viernes, 31 de octubre de 2008

"La historia de Medio Pollo" (Referencia de Lacan en la 4ª clase del Seminario 17)

La Historia de Medio Pollo

Érase una vez un buen hombre y una buena mujer que eran muy desgraciados. Sólo tenían un huevo, nada más que un huevo para la cena. Lo cortaron en dos y lo pusieron a hervir. El hombre se comió su mitad pero la mujer no se comió la suya. La puso a incubar en su chorrera y nació un medio pollo.

Un día que Medio Pollo escarbaba en el estiércol, encontró una bolsa llena de oro. Y entonces se puso a cantar:
- ¡Quiquiriquí! ¡La bolsa y los escudos! ¡Quiquiriquí! ¡La bolsa y los escudos!

Un trapero que pasaba por allí lo escuchó y cogió la bolsa.
Medio Pollo no quería quedarse así. Y gritó:
- ¡Quiquiriquí! ¡Devuélveme mi bolsa y mis escudos! ¡Quiquiriquí! ¡Devuélveme mi bolsa y mis escudos!

Y el pollo siguió al buen hombre que se iba. De camino, de repente, vió un enjambre de abejas. Las abejas le dijeron lo siguiente:
- ¿Adónde vas Medio Pollito?
- Venid conmigo y lo sabréis.
- ¡Pero es que no podemos seguirte!
- Meteros en mi trasero y os llevaré.

Hete aquí a las abejas en el trasero del pollito y hete aquí que ya se van. Un poco más lejos, vieron a un perro.
- ¿Adónde vas Medio Pollito?
- Ven conmigo y lo sabrás.
- ¡Pero es que no podría seguirte!
- Métete en mi trasero y te llevaré.

Hete aquí que se van un poco más lejos. ¿Y qué es lo que vieron? Un zorro.
- ¿Adónde vas Medio Pollito?
- Ven conmigo y lo sabrás.
- ¡Pero es que no podría seguirte!
- Métete en mi trasero y te llevaré.

Hete aquí que se van de nuevo. Un poco más lejos, vieron a un lobo.
- ¿Adónde vas Medio Pollito?
- Ven conmigo y lo sabrás.
- ¡Pero es que no podría seguirte!
- Métete en mi trasero y te llevaré.

En un momento dado, atravesaron un río. El río dijo:
- ¿Adónde vas Medio Pollito?
- Ven conmigo y lo sabrás.
- ¡Pero es que no podría seguirte!
- Métete en mi trasero y te llevaré.

El río se puso también en el trasero de Medio Pollo y llegaron a la casa del hombre.
- ¡Quiquiriquí! ¡Devuélveme mi bolsa y mis escudos! ¡Quiquiriquí! ¡Devuélveme mi bolsa y mis escudos!

El hombre se lo explicó todo a su mujer. La mujer dijo:
- Esta noche lo pondremos a dormir con las gallinas. El gallo grande sabrá cómo ponerlo en vereda. Y así lo hicieron.
A mitad de la noche, el gallo grande empezó a meterse con el pollito. Medio Pollo, viéndose perdido, dijo:
- ¡Zorro, zorro, sal de mi trasero o estoy perdido!
El zorro salió y ¡zas! trató como convenía a todas las gallinas.

Al día siguiente, el hombre y la mujer escucharon al pollito en su estercolero que decía:
- ¡Quiquiriquí! ¡Devuélveme mi bolsa y mis escudos! ¡Quiquiriquí! ¡Devuélveme mi bolsa y mis escudos!

-¡Esto no puede ser! - dijeron - esta noche lo pondremos con el mulo. Seguro que lo aplastará con sus patas.
Y así lo hicieron. Y el mulo daba vueltas y más vueltas y pataleaba. El pollito viéndose perdido una vez más dijo:
- ¡Perro, perro, sal de mi trasero o estoy perdido!
El perro salió y se puso a ladrar. Y el mulo rompió su cuerda y se marchó corriendo.

Al día siguiente, el pollito estaba de nuevo en su estercolero y decía:
- ¡Quiquiriquí! ¡Devuélveme mi bolsa y mis escudos! ¡Quiquiriquí! ¡Devuélveme mi bolsa y mis escudos!

- ¿Pero qué es lo que tenemos que hacer? ¡Maldito pollo! Vamos a ponerlo esta noche con los corderos. ¡Seguro que el carnero lo va a espachurrar!
Y así lo hicieron. Y a mitad de la noche, el carnero empezó a empujarlo.
- ¡Lobo, lobo, sal de mi trasero o estoy perdido!
El lobo salió del trasero del pollito y se comió a todos los corderos.
Al día siguiente, el pollito en su estercolero decía:
-¡Quiquiriquí! ¡Devuélveme mi bolsa y mis escudos! ¡Quiquiriquí! ¡Devuélveme mi bolsa y mis escudos!

- Bueno. Esta noche lo pondremos entre nosotros dos y lo ahogaremos.
Y así lo hicieron. Cuando acostaron al pollito entre ellos dos, empezaron a apretarse para ahogarlo.
- ¡Abejas, abejas, salid de mi trasero o estoy perdido!
Las abejas salieron y empezaron a picar a aquellos pobres viejos que no siguieron mucho rato en la cama.

Al día siguiente, el pollito, otra vez en el estercolero, decía:
-¡Quiquiriquí! ¡Devuélveme mi bolsa y mis escudos! ¡Quiquiriquí! ¡Devuélveme mi bolsa y mis escudos!

- ¡Que el diablo se lleve al infierno a este pollo! - dijo el hombre - Mira, precisamente el horno está caliente para la hornada de pan. Esta noche lo pondremos a dormir allí.
Y así lo hicieron. Cuando se vio allí dentro, Medio Pollo dijo:
- ¡Río, río, sal de mi trasero o estoy perdido!
El río salió, y regó el fuego y lo apagó.

Entonces dijo el pollito en su estercolero:
- ¡Quiquiriquí! ¡Devuélveme mi bolsa y mis escudos! ¡Quiquiriquí! ¡Devuélveme mi bolsa y mis escudos!

Los viejos dijeron entonces:
- ¡Pues ya está bien, dejémosle marchar entonces!
Tiraron la bolsa por la ventana y dejaron marchar a Medio Pollo que se fue y se fue por los campos. Y ya no lo vieron nunca más de los jamases en la casa.

Yo pasé por el molino,
Me bebí un vaso de vino,
Me subí a la cola de un ratón,
Que era muy chillón,
¡Y colorín colorado,
Este cuento se ha acabado!

jueves, 30 de octubre de 2008

Carlos D. Pérez. "Boludo, pelotudo, necio y cínico. Una secuencia tipológica" (Página 12, suplemento psicología)

Me he permitido distinguir una secuencia tipológica de categorías que solemos mezclar sin rigor. Cuatro palabras, cuatro perfiles, cuatro riesgos, cuatro desafíos.

Boludo

En un mundo donde, por poner un número, a partir de los tres años de edad no hay inocencia, el boludo es una excepción. Le han crecido, aunque ignora para qué; absorto en su rigurosa idiotez, ve sin mirar las venturas y desventuras que lo circundan.
El apelativo suele emplearse como insulto, pero el boludo nos produce una secreta envidia, porque nos sabemos no inocentes y nos gustaría serlo. Por esta razón a veces le adosamos un especial calificativo, cuando decimos de alguien que es un “boludo alegre”. Y no es cierto, no es alegre, porque en la carrera de los boludos se distrae escarbándose el ombligo y, por boludo, no gana. También hay sabios que lo hacen y abandonan carreras, pero a sabiendas. ¡Freud mío, esto de la boludez, que parecía tan simple, se me está complicando! Lo soluciono de modo lacónico: el boludo no puede ser feliz porque ignora la felicidad; no me pregunten por qué, no podría responder, no trato de hablar de esa esquiva sensación. El goce del idiota me es ajeno como a cualquier no boludo, a menos que... Cuando los boludos tomen la palabra quizá podamos enterarnos de algo más, pero entonces serán tan vulgares como cualquiera de nosotros.
Sucede que asociamos a esa condición la idea de felicidad paradisíaca, formados como estamos por la Biblia, ya que el boludo alegre por antonomasia fue Adán, antes de que Eva apareciera en su horizonte y, con ella, la conciencia dilemática del ser sexuados. Y al perder la inocencia también perdieron el Paraíso. Cuando la vida nos pesa, añoramos esa antelación. Lo supo el político más hábil que tuvo la humanidad: poniendo del revés la secuencia ante la masa de acólitos, colocando el Paraíso como afortunado destino, dicen que dijo en un sermón: “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos”.


Pelotudo

Reducido a una frase, sería como decirle a alguien: “No te hagas el boludo, ¡pelotudo!”. Roberto Fontanarrosa, en célebre intervención en un Congreso de la Lengua, distinguió en “pelotudo” un énfasis especial; para continuar la línea fontanarroseana, agrego que “boludo” carece de énfasis. El pelotudo no tiene derecho a la ignorancia, estratagema a veces hábil que este personaje esgrime como salvoconducto.
Al decirse aquello de “sólo sé que nada sé y por eso algo sé, que nada sé”, Sócrates instaló el dispositivo de su filosofía, y cuando en un destello de lucidez alguien exclama ¡pero si soy un pelotudo!, instantáneamente se vuelve filósofo, y si no lo hace por sus propios medios debiera agradecer a quien ejerza la mayéutica socrática desenmascarando su pelotudez. Por algo se empieza; aquel griego nos enseñó que es el modo de empezar.


Necio

El necio, en cambio, es un obcecado con su pelotudez. Incapaz de conciencia socrática, convierte la banalidad en creencia y declama pelotudeces como verdades consagradas, a riesgo de cometer estragos. Mientras el pelotudo es inofensivo, el necio ofende, pero si le discutimos corremos el riesgo de colocarnos en posición simétrica, ventilando secretas necedades; en esto encuentro la inteligencia del refrán que contrapone oídos sordos a palabras necias.
Cuando la convicción del necio adquiere mayor relevancia, desemboca en el fanatismo. Fanático es quien, enarbolando como cualidad su propia limitación, apunta a la militancia social. La necedad es personal, el fanatismo ama lo masivo. Hitler, con su creencia fanática en la superioridad de la raza aria, fue un necio que congregó multitudes. Porque el necio libra con unción su guerra individual, pero llegado al fanatismo se embandera con su “causa” e incita con sus argumentos. No sé si el necio, sobre todo el fanático, muere por su bandera, pero es capaz de matar por ella.


Cínico

A diferencia del necio, el cínico es hábil; eso lo convierte en adversario difícil. Sin ignorar las limitaciones de su posición pero diestro en retórica, su meta es convertirnos en necios. Si el necio suele provocar ese efecto de modo involuntario, para el cínico es deliberado; no hay cínico sin un coro de necios, su estrategia los necesita. Muchos de los “comunicadores sociales”, ni qué decir los políticos, son cínicos que cultivan la necedad de sus seguidores. Y cuando los necios creen estar al comando de una creencia, los cínicos celebran.
¿Podríamos aspirar a una sociedad sin este cuarteto tipológico? Sería la sociedad perfecta, pero es impracticable. Somos humanos y por serlo no estamos exentos de lo antedicho, aunque tampoco estamos impedidos de advertir que día a día nos movemos entre una caterva de boludos, pelotudos, necios y cínicos, a menudo como uno más del conjunto; entonces nos despabila un tiempo de despertar y nos preguntamos: “Pero, entonces, ¿qué soy?”. No es poca cosa esa pregunta que los boludos ignoran, los pelotudos resisten, los necios niegan, los cínicos gambetean.

miércoles, 29 de octubre de 2008

Gérard Pommier. "Comment les neurosciences démontrent la psychanalyse" (Flammarion, Paris, 2a.edición, 2007)


TEXTO DE CONTRATAPA

Las investigaciones acerca del cerebro han progresado tanto durante los últimos años que nuestra concepción del hombre se ha visto conmocionada: el cuerpo no sería más que una “máquina” de la que alcanzaría con reparar los desperfectos en caso de avería. Los sentimientos como el amor y el deseo, y las creaciones como la poesía, no serían más que una cuestión de hormonas y conexiones nerviosas; en cuanto a la actividad psíquica, los sueños, el inconsciente y los síntomas, los buenos medicamentos los disciplinarían. Eterno debate que los neurocientíficos invitan a los psicoanalistas a volver a poner en primer plano. Entonces... ¿pueden existir dos aproximaciones diferentes, incluso contradictorias, de un mismo fenómeno?
Este libro hace justicia a esta infundada oposición, que debe sobre toda su fuerza a un desconocimiento de los procesos cerebrales y de la vida psíquica. Por lo demás, numerosos descubrimientos neurofisiológicos aportan agua al molino de Freud y muestran cómo el lenguaje modeliza el cuerpo mucho más profundamente de lo que el síntoma histérico dejaba prever. Esta puesta en tensión del cuerpo por el lenguaje es tan importante que muchos resultados de la neurofisiología no pueden ser interpretados sin el psicoanálisis. Numerosas preguntas tan esenciales como aquella de la conciencia, por ejemplo, permanecen insolubles sin el concepto de inconsciente. Midiendo el aporte de las neurociencias en el psicoanálisis, comenzamos a tener una idea más precisa de lo que es un “sujeto”, pero también de ese cuerpo del que somos, tan conflictivamente, los curiosos locatarios...

martes, 28 de octubre de 2008

Gianni Vattimo. "Creer que se cree" (Paidós, Buenos Aires, 2008)

La cultura y la mentalidad contemporáneas parecen estar caracterizadas por "el retorno de Dios", pero ¿cuál puede ser hoy el sentido de la experiencia religiosa? La respuesta de Gianni Vattimo es el fruto de su freflexión filosófica en el horizonte posmetafísico, que le lleva a ver la encarnación de Cristo como la secularización del principio divino y la "ontología débil" como la transcripción del mensaje cristiano. Sin embargo, este planteamiento -o más bien este replanteamiento- de la dimensión religiosa está profundamente arraigado en la experiencia personal, porque, como argumenta el propio Vattimo, es imposible producir discursos religiosos sin asumir el riesgo de un compromiso directo. Católico "no militante", Vattimo no es, desde luego, un defensor de la sacralidad e intangibilidad de los valores, sino que se presenta incluso como anarquista no violento e irónico desconstructor de las pretensiones de los órdenes históricos, guiado siempre por el principio de caridad hacia los otros. ¿Pueden ésta, por fin, erigirse en la verdadera dimensión religiosa de nuestro tiempo?

lunes, 27 de octubre de 2008

Una amena suma de problemas (adelanto de "El club de la hipotenusa". Ed. Ariel)



Números romanos

Persiste hoy en día, como única herencia de la matemática romana, el uso de los números romanos en relojes, para enumerar reyes (Juan Carlos I), enumerar papas (Juan Pablo II), ordenar volúmenes de libros (Tomo III,...), plasmar siglos (siglo XXI). Si se piensa un instante se aprecia que es una tradición peculiar y rara, pero al estar muy arraigada, persiste y su actualización a numerales usuales resultaría incluso burlesca (Juan Carlos 1, Juan Pablo 2...). Algo curioso es cómo V llegó a ser cinco en Roma. Los lumbreras romanos estuvieron años haciendo palotes y repitiéndolos (el nueve fue IIIIIIIII) hasta que para simplificar se les ocurrió que tachar un palote con una raya inclinada equivalía a diez... y así nació X... y para el cinco nació la mitad de diez, es decir, V. ¡Increíble!, con medio símbolo representar la mitad.


La punta de la pirámide

Es normal que ante las ruinas arqueológicas las personas tiendan a suplir con su imaginación cómo debían ser aquellas partes que hoy ya no existen. Consecuencia de ello es que ante la famosa Gran Pirámide de Egipto, a pesar de que la punta que la culmina no está, todos pensemos en que debía acabar en "punta", es decir, que la pirámide faraónica era una pirámide geométrica... ¡Pues va a ser que no! Estudios recientes del arquitecto y poeta Miquel Pérez han puesto en evidencia que la Gran Pirámide debió acabar en una esfera, representación de Ra (Dios Sol). Los estudios de este arquitecto evidencian también el alto contenido matemático que estuvo presente en el diseño, colocación y construcción de este singular monumento, cuyos secretos siguen acaparando la atención internacional. Las agencias de viajes aplauden este interés.

Esto es sólo un fragmento. Para leer la nota completa en el suplemento de cultura del diario La Nación, hay que hacer click aquí.
Esperemos que pronto aparezca el libro.
PP

sábado, 25 de octubre de 2008

Antonio Lastra. "Ecología de la cultura" (Ed. Katz, Bs.As., 2008)

Herederos de un humanismo antiguo y radical, los estudios culturales constituyen, como señala Antonio Lastra en esta obra, "la respuesta contemporánea más exigente a las cuestiones suscitadas por una historia terminable e interminable a la vez, pero, como disciplina y como método de investigación y transformación de la realidad, los estudios culturales se enfrentan a dilemas casi insolubles". En el trayecto para la construcción de esa respuesta, 'Ecología de la cultura' -que comienza con una consideración sobre la naturaleza y concluye con una reflexión sobre la cultura- también puede ser leído como un estudio que va del desmoronamiento del mundo en el poema de Lucrecio a la indagación del dominio de la naturaleza por el hombre. Provisto de procedimientos que proceden de la filosofía y de la poesía, la filología y el psicoanálisis, la religión, el cine o la antropología, Antonio Lastra inscribe su "ecología de la cultura" en una vertiente político-antropológica de los estudios culturales en la que la relación "entre la naturaleza en general y la cultura es determinante para la comprensión de la naturaleza humana en particular".

Antonio Lastra nació en Valencia, España en 1967 . Es doctor en filosofía por la Universidad de Murcia y profesor de filosofía en la enseñanza secundaria española. Es codirector de 'La Torre del Virrey. Revista de Estudios Culturales'. Ensayista y traductor, ha vertido al castellano, entre otras, obras de Leo Strauss, Stanley Cavell, Ralph Waldo Emerson, Henry David Thoreau y Abraham Lincoln. Antonio Lastra es director del Observatorio de Estudios Culturales de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo de Valencia. Sus investigaciones están centradas en la ética de la literatura, la escritura constitucional norteamericana, los vínculos entre teología y política (el "problema teológico-político") y los estudios sobre cine.

índice
Prefacio
1. Pensando en la naturaleza. Lucrecio, Santayana, Leo Strauss. Apéndice: Robert Lowell y Santayana
2. Creo que Platón estaba enfermo. Cine y filosofía en el final de la vida
3. Obedecer. De Rosenzweig a Lévinas
4. Leer. Emerson, Leo Strauss, Harold Bloom
5. Antes de los estudios culturales. Robert Warshow y la experiencia inmediata
6. Robert Gardner y la ecología de la cultura

viernes, 24 de octubre de 2008

Bárbara Low. "Las compensaciones psicológicas del analista" (Referencia del Seminario 10, clase X)

Mucho es lo que se ha escrito acerca de las exigencias y requerimientos im­puestos por su trabajo al analista, los problemas que lo acosan en relación con la trans­fe­ren­cia, y los especiales peligros a los que está expuesto, tales como el in­cre­mento de los sentimientos de omnipotencia, y el descenso de los patrones su­per­yoicos, entre otros.

Es cierto que existe un acuerdo acerca de la necesidad de un análisis tan com­­pleto co­mo fuese posible para el aspirante a analista, pero este re­co­no­ci­mien­to, ¿nos lle­va suficientemente lejos? (o: pero, ¿hasta dónde nos lleva este re­co­no­ci­miento?) Se presume que el analista es alguien que puede reconocer y manejar sa­tis­fac­to­ria­men­te las influencias de su propio inconsciente, alguien capaz de do­mi­nar su pro­pia psique a través de su análisis. En los hechos sabemos que esto es más que nada una imagen ilusoria, una quimera, salvo en los casos de naturalezas excepcionales. Sabemos que la situación analítica puede ser usada por el analista, co­mo lo es para el paciente, para la gratificación de deseos inconscientes, es­pe­cial­mente los re­la­ti­vos a las fases pregenitales y genitales infantiles (desde que es­tas últimas a menudo no son tratadas sino parcialmente en el análisis del propio ana­lista). O puede ser convertido en lo que Edward Glover llama viewing process (proceso que se da a través del ver) que gratifica así el deseo infantil de mirar a los ob­jetos se­xua­les prohibidos. O puede el analista sucumbir a la tentación de con­ver­tirse en el que consuela y salva para mencionar sólo unos pocos de los usos ha­cia los cuales pue­de ser desviado el análisis. Sin embargo, tales gratificaciones de­ben ser negadas si se quiere evitar que el análisis fracase y además la situación se ha­ce más difícil debido al agudo contraste entre los participantes en ella.

Renunciar a perpetuidad a las gratificaciones del niño amado y om­ni­po­ten­te, del re­verenciado padre omnisciente, del exhibicionismo, del sadismo, del ma­so­quis­mo no es algo fácil de lograr; tampoco lo es el entregarse a una in­cer­ti­dum­bre in­te­lectual, el quedar en posición de suspender los juicios, el abandonar el de­seo de aportar soluciones rápidas. Más difícil aún, tal vez, es el abandono de los pa­trones superyoicos en favor de una perspectiva más libre y de un más pleno desarrollo yoico, mientras que el paciente puede decirse que se da el lujo de todos es­tos pri­vi­legios.

Desde que no puede existir nunca la persona “completamente analizada”, des­de que el Ello y su poderosa fuerza nunca puede ser totalmente analizada, des­de que (se­gún Freud nos ha mostrado) el inconsciente no puede tolerar más que un cierto grado de privación sin compensación parece que estamos postulando una situa­ción ficticia a menos que tal compensación se diese en algún futuro.

Tres privaciones, tan inevitables como onerosas pueden servir de ilus­tra­ción, a sa­ber: la inhibición del placer narcisístico, especialmente en el nivel pre­ge­ni­tal (emo­cio­nes-sentimientos de impaciencia, resentimiento, retaliación); la in­hi­bi­ción de la certidumbre dogmática en la esfera intelectual; y la modificación del yo, siendo esta última la que involucra la mayor privación de todas. Para resumir, el analista se halla bajo lo necesidad de traducir e interpretar el material del pa­cien­te sin reac­cionar a él emocionalmente. Pero aquí nos enfrentamos con dos di­fi­cultades: si fracasase en esta tarea entonces anularía el análisis; por otra parte, sólo a través de su propia actividad emocional puede (alcanzar) lograr una co­rrec­ta inter­pre­ta­ción y traducción de tal material. La obra ―práctica y teórica― de los grandes expo­nentes del psicoanálisis sirven para ilustrarnos a este respecto.

Permitir nues­tra propia respuesta emocional a nuestro propio material es algo muy dife­ren­te de la reacción a las emociones del paciente, siendo lo primero tan esencial al tra­bajo analítico como el segundo le es destructivo.

En El Paraíso Perdido Milton hace destilar del espíritu de Dios tres gotas de esen­cia divina en los ojos del proscripto Adán, con lo cual “penetra con sus ojos has­ta el centro y corazón del ver”, lo que sugiere un paralelo con la emoción que puede liberar el poder de la visión interpretativa. Pero, ¿cómo se puede llegar a esto?

El estado de ceguera, de no-visión, corresponde al material incorporado que está “muerto” hasta que la emoción da su hálito de vida a los huesos secos; es después de esto que “vemos”, como vio Adán. El proceso esencial se nos presenta como una forma de introyección y proyección dirigidas hacia el material aportado por el pa­ciente, una situación que puede equipararse a la relación del artista con el mundo exterior sobre el cual trabaja. Este interdío es el camino del artista (junto al cual podemos incluir al verdadero hombre de ciencia), y sin él la “compensación” an­tes mencionada parece inalcanzable, imposible de alcanzar. En un trabajo lla­ma­­do La naturaleza de la acción terapéutica del Psicoanálisis, Vol. XV, p. 127, Stra­chey trata la cuestión de la interpretación y en especial el tipo de interpre­ta­ción que él denomina “interpretación mutativa”, sobre la cual escribe: “La inter­pre­­tación mutativa es el factor operativo esencial en la acción terapéutica del psi­co­­análisis”. Aquí, creo, Strachey trata el problema al que me he referido. Entiendo que tal “interpretación mutativa” es el producto del insight del analista, el cual sur­­ge del libre contacto con sus propias emociones. Esto, según sugiero otorga al analista la posibilidad de visión, y permite al paciente que está en contacto con él, volverse más libre en su propia vida emocional, y por ende cambiar. Sabemos que tal interpretación ―cuándo, cómo, y hasta qué grado será dada― es uno de los pro­­ble­mas vitales para el analista como para el paciente, y pone a prueba las rela­cio­nes del analista con sus propios impulsos inconscientes. Una cosa es cierta: tal in­ter­pretación del analista, si se aproxima al punto apropiado y se dirige con exac­ti­tud a su meta, puede ser de la mayor influencia dinámica sobre el inconsciente del paciente, provocando por un lado un flujo de energía hacia un funcionamiento sano y por otro, una resistencia agresiva autoprotectora.

Precisamente evoca la activa y agresiva energía del Ello, igualmente este puede ser el momento que evoque la energía del Ello del analista dirigida hacia el material (del paciente) que es ahora una parte de sí mismo, y así liberar nuevas y más ricas fan­tasías acompañadas por una placentera sensación de movimiento, acción, ac­ti­vi­dad (movement). Como resultado debe haber una actitud mucho más fa­vorable por parte del analista, con una disminución de su hostilidad in­cons­cien­te.

¿Qué pue­de entonces ocurrir para prevenir la hostilidad inconsciente y la ven­ganza por es­tas privaciones de las que he hablado? ¿Pueden éstas ser con­ver­ti­das en po­si­ti­vos beneficios? El Dr. Sachs se ha referido a un aspecto del trabajo del analista que lo ubica en la posición del artista creativo, a saber, su par­ti­ci­pa­ción en una mul­titud de obras. A pocos de nosotros, ciertamente nos estaría ga­ran­ti­zada esta en­trée (?) fuera del proceso analítico, salvo que pudiéramos obtenerla por medio de alguna forma de la creación artística (música, etc.), es en la di­rec­ción de esta “participación” que debemos buscar nuestra compensación.

Pero tenemos que tener la seguridad de que este “participar” es un ver­da­de­ro pro­ce­so de participación y de creación. Si nuestra participación es la de un es­pectador más o menos pasivo, y siendo que nuestro placer está ampliamente ba­sa­do en la gra­tificación de la curiosidad infantil y de los deseos de identificación el placer así ob­tenido no necesariamente probará una verdadera fuerza dinámica; es más, la gra­tificación puede fácilmente enmascarar hostilidad, más probable de emerger cuando estamos siendo espectadores de seres humanos vivientes. “¡Ah! qué cosa amar­ga es mirar por la ventana la satisfacción de otro ser humano”, co­mo escribió uno de nuestros poetas.

Si ese “siendo espectadores” pudiese devenir “viviendo de” la experiencia de la que somos partícipes, las inhibiciones mencionadas pueden convertirse en po­­­si­ti­vas: el placer de participar de una vida sana (renovada) a cambio de la aban­do­na­da gratificación narcisista; impulsos yoicos menos trabados en lugar de los mo­­di­fi­cados patrones superyoicos, y una legítima curiosidad más osada en lugar de la in­hibición de certidumbre-certeza dogmática. El resultado de tales in­ter­cam­bios per­mitirá el desarrollo del analista en dos direcciones: puede usar mucho más (y más libremente) su mente consciente, y puede traer a la luz un mayor sector de su in­consciente.

Lo que he llamado “vivir de” (en lugar de “ser espectador de”) puede acla­rar­se si pen­samos en la descripción del poeta Wordsworth del esencial proceso de la cre­a­ción poética. El dijo: debe ser “emoción recordada” (esto es re-expe­rien­cia­da) en tranquilidad. Y también, pensemos en el consejo de Hamlet a la troupe de ac­tores: “No sean demasiado mansos (sumisos, dóciles)… en el mismo torrente, tem­pestad y remolino de la pasión deben adquirir y producir templanza, so­brie­dad”. De tal mo­do podemos lograr la situación deseada, esto es, habilidad para tra­ducir el ma­te­rial del paciente, adaptabilidad a sus requerimientos inconscientes pero sin su­mer­girse, hundirse en ellos. Wordsworth y Hamlet demandan emoción y pasión, el trabajo psicoanalítico también, pero sujetas a un “manejo” analítico que es, pienso, el paralelo de su “tranquilidad” y “templanza-sobriedad”. Ejem­plos que ilus­tran esta “emoción en tranquilidad” nos son conocidos a todos, y yo ele­giría la propia técnica de Freud como el principal de entre estos ejemplos. En la mis­ma exposición de esta técnica encontramos en su estilo (esto es, en el vehículo y expre­sión de su psique) profunda emoción y la máxima libertad para usar esa emo­ción: su actitud hacia su material, expresada a través de palabras e ideas, pue­de casi ser llamada “gozosa” y uno es conmovido al leer su obra por la identidad en este respecto con la actitud que transforma una situación negativa (el resultado de un abismo entre el material incorporado y su propio flujo emocional) en otra po­­sitiva, y gratifica una elevadamente sublimada sensación de poder. Con res­pec­to al estilo de Freud, tanto seguidores como enemigos sienten sus extraordinarios efectos iluminadores (y en libertad?) con certeza análogos a aquellos que alcanza to­do gran artista. Un Miguel Ángel, un Shakespeare, un Goethe. Sus escritos pa­re­cen estar en un libre contacto con sus propias fantasías, influidos por la pasión que Hamlet demandaba de sus actores, y sin embargo bajo el control de la “tem­plan­za” y la “tranquilidad”.

En diferente forma y grado encontramos esta misma con­di­ción en otros au­to­res del psicoanálisis (como Ferenczi y Glover, para mencionar a dos que ya no se encuentran entre nosotros). La libertad para la fantasía, pese a lo po­co que con­cor­damos con sus ideas básicas, ciertamente dio riqueza y fuerza a los es­critos de Groddeck y yo agregaría efectividad a su trato con seres humanos.

La evidente complacencia (surgida de la satisfacción emocional) la que los autores men­cionados obtienen de su propia libertad, produce un impacto en todos los que en­tran en contacto con ellos, y eso es lo que quiero significar al hablar de la re­ac­ción sobre el paciente de la real participación del analista en las expe­rien­cias que le son presentadas. Debemos descubrir por lo tanto, qué es lo que en rea­li­dad in­vo­lucra este “participar-en”.

La capacidad por una parte, de tomar un material externo, moldearlo y re­cre­ar­lo, y de tal modo crear nuevas combinaciones (cualidad esencial del artista en cual­quier esfera) y, por otra, el poder de comunicar nuevamente un material que ha pasado por nosotros, y se ha combinado por presión con nuestra propia expe­rien­cia in­di­vi­dual, deben estar basados en la vida impulsiva oral y anal, como se ha señalado en múltiples investigaciones sobre la actividad creativa. La pro­duc­ción y asimi­la­ción de este material halla su equivalente más próximo en el proceso de ingesta y re­combinación de los distintos alimentos, con la correspondiente ac­tividad pla­cen­te­ra que acompaña al proceso.

Por ende, si el analista puede comer su propia comida “lado a lado” con la del pa­cien­te, tiene acceso a un libre placer (en su forma sublimada, y esto es lo que lla­mo “revivir de su propia secuencia interior”). Tal como una comida com­par­tida por dos personas es algo totalmente diferente de dos comidas individuales, así tam­bién una nueva creación se desenvuelve a partir de este vivir compartido, lo que resulta en un mayor desarrollo del paciente. Me acuerdo aquí de un pa­cien­te mío, nove­lis­ta y poeta de cierta excelencia que solía decir cuando era capaz de expresar libre­mente sus fantasías: “me siento como si estuviese comiendo una co­mi­da deliciosa; me siento rico y satisfecho interiormente”.

El aspecto sublimado de estos procesos debe ser un tema importante para noso­tros, pues se refiere a la cuestión las sublimaciones del analista de la que tan­to se ha­bla. Este problema parece estar siempre con nosotros. ¿Hasta dónde te­ne­mos “ver­dadera” sublimación y si es “verdadera” qué alcance puede lograr? Es por es­to que he desarrollado la cuestión de la compensación: parecería que muy a menu­do estamos afirmando un grado de sublimación que no puede alcanzarse, y que po­demos aún estar demandando una “sublimación” que es sólo una mas­ca­ra­da, en cuanto regula el contacto con la libre fantasía.

Cuando Freud relata sus casos, a menudo da señales de “vivir de (con)” el ma­­te­rial presentado. Por ejemplo, al tratar una fase de su caso Elizabeth Von R. y su ce­guera ante el significado de ciertos síntomas muy obvios, relata cómo des­pués él recordó su propia notable ceguera en una determinada situación, revelando una pe­culiar discrepancia entre su conocimiento inconsciente y su observación cons­­cien­te, y continúa explicando y dando una interpretación más detallada de sus pro­­pias condiciones psíquicas en ese tiempo.

Es muy claro que el ampliado contacto de Freud con su material in­cons­cien­te le dio mucha mayor libertad: de hecho, escribe que sintió entonces el sen­ti­mien­to triunfante de estar en posesión del deseado conocimiento para tratar con el in­­cons­cien­te de su paciente, haciendo éste gran avance en la sesión siguiente. Esto (sólo un ejemplo de los innumerables que pueden encontrarse en las exposiciones de ca­sos de Freud) me sirve como ejemplo del revivir del analista de su propia se­cuen­­cia interior junto con el re-vivir de su paciente, un proceso en el que con­cu­rren efec­tos dinámicos sobre ambos. Sabemos que Freud y muchos otros autores han en­fatizado su importancia. Y aquí nos encontramos con lo que es, pro­ba­ble­men­te, una situación humana fundamental ―la necesidad y el efecto dinámico de es­ta pri­mi­tiva relación― que Edward Glover ha descripto como el bebé en el pa­cien­te ha­cien­do rapport con el bebé en el analista con el resultado de que el pa­cien­te-bebé se siente liberado de mucha de su ansiedad, siente que así como el su­pe­rior (el ana­lista) ha estado en la posición peligrosa y dolorosa logrando emerger de ella, él puede hacer lo mismo. Tal rapport debe ser un factor en todo análisis, puesto que sin él no podría haber ninguna sensación de movimiento, y el análisis de­jaría de ser un proceso viviente para convertirse en “castrante” tanto para el ana­lista como pa­ra el paciente.

Una de las ventajas de la terapia “activa” (según la posterior interpretación de Fe­renc­zi de esta frase) puede residir en la producción de una mayor sensación de (mo­vilidad?) movimiento; aunque cuando la energía dinámica no puede operar es probablemente más una cuestión de predisposición inconsciente que de técnica. No obstante, la habilidad de “forzar” la producción de fantasía en el paciente y de to­lerar una gran “actividad” en él ―siempre que no sea una pantalla para evadirse del sadismo más profundo del paciente y de las propios acciones del analista ante es­to― puede ser una expresión de libertad para los impulsos instintivos de este úl­ti­mo, que conduzca a una más positiva síntesis yoica con el paciente.

No es un caso de reaccionar a las fantasías del paciente, sino más bien una for­ma de un fiesta de amor co-operativa, y sabemos que aquellos que comen jun­tos, y de tal modo devienen hermanos de sangre, pueden satisfacer legítimas de­man­das en el nivel oral inconsciente, y en un nivel consciente de sexualidad su­bli­ma­da. To­mar el material introyectado y poner en él ley, orden y unidad, es el mé­to­do por me­dio del cual se satisfacen urgencias inconscientes: proyectarlo a la vez en nue­vas formas gratifica deseos sublimados. Este es el trabajo del artista y del hom­bre de ciencia, y así debe ser el trabajo del analista. Podemos ―como nos de­cía…― no to­mar el rol del profeta, salvador, o del que consuela al paciente, pero no podemos ―no debemos― convertirnos en los enamorados del material pro­yec­­tado por el pa­cien­te y hacerlo nuestro introyectado “objeto bueno”.

Es este amor el que va a permitir el proceso que yo he llamado “participar-en”, si es suficientemente fuerte como para permitir la liberación de las fantasías pla­cen­te­ras del analista. Y aquí podemos conseguir cierta ayuda del análisis de ni­ños. El analista de niños puede mostrarnos el modo en el cual más y más pro­fun­da­mente el analista puede liberar su vida de fantasía, al punto de que termine ha­bien­do una corriente más libre entre él y su paciente. Porque el analista de niños de­be ―por fuer­za― estar profunda e instintivamente en contacto con la vida de la fantasía del niño si es que quiere lograr algún éxito: no puede renegar de la fan­ta­sía tras de la pantalla de las palabras, de la manera en que el analista de adultos puede hacerlo.

No tengo tiempo de extenderme sobre las breves indicaciones que he dado aquí. Tal vez el mejor resumen del peligro del analista que intenta mantener la fic­ción, de su inmunidad frente a la emoción en el proceso analítico, puede en­con­trar­se en las palabras usadas por Freud para referirse a la tragedia de Leonardo: “El artista ha­bía tomado los servicios del investigador para que los asistiese y aho­ra el sir­vien­te era más fuerte y suprimía a su amo... ni amó ni odió… investigó en vez de ha­ber amado”. Es ese contraste de tal situación que el precursor de Freud, en la per­sona de Hamlet, declaraba: “Tu parecerías conocer mis pasos y arrancar (tocar) el corazón (fondo) de mi misterio: me harías vibrar desde mi nota más baja has­ta el máximo de que fuese capaz, y hay un excelente desempeño en este pe­que­ño ór­ga­no: sin embargo no podrías tú hacerlo hablar”.

El exitoso logro del analista (tanto para sí mismo como para el paciente) pue­de ser me­jor descrito si nos dirigimos otra vez hacia Freud y su imagen del ar­tis­ta. El ar­tis­ta, nos dice, (nosotros deberíamos aquí sustituir artista por analista) en contacto con el mundo exterior (que deberíamos sustituir por “paciente”) ob­tie­ne su material, lo moldea e ilumina por fusión con su propio inconsciente, y lo pre­senta otra vez así re-formado, en formas aceptables a las demandas de la rea­li­dad y al inconsciente del mundo (el paciente). A través de tal revelación obtiene un medio de liberación, tanto para sus semejantes como para sí mismo.

jueves, 23 de octubre de 2008

Alberto Manguel y los hombres mentirosos

El escritor y ensayista argentino, que llegará a Buenos Aires este fin de semana como jurado del Premio Clarín de Novela, presentó en Madrid su más reciente novela, Todos los hombres son mentirosos, donde reflexiona sobre el horror de las dictaduras.

A través de los ojos de los exiliados latinoamericanos del Madrid de los 70, el escritor argentino Alberto Manguel reflexiona en su nueva novela, Todos los hombres son mentirosos, sobre el horror de las dictaduras, ante las que "no sirve de nada cerrar los ojos"."Una sociedad no puede llamarse cabal a sí misma si no se enfrenta a sus propios horrores", aseguró Manguel en una entrevista con la agencia EFE, en la que calificó de "admirable" que el juez Baltasar Garzón haya abierto una causa contra el franquismo por crímenes contra la humanidad y quiera investigar la desaparición de más de 100.000 personas."Necesitamos entender qué se hizo durante el franquismo, en parte para que no vuelva a ocurrir y en parte para dar simbólicamente la noción de una nación justa", afirmó Manguel, quien cree igualmente que hay que juzgar a los responsables de las muertes que hubo en la dictadura militar argentina.

En la Argentina "se hicieron cosas terribles durante la dictadura, inimaginables antes de que ocurrieran. Y es una deuda que no ha sido saldada porque los torturadores y los asesinos siguen sueltos y disfrutando de libertad la mayor parte".

Las dictaduras latinoamericanas de las que huyeron los protagonistas de Todos los hombres son mentirosos tiñen de sombra la novela que publica en España RBA, pero que nadie espere un relato trágico.El autor impregna de humor y de ironía este libro, repleto de secretos y mentiras y cuyo hilo conductor es la convicción de que "la verdad absoluta es imposible. Lo que podemos conocer de la realidad siempre será fragmentario", afirmó.

En la novela, el periodista francés Jean-Luc Terradillos trata de averiguar lo que sucedió, treinta años antes, con el escritor argentino Alejandro Bevilacqua, cuyo suicidio en ese Madrid "oscuro" de los setenta, cuando "el abatimiento de los años del Caudillo empezaba apenas a disiparse", sigue aún sin esclarecerse.

La historia de Bevilacqua, que de repente alcanza la fama tras la publicación de "El elogio de la mentira", la van contando cuatro personajes que tuvieron relación con él, entre ellos el propio Manguel, que espera "divertir al lector" con el retrato que dibuja de sí mismo.

El Manguel de la novela, "un argentino que se hacía pasar por francés entre los españoles", reconoce que siempre ha sido "algo fofo" y sufre de "desaliño crónico". Para él "nada es cierto a menos que lo vea escrito en un libro"."Es una leve exageración de lo que me pasa en la realidad: el mundo siempre pasó por los libros para mí", dijo este escritor que tiene su obra traducida a más de treinta idiomas y que actualmente reside en Francia, en una granja medieval de Poitou-Charentesen, donde está su impresionante biblioteca de más de 35.000 volúmenes.

Al escritor le costó "mucho" encontrar el tono adecuado de su nueva novela, en la que, con buenas dosis de sorna, critica la facilidad con que el mundillo literario encumbra a algunos escritores.Empezó a escribirla "hace veinte años", pero la abandonó porque no veía cómo contar la historia de Bevilacqua, un personaje que le da pie a meter en la trama a Enrique Vila-Matas y su Bartleby y compañía. "Espero que me perdone", comentó.

La fotografía del joven que figura en la portada de la novela, ataviado con ropa de hace décadas, apareció en la casa de un amigo canadiense de Manguel y "no se sabe de quién es". Su cara le sirvió de inspiración para esta novela.También le inspiró la historia que le contó el escritor Graeme Gibson, marido de Margaret Atwood, acerca de un escritor cubano, que tras haber sido encarcelado por el régimen castrista, "pudo escapar a Miami y allí logró publicar una novela".

Todo fue bien hasta que "la viuda de otro escritor que había muerto en las cárceles castristas" demostró que la novela era de su marido y no del que se la había apropiado, recordó Manguel."'Cuál puede ser el impulso que lleve a alguien a robarle a otra persona su creación? Publicar y la fama que a veces se consigue con un libro no es nada comparado con el placer de escribirlo", aseguró Manguel.

miércoles, 22 de octubre de 2008

Pablo Peusner. "La clínica psicoanalítica con niños entre Freud y Lacan" (2003)

Buenas tardes. Para mí es un gusto encontrarlos aquí...
Quisiera comenzar diciéndoles que estoy convencido de que la relación de Sigmund Freud con la clínica de niños no fue más que su propio mensaje recibido en forma invertida desde el lugar del Otro, y no una apuesta ética tendiente a construir un nuevo campo para el desarrollo del psicoanálisis. A causa de ello considero que sin la "reinvención" del psicoanálisis operada por Jacques Lacan, los sujetos humanos hablantes que llamamos "niños" hubieran quedado por fuera del campo de aplicación del psicoanálisis freudiano.
Ahora bien, puesto que sin Freud no hubiera habido psicoanálisis alguno, tal vez sea conveniente que comencemos despejando su posición ante este primer problema: ¿cuál fue la condición de posibilidad para que se pensara un tratamiento psicoanalítico con niños?
Creo que es posible establecer la existencia de dos operaciones realizadas por Freud y que funcionaron como condición de posibilidad para que se pudiera pensar el psicoanálisis con niños. La primera de estas operaciones fue cierta extensión que Freud operó sobre el concepto de sexualidad: incluir a los niños como participando del concepto. Freud reclamó el mérito por haber realizado esta maniobra en el último párrafo de la Conferencia 20, conocida por todos, titulada "La vida sexual de los seres humanos". Revisemos ese párrafo:

"Ahora pueden juzgar por sí mismos si esa extensión es injustificada. Hemos ampliado el concepto de la sexualidad sólo hasta el punto en que pueda abarcar también la vida sexual de los perversos y la de los niños. Es decir, le hemos devuelto su extensión correcta. Lo que fuera del psicoanálisis se llama sexualidad se refiere sólo a una vida sexual restringida, puesta al servicio de la reproducción y llamada normal". [1]

Si bien esta cita pertenece al último párrafo, se puede deducir que Freud fecha esta extensión en los "Tres ensayos..." de 1905. Sabemos que "Las aberraciones sexuales" es el título del primer ensayo, mientras que "La sexualidad infantil" es el título del segundo. Recién allí podemos considerar que aparece la idea de una sexualidad detectable en los niños (hasta entonces, cierta imagen de inocencia, de carácter angelical, que era atribuida usualmente a la infancia, impidió hacer una propuesta de semejante osadía).
Ahora bien, ¿cómo se operó dicha extensión? ¿Cómo Freud probó, qué operatoria realizó, para poder decir he ahí sexualidad infantil? Freud consideró presente a la sexualidad en conductas observables y típicas de los niños; a saber: el chupeteo (como diferente del reflejo de succión), las actividades de lo que luego será el "complejo anal" (como diferente del control esfinteriano) y la investigación y teorización sexual de los niños. Freud atribuyó a esas tres conductas –muy observables, por cierto– el carácter de conductas sexuales.
Entonces, extender la sexualidad a tales conductas produjo como efecto que los niños participaran del concepto. He ahí una de las condiciones de posibilidad como para comenzar a pensar en someter a un niño a la clínica psicoanalítica.
La segunda operación consistió en oponer la sexualidad al sexo biológico e interrumpir la continuidad evolutiva entre ambas. Es decir, la sexualidad infantil no evoluciona hacia la función propia del sexo biológico –que es la reproducción–.
Durante la misma conferencia, Freud afirma:

"Ustedes incurren en el error de confundir sexualidad y reproducción".[2]

Noten que Freud es bastante “lacaniano” en el modo en que se dirige a su auditorio: lo supone confundido y ahí está él, Freud, para aclarar un punto que será central en sus posiciones respecto de la sexualidad: la sexualidad siempre será infantil. Está muy explícitamente dicho en esa frase pero también a lo largo de toda la conferencia.
Si aceptáramos que estas dos operaciones funcionaron como condiciones de posibilidad para que se pensara en la posibilidad de practicar la clínica psicoanalítica con niños, tal como les decía hace un momento, habría que fecharlas en 1905, es decir, al momento de la publicación de la primera edición de los "Tres ensayos...". Lo interesante es que en 1906 Freud comenzó a recibir informes acerca del estado angustioso de un niñito, hijo de un intelectual vienés de la época que compartía con él las reuniones de los miércoles… Estamos hablando de Max Graf, el padre del pequeño Hans.
A mí me gusta pensar esta situación proponiendo que Freud recibió su propio mensaje en forma invertida desde el lugar del Otro; es decir, una vez establecidas las condiciones de posibilidad, una vez producida la noción de sexualidad infantil, el Otro le respondió aunque invirtiendo en parte su planteo. Tengan en cuenta que las ideas sobre la sexualidad estaban dirigidas a explicar el funcionamiento de la sexualidad supuestamente adulta, a explicar por qué algunas personas no alcanzaban la genitalidad, y no a favorecer la clínica con niños.
Sin embargo, este hombre comenzó a remitirle informes acerca de la neurosis infantil de su propio hijo. Aquí tengo que hacer una interrupción para una breve nota a pie de página. Esto no puedo no decirlo hoy: he realizado un pequeño descubrimiento a fines del año pasado y quisiera compartirlo con ustedes. Este pequeño descubrimiento nos permitirá afirmar que Freud no sólo recibió su propio mensaje en forma invertida desde la posición del padre de Hans, sino que también lo recibió del pequeño Hans; y para poder entender este problema hay que revisar la historia del psicoanálisis vienés.
Ustedes saben que Max Graf, antes que su hijo cumpliera tres años, comenzó a enviarle a Freud sus informes acerca de los avatares de Hans. En ellos consignaba su interés teórico y práctico acerca del hace-pipí, pero la fobia aún no se había desencadenado. Lo interesante es que Freud había sido analista de Olga König, una conocida actriz de teatro de la época y madre de Hans. Incluso Freud afirma en el historial que conoció a Max Graf a través de una "dama" que los presentó. Es probable que se tratara de Olga. También es probable que Olga y Max hablaran de Freud ante su hijo, puesto que el vínculo entre Max y Freud comenzó en 1900, luego del final del análisis de Olga. Freud recibió los primeros informes sobre Hans en 1906 (antes de que cumpliera los tres años). La historia nos cuenta que Freud, a causa de su contacto con Max Graf, participaba de los eventos sociales de su familia. Ahora bien, cuando Hans cumplió tres años (tengan en cuenta que a esta altura Hans ya estaba un poco angustiado, aunque aún no había desarrollado su fobia) Freud fue uno de los invitados al cumpleaños y, en carácter de tal, le llevó un regalo. ¿Imaginan ustedes qué le regaló?: un caballo de madera, de esos que sirven para balancearse… Es increíble, ¿verdad? Nueve meses después, el pequeño Hans ligaba todo el problema de su angustia a un caballo.
Encontré este dato leyendo la entrada "Graf, Herbert" en el "Diccionario de psicoanálisis" de Elisabeth Roudinesco y Michel Plon, publicado por Paidós. Eso estuvo siempre ahí y nadie nunca lo resaltó. Hice circular este dato entre mis colegas, pero obtuve poca respuesta. Más tarde Ariel Pernicone me confirmó el dato: en la biografía de Freud escrita por Emilio Rodrigué, también estaba la anécdota (en la página 491). ¡Y pensar que Lacan se rompió la cabeza en el año 58, a lo largo del Seminario 4, tratando de establecer por qué la fobia se ligó al significante "caballo"! Y hasta llegó a proponer que había un caballito dibujado en el fondo de la estampa de un león que Hans tenía en un libro… Aparentemente, la fuente para esta anécdota fue el mismo padre de Hans, quien dejó el dato escrito en un artículo titulado Reminescence of Professor Sigmund Freud, publicado por "Psychoanalytic Quarterly", XI, 1942, pp. 465-476. El texto también fue publicado en francés con el título de Reminiscences sur le professeur Freud (1942), en la revista "Tel Quel" 88, de 1981, pp. 52 - 101. Luego de una pequeña pesquisa pude dar con este artículo en su versión inglesa. Les leo cómo fue presentada la anécdota por el padre del pequeño Hans:

"Freud tenía un papel entusiasta en todos los acontecimientos familiares de mi casa; esto, a pesar de que yo era un hombre joven, Freud era ya de edad avanzada y sus cabellos maravillosamente negros comenzaban a encanecer. En ocasión del tercer cumpleaños de mi hijo [se refiere a Herbert, a quien Freud llamará en su historial "Hans"], Freud le trajo un caballo de balanceo que por sí mismo llevó hasta arriba por los cuatro tramos de escalera que conducían a mi casa." [3]

Parece ser que Freud mostró un temprano interés por la educación del pequeño. El mismo texto narra una discusión entre Max Graf y Freud, a propósito del marco religioso en que el niño debería ser educado. Cito:

"Cuando mi hijo nació, me preguntaba si no debía sustraerlo del odio antisemita reinante, que en ese momento difundía en Viena un hombre muy popular, el Dr. Luger. No estaba seguro de que no fuese preferible que mi hijo fuera educado en la fe cristiana. Freud me aconsejó no hacerlo. Si usted no deja a su hijo ser educado como un judío, dijo, usted lo privará de esas fuentes de energía que no pueden ser reemplazadas por nada. Él tendrá que batirse como judío y usted debería desarrollar en él toda la energía de la que tendrá necesidad en esta lucha. No lo prive de este beneficio." [4]

No cabe duda que el interés de Freud por el jovencito era un interés manifestado tempranamente. Y es justamente por eso que me causa gracia lo que dice Freud, en el historial publicado, en ocasión de la entrevista del 30 de marzo (que es la entrevista que mantiene con Hans y su padre). Es la página 36 del tomo X de la edición de Amorrortu. Primero afirma que:

"Ya conocía yo al gracioso hombrecito".[5]

Y nosotros podríamos agregar: ¡Claro Profesor, si usted ya había realizado una intervención acerca de la educación del pequeño y también estuvo en su último cumpleaños!. Lo ridículo es la frase que sigue a continuación, porque Freud dice:

"No sé si se acordaba de mí".
[6]

¡Pero sí, Profesor! ¡Si usted le regaló el caballo de madera y él armó la fobia alrededor de un asunto con caballos! Yo no tengo ninguna duda: Hans se acordaba perfectamente de él.
Finalmente, Freud concluye afirmando:

"Detalles como los que conocí en ese momento (...) era evidente que no se podían explicar a partir de lo que sabíamos".[7]

No estoy de acuerdo. Tal vez se podrían haber explicado muchas cosas a partir de lo que Freud sabía y prefirió olvidar. ¿Acaso su división subjetiva es efecto del modo en que recibió la inversión de su propio mensaje? ¿Es posible que, un año después, Freud hubiera olvidado por completo su regalo?

Retomemos nuestro argumento central. El 30 de marzo de 1907 se produjo la primera consulta de un niño acompañado por su padre a un psicoanalista. Freud dice que la consulta fue breve (una consulta lacaniana…). A partir de ese momento tengo una lista de seis personas que comenzaron a escribirle a Freud acerca de cuestiones de orden clínico que involucraban a niños; es decir, Freud siguió recibiendo su mensaje invertido por parte del Dr. Fürst, August Aichorn, el pastor Pfister, Ferenczi (y su "pequeño Arpad"), Melanie Klein y, finalmente, hasta su propia hija Anna.
Vayamos, ahora, al siguiente problema: ¿cual era, estrictamente, la posición de Freud acerca de la posibilidad de una clínica psicoanalítica con niños? Los niños ¿quedaban dentro o fuera del campo de aplicación del psicoanálisis, tal como había sido teorizado hasta ese momento?
Para intentar articular alguna respuesta vamos a revisar el prólogo de Freud al libro "Juventud descarriada" de August Aichorn y la Conferencia 34 que se llama "Esclarecimientos, aplicaciones y orientaciones". Me parece que, si bien no con gran profundidad, Freud diagnosticó como "problemática" la relación existente entre la situación analítica y la aptitud de los niños para entrar en ella.
Les leo la breve cita del prólogo al libro de Aichorn, que es de 1925.

"La posibilidad del influjo analítico descansa en premisas muy determinadas que pueden resumirse como "situación analítica". Exige el desarrollo de ciertas estructuras psíquicas y una actitud particular frente al analista. Donde ellas faltan, como en el niño, es preciso hacer otra cosa que un análisis, si bien coincidiendo con éste en un mismo propósito". [8]

Adviertan ustedes que el niño plantea reparos muy sólidos a las condiciones que Freud reclamaba de la situación como para poder llevar adelante una práctica analítica. Y esto por varias cuestiones: primero porque, según Freud, no están desarrolladas ciertas estructuras psíquicas[9]; y segundo, porque supone cierto problema en lo referente a la actitud particular que el niño debe tener frente al analista (por "actitud particular frente al analista" les propongo que leamos "transferencia"). Y ya afirma, en 1925, que hay que tratar de ser lo más flexible que se pueda como para hacer alguna otra cosa que un análisis, si bien coincidiendo con el análisis en un mismo propósito. Esta idea es para mí bastante oscura, no sé qué quiso decir Freud allí.
A partir de la cita que venimos trabajando no podríamos sostener con convicción una clínica psicoanalítica con niños. Asimismo, en esta cita no hay ninguna indicación acerca de qué hacer con los padres de los niños.
En la Conferencia 34 se retoma el tema. El espíritu de la cita es el mismo, pero Freud no podía desconocer que, en 1932, se practicaba y teorizaba acerca del psicoanálisis de niños. Veamos cómo expone su posición:

"Psicológicamente el niño es un objeto diverso del adulto, todavía no posee un superyo, no tolera mucho los métodos de la asociación libre y la transferencia desempeña otro papel puesto que los progenitores reales siguen presentes.
Las resistencias internas que combatimos en el adulto están sustituidas en el niño, la más de las veces, por dificultades externas. Cuando los padres se erigen en portadores de las resistencias a menudo peligra la meta del análisis o este mismo y por eso suele ser necesario aunar al análisis del niño algún influjo analítico sobre sus progenitores".
[10]

Estos dos párrafos sitúan las objeciones de Freud al análisis de niños; si bien en el segundo de ellos utiliza la expresión "análisis del niño", tal vez la use en el sentido de "influjo analítico", sintagma que destacamos en la cita del prólogo a Aichorn. De todos modos, afirma que el niño carece de superyó y no tolera la asociación libre; también que la transferencia funciona de otro modo debido a la presencia real de los padres (supongo que en el consultorio) y que estos encarnan muchas veces las resistencias al tratamiento.
En una coyuntura tal, parece difícil iniciar un análisis. Ahora bien, ¿se trata de obstáculos estructurales o provienen, más bien, de las limitaciones teóricas de Freud?

Antes de seguir me gustaría hacer un paneo histórico por el asunto, puesto que les decía antes que el psicoanálisis de niños se practicaba y se teorizaba a pesar de la posición de Freud. Las primeras palabras de Freud que citamos al respecto fueron publicadas en 1925 en el prólogo del libro "Juventud descarriada" de August Aichorn. En 1926, Anna Freud publicaba "Introducción a la técnica del análisis de niños" y en 1927 aparece un artículo titulado "Simposium sobre análisis infantil" de Melanie Klein. Este último texto fue leído por los psicoanalistas como una especie de polémica entre Melanie Klein y Anna Freud, en la que la primera respondía, casi punto a punto, a los argumentos que la segunda expusiera en su "Introducción a la técnica del análisis de niños" (de hecho, está explícitamente planteado así por la Sra. Klein). A este respecto, quisiera proponerles otra perspectiva. Intentaré demostrar que Melanie Klein discute con Sigmund Freud, y no con su hija Anna. Los puntos en disputa son exactamente aquellos en los que Anna fue más fiel al pensamiento de su padre. Para ello, revisemos algunas líneas del "Simposium...", que está publicado por la editorial Paidós en el primer tomo de las "Obras Completas de Melanie Klein".

"El argumento que a menudo se oye en los círculos analíticos de que los niños no son sujetos adecuados para el análisis no parece válido". [11]

Yo me pregunto: ¿acaso Anna Freud sostenía este argumento? Resulta difícil pensarlo puesto que si publicó un libro sobre la técnica del análisis infantil es porque consideraba, supongo, que dicho análisis era posible. Era Freud quien afirmaba que el niño no permitía que se estableciera la situación analítica. También él sostenía que el niño no toleraba bien la asociación libre y que en tales casos la transferencia cumplía otro papel que el que tiene reservado en la práctica psicoanalítica.
Pero sigamos.
¿Recuerdan esa frase de Freud que decía: "el niño es un objeto diverso del adulto"? Esa idea suponía técnicas de abordaje diferentes para uno y otro, aunque ambas tendieran al mismo fin. He aquí la posición de la Sra. Klein:

"Se dice que la conducta del niño en el análisis es evidentemente distinta a la del adulto, y que por consiguiente es necesario emplear una técnica diferente. Creo que este argumento es incorrecto". [12]

Aquí la disputa es con Freud y su hija, puesto que Klein impugna la necesidad de una técnica diferente –que justificaría escribir un libro sobre dicha técnica–. Tal vez aquí, en el asunto referido a la técnica, debamos hacer ciertas aclaraciones, pero las dejaremos para nuestros próximos encuentros.
Y luego sigue cierta diferencia de posiciones en lo referente a la posibilidad o no de establecer la llamada “situación analítica” con un niño como paciente. Klein despliega este argumento paso a paso en el desarrollo del libro de Anna Freud.

"Anna Freud (...) piensa que los niños son seres muy distintos a los adultos". [13]

Es cierto, pero quien primero realizara tal afirmación fue su padre (hemos ubicado la cita, incluso). Y luego da su estocada final, al afirmar:

"Pero en el inconsciente (...) los niños no son de ninguna manera fundamentalmente distintos de los adultos".
[14]

Yo suscribo esta afirmación. Llegué a ella mediante la lectura de la obra de Jacques Lacan, pero no hace mucho descubrí que anteriormente había sido sostenida por Melanie Klein: ella no quedó cautiva del prejuicio organicista y evolutivo que le impidió a Freud desarrollar un argumento así. Hoy, nosotros resolvemos este problema con la definición del inconsciente estructurado como un lenguaje; definición que impide que sea algo sustancial, tridimensional (como un cerebro, por ejemplo) y que también lo sitúa como un fenómeno plenamente discursivo e intersubjetivo, imposible de ser localizado “adentro” de alguien. Su presentación en la obra de Lacan bajo el modo de una banda de Moebius liquidó finalmente la posibilidad de suponerlo en las profundidades, puesto que la estructura real de tal superficie topológica es bidimensional (la tercera dimensión, o sea la profundidad, de esta manera queda eliminada).
Antes de seguir con la lectura, les advierto que no estoy intentando transmitir el corpus de la teoría kleiniana, a la que, personalmente, no adhiero. Tan sólo es mi intención mostrar cómo ya en 1927, muy tempranamente, comenzaron a alzarse algunas voces en contra de las posiciones teóricas que Freud sostuvo y que conducían directamente a expulsar al niño del campo de aplicación del psicoanálisis. En realidad, la década del 20 fue muy fecunda en artículos sobre clínica psicoanalítica de niños. Pero en 1927, con el "Simposium...", explotó la polémica. Es por eso por lo que les propongo esta puntuación del texto de Klein: una puntuación que tiende a mostrar los puntos en conflicto con Anna Freud, pero que, en realidad, sitúan una discusión con Sigmund Freud. Obviamente, no estoy interesado en cómo Melanie Klein resolvió estas cuestiones; sí, en cambio, más adelante echaremos mano a la teoría de Lacan para zanjarlas. Me parece importante que esto quede claro antes de seguir.

Freud había planteado ciertos reparos del niño a la asociación libre. Klein introdujo la técnica que todos los que hoy practicamos con niños conocemos: el juego, el dibujo, el modelado y todos sus sucedáneos. Obviamente no descartó el lenguaje, pero lo suplementó con otro tipo de actividades en las que ella pudiera leer cierta repetición. Así lo dice en la página 156:

“Suponiendo que un niño exprese el mismo material psíquico en numerosas repeticiones – a menudo por varios medios, por ejemplo, juguetes, agua, recortando, dibujando, etc- (...) entonces interpreto estos fenómenos y los enlazo con el inconsciente y la situación analítica. Las condiciones prácticas y teóricas para la interpretación son precisamente las mismas que en el análisis de adultos”. [15]

Lacan simplificó este problema al plantear que tales conductas también se pueden considerar estructuradas como el lenguaje, es decir reducidas a elementos diferenciales últimos, cuyas relaciones están regidas por las leyes de un orden cerrado, lo que en el juego es evidente y en el dibujo requiere su interpretación al modo de la heráldica (esta segunda idea de Lacan, bastante menos conocida, la desarrollaremos más adelante).
Y para no aburrirlos con este recorrido, vayamos al problema de la transferencia –último que ubicaremos aquí–. Klein plantea:

“Anna Freud (...) dice que los niños no están capacitados como los adultos para comenzar una nueva edición de sus relaciones de amor, porque sus objetos de amor originales, los padres, todavía existen como objetos en la realidad.
Para responder a esta afirmación, que me parece incorrecta”.
[16]

Este punto es central porque aborda el problema de la presencia real de los padres. Pero nosotros ya vimos que este reparo es en realidad de Freud, y que sin duda se deduce de su teoría de la transferencia y del papel que el padre desarrolla en ella. En todo caso nuestro problema clínico se orientará a la presencia real de los padres en el consultorio: al modo en que conviene entrevistarlos, qué preguntarles, cómo tratarlos, cómo incluirlos en el análisis de sus hijos, cómo construir el texto del análisis del niño a partir de tantas posiciones enunciativas.
Sin duda estamos obligados a responder con teoría a las cuestiones planteadas como obstáculos en los textos de Freud. Y es a tal fin que considero imprescindible convocar a Jacques Lacan y al trabajo que, bajo la consigna de "retorno a Freud", consistió más en una "reinvención" del psicoanálisis que en una doctrina tendiente a esclarecer sus orígenes. Lacan casi no dejó piedra sobre piedra del edificio freudiano. Lo que llamo "la reinvención" (título que tomé prestado de una película acerca de la obra de Lacan, de Elisabeth Roudinesco) lo obligó a reemplazar conceptos canónicos en la letra de Freud, por conceptos propios forjados en la indivisible articulación entre teoría y práctica, nudo de su trabajo de tantos años. También debió establecer y despejar el estatuto de otros conceptos manteniendo su designación original, aunque modificando notablemente las relaciones que estos debían mantener con los otros conceptos del campo.

Antes de concluir con esta presentación los invito a viajar en el tiempo un poco más de medio siglo, a la propuesta de "Reglamento y doctrina de la comisión de enseñanza" que Lacan presentara en la Sociedad Psicoanalítica de París en 1949 (antes que se produjera la escisión). Puesto que se trataba de la formación del analista, Lacan incluyó en su propuesta las cuestiones relativas al psicoanálisis de niños. Y ya en aquella época hacía referencia a que esa práctica (la del psicoanálisis de niños) requiere de "flexibilidad técnica" por parte del practicante. Y esto no podría ser sino así, puesto que a quien lleve adelante una cura analítica con un niño:

"(...) se le solicitan sin cesar invenciones técnicas e instrumentales que hacen de los seminarios de control, así como de los grupos de estudio de psicoanálisis infantil, la frontera móvil de la conquista psicoanalítica". [17]

Es notable la sensibilidad de Lacan para con el lugar del analista de niños, siendo que él nunca atendió niños (al menos, eso dicen su biógrafa y quienes lo conocieron de cerca). Él captó algo de la gran movilidad con la que el analista de niños debe hacer frente a su tarea. Y por eso situó en una "frontera móvil" los dispositivos de transmisión en esta área. Y nuestras reuniones de trabajo, sin duda, son un dispositivo como a los que él se refiere.
Un año después, en ocasión de presentar sus "Estatutos propuestos para el Instituto de Psicoanálisis de la SPP" –motivo de la escisión de la Sociedad–, en enero del 53 retoma sus mismas palabras:

"Por último, el psicoanálisis de niños se reveló, en los registros de la conducta de la experiencia y de su valor clínico, como sujeto a incertidumbres, cada vez más ricas en problemas a medida que se les concede un interés más ordenado". [18]

Esta es mi bandera: concederle al psicoanálisis de niños un interés cada vez más ordenado y, de este modo, abordar problemas cada vez más ricos. Noten ustedes cómo Lacan era consciente de que el área de psicoanálisis de niños estaba sujeta a incertidumbres. Y es muy verificable este diagnóstico. Piensen en sus colegas psicoanalistas: nadie duda en aceptar en carácter de paciente a una persona adulta, pero no ocurre lo mismo cuando el candidato al tratamiento es un niño. Ahí comienzan las incertidumbres…
Y de tan consciente que es respecto de este asunto, Lacan termina afirmando:

"Sin duda, esta es la frontera donde se ofrece al análisis lo más desconocido por conquistar". [19]

Entonces somos nosotros los responsables tanto de esa conquista como también de extender las fronteras del psicoanálisis, que, según Lacan, son móviles.
Quizá yo ya me haya acostumbrado a vivir en la frontera, o tal vez sea un "fronterizo". Quizás tenga alma de conquistador…
Pero lo cierto es que estas palabras de Lacan, que ya cumplieron cincuenta años, aún funcionan para mí como un estímulo. Y hoy, en mi afán por transmitirlas, tal vez pueda entusiasmar a alguno de ustedes para que me acompañe en el recorrido. Puesto que la frontera sigue siendo móvil, en cualquier momento podríamos producir una extensión y verificar que el psicoanálisis es cada vez más apto para la práctica clínica con niños (ya sea en el ámbito privado o institucional).

Gracias por vuestra indulgente atención.



NOTAS


[1] Freud, Sigmund. "Conferencias de introducción al psicoanálisis. 20ª Conferencia. La vida sexual de los seres humanos" (1917 [1916-17] ), en "Obras Completas", Volumen XVI, Amorrortu Editores, Buenos Aires, 1992, pág 291.
[2] Ibid. Pág. 284.
[3] Graf, Max. "Reminiscences of Professor Sigmund Freud", en "The Psychoanalytic Quarterly" XI, 1942. Pàg. 474. Traducción personal.
[4] Ibid. pág. 473.
[5] Freud, Sigmund. "Análisis de la fobia de un niño de cinco años" (1909), en "Obras Completas", Volumen X, Amorrortu Editores, Buenos Aires, 1989, pág. 36.
[6] Ibidem.
[7] Ibidem.
[8] Freud, Sigmund. "Prólogo a August Aichorn, Verwahrloste Jugend"(1925) en "Obras Completas", Volumen XIX, Amorrortu Editores, Buenos Aires, 1989, pág. 297.
[9] En lo referente a esta cuestión, es claro que su noción de inconsciente le funciona como obstáculo: está plenamente marcado por un enfoque evolutivo, tal vez porque en su definición, el inconsciente esté –como si fuera un aparato más– adentro de la persona y crezca con ella.
[10] Freud, Sigmund. "Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis. 34ª conferencia. Esclarecimientos, aplicaciones, orientaciones" (1933 [1932]) en "Obras Completas", Volumen XXII, Amorrortu Editores, Buenos Aires, 1989, pág. 137
[11] Klein, Melanie. "Simposium sobre análisis infantil" (1927), en "Obras Completas", Volumen 1. "Amor, culpa y reparación" (1975), Editorial Paidós, Buenos Aires, 1996, Pág. 150.
[12] Ibid. Pág. 151.
[13] Ibid. Pag. 152.
[14] Ibidem.
[15] Ibid. Pág. 156.
[16] Ibid. Pág. 160.
[17] Miller, Jacques-Alain. “Escisión, Excomunión, Disolución - Tres momentos en la vida de Jacques Lacan”. Editorial Manantial, Buenos Aires, 1987, página 22.
[18] Ibid. Pág. 37
[19] Ibidem.

martes, 21 de octubre de 2008

Margaret Little. "Contratransferencia y respuesta del paciente" (referencia del Sem.10, clase 10)

I

Comenzaré contando parte de un caso clínico:

Un paciente, cuya madre acaba de morir, debe dar una conferencia en la radio so­bre un tema que sabe que es del interés de su analista. Le ha dado el texto de la con­­ferencia para que lo lea y el psicoanalista tiene la posibilidad de escuchar la emi­­sión. Debido a la reciente muerte de su madre, la verdad es que el paciente se sien­te poco dispuesto en ese momento para pronunciar esa conferencia; sin em­bar­go, no puede anular su colaboración. El día siguiente a la emisión, llega a la se­sión en un estado de angustia y confusión extremos. El analista (que es un analista con experiencia) interpreta este sufrimiento como el temor del paciente de que él, el analista, tenga envidia de su indudable éxito y de las consecuencias del mismo y quiera arrebatárselo. La interpretación es aceptada, el sufrimiento cede rá­pi­da­men­te y el análisis continúa.

Dos años más tarde (el análisis ya había terminado), el paciente acude a una ve­la­da en la que no se divierte nada y se da cuenta de que ese día se sitúa justamente una semana después del día del aniversario de la muerte de su madre. Recuerda en ese momento la angustia que había sentido en el momento de la emisión ra­diofó­ni­ca dándose al final cuenta de algo que era simple y evidente: su tristeza se debía a que su madre ya no estaba ahí para alegrarse de su éxito (ni podía siquiera en­te­rar­se) y la culpabilidad, porque había muerto, había estropeado el placer que hu­bie­ra podido tener por su éxito.

En lugar de procurarse los medios para poder hacer el duelo por su madre (anu­lan­do la emisión), se sintió conducido a negar esta muerte de manera casi “maníaca”.

Vemos, que la interpretación de entonces, que sustancialmente habría podido ser co­rrecta, lo había sido sobre todo en principio para el analista que estaba en efecto en­vidioso de él y su propia culpabilidad inconsciente había suscitado una in­ter­pre­ta­ción inexacta. El paciente la había aceptado porque había reconocido in­cons­cien­temente que era correcta para su analista y debido a su identificación con él. Tam­bién actualmente podía aceptarla como verdadera para él mismo, pero de for­ma totalmente distinta y en un nivel diferente: el de su propia envidia hacia el éxi­to de su padre en la relación con su madre, y la culpabilidad sentida al obtener él mis­mo un éxito cerca de su madre: su padre, en efecto, podría haberse sentido ce­lo­so y desear privarle del éxito. El comportamiento del analista al hacer aquella in­terpretación debe ser imputado a la contratransferencia.


II

Es sorprendente que la contratransferencia haya suscitado tan pocos escritos, apar­te de algunos libros y artículos que tratan principalmente de la técnica y des­ti­na­dos a los candidatos en formación y cuyos autores destacan todos ellos los mis­mos dos puntos: la importancia y el peligro potencial de la contratransferencia y la ne­cesidad de un análisis en profundidad para los analistas.

Los escritos sobre la transferencia, al contrario, abundan, y lo que se encuentra en ellos podría, a menudo, aplicarse también a la contratransferencia. Me pregunto por qué. Y por qué analistas tan distintos unos de otros utilizan este mismo tér­mi­no de contratransferencia, cuando el significado que le dan difiere tanto.

Este término es utilizado esencialmente para significar todo o parte de lo si­guien­te:

a. La actitud inconsciente del analista hacia su paciente.

b. Los elementos reprimidos no analizados del propio analista que coloca so­bre el paciente de forma idéntica a la forma en que el paciente “transfie­re” sobre su analista los afectos sentidos hacia sus padres o los objetos de su infancia: el analista considera a su paciente (momentáneamente y de ma­nera variable) como consideraba a sus propios padres.

c. Cualquier actitud o mecanismo específico mediante el cual el analista lle­ga a conocer la transferencia de su paciente.

d. La totalidad de las actitudes y comportamientos del analista hacia su pa­cien­te, conllevando esto todas las actitudes conscientes e inconscientes.

La cuestión es: ¿Por qué la contratransferencia está tan mal definida? ¿Es in­de­fi­ni­ble? ¿Es imposible aislarla verdaderamente en la medida de que una idea general de la contratransferencia es incómoda y poco manejable?

He encontrado a este respecto cuatro razones:

1) Yo diría que la contratransferencia inconsciente es algo que no se ob­ser­va como tal, sino únicamente en sus efectos.

Esta dificultad es comparable a la que encuentran los físicos cuando in­ten­tan definir u observar una fuerza como la de la gravedad o la onda lu­mi­no­sa que no puede ser observada ni analizada directamente.

2) Pienso que una parte de la dificultad (considerando a la transferencia me­tapsicológicamente) viene del hecho de que la actitud total del analista com­promete todo su psiquismo: compromete a su ello y a fragmentos de su superyó y de su yo (a estos los ecos del paciente también les con­cier­nen), y ninguna frontera claramente delimitada los separa.

3) Todo análisis ―autoanálisis incluído― supone un analizando y un ana­lis­ta; y en cierto modo, son inseparables. Del mismo modo, transferencia y con­­tra­transferencia son inseparables ― de donde se deduce el hecho de que lo que se escribe de una puede muy bien aplicarse a la otra.

4) La más importante de estas reflexiones; pienso que el analista tiene una ac­titud hacia la contratransferencia, es decir, hacia sus propios sen­ti­mien­tos y sus propias ideas, bien paranoide o fóbica, y especialmente cuando sus sentimientos tengan el peligro de ser subjetivos.

En uno de sus escritos técnicos, Freud indica que los progresos del psicoanálisis se han visto entorpecidos durante más de diez años por el temor de interpretar la trans­ferencia. La actitud de los terapeutas de otras escuelas, por otra parte, ha con­sis­tido hasta hoy en considerarla como muy peligrosa y en evitarla. La postura de la mayoría de los psicoanalistas en relación a la contratransferencia es pre­ci­sa­men­te la misma, es decir, la consideran como un fenómeno conocido y reconocido pe­ro piensan que no es necesario interpretarla e incluso que puede ser peligroso. Sea lo que sea, es difícil tener conocimiento (si es que se puede) de lo que es in­cons­ciente; y tratar de observar e interpretar algo inconsciente en sí mismo puede com­pararse con el intento de observar tu propia nuca ―es mucho más cómodo ver la de otro―. El hecho mismo de la transferencia del paciente lleva al analista más fá­cilmente a la evitación por proyección y racionalización, siendo estos dos me­ca­nis­mos característicos de la paranoia. El mito del analista impersonal, casi in­hu­ma­no, no manifestando ningún sentimiento, es compatible con esa actitud. Me pre­­gunto, en tanto que el progreso del psicoanálisis está en juego, si el fracaso pa­ra utilizar correctamente la contratransferencia no ha podido tener precisamente el mis­mo efecto que aquel que resulta de la ignorancia o negligencia de la trans­fe­ren­cia. Si hacemos un uso apropiado de la contratransferencia, ¿no tendremos un uten­silio muy valioso, más bien indispensable?

Mientras redactaba este artículo, me ha sido difícil discernir qué sentido de la con­tra­transferencia utilizaba y he comprobado que me deslizaba de uno a otro, cuan­do en principio quería limitarlo a sentimientos reprimidos, infantiles, subjetivos, irra­cionales, agradables o penosos, que pertenecen a mi segunda definición (la cual lleva generalmente a considerar la contratransferencia como fuente de di­fi­cul­tades y peligros).

Pero los elementos inconscientes pueden ser a la vez normales y patológicos. To­do lo reprimido no es siempre patológico de la misma forma que todo elemento cons­ciente no es siempre “normal”. La relación global paciente-analista incluye a la vez lo “normal” y lo patológico, lo consciente y lo inconsciente, la transferencia y la contratransferencia, en proporciones variables; abarcará siempre algo de es­pe­cí­fico a la vez para el individuo paciente y para el individuo analista. Es decir, ca­da contratransferencia, la que sea, difiere de otra, como es diferente cada trans­fe­ren­cia, cambia de día en día con variaciones que se operan a la vez en el analista, en el paciente y en el mundo exterior.

La contratransferencia reprimida es un fruto de la parte inconsciente del yo del ana­lista, la que le es más próxima, la que le pertenece más íntimamente y la me­nos en contacto con la realidad. A ello se suma el que la compulsión a la re­pe­ti­ción va a insistir en este sentido. Pero además de la represión otras actividades jue­gan un papel importante en la contratransferencia, siendo la más importante la ac­tividad de síntesis y de integración. En mi opinión, la contratransferencia es una de las formas más importantes de compromiso que el yo muestra más habilidad en fa­bricar. Es bajo este aspecto, del mismo orden que un síntoma neurótico, una per­ver­sión o una sublimación.

En ella, la satisfacción libidinal está parcialmente prohibida y parcialmente acep­ta­da; un elemento de agresión es movilizado a la vez por la satisfacción y la pro­hi­bi­ción, y la distribución de la agresión determina la proporción relativa de cada una de ellas. En la medida que la transferencia, como la contratransferencia, se vuel­ca en otra persona, los mecanismos de proyección e introyección son de par­ti­cu­lar importancia.

Si paranoia y contratransferencia están anudadas, entramos en un extenso tema de de­bate, y hablar de la respuesta del paciente ante la contratransferencia, no será más que un sinsentido mientras que no hayamos encontrado una vía de apro­xi­ma­ción más sencilla. La mayor parte de nuestras dificultades, desgraciadamente, me pa­recen provenir de una simplificación excesiva y de una tendencia casi com­pul­si­va a separar lo consciente de lo inconsciente y lo inconsciente reprimido de lo que es inconsciente pero no reprimido, a menudo por ignorancia del aspecto dinámico del que se trata. Una vez más querría decir aquí que si hablé esencialmente de ele­men­tos reprimidos de la contratransferencia no me limito estrictamente a ellos, les de­jo flotar entre otros elementos de la relación global. Y aun a riesgo de parecer con­tradictorio, yo diría que esta “aproximación ingenua” es sobre todo un pretexto pa­ra debatir algunos puntos para a continuación intentar relacionarlos de nuevo con el tema principal.

Hablar de aspectos dinámicos nos lleva a la cuestión:

¿Cuál es la fuerza conductora de un análisis? ¿Qué es lo que empuja al paciente irre­sistiblemente a mejorar? La respuesta es ciertamente que son las necesidades combinadas del paciente y del analista. Necesidades que en el caso del analista han sido modificadas e integradas como resultado de su propio análisis de forma que son más dirigidas (¿controladas?) y más eficaces. La combinación acertada de estas necesidades me parece que depende de un tipo peculiar de identificación del analista con su paciente.

III

Conscientemente ―y en gran parte también inconscientemente― deseamos que nues­tros pacientes vayan a mejorando y podemos identificarnos fácilmente con su de­seo de mejorar, de estar mejor con su yo; pero inconscientemente tendemos tam­bién a identificarnos con el superyó y el ello del paciente haciéndolo también cuando se prohibe ir mejor, y desee quedarse enfermo y dependiente, al hacer es­to, podemos enlentecer el proceso de curación. Inconscientemente, podríamos tam­bién explotar la enfermedad del paciente para nuestros propios fines libi­di­na­les y agresivos: explotación a la que el paciente nos responderá deprisa...

Un paciente que ha sido analizado durante un tiempo considerable, generalmente se convierte en objeto de amor de su psicoanalista. Es a él a quien se dirigen los de­seos reparadores del analista, pero estas tendencias reparadoras, incluso las cons­cientes, pueden, sin embargo, bajo el aspecto de una represión parcial, dejarse do­minar por la compulsión a la repetición, de forma que se haga necesario hacer que el paciente vaya de mejor en mejor, lo que, de hecho, puede significar vol­ver­le más y más enfermo con el fin de poderle curar continuamente. Sin embargo co­rrec­tamente utilizado, este proceso repetitivo puede ser un factor de progreso, y “el ponerse malo” toma la forma necesaria y efectiva de liberar las angustias; que pue­den ser entonces interpretadas y trabajadas; pero esto implica por parte del ana­lista un grado de consentimiento inconsciente de que su paciente vaya bien y por lo tanto que se vuelva independiente y le deje. En general, podemos admitir que todo esto es aceptable para cualquier analista, pero los fallos en el momento de la interpretación como se describía en la Hª clínica, los fallos en la com­pren­sión o cualquier otra traba en el proceso de perlaboración jugarán sobre el miedo que tenga el paciente a ir mejor, porque todo lo que sea “ir mejor” comporta el ries­go de perder a su analista. Y tales fallos no pueden ser corregidos en tanto que el paciente no dé la oportunidad para ello. La compulsión de repetición del pa­cien­te es aliada de la del analista, además, si éste está dispuesto a no repetir su error inicial, intensificará las resistencias de su paciente.

Este rechazo inconsciente del analista a dejar que su paciente se vaya, puede to­mar a veces formas muy sutiles, en las cuales el análisis mismo es utilizado como una racionalización. Pedir a un paciente que no actúe en las situaciones exteriores al análisis puede poner trabas a la formación de relaciones extra analíticas que for­man parte de la curación y muestran la evidencia del progreso y desarrollo de su yo. La transferencia sobre personas externas, no estorba necesariamente el trabajo ana­lítico, si el analista quiere utilizarla. Pero el analista puede actuar contra­ria­men­te, como los padres que “por el bien de su hijo”, ponen trabas a su desarrollo y no lo autorizan a querer a “otros”. Está claro que el paciente tiene necesidad de es­tas transferencias, exactamente igual que un niño tiene necesidad de iden­ti­fi­car­se con otras personas además de sus padres y de su propia familia.

Este tipo de cosas son tan insidiosas que solo las percibimos más que muy len­ta­men­te y con resistencias, haciéndonos aliados del superyó del paciente a través de nuestro propio superyó. Con esto, no hacemos más que demostrar nuestra propia in­capacidad para tolerar que alguna otra cosa opere sobre el paciente, o sobre el pro­ceso terapéutico en sí mismo, así nos podremos decir que somos la única causa de su mejoría.

Es posible que un paciente, cuyo análisis es “interminable”, sea víctima del nar­ci­sis­mo (primario) de su analista así como del suyo propio y que una aparente reac­ción terapeútica negativa puede muy bien proceder de una contrarresistencia del ti­po de la que he comentado en la historia clínica.

Todos sabemos que, de todas las posibles, raras son las interpretaciones impor­tan­tes y dinámicas en el curso de un análisis; pero como en la Hª clínica, la in­ter­pre­ta­ción que para el paciente es la justa, puede ser precisamente aquella que por ra­zo­nes de contratransferencia y contrarresistencia, es la menos válida para el ana­lis­ta en ese momento; y si la interpretación es aquella que es justa para el analista, el paciente puede aceptarla por temor, sumisión, etc., exactamente de la misma ma­nera que hubiera hecho si fuera la correcta con efecto positivo inmediato. So­la­men­te más tarde se apercibirá de que el efecto requerido no es el obtenido, que la re­sistencia del paciente ha sido reforzada y el análisis prolongado.


IV

Se puede decir que es fatal para el analista identificarse con el paciente y que la em­patía ―que es distinta de la simpatía― y el distanciamiento son esenciales pa­ra el pro­ceso de la cura. Pero mientras que el fundamento de la empatía, tanto co­mo el de la simpatía, es la identificación, el distanciamiento constituye la di­fe­ren­cia. El dis­tanciamiento es producido, al menos parcialmente, utilizando la función del yo de probar la realidad introduciendo factores de tiempo y distancia. El ana­lis­ta se identifica necesariamente con el paciente pero hay para él un intervalo de tiem­po entre él mismo y lo que para el paciente tiene una cualidad de inmediatez; el ana­lis­ta sabe que se trata del pasado, mientras que para el paciente aparece co­mo pre­sen­te, y es de hecho, en ese instante, la experiencia propia del paciente y no la su­ya la que tenemos delante; y si lo ha elaborado como algo del presente, el ana­lista va a poner trabas al desarrollo del paciente. Cuando el paciente produce (¿vi­ve?) una experiencia que es suya y no la del analista, un intervalo de distancia se in­tro­du­ce también automáticamente. Una utilización con éxito de la contra­trans­­fe­ren­cia depende de la preservación de estos intervalos de tiempo y distancia. La iden­ti­ficación del analista con las necesidades del paciente debe ser intro­yec­ti­va y no pro­yectiva.

Cuando se introduce tal intervalo de tiempo, el paciente puede volver a apreciar lo que ha probado en su inmediatez y libre de toda traba dejar venir al pasado por él mis­mo, tal cual; de esta forma puede operarse una nueva identificación con el ana­lis­ta. Cuando el intervalo de distancia es introducido, el paciente experimenta que le pertenece como propio y que puede separarse psíquicamente del analista. El pro­greso depende de un ritmo alternado de identificación y separación que se es­ta­ble­ce con lo que el paciente prueba de sentimientos y emociones sabiendo que son pro­pios, y todo esto en un marco (¿encuadre, ambiente?) adecuado.

Volviendo a la Hª clínica del comienzo, he aquí lo que ocurrió: el analista expe­ri­men­tó la envidia inconsciente reprimida de su paciente como su propio sen­ti­mien­to inmediato, y no como pasado, como rememorado. En lo inmediato, el interés del paciente se centraba en la muerte de su madre, y experimentaba la necesidad de realizar esta emisión radiofónica como una interferencia para su proceso de due­lo; el placer que esto le proporcionaba se transformaba entonces en placer ma­nía­co, como si él negara la muerte de su madre. Es solamente más tarde, bastante después de la interpretación, cuando el duelo fue transferido al analista, por consi­guien­te se volvió pasado, él pudo experimentar la situación de celos como inme­dia­ta, y de ahí reconocerlo como algo del pasado y rememorar la reacción contra­trans­ferencial de su analista. Su reacción inmediata a los celos del analista había si­do fóbica; desplazamiento por identificación proyectiva y re-represión.

De tales fallos en la elección del momento, o en el reconocimiento de referencias en la transferencia, surgen los fracasos de la función del yo para reconocer el tiem­po y la distancia. El inconsciente no conoce ni tiempo ni distancia. “Lo que es tu­yo es mío, lo que es mío es mío sólo.” ― “Lo que es tuyo, la mitad es mío, ¡Y la mitad de la mitad es mío porque todo es mío!”, son modos de pensar infantiles que atañen tanto a los sentimientos y experiencias como a las cosas, y así la con­tra­transferencia puede convertirse en un obstáculo para el progreso del paciente cuan­do el analista hace uso de ella.

El analista viene a ser entonces, un ciego que conduce a otro ciego, pues no dis­po­ne del uso de ninguna de las dos dimensiones necesarias para saber donde está en un momento dado. Pero cuando el analista es capaz de mantener estos dos inter­va­los en su identificación con el paciente, se hace posible para este último dar el pa­so siguiente y anularlos de nuevo para continuar con la experiencia siguiente, si no el proceso de establecimiento de estos intervalos deberá ser repetido.

Esta es una de las mayores dificultades del candidato en formación o del analista que continúa su análisis: que puede engancharse con las cosas del análisis de su pa­ciente que tienen para él carácter de presente o de inmediato, en lugar de aque­llas del pasado, que son tan importantes. En estas circunstancias, puede ser im­po­si­ble para él mantener siempre este intervalo de tiempo; y será necesario, enton­ces, aplazar el análisis en profundidad, que podía eventualmente hacer con su pa­cien­te, hasta que a él mismo le lleve más lejos su análisis y entonces esperar a que se produzca una repetición del material.


V

Los recientes debates que ha habido aquí alrededor del trabajo del Dr. Rosen, han he­cho surgir el tema de la contratransferencia, poniéndonos en el desafío de saber y comprender más claramente lo que hacemos. Hemos oído decir cómo en el es­pa­cio de algunos días o algunas semanas, pacientes que durante años habían per­ma­necido inaccesibles, presentaron cambios notables, que al menos en deter­mi­na­dos aspectos, deben ser considerados como mejorías. Sin embargo, lo que no esta­ba previsto en el contrato, es que los pacientes parecen seguir dependiendo del te­ra­peuta en cuestión y pegados a él. La descripción de la manera en que fueron tra­ta­dos estos pacientes y los resultados obtenidos han herido y confundido pro­fun­da­mente a la mayoría de nosotros, y ha suscitado entre nosotros de forma visible, una buena dosis de culpabilidad, pues varios miembros, en su contribución al de­ba­te se han golpeado el pecho para entonar un “mea culpa”.

He intentado comprender de donde venía tal culpabilidad, y me parece que se expli­caba por el rechazo inconsciente a dejar marchar al paciente. Muchos pa­cien­tes seriamente enfermos, en particular los psicóticos, son incapaces, ya sea por ra­zo­nes internas (psicológicas) o por razones externas, financieras o de otra clase, de hacer un análisis completo y llevarlo a lo que consideramos como un final sa­tis­factorio. Es decir lograr un desarrollo del yo suficiente para permitirles tener éxi­to en su vida con una autonomía real respecto del analista. En los casos que nos han sido expuestos, una relación superficial de dependencia se continúa (y de he­cho es correcta) indefinidamente por el camino de sesiones ocasionales de “man­te­nimiento”, siendo el contacto deliberadamente preservado por el analista. Po­de­mos mantener tales pacientes en esta situación, sin sentir culpabilidad y parece que una buena parte del éxito obtenido en su tratamiento depende precisamente de es­ta ausencia de culpabilidad.

Además, puede existir, en el caso de una psicosis, una tendencia del analista a i­den­­tificarse particularmente con el ello del paciente. De hecho, se encontraría, a ve­­ces, difícilmente con el yo con el cual identificarse. Se tratará pues, de una iden­ti­­ficación narcisista a nivel de amor-odio primario, que tiende, sin embargo, por sí mis­ma a transformarse en amor de objeto. El estímulo poderoso de una per­so­na­li­dad excesivamente desintegrada toca dentro del analista en los puntos peligrosos, más profundamente reprimidos y más cuidadosamente defendidos. Y corre­la­ti­va­men­te, sus mecanismos de defensa mas primitivos (y precisamente los menos efi­ca­­ces) son activados. Pero al mismo tiempo, un pequeño fragmento del yo es­cin­di­­do del paciente puede identificarse con el yo del terapeuta; (ahí donde está la comprensión que manifiesta el terapeuta, con respecto a los temores del paciente fil­trados hasta él, y donde él puede introyectar el yo del terapeuta como un objeto bueno); y es por tanto capaz de tomar contacto con la realidad vía el contacto del te­­rapeuta con ella. Un contacto tal es obligado y puede ser fácilmente roto en un pri­­mer tiempo, pero es susceptible de ser reforzado y ampliado por un proceso de in­­troyección progresiva del mundo exterior, seguido de la re-proyección de un in­ves­timiento gradualmente progresivo de la libido que en su origen era del tera­peu­ta.

Este contacto puede que no sea nunca suficiente para hacer que el paciente sea ca­paz de mantenerse por sí mismo. En este caso, el contacto continuado con el te­ra­peu­ta es esencial, y su frecuencia deberá variar según los cambios y condiciones del paciente. Yo compararía la posición de este paciente con la de un hombre que ha conseguido no ahogarse y al que se le agarra para auparle dentro de un barco: él está aún en el agua y su mano está agarrada desde el borde de la nave por su sal­vador hasta que sea capaz de asegurarse él mismo.

A esto se puede añadir ―es una verdad reconocida― que cuanto más desin­te­gra­do es­tá el paciente, mayor será la necesidad para el analista de estar bien inte­gra­do.

En el caso de los psicóticos, que no responden de manera ordinaria a la situación psi­coanalítica habitual pero desarrollan una transferencia que pueda ser inter­pre­ta­da y resuelta, ocurre que la contratransferencia debe hacer todo el trabajo. Con el fin de encontrar en el paciente algún elemento para establecer un contacto, el tera­peu­ta debe entonces permitir a sus ideas y a las satisfacciones libidinosas desa­rro­lla­das en su trabajo, regresar hasta a un nivel extraordinariamente bajo (podemos por ejemplo interrogarnos sobre el placer que experimenta un analista cuando sus pa­cientes se duermen durante la sesión). Se ha dicho que los mejores resultados te­­rapéuticos se obtienen cuando el paciente está tan perturbado que el terapeuta experimenta sentimientos intensos y un profundo malestar y que el mecanismo sub­yacente podía ser una identificación con el ello del paciente.

Pero estos resultados excepcionales nos vienen del trabajo de dos tipos de ana­lis­tas: uno, los debutantes, que no tienen miedo de permitir a sus movimientos in­cons­cientes una libertad considerable, pues por falta de experiencia, como los ni­ños, ignoran, no comprenden o no reconocen los peligros. En la mayor parte de es­tos casos, el análisis funciona porque los sentimientos positivos predominan. En ca­so contrario, los resultados apenas son visibles o apenas revelados ― incluso po­­drí­an ser reprimidos. Cada uno de nosotros tiene su cementerio privado, donde no to­das las tumbas tienen su inscripción.

La segunda categoría se compone de analistas experimentados que han atravesado una fase de extrema prudencia, y que esperan el punto en que ellos pueden fiarse, no sólo directamente de sus movimientos inconscientes como tales (debidos a cam­­bios resultantes de su propio análisis), sino también, de si son capaces de con­du­cir la contratransferencia a la conciencia siempre, tal y como es en ese preciso momento, o al menos, de manera suficiente para ver si están a punto de avanzar o retrasar la curación del paciente.

En otros términos, si son capaces de vencer la resistencia de la contratransfe­ren­cia.

Habrá ocasiones en las que el paciente mismo ayudará, pues transferencia y con­tra­transferencia no son solamente síntesis hechas por el analista y el paciente tra­ta­dos separadamente, sino el trabajo analítico en un todo, resultando un esfuerzo con­junto. Hemos oído hablar a menudo, del espejo que el analista tiende a su pa­cien­te, pero el paciente también tiende el suyo al analista, y toda una serie de re­fle­xiones, repetitivas y sujetas a continuas modificaciones, se operan en cada uno de ellos. El espejo, para cada uno, debería aclararse más y más a medida que pro­gre­sara el análisis, pues paciente y analista se responden uno al otro en una suerte de reverberación, y el esclarecimiento progresivo de uno de los espejos implica ne­cesariamente en el otro el esclarecimiento correspondiente.

La ambivalencia del paciente le conduce a la vez a intentar atacar las contra­rre­sis­ten­cias del analista (lo que le puede parecer terrorífico) y a identificarse y servirse de ellas como suyas. Desde este punto de vista, la cuestión de hacer al paciente una interpretación “correcta” es de una importancia considerable.


VI

Cuando se produce algo como lo que he comentado en mi relato, puede no ser su­fi­ciente neutralizar el efecto de obstrucción de una interpretación inoportuna o ma­la dando una interpretación “correcta” cuando la ocasión se presente. No so­la­men­te el error debe ser admitido (el paciente tiene derecho a expresar su propia có­lera y a recibir expresiones de arrepentimiento del analista, igual que cuando ocu­rre un error en el montante de los honorarios o sobre la hora de la cita), sino que su origen en la contratransferencia deberá ser explicado al paciente, salvo que ha­ya una contraindicación precisa, en cuyo caso la explicación será trasladada al momento conveniente que seguro llegará. Una explicación como ésta puede ser esen­cial para el progreso del análisis y sólo podrá tener resultados beneficiosos, pues reforzará la confianza del paciente en la honradez y buena voluntad del ana­lis­ta, que sabe mostrarse humano admitiendo que comete errores, todo esto mos­tran­do la universalidad del fenómeno de transferencia y como puede surgir en to­da relación. Disimular tal interpretación sólo podría causar daño.

Pero seamos claros: yo no quiero decir con ello que las interpretaciones de con­tra­trans­ferencia deban ser soltadas de forma poco juiciosa o sin consideración sobre el infortunado paciente, o que las interpretaciones de transferencia deban ser he­chas sin reflexionar en el mismo día. Lo que yo quiero decir es que ellas no deben ser voluntariamente evitadas ni limitadas a sentimientos justificados u objetivos, tal como Winnicott explica en su artículo sobre “El odio en la contratrans­feren­cia” (e­vi­dentemente, no puede en ningún caso hacerse sin que algo de la contra­trans­fe­ren­cia sea consciente). Es necesario mostrar al paciente la subjetividad de los sen­timientos, igual que su origen efectivo no tiene obligatoriamente que ser expli­ca­do, (no se trata de “confesiones”); bastará la ocurrencia de hacer notar su propia ne­cesidad de analizarlos. Pero, sobre todo es importante que sean reconocidos a la vez por el paciente y por el analista.

En mi opinión, hay un momento de desarrollo de cada cura en que es esencial para el paciente reconocer en el analista no solamente la existencia de sentimientos ob­je­tivos y fundados sino también de sentimientos subjetivos. Es decir, que el ana­lis­ta debe desarrollar, y de hecho lo hace, una contratransferencia inconsciente que, sin embargo, sea capaz de ordenarse de forma que no interfiera con los inte­re­ses del paciente y particularmente, con el desarrollo de la cura.

El momento en que se produce tal reconocimiento, variará evidentemente según los análisis, pero pertenecerá menos a los primeros períodos del análisis que a los pos­teriores. Los errores técnicos, o los que se puedan producir con relación a las cuen­tas, por ejemplo, exigirán referirse a los procesos mentales inconscientes del ana­lista, (o sea, contratransferencia) antes del momento que se habría escogido, pe­ro esta referencia puede ser suave, justo lo suficiente para aligerar la angustia in­mediata. Demasiada tensión si no podría elevar la angustia a un nivel ver­da­de­ra­men­te peligroso.

Se habla tanto de los fantasmas inconscientes de los pacientes respecto a su ana­lis­ta que parece a menudo que ignoramos que vienen para conocer sobre ellos mis­mos una buena parte de verdad, a la vez efectiva y psíquica. Tal saber no podría ser nunca evitado, incluso si fuera deseable hacerlo, pero los pacientes no saben que lo tienen y una parte de la tarea del analista consiste en llevarlos a la con­cien­cia, a lo que puede que el paciente se resista más. A menudo, los psicoana­listas se com­portan inconscientemente exactamente como padres que levantan una pantalla de humo, infligiendo a sus hijos el suplicio de Tántalo que consiste en ponerlos en la tentación de ver lo que precisamente les prohiben ver; y no referirse a la con­tra­trans­ferencia equivale a negar su existencia, o a prohibir al paciente tener cono­ci­mien­to y hablar de ello.

El análisis en profundidad del analista ―remedio siempre citado al hablar sobre las di­­ficultades de contratransferencia― puede, en el mejor de los casos, ser in­com­­ple­to, pues la tendencia a desarrollar contratransferencias inconscientes infan­ti­les nun­ca falta. El analista no alcanza nunca la totalidad del ello inconsciente; re­cor­de­mos solamente, que la persona más completamente analizada continúa, sin em­bar­go, soñando. La propuesta de Freud, “Donde estaba el ello, ha de estar el yo” es un ideal, y como la mayor parte de los ideales, nunca es plenamente rea­li­za­ble. To­do lo que podemos conseguir es llegar al punto en que el analista no sea pa­­ra­noi­de ante las exigencias del ello, y en consecuencia que se encuentre des­pren­dido del punto de vista de su paciente; y recordar, además, que esto cambia en él de día en día, según las tensiones y las necesidades a las que está sometido.

En mi opinión, esta cuestión de una actitud paranoica o fóbica del analista hacia sus propios sentimientos constituye el peligro y la dificultad mayor de la con­tra­trans­ferencia.

El miedo verdaderamente real de ser invadido por algún sentimiento, ya sea de ra­bia, angustia, amor, etc. respecto de su paciente y de ser pasivo y estar a su mer­ced, viene de una evitación o de una denegación inconsciente. Reconocer hon­ra­da­mente estos sentimientos es esencial en el proceso analítico; el analizando es na­turalmente sensible a la menor falta de sinceridad de su analista, y responderá inevitablemente de manera hostil. Se identificará con el analista (por introyección) con el fin de negar sus propios sentimientos, y explotará la situación de todas las formas posibles en detrimento de su análisis.

He mostrado antes cómo la prolongación del análisis podía ser imputada a la con­tra­transferencia inconsciente (y no interpretada). Esto puede ser la causa también de su fin prematuro, y tengo la impresión de que es en las fases terminales cuando es más importante poner cuidado para evitar que esto se produzca. Los analistas que escriben sobre las fases finales del análisis, no cesan de hablar sobre la forma en que los pacientes llegan a un cierto punto donde, bien se escapan e interrumpen el análisis justo en el momento que es vital continuar para lograr terminarlo con éxito o bien se refugian de nuevo en una de sus interminables repeticiones en lu­gar de analizar las situaciones de angustia. En este punto, la contratransferencia es el factor decisivo y la voluntad del analista de adaptarse a ello podría ser lo más im­portante.

Quiero añadir que estoy segura de que las contratransferencias inconscientes de ca­lidad pueden ser también, a menudo, origen de la terminación de los análisis que en un principio parecían ir a un inevitable fracaso, como pueden producir un trabajo postanalítico en los pacientes cuyo análisis se ha interrumpido prema­tu­ra­men­te.

Por lo tanto, en las fases últimas del análisis, cuando la capacidad del paciente pa­ra ser objetivo ha alcanzado un grado suficiente, es particularmente necesario que el analista esté atento a las manifestaciones de la contratransferencia y a las oca­sio­nes que se presentan de interpretarla directa o indirectamente, así como, y cuan­do, el paciente se las revele. Sin esto, el paciente no reconocerá la mayor parte de los comportamientos parentales irracionales que han sido un factor tan po­deroso en el desarrollo de su neurosis, pues allí donde el analista se comporta ver­daderamente como los padres y disimula el hecho, se encuentra este punto de represión continuada de lo que pudo haberse reconocido como inevitable. Es una gran ayuda para el paciente descubrir que tal comportamiento irracional de sus pa­dres no era destinado personalmente a él, aunque le era legado por ellos, y darse cuen­ta del hecho de que el analista pueda parecerse en algunos momentos a esto, pe­ro de forma más benigna, le lleva a la convicción de que él ha comprendido y lo po­ne en un proceso de volverse más tolerante.

Tendremos, evidentemente en cada análisis, los fantasmas de los sentimientos del ana­lista sobre su paciente ―los conocemos de siempre― y que deben ser inter­pre­ta­dos como un fantasma cualquiera. Además: un paciente puede llegar a co­no­cer los sentimientos reales de su analista antes de que él sea plenamente cons­cien­te. Una ás­pera lucha empieza entonces contra la aceptación de esta idea de que el ana­lista puede experimentar de los sentimientos inconscientes de con­tra­trans­fe­ren­cia, pero una vez que el yo del paciente lo admite, ciertas ideas y ciertos recuerdos que has­ta entonces estaban inaccesibles, salen a la consciencia; si no, hubieran que­dado re­primidos.

He hablado del paciente y el analista revelando su contratransferencia, y de hecho, lo entiendo de manera literal, aunque eso pueda evocar esa peligrosa cacería que con­sistiría en “analizar al analista”. La “regla analítica” tal y como es hoy for­mu­la­da nos es de una gran ayuda, más que en su formulación original. No “exi­gi­mos” ya a nuestros pacientes que nos digan todo lo que pasa por su cabeza. Por el contrario, les damos nuestro permiso, para formar parte integrante de la con­tra­transferencia del analista. ¿Que no lo acepta?... entonces se instalará la re­pre­sión, con la mayor resistencia, conllevando a la prolongación o interrupción del aná­li­sis. Esta formulación diferente de la regla analítica va pareja con una forma di­fe­ren­te de hacer interpretaciones o comentarios; antes, los analistas, como los pa­dres, decían lo que querían cuando querían, porque tenían derecho a ello, y los pa­cien­tes tenían que aguantarse. Hoy, con este permiso para hablar o de rehusar li­bre­mente a hacerlo, pedimos a nuestros pacientes que nos permitan decir cual­quier cosa y a cambio que les permitimos aceptarla o rehusarla. Esto nos da una ma­­yor libertad para elegir el momento de hacer una interpretación y la forma de darla, reduciendo la actitud didáctica y autoritaria.

Incidentalmente, una buena parte de las interpretaciones de transferencia que se ha­cen habitualmente pueden ser ampliadas para demostrar la posibilidad de la con­tratransferencia. Por ejemplo: “Usted tiene la sensación de que estoy colérico, co­mo lo estaba su madre cuando...” puede incluir: “Hasta donde yo sé, no siento có­lera, pero me hará falta saber qué es lo que siento, y si estoy colérico, saber por qué, porque no hay una verdadera razón para que lo esté”. Tales cosas se dicen pe­ro no son consideradas como interpretaciones de contratransferencia. Para mí, sí lo son, y pienso que haría falta desarrollar conscientemente su utilización como mo­do de liberar las contratransferencias y volverlas más directamente utilizables.

En su intervención en el congreso de Zurich (Int. Jour. Psycho-Anal., 31, 1950), la Dra. Heimann ha hecho notar la aparición de un sentimiento de con­tra­trans­fe­ren­cia como una clase de señal comparable al desarrollo de la angustia, en tanto que po­ne en guardia ante la aproximación de una situación traumática. Si lo he com­pren­dido bien, la perturbación de la que habla, es angustia, pero angustia se­cun­da­ria, justificada y objetiva, produciendo en el analista un retraimiento y un co­no­ci­mien­to mayor de lo que está pasando. Ella ha especificado que en su opinión, es pre­ferible evitar las interpretaciones de contratransferencia.

Pero la angustia sirve en primer lugar para otro fin. De entrada es un medio para a­daptarse a un trauma actual, como puede ser la incapacidad para realizar tal adap­tación. Esta angustia secundaria, con el saber y la vigilancia que implica, po­dría enmascarar una angustia más primitiva. A nivel consciente, el analista y el pa­ciente son sensibles a sus propias paranoias recíprocas y a sus mutuos sen­ti­mien­tos de persecución, y de ahí, pueden acabar, por decirlo así sincronizados (o “en fase”), de tal modo, que el análisis mismo será utilizado por ambos como de­fen­sa. En ese momento el analista se arriesga a hacer un giro, pasando de una iden­tificación proyectiva a una identificación introyectiva con su paciente, que se acom­paña de una pérdida de aquellos intervalos de tiempo y distancia que men­cio­naba antes. El paciente, de forma recíproca, se defenderá con una iden­ti­fi­ca­ción introyectiva del analista, incapaz de proyectar en el contrario sus propios ob­je­tos persecutorios.

Tal situación no puede resolverse más que por el reconocimiento consciente de la con­tratransferencia, sea por el analista, sea por el paciente. No reconocerlo con­du­ci­rá a una interrupción prematura o a una prolongación intempestiva; en un caso co­mo en el otro, tendremos una re-represión de lo que si no se habría hecho cons­cien­te y un reforzamiento de las resistencias. La interrupción prematura no es ne­ce­sariamente fatal para el éxito final del análisis, igual que no lo es su pro­lon­ga­ción, pues una comprensión suficiente y una contratransferencia de calidad hacen po­sibles progresos ulteriores e incluso después que el análisis esté terminado por la influencia de otras introyecciones ya hechas.

Es evidente que el analista ideal no existe más que en la imaginación (del paciente o del analista) y no se da como presente y vivo más que en momentos enrarecidos. Pero si el analista puede confiarse a las tendencias modificadas de su ello y a sus pro­pias represiones de valor como en alguna cosa positiva de su paciente (pro­ba­ble­mente alguna cosa que le haya ayudado al comienzo emprender dicho análisis), es­tará en posición de proporcionar al paciente bastante de lo que le ha faltado en su primer entorno y que por consiguiente le es terriblemente necesario: una per­so­na que le permita progresar sin interponerse ni estimularlo excesivamente. Enton­ces se forma en el análisis un espacio, y el paciente puede servirse para desarrollar las figuras rítmicas de fondo y construir los ritmos más complejos que son nece­sa­rios para acomodarse al mundo de las realidades exteriores y a su propio mundo in­terior en perpetuo crecimiento.


VII

He intentado mostrar cómo los pacientes responden a la contratransferencia in­cons­ciente de su analista; y en particular, la importancia de una actitud paranoide del analista respecto a su contratransferencia. La contratransferencia es un me­ca­nis­mo de defensa de tipo sintético que proviene del yo inconsciente del analista, siendo sometida al imperio de la compulsión a la repetición; pero trasferencia y contratransferencia son a pesar de todo síntesis, son producto del trabajo incons­cien­te y conjunto de paciente y analista, dependen de condiciones que son en parte in­ternas y en parte externas a la relación analítica, y varían de semana en semana, de día en día, es decir, de instante en instante con los rápidos cambios intra y extra­psíquicos. Las dos son esenciales en el psicoanálisis, e igual que la trans­fe­ren­cia, la contratransferencia no debe ser temida o evitada; de hecho, no puede ser evi­tada ― sólo puede tenerse en cuenta, controlar su extensión y procurar servirse de ella.

Igual que el análisis es para el analista una verdadera sublimación, y no una per­ver­sión o una manía (como puede ocurrir a veces); también es posible evitar una neu­rosis de contratransferencia. Fragmentos de neurosis de contratransferencia transitorios surgirán de tiempo en tiempo, incluso en el analista más hábil, experto y mejor analizado, y pueden servir positivamente para ayudar a los pacientes a conseguir una mejoría por medio de su propia transferencia. Según la actitud del analista hacia la contratransferencia (actitud que es a fin de cuentas aquella que tie­­ne hacia las exigencias de su propio ello y de sus propios sentimientos), se con­du­cirá por la angustia paranoide, la denegación, la condenación o la aceptación o utilizará la fuerza de su voluntad para permitir a la contratransferencia hacerse cons­ciente, para él y para su paciente; así, el paciente se encontrará envalentonado para responder; bien explotándola de manera repetitiva o bien haciendo uso de ella progresivamente con buen fin.

La interpretación de la contratransferencia según las líneas que he tratado de tra­zar aquí producirá en el paciente demandas hacia el analista que pueden resultar du­ras; pero lo mismo ocurre con la transferencia cuando se ha empezado a utili­zar. Hoy día, la transferencia se toma en consideración, se ha encontrado que tiene sus compensaciones en cuanto a que las mociones libidinales y deseos creadores y reparadores del analista, encuentran una satisfacción efectiva y el poder y el éxito de su trabajo se ven reforzados. Tales resultados, creo, se producirán si utilizamos más la contratransferencia y si descubrimos cómo servirnos de ella.

Insisto, para terminar, en el aspecto experimental de cada una de las ideas expues­tas.