jueves, 16 de octubre de 2008

Cristina Heras. "Miski Pacha"[*]


¿Cómo pudieron los cerros comprender lo que vieron ese día? Ellos que siempre eran admirados por el artista cuando el sol en días diáfanos derramaba luz por sus laderas o cuando las nubes aquel día se despegaron como una bandera sobre el monte más verde que se acuesta en el este. Ellos se divertían ofreciendo las frondosas formas que el artista les quería descubrir, pero sólo se las mostraban a determinadas horas del día. Exigían de él tiempo, y mucha paciencia, no solían regalarse con facilidad. No. Eran exigentes. Ellos querían que el hombre les dedicara tiempo, que se detuviera, que se conmoviera con la observación, que se pusiera en sintonía con ellos. Sólo así, de la perfecta unión entre la mirada sensible y la ductilidad de las formas, lujuriosos colores y texturas comenzaba a gestarse la obra de ese artista dotado de una sensibilidad que a la mayoría de los hombres, y a muy pocas mujeres, le fue negada.

Pero alguien nuevo entró a escena esa tarde: una mujer.
Esa mujer había llegado al pueblo el día anterior buscando el descanso acogedor de la quebrada. El de esa tierra sufrida y silenciosa. Hacía tiempo que la vida venía probándola duramente y deseando volver a sus días de infancia, los más felices que recordaba, buscó el cálido abrazo maternal de esos cerros coloridos. Siete eran los colores que alguien les había descubierto pero ella sólo vio tres desde el tren. Al llegar respiró hondo con el deseo de que cada uno de esos rojos y verdes se le adentraran en el alma que tan grisácea lucía. “ ¡Qué lugar, Dios mío!” pensó “antes de irme descubriré los otros cuatro”. Y el artista, que todo lo observaba, y que de colores mucho sabía, la vio cruzar la plaza rumbo al hostal muy ensimismada, como orando. Y la buscó y se encontraron… y mientras hablaban, el café se transformó en vino y antes de haber siquiera intercambiado sus nombres se enmudecieron los labios en un beso. Raro según ella. Mágico para él.

Al día siguiente él la invitó a acompañarlo en su observación del paisaje ocultándole su verdadera intención: en agradecimiento a esos días de entrega incondicional ahora el hombre, ya no el artista, quería regalar a sus musas, las montañas, algo que las cambiara para siempre, y que no era el arte mediante el cual solía plasmar en madera o hierro su obra. Ese paisaje que le había ofrecido colorados genitales, erguidos o reposados, cuerpos yaciendo como en cascadas después de una hecatombe, o los mismos cuerpos encontrándose en abrazos pétreos, apasionadamente rojos, estáticos, acalorados. El artista los había reconocido a todos y cada uno de ellos y les había dado un nombre pero se reservó como despedida el ritual con el que había soñado cada noche con sus días para honrar a Miski Pacha, la dulce tierra, que tan generosa se había entregado.

Ella llegó caminando, como él la había visto el día anterior, también llegando… Y sin decir nada, aceptó la mano del artista devenido hombre y lo acompañó remontando una garganta roja que se hendía profunda en la ladera. La penetraron lentamente en un silencio tenso que se interrumpía por momentos para dar lugar a alguna frase susurrada como al pasar entre besos apasionados y suaves caricias, hasta que al fin el cerro dio por terminado el juego y con una pared insalvable les indicó el lugar. Allí se encontraron los cuerpos del hombre y la mujer confundiéndose con los carmines del cerro que se desgranaba de puro placer, como babeando de deseo por sentir lo que tanto habían insinuado y ni siquiera sospecharon de que se hubiese tratado de algo así. Jamás nadie había igualado en generosidad de imágenes a aquel hombre y aquella mujer. Ellos, los cerros, habían sido hasta ahora los protagonistas de las historias de quienes se detenían a contemplarlos aunque más no fuera por unos minutos. En ellos depositaba su mirada el artista y era en esa mujer en la que estaba dejando lo más preciado; la recorría palmo a palmo con sus manos avezadas en el arte de crear formas y dar luz haciéndola gemir con un placer del que jamás los cerros habían siquiera soñado ser testigos. Los cuerpos se encontraban sigilosamente, buscando la fusión perfecta que les iba a permitir entrar en sintonía con ese cosmos apacible y sensual. El mediodía se acercaba y ellos fundidos en un abrazo apretado ni sombra proyectaban, ni se movían para no provocar más el deseo desmedido de esos montes que hacían lo insospechable para impedirles el placer ofreciendo sus formas más caprichosas, sus aristas más molestas… pero no hubo caso. En ese silencio partido al medio por un gemido ensordecedor el hombre y la mujer se derrumbaron en un orgasmo infernal, bermellón profundo. Si el placer se midiera por el eco que quedó rebotando en las laderas difícil, si no imposible, sería igualarlo. Y continuaron a la tarde desvirgando el silencio que desde el comienzo de los tiempos había cubierto ese paisaje como un manto pesado y protector.

Así es que hoy los cerros ofrecen formas más maduras, diferentes, ya que en el ritual de despedida el hombre y la mujer insuflaron sentido a lo que ellos habían insinuado durante tanto tiempo sin ser plenamente conscientes del placer que sus poses provocaban en quienes se detenían a contemplarlas.

Dicen los del pueblo que después de ese día curiosamente el Colorado cobró un tinte más profundo…más subido…y que en las tardes diáfanas el viento del oeste trae consigo voces profundas que estallan en gemidos. Como el canto de las sirenas a cuyo hechizo los navegantes no lograban resistirse, esos gemidos atraen a los caminantes a adentrarse en la misma garganta, el altar del ritual. Y a medida que penetran en sus angostas quebradas el rojo se va tornando cada vez más intenso, y una vez inmovilizados por las mismas paredes que señalaron al artista el lugar indicado cuentan haber sido transportados a un estado de gozo intenso una sensación de éxtasis enceguecedor…un placer tan profundo y elevado… tan serenamente conmovedor , tan… Nadie hasta el momento ha podido ponerlo en palabras porque implicaría, una vez más, encajonar el sentimiento.

¿Y ella? Si bien pensaba que en la soledad de ese lugar mágico encontraría algo de serenidad, o a lo sumo descubriría esos cuatro colores que le faltaron al llegar al pueblo, jamás sospechó que ocurriría lo que le ocurrió: al volver del estado de ensoñación en el que quedó sumida hasta el día siguiente notó que el mismo artista en el acto amoroso le había moldeado un hermoso par de alas liberándola de un pesado lastre que ni ella sabía que tan pesadamente la anclaba, además de pincelarle el alma con mucho más de siete colores. Ya esos cerros se le parecían, o mejor dicho, ella se les parecía: sentía que se podía elevar a la profundidad del azul del cielo y su cuerpo destilaba un perfume tan dulce como el de la miski pacha. Además, la pacha mama, la madre, como llaman a la tierra por esos lugares, le había dado el cobijo que había venido a buscar. Esa misma noche volvió a cruzar la plaza rumbo a la estación y no se supo más de ella.

Dicen que el artista sólo una vez regresó al lugar buscando reencontrarse con el eco de esas sensaciones y se internó en la garganta que él mismo, junto con la mujer, habían dotado de voz propia. Pero sin siquiera sospechar lo que los cerros habían aprendido llegó al fondo de la quebrada purpúrea justo al mediodía y en medio de un calor insoportable las paredes comenzaron a desgranarse como derritiéndose y el ahogo lo invadió y se desplomó aturdido en medio de extraños sonidos guturales provenientes del fondo de esa misma tierra que se ofrecía sensualmente húmeda. Entre esas voces comenzó a reconocer los gemidos de ella, la mujer a la que tanto deseaba todavía, y el placer fue derramándose, espeso e invasivo como la misma luz cenital que tiempo atrás había iluminado su ritual. Se entregó sin resistencia y disfrutó agradecido del regalo que los cerros ese día le tenían preparado. No fue el eco del eco lo que encontró sino la misma sensación que le taladraba profundamente las entrañas provocándole temblores incontrolables hasta que en medio de un ciego placer volcánico terminó de entregarse a la placidez de un abrazo cálido y contenedor que el recuerdo le ofrecía. Recién en ese momento el artista comprendió que los cerros no hacían más que reproducir, como recitando de memoria, el poema plagado de imágenes que él y la mujer habían compuesto ese luminoso mediodía, su obra maestra.

NOTAS.
[*] Miski Pacha: Voz quechua que significa 'dulce tierra'.
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Agradezco a Cristina Heras por el generoso aporte de un texto tan pleno en sensaciones.
Porque no sólo de psicoanálisis vive el hombre (bueno, ni la mujer...)
Ojalá les guste tanto como a mí.
PP.