jueves, 30 de octubre de 2008

Carlos D. Pérez. "Boludo, pelotudo, necio y cínico. Una secuencia tipológica" (Página 12, suplemento psicología)

Me he permitido distinguir una secuencia tipológica de categorías que solemos mezclar sin rigor. Cuatro palabras, cuatro perfiles, cuatro riesgos, cuatro desafíos.

Boludo

En un mundo donde, por poner un número, a partir de los tres años de edad no hay inocencia, el boludo es una excepción. Le han crecido, aunque ignora para qué; absorto en su rigurosa idiotez, ve sin mirar las venturas y desventuras que lo circundan.
El apelativo suele emplearse como insulto, pero el boludo nos produce una secreta envidia, porque nos sabemos no inocentes y nos gustaría serlo. Por esta razón a veces le adosamos un especial calificativo, cuando decimos de alguien que es un “boludo alegre”. Y no es cierto, no es alegre, porque en la carrera de los boludos se distrae escarbándose el ombligo y, por boludo, no gana. También hay sabios que lo hacen y abandonan carreras, pero a sabiendas. ¡Freud mío, esto de la boludez, que parecía tan simple, se me está complicando! Lo soluciono de modo lacónico: el boludo no puede ser feliz porque ignora la felicidad; no me pregunten por qué, no podría responder, no trato de hablar de esa esquiva sensación. El goce del idiota me es ajeno como a cualquier no boludo, a menos que... Cuando los boludos tomen la palabra quizá podamos enterarnos de algo más, pero entonces serán tan vulgares como cualquiera de nosotros.
Sucede que asociamos a esa condición la idea de felicidad paradisíaca, formados como estamos por la Biblia, ya que el boludo alegre por antonomasia fue Adán, antes de que Eva apareciera en su horizonte y, con ella, la conciencia dilemática del ser sexuados. Y al perder la inocencia también perdieron el Paraíso. Cuando la vida nos pesa, añoramos esa antelación. Lo supo el político más hábil que tuvo la humanidad: poniendo del revés la secuencia ante la masa de acólitos, colocando el Paraíso como afortunado destino, dicen que dijo en un sermón: “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos”.


Pelotudo

Reducido a una frase, sería como decirle a alguien: “No te hagas el boludo, ¡pelotudo!”. Roberto Fontanarrosa, en célebre intervención en un Congreso de la Lengua, distinguió en “pelotudo” un énfasis especial; para continuar la línea fontanarroseana, agrego que “boludo” carece de énfasis. El pelotudo no tiene derecho a la ignorancia, estratagema a veces hábil que este personaje esgrime como salvoconducto.
Al decirse aquello de “sólo sé que nada sé y por eso algo sé, que nada sé”, Sócrates instaló el dispositivo de su filosofía, y cuando en un destello de lucidez alguien exclama ¡pero si soy un pelotudo!, instantáneamente se vuelve filósofo, y si no lo hace por sus propios medios debiera agradecer a quien ejerza la mayéutica socrática desenmascarando su pelotudez. Por algo se empieza; aquel griego nos enseñó que es el modo de empezar.


Necio

El necio, en cambio, es un obcecado con su pelotudez. Incapaz de conciencia socrática, convierte la banalidad en creencia y declama pelotudeces como verdades consagradas, a riesgo de cometer estragos. Mientras el pelotudo es inofensivo, el necio ofende, pero si le discutimos corremos el riesgo de colocarnos en posición simétrica, ventilando secretas necedades; en esto encuentro la inteligencia del refrán que contrapone oídos sordos a palabras necias.
Cuando la convicción del necio adquiere mayor relevancia, desemboca en el fanatismo. Fanático es quien, enarbolando como cualidad su propia limitación, apunta a la militancia social. La necedad es personal, el fanatismo ama lo masivo. Hitler, con su creencia fanática en la superioridad de la raza aria, fue un necio que congregó multitudes. Porque el necio libra con unción su guerra individual, pero llegado al fanatismo se embandera con su “causa” e incita con sus argumentos. No sé si el necio, sobre todo el fanático, muere por su bandera, pero es capaz de matar por ella.


Cínico

A diferencia del necio, el cínico es hábil; eso lo convierte en adversario difícil. Sin ignorar las limitaciones de su posición pero diestro en retórica, su meta es convertirnos en necios. Si el necio suele provocar ese efecto de modo involuntario, para el cínico es deliberado; no hay cínico sin un coro de necios, su estrategia los necesita. Muchos de los “comunicadores sociales”, ni qué decir los políticos, son cínicos que cultivan la necedad de sus seguidores. Y cuando los necios creen estar al comando de una creencia, los cínicos celebran.
¿Podríamos aspirar a una sociedad sin este cuarteto tipológico? Sería la sociedad perfecta, pero es impracticable. Somos humanos y por serlo no estamos exentos de lo antedicho, aunque tampoco estamos impedidos de advertir que día a día nos movemos entre una caterva de boludos, pelotudos, necios y cínicos, a menudo como uno más del conjunto; entonces nos despabila un tiempo de despertar y nos preguntamos: “Pero, entonces, ¿qué soy?”. No es poca cosa esa pregunta que los boludos ignoran, los pelotudos resisten, los necios niegan, los cínicos gambetean.