra con sus ojos has­ta el centro y corazón del ver”, lo que sugiere un paralelo con la emoción que puede liberar el poder de la visión interpretativa. Pero, ¿cómo se puede llegar a esto?

El estado de ceguera, de no-visión, corresponde al material incorporado que está “muerto” hasta que la emoción da su hálito de vida a los huesos secos; es después de esto que “vemos”, como vio Adán. El proceso esencial se nos presenta como una forma de introyección y proyección dirigidas hacia el material aportado por el pa­ciente, una situación que puede equipararse a la relación del artista con el mundo exterior sobre el cual trabaja. Este interdío es el camino del artista (junto al cual podemos incluir al verdadero hombre de ciencia), y sin él la “compensación” an­tes mencionada parece inalcanzable, imposible de alcanzar. En un trabajo lla­ma­­do La naturaleza de la acción terapéutica del Psicoanálisis, Vol. XV, p. 127, Stra­chey trata la cuestión de la interpretación y en especial el tipo de interpre­ta­ción que él denomina “interpretación mutativa”, sobre la cual escribe: “La inter­pre­­tación mutativa es el factor operativo esencial en la acción terapéutica del psi­co­­análisis”. Aquí, creo, Strachey trata el problema al que me he referido. Entiendo que tal “interpretación mutativa” es el producto del insight del analista, el cual sur­­ge del libre contacto con sus propias emociones. Esto, según sugiero otorga al analista la posibilidad de visión, y permite al paciente que está en contacto con él, volverse más libre en su propia vida emocional, y por ende cambiar. Sabemos que tal interpretación ―cuándo, cómo, y hasta qué grado será dada― es uno de los pro­­ble­mas vitales para el analista como para el paciente, y pone a prueba las rela­cio­nes del analista con sus propios impulsos inconscientes. Una cosa es cierta: tal in­ter­pretación del analista, si se aproxima al punto apropiado y se dirige con exac­ti­tud a su meta, puede ser de la mayor influencia dinámica sobre el inconsciente del paciente, provocando por un lado un flujo de energía hacia un funcionamiento sano y por otro, una resistencia agresiva autoprotectora.

Precisamente evoca la activa y agresiva energía del Ello, igualmente este puede ser el momento que evoque la energía del Ello del analista dirigida hacia el material (del paciente) que es ahora una parte de sí mismo, y así liberar nuevas y más ricas fan­tasías acompañadas por una placentera sensación de movimiento, acción, ac­ti­vi­dad (movement). Como resultado debe haber una actitud mucho más fa­vorable por parte del analista, con una disminución de su hostilidad in­cons­cien­te.

¿Qué pue­de entonces ocurrir para prevenir la hostilidad inconsciente y la ven­ganza por es­tas privaciones de las que he hablado? ¿Pueden éstas ser con­ver­ti­das en po­si­ti­vos beneficios? El Dr. Sachs se ha referido a un aspecto del trabajo del analista que lo ubica en la posición del artista creativo, a saber, su par­ti­ci­pa­ción en una mul­titud de obras. A pocos de nosotros, ciertamente nos estaría ga­ran­ti­zada esta en­trée (?) fuera del proceso analítico, salvo que pudiéramos obtenerla por medio de alguna forma de la creación artística (música, etc.), es en la di­rec­ción de esta “participación” que debemos buscar nuestra compensación.

Pero tenemos que tener la seguridad de que este “participar” es un ver­da­de­ro pro­ce­so de participación y de creación. Si nuestra participación es la de un es­pectador más o menos pasivo, y siendo que nuestro placer está ampliamente ba­sa­do en la gra­tificación de la curiosidad infantil y de los deseos de identificación el placer así ob­tenido no necesariamente probará una verdadera fuerza dinámica; es más, la gra­tificación puede fácilmente enmascarar hostilidad, más probable de emerger cuando estamos siendo espectadores de seres humanos vivientes. “¡Ah! qué cosa amar­ga es mirar por la ventana la satisfacción de otro ser humano”, co­mo escribió uno de nuestros poetas.

Si ese “siendo espectadores” pudiese devenir “viviendo de” la experiencia de la que somos partícipes, las inhibiciones mencionadas pueden convertirse en po­­­si­ti­vas: el placer de participar de una vida sana (renovada) a cambio de la aban­do­na­da gratificación narcisista; impulsos yoicos menos trabados en lugar de los mo­­di­fi­cados patrones superyoicos, y una legítima curiosidad más osada en lugar de la in­hibición de certidumbre-certeza dogmática. El resultado de tales in­ter­cam­bios per­mitirá el desarrollo del analista en dos direcciones: puede usar mucho más (y más libremente) su mente consciente, y puede traer a la luz un mayor sector de su in­consciente.

Lo que he llamado “vivir de” (en lugar de “ser espectador de”) puede acla­rar­se si pen­samos en la descripción del poeta Wordsworth del esencial proceso de la cre­a­ción poética. El dijo: debe ser “emoción recordada” (esto es re-expe­rien­cia­da) en tranquilidad. Y también, pensemos en el consejo de Hamlet a la troupe de ac­tores: “No sean demasiado mansos (sumisos, dóciles)… en el mismo torrente, tem­pestad y remolino de la pasión deben adquirir y producir templanza, so­brie­dad”. De tal mo­do podemos lograr la situación deseada, esto es, habilidad para tra­ducir el ma­te­rial del paciente, adaptabilidad a sus requerimientos inconscientes pero sin su­mer­girse, hundirse en ellos. Wordsworth y Hamlet demandan emoción y pasión, el trabajo psicoanalítico también, pero sujetas a un “manejo” analítico que es, pienso, el paralelo de su “tranquilidad” y “templanza-sobriedad”. Ejem­plos que ilus­tran esta “emoción en tranquilidad” nos son conocidos a todos, y yo ele­giría la propia técnica de Freud como el principal de entre estos ejemplos. En la mis­ma exposición de esta técnica encontramos en su estilo (esto es, en el vehículo y expre­sión de su psique) profunda emoción y la máxima libertad para usar esa emo­ción: su actitud hacia su material, expresada a través de palabras e ideas, pue­de casi ser llamada “gozosa” y uno es conmovido al leer su obra por la identidad en este respecto con la actitud que transforma una situación negativa (el resultado de un abismo entre el material incorporado y su propio flujo emocional) en otra po­­sitiva, y gratifica una elevadamente sublimada sensación de poder. Con res­pec­to al estilo de Freud, tanto seguidores como enemigos sienten sus extraordinarios efectos iluminadores (y en libertad?) con certeza análogos a aquellos que alcanza to­do gran artista. Un Miguel Ángel, un Shakespeare, un Goethe. Sus escritos pa­re­cen estar en un libre contacto con sus propias fantasías, influidos por la pasión que Hamlet demandaba de sus actores, y sin embargo bajo el control de la “tem­plan­za” y la “tranquilidad”.

En diferente forma y grado encontramos esta misma con­di­ción en otros au­to­res del psicoanálisis (como Ferenczi y Glover, para mencionar a dos que ya no se encuentran entre nosotros). La libertad para la fantasía, pese a lo po­co que con­cor­damos con sus ideas básicas, ciertamente dio riqueza y fuerza a los es­critos de Groddeck y yo agregaría efectividad a su trato con seres humanos.

La evidente complacencia (surgida de la satisfacción emocional) la que los autores men­cionados obtienen de su propia libertad, produce un impacto en todos los que en­tran en contacto con ellos, y eso es lo que quiero significar al hablar de la re­ac­ción sobre el paciente de la real participación del analista en las expe­rien­cias que le son presentadas. Debemos descubrir por lo tanto, qué es lo que en rea­li­dad in­vo­lucra este “participar-en”.

La capacidad por una parte, de tomar un material externo, moldearlo y re­cre­ar­lo, y de tal modo crear nuevas combinaciones (cualidad esencial del artista en cual­quier esfera) y, por otra, el poder de comunicar nuevamente un material que ha pasado por nosotros, y se ha combinado por presión con nuestra propia expe­rien­cia in­di­vi­dual, deben estar basados en la vida impulsiva oral y anal, como se ha señalado en múltiples investigaciones sobre la actividad creativa. La pro­duc­ción y asimi­la­ción de este material halla su equivalente más próximo en el proceso de ingesta y re­combinación de los distintos alimentos, con la correspondiente ac­tividad pla­cen­te­ra que acompaña al proceso.

Por ende, si el analista puede comer su propia comida “lado a lado” con la del pa­cien­te, tiene acceso a un libre placer (en su forma sublimada, y esto es lo que lla­mo “revivir de su propia secuencia interior”). Tal como una comida com­par­tida por dos personas es algo totalmente diferente de dos comidas individuales, así tam­bién una nueva creación se desenvuelve a partir de este vivir compartido, lo que resulta en un mayor desarrollo del paciente. Me acuerdo aquí de un pa­cien­te mío, nove­lis­ta y poeta de cierta excelencia que solía decir cuando era capaz de expresar libre­mente sus fantasías: “me siento como si estuviese comiendo una co­mi­da deliciosa; me siento rico y satisfecho interiormente”.

El aspecto sublimado de estos procesos debe ser un tema importante para noso­tros, pues se refiere a la cuestión las sublimaciones del analista de la que tan­to se ha­bla. Este problema parece estar siempre con nosotros. ¿Hasta dónde te­ne­mos “ver­dadera” sublimación y si es “verdadera” qué alcance puede lograr? Es por es­to que he desarrollado la cuestión de la compensación: parecería que muy a menu­do estamos afirmando un grado de sublimación que no puede alcanzarse, y que po­demos aún estar demandando una “sublimación” que es sólo una mas­ca­ra­da, en cuanto regula el contacto con la libre fantasía.

Cuando Freud relata sus casos, a menudo da señales de “vivir de (con)” el ma­­te­rial presentado. Por ejemplo, al tratar una fase de su caso Elizabeth Von R. y su ce­guera ante el significado de ciertos síntomas muy obvios, relata cómo des­pués él recordó su propia notable ceguera en una determinada situación, revelando una pe­culiar discrepancia entre su conocimiento inconsciente y su observación cons­­cien­te, y continúa explicando y dando una interpretación más detallada de sus pro­­pias condiciones psíquicas en ese tiempo.

Es muy claro que el ampliado contacto de Freud con su material in­cons­cien­te le dio mucha mayor libertad: de hecho, escribe que sintió entonces el sen­ti­mien­to triunfante de estar en posesión del deseado conocimiento para tratar con el in­­cons­cien­te de su paciente, haciendo éste gran avance en la sesión siguiente. Esto (sólo un ejemplo de los innumerables que pueden encontrarse en las exposiciones de ca­sos de Freud) me sirve como ejemplo del revivir del analista de su propia se­cuen­­cia interior junto con el re-vivir de su paciente, un proceso en el que con­cu­rren efec­tos dinámicos sobre ambos. Sabemos que Freud y muchos otros autores han en­fatizado su importancia. Y aquí nos encontramos con lo que es, pro­ba­ble­men­te, una situación humana fundamental ―la necesidad y el efecto dinámico de es­ta pri­mi­tiva relación― que Edward Glover ha descripto como el bebé en el pa­cien­te ha­cien­do rapport con el bebé en el analista con el resultado de que el pa­cien­te-bebé se siente liberado de mucha de su ansiedad, siente que así como el su­pe­rior (el ana­lista) ha estado en la posición peligrosa y dolorosa logrando emerger de ella, él puede hacer lo mismo. Tal rapport debe ser un factor en todo análisis, puesto que sin él no podría haber ninguna sensación de movimiento, y el análisis de­jaría de ser un proceso viviente para convertirse en “castrante” tanto para el ana­lista como pa­ra el paciente.

Una de las ventajas de la terapia “activa” (según la posterior interpretación de Fe­renc­zi de esta frase) puede residir en la producción de una mayor sensación de (mo­vilidad?) movimiento; aunque cuando la energía dinámica no puede operar es probablemente más una cuestión de predisposición inconsciente que de técnica. No obstante, la habilidad de “forzar” la producción de fantasía en el paciente y de to­lerar una gran “actividad” en él ―siempre que no sea una pantalla para evadirse del sadismo más profundo del paciente y de las propios acciones del analista ante es­to― puede ser una expresión de libertad para los impulsos instintivos de este úl­ti­mo, que conduzca a una más positiva síntesis yoica con el paciente.

No es un caso de reaccionar a las fantasías del paciente, sino más bien una for­ma de un fiesta de amor co-operativa, y sabemos que aquellos que comen jun­tos, y de tal modo devienen hermanos de sangre, pueden satisfacer legítimas de­man­das en el nivel oral inconsciente, y en un nivel consciente de sexualidad su­bli­ma­da. To­mar el material introyectado y poner en él ley, orden y unidad, es el mé­to­do por me­dio del cual se satisfacen urgencias inconscientes: proyectarlo a la vez en nue­vas formas gratifica deseos sublimados. Este es el trabajo del artista y del hom­bre de ciencia, y así debe ser el trabajo del analista. Podemos ―como nos de­cía…― no to­mar el rol del profeta, salvador, o del que consuela al paciente, pero no podemos ―no debemos― convertirnos en los enamorados del material pro­yec­­tado por el pa­cien­te y hacerlo nuestro introyectado “objeto bueno”.

Es este amor el que va a permitir el proceso que yo he llamado “participar-en”, si es suficientemente fuerte como para permitir la liberación de las fantasías pla­cen­te­ras del analista. Y aquí podemos conseguir cierta ayuda del análisis de ni­ños. El analista de niños puede mostrarnos el modo en el cual más y más pro­fun­da­mente el analista puede liberar su vida de fantasía, al punto de que termine ha­bien­do una corriente más libre entre él y su paciente. Porque el analista de niños de­be ―por fuer­za― estar profunda e instintivamente en contacto con la vida de la fantasía del niño si es que quiere lograr algún éxito: no puede renegar de la fan­ta­sía tras de la pantalla de las palabras, de la manera en que el analista de adultos puede hacerlo.

No tengo tiempo de extenderme sobre las breves indicaciones que he dado aquí. Tal vez el mejor resumen del peligro del analista que intenta mantener la fic­ción, de su inmunidad frente a la emoción en el proceso analítico, puede en­con­trar­se en las palabras usadas por Freud para referirse a la tragedia de Leonardo: “El artista ha­bía tomado los servicios del investigador para que los asistiese y aho­ra el sir­vien­te era más fuerte y suprimía a su amo... ni amó ni odió… investigó en vez de ha­ber amado”. Es ese contraste de tal situación que el precursor de Freud, en la per­sona de Hamlet, declaraba: “Tu parecerías conocer mis pasos y arrancar (tocar) el corazón (fondo) de mi misterio: me harías vibrar desde mi nota más baja has­ta el máximo de que fuese capaz, y hay un excelente desempeño en este pe­que­ño ór­ga­no: sin embargo no podrías tú hacerlo hablar”.

El exitoso logro del analista (tanto para sí mismo como para el paciente) pue­de ser me­jor descrito si nos dirigimos otra vez hacia Freud y su imagen del ar­tis­ta. El ar­tis­ta, nos dice, (nosotros deberíamos aquí sustituir artista por analista) en contacto con el mundo exterior (que deberíamos sustituir por “paciente”) ob­tie­ne su material, lo moldea e ilumina por fusión con su propio inconsciente, y lo pre­senta otra vez así re-formado, en formas aceptables a las demandas de la rea­li­dad y al inconsciente del mundo (el paciente). A través de tal revelación obtiene un medio de liberación, tanto para sus semejantes como para sí mismo.