sábado, 31 de octubre de 2009

CARL G. JUNG. "El libro rojo" (Crónica de un viaje psicodélico, Revista Ñ)


Esta es la historia de un libro de casi cien años de antigüedad, encuadernado en cuero rojo y que ha pasado el último cuarto de siglo guardado en la bóveda de un banco suizo. El libro es grande y pesado y su lomo tiene grabadas letras doradas que dicen Liber Novus, que en latín significa Libro nuevo. Sus páginas son de un grueso pergamino color crema y están llenas de pinturas de criaturas de otro mundo y diálogos manuscritos con dioses y demonios. Si uno no conociera el origen del libro, lo podría confundir con un volumen medieval. Y, sin embargo, entre las pesadas tapas del libro, se desarrolla una historia muy moderna. Es la que sigue: El hombre llega a la mediana edad y pierde el alma. El hombre sale en busca de su alma. Tras un sinnúmero de didácticas penurias y aventuras –que tienen lugar en su cabeza– vuelve a encontrarla. Algunos opinan que nadie debería leer el libro y otros que deberían leerlo todos. La verdad es que nadie lo sabe. La mayor parte de lo que se ha dicho del libro –qué es, qué significa– es producto de conjeturas, porque, desde el momento en que se lo comenzó en 1914 en un pueblito suizo, sólo unas dos docenas de personas han logrado leerlo o echarle una ojeada. De los que lo vieron, al menos una persona, una inglesa culta a quien se le permitió leer parte del libro en los años 20, consideró que contenía una sabiduría infinita –"En mi país, hay personas que lo leerían de cabo a rabo sin detenerse a respirar", escribió–, mientras que otra, una figura literaria muy conocida que le dio un vistazo poco después, lo halló fascinante e inquietante y llegó a la conclusión de que era obra de un psicótico. Por eso, durante casi todo el siglo pasado, pese al hecho de que se lo consideraba una obra crucial de uno de los grandes pensadores de la época, el libro existió sólo como un rumor, arrebujado en la maraña de su propia leyenda, venerado y visto como un enigma.Es por eso que una noche lluviosa de noviembre de 2007 tomé un vuelo en Boston y cabalgué sobre las nubes hasta despertarme en Zurich y llegar a la salida del aeropuerto a la hora aproximada en que abría la casa central del Union Bank of Switzerland. En aquel momento, se estaba produciendo un cambio: el libro, que había pasado los últimos 23 años en una caja de seguridad de la bóveda subterránea del banco, estaba siendo envuelto en una tela negra y colocado en el interior acolchado de un discreto maletín con ruedas. Pasó rodando frente a los guardias hasta salir al sol y al aire diáfano y frío, donde se lo cargó en un auto que velozmente se lo llevó.Sé que esto parece el comienzo de una novela de espías o una película sobre el robo a un banco, pero en realidad es un relato sobre el genio y la locura, sobre la posesión y la obsesión, en el que un objeto –este viejo y extraño libro– deambula entre todo eso: el Libro rojo secreto de Carl Jung –escaneado, traducido al inglés y anotado– está disponible desde este mes, publicado por W. W. Norton y promocionado como "la obra inédita más influyente en la historia de la psicología".

Descenso al infierno

Carl Jung fundó el campo de la psicología analítica y, junto con Sigmund Freud, fue responsable de popularizar la idea de que la vida interior de una persona merecía no sólo atención sino una esmerada exploración, concepto que desde entonces ha llevado a millones de personas a la psicoterapia. Freud, que comenzó como maestro de Jung y luego se convirtió en su rival, veía a la mente inconsciente como un depósito de deseos reprimidos, que luego podían ser codificados, caracterizados como patológicos y tratados. Con el tiempo, Jung llegó a ver la psiquis como un lugar intrínsecamente espiritual y fluido, un océano donde se podía pescar en busca de iluminación y cura.Lo haya querido o no, hoy día Jung –que se consideraba un científico– es recordado más como ícono contracultural, como defensor de la espiritualidad fuera de la religión y un adalid de los soñadores y los buscadores, lo cual le ha valido tanto el respeto como el ridículo póstumos. Las ideas de Jung sentaron las bases del conocido test de personalidad de Myers-Briggs e influyeron en la creación de Alcohólicos Anónimos. Sus dogmas fundamentales –la existencia de un inconsciente colectivo y el poder de los arquetipos– se han filtrado en el pensamiento New Age, pero permanecen en los márgenes de la psicología tradicional.Jung pronto se vio enfrentado no sólo a Freud sino también a la mayoría de los que se dedicaban a su especialidad, los psiquiatras que constituían la cultura dominante en esa época y hablaban el idioma clínico de los síntomas y los diagnósticos tras los cerrojos de los pabellones para enfermos mentales. La separación no fue fácil. Cuando sus convicciones empezaban a cristalizarse, Jung, que en aquel momento era un hombre exteriormente exitoso y ambicioso con una joven familia, un próspero consultorio privado y una elegante casona junto al lago Zurich, sintió que su mente comenzaba a vacilar y tambalearse, hasta que finalmente cayó en una crisis que cambiaría su vida.Lo que a continuación le ocurrió a Carl Jung ha dado lugar, entre los jungianos y otros estudiosos, a perdurables leyendas y controversias. Se lo ha interpretado como una enfermedad creativa, un descenso a los infiernos, un ataque de locura, una autodeificación narcisista, una trascendencia, una crisis de la mediana edad y una perturbación interior que reflejaba el cataclismo de la Primera Guerra Mundial. Sea como fuere, en 1913, Jung, que entonces tenía 38 años, se perdió en la niebla de su propia mente. Lo acosaban perturbadoras visiones y oía voces interiores. Ante el horror de lo que veía, por momentos temía estar "amenazado por una psicosis" o "haciendo una esquizofrenia", según sus propias palabras.Más tarde compararía este período de su vida –este "cara a cara con el inconsciente", como lo llamaba– con un experimento con mezcalina. Decía que las visiones le llegaban como un "río incesante", que eran como piedras que le caían en la cabeza, como una tormenta eléctrica, como lava fundida. "Muchas veces tuve que tomarme de la mesa", recordaba, "para no caerme a pedazos".Como psiquiatra y alguien con una veta decididamente rebelde, trató de derribar el muro que separaba su yo racional de su psiquis. Durante seis años, Jung se esforzó por impedir que su mente consciente bloqueara lo que quería mostrarle su inconsciente. Entre las consultas con sus pacientes, después de cenar con su mujer y sus hijos, cada vez que tenía una hora o dos, Jung se sentaba en el escritorio tapizado de libros del segundo piso de su casa e inducía las alucinaciones –que él llamaba "imaginaciones activas". "Para comprender las fantasías que se agitaban en mí 'subterráneamente'", escribió Jung más tarde en su libroRecuerdos, sueños, reflexiones, "sabía que tenía que zambullirme de cabeza en ellas". Se descubrió en un lugar liminal, tan lleno de riqueza creativa como de posibilidades de destrucción, que, según creía, era la misma zona fronteriza que transitaban los locos y los grandes artistas.Jung lo registró todo. Primero tomó notas en una serie de pequeños diarios negros y luego interpretó y analizó sus fantasías y las escribió con un tono majestuoso y profético en el librote de cuero rojo. Este detallaba un viaje desenfadadamente psicodélico a través de su propia mente, una progresión vagamente homérica de encuentros con seres extraños en un paisaje de ensueño curioso y cambiante. Escribiendo en alemán, llenó 205 páginas con cuidada caligrafía y pinturas de ricos colores y sorprendente detalle.Lo que Jung escribió no pertenecía a su anterior canon de ensayos desapasionados y académicos sobre psiquiatría. Ni tampoco era un diario hecho y derecho. El libro era una especie de moralidad fantasmagórica, surgida del deseo de Jung no sólo de trazar un mapa del manglar de su mundo interior sino también de traer consigo sus riquezas. Fue esto último –la idea de que una persona podía oscilar provechosamente entre los polos de lo racional y lo irracional, la luz y la oscuridad, lo consciente y lo inconsciente– lo que constituyó el germen de su obra posterior y de lo que llegaría a ser la psicología analítica.El libro cuenta la historia de cómo Jung trató de enfrentar los demonios que surgían de las sombras. Los resultados son humillantes y a veces desagradables. En él, Jung recorre la tierra de los muertos, se enamora de una mujer que luego resulta ser su hermana, es aprisionado por una serpiente gigantesca y, en un aterrador momento, devora el hígado de un niño. ("Trago con desesperados esfuerzos –es imposible– una y otra vez... casi me desmayo... ya está".) En determinado momento, hasta el demonio dice que Jung es aborrecible.Trabajó en Libro rojo de manera intermitente unos 16 años, hasta mucho después de superada su crisis personal, pero nunca logró terminarlo. Se impacientaba pensando qué hacer con él y preguntándose si debía publicarlo o guardarlo en un cajón. Pero respecto de la importancia de lo que contenía el libro, Jung no tenía dudas. "Toda mi obra, toda mi actividad creativa", recordaría después, "proviene de esas primeras fantasías y sueños".Cuando Jung murió en 1961, no dejó instrucciones específicas sobre qué hacer con él. Su hijo Franz, arquitecto, el tercero de sus cinco vástagos, se hizo cargo de la administración de la casa y decidió dejar el libro donde estaba. Más tarde, en 1984, la familia lo trasladó al banco. Cada vez que alguien pidió ver el Libro rojo, los familiares dijeron, sin titubear y a veces sin decoro, que no. El libro era privado, afirmaban, una obra estrictamente personal.Sonu Shamdasani, un historiador residente en Londres, se acercó a la familia con una propuesta de editar y publicar el Libro rojo en 1997, momento que resultó oportuno. Franz Jung acababa de morir y la familia estaba golpeada y aturdida por la publicación de dos libros controvertidos y muy comentados escritos por un psicólogo estadounidense llamado Richard Noll, quien planteaba que Jung era el profeta autoproclamado y mujeriego de una secta aria de culto al sol y que varias de sus principales ideas habían sido plagiadas o se basaban en falsas investigaciones. Shamdasani se presentó con la moneda de cambio indicada: dos borradores parciales (sin ilustraciones) del Libro rojo escritos a máquina que había descubierto en otra parte. Uno descansaba en la biblioteca de una casa del sur de Suiza, hogar de la anciana hija de una mujer que había trabajado para Jung como transcriptora y traductora. Halló el segundo en la Biblioteca Beinecke de la Universidad de Yale. El hecho de que fueran copias parciales del Libro rojosignificaba dos cosas: una, que Jung lo había entregado al menos a algunos amigos; y dos, que el libro, considerado confidencial e inaccesible durante tanto tiempo, en realidad no era inhallable. El fantasma de Richard Noll y de todos los que quisieran ensuciar el nombre de Jung citando selectivamente pasajes del libro se perfiló en el horizonte. Con o sin la bendición de la familia, el Libro rojose haría público en poco tiempo, "probablemente", escribió inauspicioso Shamdasani en un informe a la familia, "de manera sensacionalista". Durante dos años, Shamdasani fue y vino de Zurich, tratando de convencer a los herederos de Jung. Tuvo almuerzos, tomó café y dio una conferencia. Finalmente, luego de tensas deliberaciones en el seno de la familia, Shamdasani recibió un pequeño sueldo y una copia en color del original del libro y la autorización para comenzar a prepararlo para su publicación, aunque debió firmar un estricto acuerdo de confidencialidad. Después de vivir prácticamente a solas con el libro durante casi una década, Shamdasani –amante del buen vino y las complejidades del jazz– ahora tiene el aspecto ligeramente azorado de alguien que acaba de encontrar la salida de un enorme laberinto. Cuando lo fui a ver este verano, estaba agregando al Libro rojo la nota al pie número 1.051. "Es el reactor nuclear de todas sus obras", dijo Shamdasani y destacó que los conceptos más difundidos de Jung –entre otros, su creencia en que la humanidad comparte un caudal de sabiduría antigua que denominó inconsciente colectivo y la idea de que las personalidades tienen componentes tanto masculinos como femeninos (animus y anima)– hunden sus raíces en el Libro rojo. La creación del libro también llevó a Jung a reformular la forma en que trabajaba con sus pacientes, como testimonia una referencia que Shamdasani encontró en el libro autopublicado escrito por una ex paciente, en la que esta recuerda el consejo que le dio Jung para procesar lo que se desarrollaba en las zonas más profundas y a veces aterradoras de su mente.Después de escaneado, el libro regresó a su bóveda del banco, pero volverá a trasladarse, esta vez a Nueva York, acompañado por un grupo de descendientes de Jung. En los próximos meses se expondrá en el Museo de Arte Rubin. En el Libro rojo, luego de que el alma lo exhorta a aceptar la locura, Jung todavía tiene dudas. De pronto, como ocurre en los sueños, el alma se convierte en un "profesor pequeño y gordo", que manifiesta una especie de preocupación paternal por Jung.Jung le dice: "Yo también creo que me he perdido por completo. ¿Verdaderamente estoy loco? Todo es terriblemente confuso".El profesor responde: "Ten paciencia, todo saldrá bien. De todos modos, duerme bien".


© The New York Times y ClarIn, 2009. Traducción de Elisa Carnelli.

jueves, 29 de octubre de 2009

JOSÉ SARAMAGO. "Caín" (Alfaguara, 2009)


Caín, nada menos, es el protagonista de la nueva novela de José Saramago (Azinhaga, 1922), que acaba de publicar Alfaguara. El pasado fin de semana, Saramago y su esposa, Pilar del Río, asistieron al festival Escritaria, en la localidad de Penafiel, cerca de Oporto, cuyas calles se transformaron en homenaje al escritor: grupos de teatro daban vida a sus personajes, artistas plásticos exhibían instalaciones inspiradas en su obra, los expertos debatían en mesas redondas... y el rostro de Saramago aparecía, entre severo y apacible, en los escaparates de las tiendas. La novela, Caín, no es solamente la historia de este personaje sino que usted le hace viajar por el Antiguo Testamento.
¿Cómo le vino la idea de reescribir episodios bíblicos, cosa que no hacía desde El Evangelio según Jesucristo (1991)?
No soy un escritor de temas religiosos, pero eso no significa que la religión no me interese, porque no podemos entender al ser humano sin ella. Aunque no seamos creyentes, la religión está en el aire. Caín me ha interesado desde hace muchos años, pero quizá antes no poseía la madurez necesaria para enfrentarme a él.
Le da la vuelta a los episodios conocidos por todos...
Mientras no conocemos el otro lado de las cosas, no las conocemos de verdad. Sucede si miramos de frente una moneda, vemos un rostro pero existe otra realidad en el envés. Incluso un libro como la Biblia, permite - y exige-que intentemos leerlo por el otro lado.
Caín mata a Abel, pero aquí entendemos sus razones...
Es muy fácil condenar a Caín por fratricidio y yo tampoco lo absuelvo. Lo que hago es poner una parte de la culpa en Dios. Cuando los dos hermanos le ofrecen los productos de su trabajo, Caín, al ser agricultor, le ofrenda verduras, y Abel, como es ganadero, le regala carne. Dios queda encantado con la grasa del cordero ardiendo en la hoguera... y desprecia los presentes de Caín. ¿Qué clase de dios es este que, para enaltecer a uno, desprecia a otro, de una manera provocadora? Caín es humillado por Dios, y mata a su hermano al no poder matar a Dios.
El libro se lee con una sonrisa permanente.
Cada libro dice al autor cómo quiere ser escrito. Con Caín me salió, de modo inesperado, la primera frase, que es la puerta abierta a la ironía. La experiencia y la vida me han enseñado a no despreciar esos modos espontáneos en que se me presentan las historias. Por eso hay más humor que nunca en un libro mío.
Bueno, la sexualidad está también mucho más presente, con pasajes casi pornográficos.
Eso me sorprendió también, es verdad, porque yo soy muy discreto en ese particular. La exhibición fisiológica del cuerpo humano en contacto con otro y sus secreciones no es algo que me haya llamado nunca la atención. Pero aquí la figura de Lilith era importante, y decidí cargarla de una sensualidad extrema. Cumplí con mi obligación de escritor.
También hay descripciones de gran violencia.
Sí, pero ahí no he necesitado añadir nada a la violencia que se encontraba en los textos bíblicos de origen. Quizá he ridiculizado algunas situaciones, como cuando Abraham va a matar a su hijo...
Sí, al final no es Dios quien salva a la criatura...
Dios envía en el último instante a un ángel a detener el ímpetu asesino de su fiel Abraham, pero el ángel llega tarde porque sufre una avería en el ala derecha.
Aparte de esa chapuza, su Dios no es demasiado omnipotente, hasta exclama: "Ser dios no es tan fácil como creéis".
Si nosotros fuéramos infalibles e inmaculados, habríamos creado un Dios así. Pero los hombres hemos creado a Dios a nuestra imagen y semejanza. Por eso es tan cruel, malo y vengativo.
Aunque hay quejas de obispos en Portugal, ¿cree que la novela levantará tanta polémica como su evangelio... de 1991?
La reacción de Aníbal Cavaco Silva, entonces primer ministro, a El Evangelio según Jesucristo, como sabe, me hizo abandonar mi país. Creía que ahora la Iglesia católica no iba a entrar en algo que, además, no es suyo, porque el Antiguo Testamento es el libro de los judíos. No me imaginaba que volvieran a desempolvar esos viejos odios. En cualquier caso, ya estoy acostumbrado a no gustar a mucha gente... y me da igual.
Literariamente, ¿le encuentra virtudes a la Biblia?
No. Es un libro que no me seduce. He releído ahora ciertas escenas para Caín. Además, seríamos todos mejores sin este libro.
Uno de los hallazgos de esta obra es su uso del tiempo, pues los episodios no se suceden cronológicamente.
Era el problema más complejo que tenía. Dios condena a Caín a la errancia y él va conociendo sucesos de la Biblia. ¿Cómo narrar los episodios, cómo concatenar los personajes? ¿Cómo relacionar unos y otros crímenes? Era muy difícil utilizando el tiempo como nosotros lo utilizamos. Así que, en lugar de pasado, presente y futuro, todo es presente, pero hay diferentes tipos de presentes: el que ha ocurrido, el que ocurre y el que ocurrirá. Eso me permite ir hacia atrás y hacia delante sin saltos.
¿El mensaje de la novela son las consecuencias destructivas de creer en Dios?
El mensaje es el que cada lector extraiga. Yo no tengo ninguna duda sobre las consecuencias nefastas de la existencia de religiones, que inevitablemente se oponen las unas a las otras. Matar, matar, matar... eso es lo que han hecho a lo largo de la historia.
Se ocupa también del episodio de Sodoma y Gomorra...
Me interesaba el debate entre Abraham y Dios. El Señor quiere arrasar esas ciudades y Abraham le pide que no lo haga si encuentra cincuenta hombres justos en ellas. Al final, Dios le promete que no quemará Sodoma y Gomorra si hay en ellas diez personas inocentes... pero Dios las destruye. Y Abraham se da cuenta de que había muchos más inocentes que diez: todos los niños. Dios es un sádico, es cruel, es mentiroso, no es alguien de fiar, no se puede confiar en su palabra. Abraham contempla el horror y se da cuenta de muchas cosas. Repugna creer en un Dios como ese.
(entrevista de La Vanguardia y Clarín)

miércoles, 28 de octubre de 2009

Gerhart Schröder y Helga Breuninger (Compiladores). "TEORÍA DE LA CULTURA" (FCE)

La complejidad y la pluralidad de la realidad han tornado obsoleta, de modo irremediable, la idea de una teoría de la cultura universal. La pérdida de credibilidad de los “grandes relatos” de la historia plantea a su vez el problema de alcanzar un punto de vista desde el cual trazar el horizonte del pensar y el actuar humanos. Y aunque el concepto de cultura parece ser, en la discusión actual, el único medio capaz de aprehender la realidad, su debilidad reside justamente en el hecho de que abarca la totalidad de lo real. Cuando el mismo punto de vista es una variable cultural, ya no parece posible acordar ninguna perspectiva que permita pensar una “teoría de la cultura”. ¿Significa entonces que hay que renunciar a la posibilidad de una teoría?Este libro se opone a esa renuncia, pero lo hace de un modo original. A partir de la convocatoria a un grupo destacado de representantes de diferentes disciplinas procura rastrear los nuevos planteos para la elaboración de una teoría de la cultura y el modo en que éstos se difunden y constituyen en el interior de cada ámbito particular. Así, Jan Assmann, Norbert Bolz, Peter Burke, Lorraine Daston, Hans-Georg Gadamer, Stephen Greenblatt, W. J. T. Mitchell, Edward W. Said, Bernhard Waldenfels y Slavoj Zizek abordan, desde sus respectivos campos de interés, una variedad de asuntos que van desde la conexión del Renacimiento italiano y la visión posmoderna hasta las relaciones entre el lenguaje y la música o entre las identidades culturales y el arte. El conjunto permite vislumbrar, más allá de las grandes diferencias en los temas y las tesis, cuáles son las cuestiones comunes y las líneas centrales de la reflexión contemporánea acerca de la cultura, la teoría y la modernidad.

lunes, 26 de octubre de 2009

GIORGIO AGAMBEN. "Signatura rerum. Sobre el método" (Adriana Hidalgo, 2009)

Los tres estudios aquí reunidos contienen las reflexiones del autor sobre sendos problemas específicos de método: el concepto de paradigma, la teoría de las signaturas y la relación entre historia y arqueología. En contra de lo que suele creerse, el método, de hecho, comparte con la lógica la imposibilidad de estar del todo separado del contexto en el que opera. No existe un método válido para todos los ámbitos, así como no existe una lógica que pueda prescindir de sus objetos.

Giorgio Agamben nació en Roma en 1942. En su juventud asistió a los célebres seminarios de Martin Heidegger en Le Thor. Ha dictado cursos en diversas universidades europeas. Fue director de programa en el Collège International de Philosophie de París. Actualmente, es profesor de Iconología en el Instituto Universitario de Arquitectura de Venecia. Entre sus libros se destacan "El hombre sin contenido" (1970), "Estancias: la palabra y el fantasma en la cultura occidental" (1977), "El lenguaje y la muerte" (1982), "Idea de la prosa" (1985), "La comunidad que viene" (1990), "Homo sacer" (1995), "Medios sin fin" (1996), "Lo que queda de Auschwitz" (1998) y "El tiempo que resta" (2000). Adriana Hidalgo publicó "Infancia e historia" en 2001, cuya cuarta edición aumentada data de 2007, "Estado de excepción" (tercera edición, 2007), "Profanaciones" (tercera edición, 2005), "Lo abierto" (segunda edición, 2007), "La potencia del pensamiento" (2007) y "El Reino y la Gloria" (2008).

viernes, 23 de octubre de 2009

JORGE ALEMAN. "Para una izquierda lacaniana" (Pagina 12)

La expresión “izquierda lacaniana” reúne términos que no han surgido en principio para estar juntos, lo cual abre una cuestión sobre la legitimidad de su vinculación. Salvando las distancias, es como cuando en Europa decimos “izquierda peronista” y de inmediato se multiplican las suspicacias. Intentaré determinar en qué puede consistir lo que llamo una izquierda lacaniana.
¿Qué significa ser de izquierda en el siglo XXI? ¿Qué valor tiene la expresión y qué tipo de compromiso designa cuando el relato histórico que dio lugar a la misma se ha desvanecido tanto en su praxis teórico-política como en su eficacia simbólica para otorgar un principio de legibilidad sobre lo que es la realidad? Ninguna realidad por consistente y hegemónica que se presente, como por ejemplo es el capitalismo actual, debe ser considerada como definitiva (es cierto que, actualmente, para no considerar definitivo al capitalismo es necesario hacer un gran esfuerzo, ahora que, en su amalgama con la Técnica, ha logrado poner todo el “ser de lo ente” a disposición para emplazarlo como mercancía). Ser de izquierda implica insistir en el carácter contingente de la realidad histórica del capitalismo.
No se puede hablar de “lucha anticapitalista” porque el discurso capitalista que plantea Lacan no ofrece un punto desde donde se pueda localizar el sitio donde efectuar el corte. El discurso capitalista le confiere a la realidad una conexión de lugares capturados en un movimiento circular con respecto al cual una lucha directa es un absurdo lógico, un absurdo como luchar contra la técnica o el rizoma. A su vez, la salida histórica es irrepresentable, porque tal vez convenga dejar por ahora vacío el lugar que surgiría más allá o después del capitalismo. Cualquier definición reinscribiría ese lugar en un sentido ya consumado históricamente. No hay una semántica “anticapitalista”, hay siempre una tensión hacia un significante “nuevo” y aún por descifrar.
Por otro lado, no hay una historia de la humanidad que necesariamente fuera a desembocar en el capitalismo. En este aspecto, entendemos por capitalismo algo diferente a una evolución progresiva de los “modos de producción”; más bien se trata de una serie de bifurcaciones históricas contingentes que han entrelazado de modo inestable la técnica, la mercancía, el saber, en aquello que denominamos el relato moderno. A su vez, el relato moderno es una categoría narrativa, más que un orden histórico perfectamente delimitado. Ahora bien, es propio de cierta tendencia historicista transformar un acontecimiento, por el solo hecho de haber sido posible, en necesario. Esta tendencia la reconocemos cuando, frente al hecho acontecido, se explican los antecedentes que, “inevitablemente”, conducían al mismo.
De cualquier modo, aun cuando la salida del capitalismo o pasaje a otra realidad haya quedado diferida, aun cuando ese tránsito nunca esté garantizado y pueda no cumplirse, aun cuando esa otra realidad distinta a la del capitalismo ya no pueda ser nombrada como socialismo, en cualquier caso ser de izquierda es no dar por eterno el principio de dominación capitalista. Este principio de dominación, desde una perspectiva lacaniana, es primero de orden político, aunque en el caso del capitalismo es evidente que la economía juega un papel determinante. Pero no ya como “determinación en última instancia”. Hay que tener en cuenta que también el mercado está atravesado por la fractura entre lo real y la realidad, y puede dislocarse; de allí que ahora se vuelva más pregnante que nunca el “qué quiere el mercado de nosotros”.
También es necesario destacar que la dominación no pertenece exclusivamente a la época del capitalismo. Hay dominación porque el sujeto, en su propia constitución, no puede darse a sí mismo su propia representación. La barrera simbólica que lo constituye lo separa de la pulsión, pero a la vez establece una donación de un plus de satisfacción pulsional que se asocia a una serie de “mandatos”, “dichos oraculares y primeros”, “imperativos”, significantes amos que, sin representar al sujeto exhaustivamente, determinan su lugar.
La subversión de dichos significantes amos nunca se realiza en una toma de conciencia o en una destrucción crítica de los mismos. Este es precisamente el problema de la ideología en lo que podríamos llamar su fijeza fantasmática. La ideología no es una ilusión o una falsa conciencia, es una articulación entre los significantes amos que surgen fuera de sentido, como designadores del encuentro con lo real, y los objetos que el propio sujeto pierde en el acceso a lo simbólico. Una amalgama entre el significante amo y el plus de gozar que produce el taponamiento contingente de la división constitutiva del sujeto. La ideología es una articulación entre mandatos o ideales, por el lado del significante amo, y rechazos o “imputaciones al Otro” del lado de los objetos de la pulsión. Y ésta es la mezcla de servidumbre y satisfacción sádica que toda ideología, en el límite, pone en juego.

Sujeto neoliberal

Actualmente, se percibe con claridad que no sólo el totalitarismo intentó producir un sujeto nuevo, sino que también el llamado “neoliberalismo” es el intento de construir, sobre la aniquilación del sujeto moderno (el crítico, el freudiano y el marxista), un individuo autista y consumidor indiferente a la dimensión constitutivamente política de la existencia, un individuo referido sólo al goce autista del objeto técnico que se realiza como mercancía subjetiva en la cultura de masas. No obstante, no se trata de criticar o rechazar a este individuo, ni de despreciar su masividad mediática desde una nostalgia seudo aristocrática; más bien, al modo freudiano, se trata de hacer comparecer la sentencia que podemos formular así: “Allí donde el individuo neoliberal del goce autista es, el sujeto excéntrico del inconsciente debe advenir”.
El individuo neoliberal es el punto de partida para pensar cuál es la práctica operativa que se corresponde con su tiempo. Si decimos punto de partida es porque el individualismo liberal, por consistente que aparezca en su autismo consumidor, no puede clausurarse sobre sí mismo. El tiempo de su existencia establece las condiciones para que ese individuo pueda ser desestabilizado en sus propios fundamentos, y allí, en esos resquicios y puntos de fuga, es donde la práctica política que incluya al psicoanálisis debe intervenir. En este punto, se trata de tensar al límite la relación histórica entre la vocación política de izquierda y el psicoanálisis, desde el único hecho histórico que le puede otorgar fuerza a la interpelación: tanto la invención freudiana como el desarrollo de la enseñanza de Lacan se constituyen, de entrada, como una lectura sinthomática de la izquierda, una lectura de sus textos, prácticas y aspiraciones.
A su vez, ser de izquierda es pensar que la explotación de la fuerza de trabajo y la ausencia de justicia no sólo sigue siendo un insulto de primer orden hacia la propia construcción de la subjetividad, sino que la brecha ontológica en la que el sujeto se constituye, la división incurable que marca su existencia con una singularidad irreductible sólo puede ser captada, en su “diferencia absoluta”, por fuera y más allá de las jerarquías y divisiones instauradas por el poder del mercado. Por ello, el impensable fin del capitalismo, si tuviera lugar, sería paradójicamente el comienzo del viaje, el inicio de la afirmación tragicómica de la existencia, el “tú eres eso” de un sujeto por fin cuestionado, sin las coartadas burguesas que desde hace tiempo lo llevan inexorablemente a estar disponible para todo.
La izquierda marxista puede elaborar su final en el único ámbito en el que ese final puede adquirir un valor distinto al de cierre o cancelación, un final que no es tiempo cumplido, sino oportunidad eventual para otro comienzo. Ese ámbito tal vez pueda ser el pensamiento de Jacques Lacan, única teoría materialista sobre el malestar de la civilización propio del siglo XXI. El hecho de que Lacan planteara la elaboración de su discurso como una “praxis sobre lo real-imposible”, sobre un real al que no puede acceder el discurso, pero que a la vez es a través del discurso (comprendiendo en esto la escritura) que se puede acceder, esta cuestión primordial de lo real es lo que distingue su intento teórico de la hermenéutica, de la deconstrucción y de las “otras éticas”.
Considero que Lacan constituye el único intento serio de poner a prueba hasta dónde lo simbólico puede y no puede transformar, a través de una praxis, lo real. Sólo admitiendo cuáles son las condiciones de constitución del sujeto, y cómo experimenta el límite de sus transformaciones, podemos aprender sobre las condiciones, soportables o no, de una mutación subjetiva que no sea mero estupor o perplejidad y que pueda ser transmitida en su condición de experiencia. Por ello, tal vez no haya otro discurso como el lacaniano para reconocer con la mayor honestidad lo que enseña una praxis en su impotencia por modificar lo real. Y por esto mismo, el pensamiento de Lacan puede ser la oportunidad para iluminar con un cierto coraje intelectual lo que aún permanece impensado en el final: la derrota a escala mundial, a partir de los setenta, del proyecto revolucionario de izquierdas. Derrota que el saber posmoderno escamoteó para el pensamiento. En este aspecto, Lacan desde el comienzo ha preparado, a través de lecturas y puntuaciones diversas, las condiciones para que el pensamiento marxista pueda elaborar su propio final, en el único lugar donde la elaboración es posible: en el trabajo de duelo que se hace fuera del hogar, del hogar filosófico.
Lacan comenzó “deshegelianizando” el materialismo de Marx, planteando un hiato irreductible entre la verdad y el saber. Pero este hiato constituirá la ocasión de un homenaje definitivo a Marx; para Lacan, el inventor del síntoma como verdad imprevisible e incalculable que no puede ser domesticada por el ejercicio de un saber, es Marx, y no Freud. Desde esta primera perspectiva general se puede encontrar en Lacan, a partir de 1938, un desmontaje meticuloso de todos los motivos marxistas: el análisis de la mercancía incorporando la temática del goce pulsional, las distintas objeciones a la teleología histórica y a la metafísica de su sujeto, la presentación de una temporalidad problematizada con las distintas modalidades del retorno y liberada de todo fantasma utópico.
Donde tampoco se trata de “progresismo”, porque la temporalidad del sujeto que surge como resultado de la brecha ontológica no es rectilínea, es un “futuro anterior” que reúne de un modo absolutamente específico los éxtasis temporales del pasado, presente y futuro, en una doble conjetura: lo que “habré sido” para “lo que estoy llegando a ser”. Y no se trata de utopía, porque utopía siempre implica la reconciliación final de la sociedad consigo misma. Por último, la izquierda lacaniana debe subvertir la semántica de la revolución. Una izquierda lacaniana es siempre una reescritura de un legado y una herencia, un desciframiento que establezca y pruebe suerte con un nuevo tipo de alianza con la pulsión de muerte inscrita en el modo en que la civilización acontece en el país.
Una de las primeras posiciones de Lacan es no admitir el telos histórico del materialismo marxista, ni los movimientos dialécticos del en sí-para sí, pero sí dar todo su valor de verdad a la plusvalía estableciendo una compleja homología con lo designado por Lacan como “plus de gozar”: el verdadero secreto del capitalismo reside en una economía política del goce. La operación fantasmática a través de la cual el sujeto conquista su realidad y su consistencia toma su punto de partida en ese plus de gozar que funciona incluso en condiciones de miseria extrema. De lo que se despoja a las multitudes es de los recursos simbólicos que permitan establecer e inventar en cada uno el recorrido simbólico propicio para el circuito pulsional del plus de gozar. La miseria es, en este sentido, el estar a solas con el goce de la pulsión de muerte en el eclipse absoluto de lo simbólico. La no “satisfacción de las necesidades materiales” no sólo no apaga el circuito pulsional, sino que lo acentúa de modo mortífero. En este aspecto, el capitalismo, al igual que la pulsión, es un movimiento circular que se autopropulsa alrededor de un vacío que lo obliga siempre a recomenzar, sin que ninguna satisfacción lo colme de un modo definitivo. Aunque siempre realice un plus de goce parcial y excedente a toda utilidad. Para una izquierda lacaniana, pensar las consecuencias de esa “parte maldita” en los procesos de subjetivación es una exigencia política de nuevo cuño. Por ello, si es cierto que actualmente el poder ha devenido biopolítico, tomando para sí como asunto esencial la “vida” biológica, en una perspectiva lacaniana agregaríamos que, tratándose de la vida de los cuerpos parlantes, sexuados y mortales, es la vida del plus de gozar. El cuerpo del parlante no es otra cosa que la sede del plus del goce. Series televisivas de médicos, forenses, operaciones televisadas, programas de salud, en todos los casos se intenta capturar, en la época en que la ciencia quiere borrar la frontera entre el ser parlante y el animal, el plus de gozar que anima a la biología del cuerpo. ¿Podrá la técnica volver el plus de goce una unidad discernible, cuantificable, localizable? No es una paradoja menor que el goce pulsional sea la única “autonomía” (no consciente ni reflexiva) que le queda a la existencia parlante frente a la exigencia técnica de que el mundo devenga imagen.

* Extractado de Para una izquierda lacaniana. Intervenciones y textos, de reciente aparición (ed. Grama).

martes, 20 de octubre de 2009

Patricia Nuñez. "Placa giratoria, señal de lo que no engaña"

Desde la provincia de Tucumán, Patricia Nuñez envía esta colaboración, que podés descargar en forma completa en formato Word, haciendo click aquí.
Agradezco a Patricia la gentileza de hacerme llegar el texto y espero que sea de vuestro interés.
Para contactar a la autora, podés escribirle a patriciaenu@hotmail.com
PP.

Novedades editoriales, Letra Viva, octubre de 2009

para más información, hacé click aquí

sábado, 17 de octubre de 2009

CARTA DE JACQUES LACAN A JENNY ROUDINESCO (24 de mayo de 1953)


Querida Señora:

La carta abierta que Ud. nos dirige, conjuntamente al Dr. Nacht y a mí, en su nombre y en el de los candidatos, plantea algunas preguntas sobre el sentido de los compromisos que se les pide, es decir sobre los estatutos del nuevo Instituto y su reglamento interno.
La réplica inmediata del doctor Nacht plantea otra que a su juicio es prioritaria: saber qué derecho me autoriza a recibir su carta al mismo tiempo que él, punto, le dice, que con un poco más de paciencia Ud. hubiese podido resolver sin mi ayuda, como si ésta fuera una incongruencia, un paso en falso que habría podido evitar así.
Me veo obligado a agregar a mi respuesta el problema de saber a titulo de qué se la doy, y cómo podrá Ud. presentarla ante quienes la han tomado como intérprete.
Así vista, la tarea que me incumbe podría parecer tremenda, si no fuese evidente que todas estas cuestiones son tan solidarias que sólo admiten una única respuesta; y es tan cierto que la respuesta del doctor Nacht, en su sencillez, es de una claridad inequívoca para quien sabe entenderla, y sólo dejaría abierto el problema último de las relaciones humanas entre el Instituto y los candidatos, si el comentario público dirigido a usted con el que la acompañó no la hubiese resuelto también en opinión de todos.
Partiré entonces de ella y señalaré que indudablemente nadie podría haber tenido nada que objetar a esta codestinación si, dirigiéndose tan sólo a nuestras personas, esta carta las hubiese asociado en este homenaje de su reconocimiento por el que debemos sentirnos sumamente honrados; inclusive si Ud. sólo nos hubiera tomado como símbolos del gran esfuerzo común destinado a reanimar a nuestra Sociedad después de la guerra, en la medida en que éste culmina en el momento que vivimos.
Sólo es, por lo tanto, a título de Director del Instituto y de Presidente de la Sociedad, respectivamente, como puede reunirnos, tal como el doctor Nacht se lo hace observar, remitiéndola a un comunicado cuyos términos sorprendentes no pasaron inadvertidos para ninguno de los miembros de la Sociedad cuando, al mismo tiempo que todos los lectores de la prensa médica, pudieron conocerlo.
Por lo demás, el doctor Nacht está mejor situado que nadie para hacerle percibir su alcance, ya que desde el principio, es decir desde que le pareció que era el momento, tantas veces postergado, de darle a nuestro movimiento el Instituto cuya necesidad se hizo sentir cada vez más en el curso de los años de su larga presidencia, vencido finalmente el plazo de la misma, fue en la forma misma de dicho comunicado donde planteó el principio de la nueva fundación: permitir que la Sociedad vuelva a sus ocupaciones científicas y trasladar al Instituto, junto con el crédito ya adquirido en sus funciones de enseñanza, las obligaciones que los candidatos, como contrapartida de los compromisos que habían asumido, tenían con ella.
El doctor Nacht le ha dicho que se trataba de las mismas personas y al mismo tiempo le demostraba lo contrario. Usted declaró no comprender nada entonces. Hay aquí, por lo tanto, un error, que trataré de aclararle en su lugar.
Para hacerlo, en primer término, rendiré homenaje al coraje con que se propuso a si mismo para la tarea de dirigir el nuevo organismo, seguro del consentimiento de todos, así como a la elección que supo hacer, entre sus alumnos más distinguidos, de quienes deberían ayudarlo en la tarea, que exige mucho tacto, infinita discreción, de validar ante cada uno los esfuerzos realizados desde la antigua perspectiva, y de destacar ante todos las promesas ofrecidas por la nueva. Ud. sabe que nada desmintió lo bien fundado de esa elección.
También puedo testimoniar que de parte de los estudiantes todo le era favorable; mil palabras conmovedoras me recuerdan que el anuncio del nuevo Instituto fue recibido por ellos con una sensación de inmensa esperanza, y si sus exigencias en un principio constituyeron para nosotros una fuente de debates, el eco confuso que recibieron de éstos sólo provocó en ellos una entristecida reprobación.
No crea que estos debates nos demoraron mucho tiempo. Por' violentamente que nos hayan sacudido, queríamos llegar a un resultado; los estatutos fueron aceptados por todos en términos de un verdadero acuerdo de caballeros, seguros como estábamos de que el porvenir se encargaría de conciliar, superándolas, nuestras divergencias formales. Fueron votados dentro de los plazos que nos había impuesto nuestro director, o sea en los idus de enero, fecha tradicional para la renovación del comité de la Sociedad.
Estamos en las calendas de junio. Necesidades de instalación, que indudablemente era imprescindible satisfacer antes que ninguna otra, parecen haber retardado el cuidado de dar forma a esta buena voluntad general. Sin embargo, llegaban a los alumnos informaciones del secretariado general que les daban la idea de que se estaban operando profundas modificaciones en lo que ellos pensaban que debía conservarse en los nuevos estatutos, por los cuales, por otra parte, poco se habían inquietado hasta ese momento, de las formas anteriormente en vigencia.
Así, a pesar de la confianza que le brindan estos candidatos a su profesor, de lo que Ud. puede dar fe por la reunión del último domingo, que no flaqueó, sino que más bien se teme faltar a las formas del respeto, pese a la reserva de sus pensamientos que se traduce en la mesura de sus palabras, un creciente malestar los ganaba, al cual Ud. supo dar su representación y su voz con paciencia y con calma. ¿Qué hay que decir?
Al respecto no tendría nada que decir, siendo miembro de un Consejo del que soy solidario, si la buena voluntad del director sólo hubiera hecho que cuando Ud. recibiese esta carta los candidatos pudieran ser informados, en el ámbito correspondiente, digamos, de los estatutos.
Por esta razón, como miembro de la Sociedad de Psicoanálisis le haré una comunicación científica sobre la estructura de estos estatutos, no ejerciendo mis derechos de Presidente más que para autorizarla, si Ud. lo juzga correcto, a transmitir dicha comunicación a los candidatos, digamos que a titulo de invitados a esta sesión extraordinaria.
Suponiendo conocidos los estatutos, me atendré a demostrar el necesario resultado que surge estrictamente de su examen en lo referente al funcionamiento del organismo que rigen.
Entiéndase, más allá de la buena o mala voluntad, de la objetividad o del prejuicio de las personas. Verá Ud. que estos estatutos son tales que las intenciones individuales se demostrarán sin interés al comparárselas con el alcance abrumador de las determinaciones de número, a las que en realidad se reducen. Comienzo mi demostración.
Lo propio de toda asamblea deliberativa es manifestar sus decisiones a través del voto.
Sea un consejo de administración. Ciertas cuestiones son de su incumbencia: propuesta de modificación de los estatutos, por ejemplo, elaboración de un reglamento interno. Toman parte en la votación todos los que allí tengan voz deliberativa.
Supongamos que este consejo se compone de dos organismos, llamémoslos comité de dirección y comisión de enseñanza. Cada uno de ellos se atiene sólo a las cuestiones para las que está facultado. El primero, por ejemplo, para la elaboración de programas, incluso para la elección de profesores; el segundo, para la admisión de candidatos en las diversas etapas de su cursus, incluso la doctrina de enseñanza, sin excluir que tengan que referirlo el uno a la consideración del otro. Evidentemente el orden de sus votaciones respectivas no será el mismo si votan cada uno según sus atribuciones o si votan confundidos.
Cuanto más frecuente sea el ejercicio que hagan de su función especial -y tanto más en la medida en que tengan que coordinar sus decisiones, mayor coherencia ganarán esos organismos. No obstante, la preponderancia de un grupo sobre otro que pueda resultar de ello no puede ser evaluada por el mero hecho de su superioridad numérica. La naturaleza misma de esas funciones, consultiva por ejemplo, o doctrinaria, puede hacer que el grupo más numeroso vote siempre de una manera más dividida que el grupo más reducido, sobre todo si este último está formado para funciones de decisión o de administración. Si este último constituye el comité del consejo y, en consecuencia, tiene la iniciativa no sólo de su convocatoria sino de su orden del día, si solamente el director puede someter a votación una moción propuesta, si en caso de empate tiene el voto decisivo, Ud. se da cuenta perfectamente de que el cálculo de los resultados promedio en las votaciones en consejo es un problema muy difícil ya en su planteo mismo. Tranquilícese, no le anuncié nada semejante. Los estatutos del Instituto nos ahorran las dificultades teóricas que habríamos encontrado al querer predecir los efectos de semejante estructura. Lo que nos muestran, muy por el contrario, se ofrece sin ambages, reduciéndose, para el alivio momentáneo de nuestra mente a la mayor simplicidad. Al menos es así gracias a una revisión a la que fuimos invitados por pura formalidad y debiendo dar el último toque a cláusulas de estilo, destinadas a hacerlo impecable respecto de la ley, surgió que un genio velaba y, gracias a algunas propuestas cuya sorpresa hizo rápida y fácil la intromisión, dio a luz la forma de suprema elegancia que tenemos delante.
El consejo de administración comprende, por un lado, el comité de dirección compuesto por cuatro miembros: un director elegido por la asamblea general, dos secretarios llamados científicos, elegidos por éste y que ella confirma, un secretario administrativo que no depende para nada de la asamblea. Los tres primeros tienen de derecho voz deliberativa en el consejo, el cuarto por una disposición que sólo puede haberse establecido para poner una nota original en los estatutos, que si no quizá habrían sido demasiado impecables, puede convertirse, aunque no elegido por la asamblea, e incluso elegido fuera de su seno, en miembro votante en el comité y en el consejo si llega a entrar en éste en el curso de su ejercicio. Podemos leer por otra parte que la comisión de enseñanza comprende seis miembros, renovados por tercios cada dos años por votación de la asamblea, a los cuales se agregan de derecho el presidente de la sociedad, cuya presencia entre nosotros se manifiesta, como un resto a la luz de los principios que le recordé; los dos secretarios llamados científicos que forman parte del comité de dirección; más los presidentes honorarios de la sociedad, otra extrañeza sin duda, pero que se comprende por el hecho de que esta categoría reducida desde el origen de la sociedad a un ejemplar único, debía ser honrada en la persona que la encarna, aunque más no fuese por los eminentes servicios que ésta prestó al comité a través de sus propuestas en la elaboración de la forma impecable de los estatutos; y, por último, el director del Instituto que en lo sucesivo reúne en sus poderes estatutarios la dirección del comité y la presidencia de esta comisión de once miembros donde él tendrá la iniciativa de los órdenes del día y de las votaciones, con voto decisivo en caso de empate. Vemos entonces que no hay actualmente ninguna otra diferencia más que la de las cuestiones tratadas, y que serán tratadas de ahora en adelante entre el consejo de administración y la comisión de enseñanza.
Para que todos comprendan el alcance de esta disposición, sería preciso que existiese para el uso del público en general un pequeño manual que concentre las nociones ya sabidas en cuanto al cálculo. . .

(texto inconcluso en su fuente original).

viernes, 16 de octubre de 2009

EPCFCL-1as.Jornadas sobre Infancias (Tucumán, 16 y 17 de octubre de 2009)


ACTIVIDADES

Viernes 16 de Octubre

16:30 hs - Apertura
Andrea Gimenez (EPFCL Tucumán-Salta)

17:15 hs. - Mesa Panel " La subjetividad en el proceso creador ".
Rossana Nofal, Beatriz Lábatte y Gladys Mattalia (EPFCL-Tucumán-Salta)
Exposición y debate.

19 hs. Break

19:30 hs. Conferencia - debate:

"Reflexiones acerca de la autoridad en la clínica psicoanalítica lacaniana con niños"

Pablo Peusner (EPFCL - Buenos Aires)

Coordina: Marta Rocha (EPFCL-Tucumán-Salta)

Sábado 17 de Octubre

09 hs. - Entrevista - debate:
"El psicoanalista lector interroga al autor". Entrevista a Pablo Peusner
Coordina: Marta Rocha - Emilia López Abramovich ( EPFCLTucumán-Salta)

11 hs. Break

11:30 hs. Interrogando a la Clínica.
Presentación de un caso clínico de Marta Rocha.
Intervención de Pablo Peusner.
Coordina: Ana Diaz Patrón. (EPFCL Tucumán-Salta)

13 hs. Cierre y despedida: Marta Rocha.

Informes e Inscripción:
Sede EPFCL | Córdoba 23 - Altos | Tel. (0381) 4308529
info@epfcl-tucuman-salta.com.ar
S.M. de Tucumán
www.epfcl-tucuman-salta.com.ar

miércoles, 14 de octubre de 2009

Heteridad 7, publicación on-line de la Escuela de Psicoanálisis de los Foros del Campo Lacaniano

Para descargarla en forma completa y gratuita,

PAUL VEYNE. "Foucault. Pensamiento y vida" (Paidós Ibérica, 2009)

Michel Foucault y Paul Veyne. El filósofo y el historiador. Dos grandes figuras del mundo de las ideas. Dos figuras inclasificables. Dos “extemporáneos” que durante mucho tiempo compartieron camino y batallas.
Paul Veyne traza en este libro el retrato atípico de su amigo y vuelve a lanzar el debate sobre sus convicciones. Por eso el libro arranca con esta afirmación: “No, Foucault no era lo que se cree, no era de derechas ni de izquierdas, no invocaba ni la Revolución ni el orden establecido. Pero precisamente porque no invocaba el orden establecido, la derecha lo insultaba mientras que la izquierda creyó que bastaba con que no invocara el orden establecido para considerarlo de izquierdas.” Tampoco era estructuralista como se ha dicho, sino un filósofo escéptico, un empirista próximo a Montaigne que en su obra nunca dejó de cuestionar los “juegos de verdad”, las verdades construidas, singulares, típicas de cada época.
Este libro dedicado a Foucault acierta a refutar como muy pocos consiguen hacerlo las ideas que se consideran de vanguardia y que no son más que ideas establecidas. Un libro iconoclasta, un testimonio único.

martes, 13 de octubre de 2009

Día Nacional del Psicólogo

El 13 de Octubre se celebra el DIA NACIONAL DEL PSICOLOGO. La fecha remite al Primer Encuentro Nacional de Psicólogos y Estudiantes de Psicología que tuvo lugar en la Ciudad de Córdoba del 11 al 13 de Octubre de 1974. Dicho evento fue convocado por la Confederación de Psicólogos de República Argentina (COPRA). En la reunión plenaria final, el día 13, se propuso instituir esa fecha como ‘Día del Psicólogo’ y la moción fue unánimemente aprobada.
¡Saludos para todos!

JACQUES-ALAIN MILLER. "Conferencias porteñas" Tomo 2 (1991-1996)

El segundo tomo de las Conferencias porteñas de Jacques-Alain Miller guarda su particularidad: es el fiel reflejo de un compromiso sostenido y entusiasta con el psicoanálisis vuelto acto a través de distintos dispositivos asociativos y de enseñanza. Es por ello que el conjunto de los tres tomos de las Conferencias porteñas de ninguna manera puede confundirse con una recopilación de textos ya conocidos. Antes bien, es el colofón de un deseo decidido, de una vida que palpita pasión vuelta destino, y de una vocación de transmisión con un inquebrantable compromiso con Lacan y el psicoanálisis.Este libro nos recuerda de manera incesante que el psicoanálisis no es un saber depositado en hojas muertas. Las Conferencias porteñas nos sustraen de repeticiones sin resonancias y nos conducen, sin saberlo, a los misteriosos laberintos donde el deseo se hurta y vuelve a nacer a través de las palabras.
.
(de la Introducción de Silvia Elena Tendlarz)

lunes, 12 de octubre de 2009

MALBA TAHAN. "El hombre que calculaba" (Cap. III)

Capítulo III
Donde se narra la aventura de los treinta y cinco camellos que tenían que ser repartidos entre tres hermanos árabes. Cómo Beremiz Samir, el hombre que calculaba, efectuó un reparto que parecía imposible, dejando plenamente satisfechos a los tres querellantes. El lucro inesperado que obtuvimos con la transacción.


Hacía pocas horas que viajábamos sin detenernos cuando nos ocurrió una aventura digna de ser relatada, en la que mi compañero Beremiz, con gran talento, puso en práctica sus habilidades de eximio cultivador del Algebra.
Cerca de un viejo albergue de caravanas medio abandonado, vimos tres hombres que discutían acaloradamente junto a un hato de camellos. .
Entre gritos e improperios, en plena discusión, braceando como posesos, se oían exclamaciones:
-¡Que no puede ser!
-¡Es un robo!
-¡Pues yo no estoy de acuerdo!
El inteligente Beremiz procuró informarse de lo que dis­cutían.
-Somos hermanos, explicó el más viejo, y recibimos como herencia esos 35 camellos. Según voluntad expresa de mi padre, me corresponde la mitad, a mi hermano Hamet Namir una tercera parte y a Harim, el más joven, sólo la novena parte. No sabemos, sin embargo, cómo efectuar la partición y a cada reparto propuesto por uno de nosotros sigue la negativa de los otros dos. Ninguna de las particiones ensayadas hasta el momento, nos ha ofrecido un resultado aceptable. Si la mitad de 35 es 17 y medio, si la tercera parte y también la novena de dicha cantidad tampoco son exactas ¿cómo proce­der a tal partición?
-Muy sencillo, dijo el Hombre que Calculaba. Yo me como prometo a hacer con justicia ese reparto, mas antes permítanme que una a esos 35 camellos de la herencia este espléndido animal que nos trajo aquí en buena hora.
En este punto intervine en la cuestión.
-¿Cómo voy a permitir semejante locura? ¿Cómo vamos a seguir el viaje si nos quedamos sin el camello?
-No te preocupes, bagdalí, me dijo en voz baja Beremiz. Sé muy bien lo que estoy haciendo. Cédeme tu camello y verás a que conclusión llegamos.
Y tal fue el tono de seguridad con que lo dijo que le entregué sin el menor titubeo mi bello jamal, que, inmediata­mente, pasó a incrementar la cáfila que debía ser repartida entre los tres herederos.
-Amigos míos, dijo, voy a hacer la división justa y exacta de los camellos, que como ahora ven son 36.
Y volviéndose hacia el más viejo de los hermanos, habló así:
-Tendrías que recibir, amigo mío, la mitad de 35, esto es: 17 y medio. Pues bien, recibirás la mitad de 36 y, por tanto, 18. Nada tienes que reclamar puesto que sales ganando con esta división.
Y dirigiéndose al segundo heredero, continuó:
-Y tú, Hamed, tendrías que recibir un tercio de 35, es decir 11 y poco más. Recibirás un tercio de 36, esto es, 12. No podrás protestar; pues también tú sales ganando en la división.
Y por fin dijo al más joven:
-Y tú, joven Harim Namir, según la última voluntad de tu padre, tendrías que recibir una novena parte de 35, o sea 3 camellos y parte del otro. Sin embargo, te daré la novena parte de 36 o sea, 4. Tu ganancia será también notable y bien podrás agradecerme el resultado.
Y concluyó con la mayor seguridad:
-Por esta ventajosa división que a todos ha favorecido, corresponden 18 camellos al primero, 12 al segundo y 4 al tercero, lo que da un resultado (18 + 12 + 4) de 34 camellos. De los 36 camellos sobran por tanto dos. Uno, como saben, pertenece al bagdalí, mi amigo y compañero; otro es justo que me corresponda, por haber resuelto a satisfacción de todos el complicado problema de la herencia. -Eres inteligente, extranjero, exclamó el más viejo de los tres hermanos, y aceptamos tu división con la seguridad de que fue hecha con justicia y equidad.
Y el astuto Beremiz -el Hombre que Calculaba- tomó posesión de uno de los más bellos jamales del hato, y me dijo entregándome por la rienda el animal que me perte­necía:
-Ahora podrás, querido amigo, continuar el viaje en tu camello, manso y seguro. Tengo otro para mi especial servicio.
Y seguimos camino hacia Bagdad.

sábado, 10 de octubre de 2009

ANTICIPO EXCLUSIVO. Jesús Manuel Ramírez Escobar. "El sujeto del psicoanálisis... Y su posición frente a la psicología" (Letra Viva, 2009)



TEXTO DE CONTRATAPA

Franquear la brecha de nuestro propio destino, aquella que ilustra la oquedad que somos. Corte que traspasa la carne obturándola de lenguaje. Cicatriz de palabras que rayan en el sin-sentido de un síntoma que arremete. Esa es la ruta del psicoanálisis: la búsqueda de un Sujeto del Inconsciente. El tributo humano radica en entregar su naturaleza al significante, la configuración de la realidad depende de ello.

Muchas historias subyacen a la noción de Sujeto, sitio donde la filosofía reclama pertenencia. Actualmente la psicología se proclama deudora de ese pasado, incluso heredera del tribunal epistemológico que concede el mote de “científico” a aquello que juzga adecuado en sus métodos. Sin embargo, la reflexión sobre el terreno que se pisa es árida y deja abiertas muchas inquietudes. Aún más cuando en un país como la Argentina psicología y psicoanálisis guardan una cercanía que dificulta su diferenciación; de ahí este libro como un intento de denunciar ese artificio.

Sin duda alguna toda persona interesada en la clínica no puede dejar pasar esto en la meditación de su práctica. El texto que el lector tiene en sus manos atraviesa senderos que van desde Descartes y la fundación de la modernidad hasta llegar a la práctica psicoanalítica, verdadero marco de acción que revela la otra cara de la razón. El enigma es planteado tomando estructura. De la mano de Freud y Lacan se esboza un misterio en el inconsciente mismo que empuja en el cuerpo de cada analizante hacia una liberación.

Este primer libro de Jesús Manuel Ramírez Escobar presenta articulaciones acerca de un abordaje esencial a la vez que acompaña al lector en cada uno de sus pasos; pues sabemos que cuando la particularidad de un deseo se encuentra lo suficientemente atemperada, la transmisión se ofrece como añadidura.

viernes, 9 de octubre de 2009

Herman Melville. "Bartleby, el escribiente. Una historia de Wall Street" (1853)



(si lo preferís, podés descargar el texto completo haciendo click aquí)


Soy un hombre de cierta edad. En los últimos treinta años, mis actividades me han puesto en íntimo contacto con un gremio interesante y hasta singular, del cual, entiendo, nada se ha escrito hasta ahora: el de los amanuenses o copistas judiciales. He conocido a muchos, profesional y particularmente, y podría referir diversas historias que harían sonreír a los señores benévolos y llorar a las almas sentimentales. Pero a las biografías de todos los amanuenses prefiero algunos episodios de la vida de Bartleby, que era uno de ellos, el más extraño que yo he visto o de quien tenga noticia. De otros copistas yo podría escribir biografías completas; nada semejante puede hacerse con Bartleby. No hay material suficiente para una plena y satisfactoria biografía de este hombre. Es una pérdida irreparable para la literatura. Bartleby era uno de esos seres de quienes nada es indagable, salvo en las fuentes originales: en este caso, exiguas. De Bartleby no sé otra cosa que la que vieron mis asombrados ojos, salvo un nebuloso rumor que figurará en el epílogo.
Antes de presentar al amanuense, tal como lo vi por primera vez, conviene que registre algunos datos míos, de mis empleados, de mis asuntos, de mi oficina y de mi ambiente general. Esa descripción es indispensable para una inteligencia adecuada del protagonista de mi relato. Soy, en primer lugar, un hombre que desde la juventud ha sentido profundamente que la vida más fácil es la mejor. Por eso, aunque pertenezco a una profesión proverbialmente enérgica y a veces nerviosa hasta la turbulencia, jamás he tolerado que esas inquietudes conturben mi paz. Soy uno de esos abogados sin ambición que nunca se dirigen a un jurado o solicitan de algún modo el aplauso público. En la serena tranquilidad de un cómodo retiro realizo cómodos asuntos entre las hipotecas de personas adineradas, títulos de renta y acciones. Cuantos me conocen, considéranme un hombre eminentemente seguro. El finado Juan Jacobo Astor, personaje muy poco dado a poéticos entusiasmos, no titubeaba en declarar que mi primera virtud era la prudencia: la segunda, el método.
No lo digo por vanidad, pero registro el hecho de que mis servicios profesionales no eran desdeñados por el finado Juan Jacobo Astor; nombre que, reconozco, me gusta repetir porque tiene un sonido orbicular y tintinea como el oro acuñado. Espontáneamente agregaré que yo no era insensible a la buena opinión del finado Juan Jacobo Astor.
Poco antes de la historia que narraré, mis actividades habían aumentado en forma considerable. Había sido nombrado para el cargo, ahora suprimido en el Estado de Nueva York, de agregado a la Suprema Corte. No era un empleo difícil, pero sí muy agradablemente remunerativo. Raras veces me encojo; raras veces me permito una indignación peligrosa ante las injusticias y los abusos; pero ahora me permitiré ser temerario, y declarar que considero la súbita y violenta supresión del cargo de agregado, por la Nueva Constitución, como un acto prematuro, pues yo tenía por descontado hacer de sus gajes una renta vitalicia, y sólo percibí los de algunos años. Pero esto es al margen.
Mis oficinas ocupaban un piso alto en el n.º X de Wall Street. Por un lado daban a la pared blanqueada de un espacioso tubo de aire, cubierto por una claraboya y que abarcaba todos los pisos.
Este espectáculo era más bien manso, pues le faltaba lo que los paisajistas llaman animación. Aunque así fuera, la vista del otro lado ofrecía, por lo menos, un contraste. En esa dirección, las ventanas dominaban sin el menor obstáculo una alta pared de ladrillo, ennegrecida por los años y por la sombra; las ocultas bellezas de esta pared no exigían un telescopio, pues estaban a pocas varas de mis ventanas para beneficio de espectadores miopes. Mis oficinas ocupaban el segundo piso; a causa de la gran elevación de los edificios vecinos, el espacio entre esta pared y la mía se parecía no poco a un enorme tanque cuadrado.
En el período anterior al advenimiento de Bartleby, yo tenía dos escribientes bajo mis órdenes, y un muchacho muy vivo para los mandados. El primero, Turkey; el segundo, Nippers; el tercero, Ginger. Éstos son nombres que no es fácil encontrar en las guías. Eran en realidad sobrenombres, mutuamente conferidos por mis empleados, y que expresaban sus respectivas personas o caracteres. Turkey era un inglés bajo, obeso, de mi edad más o menos, esto es, no lejos de los sesenta. De mañana, podríamos decir, su rostro era rosado, pero después de las doce -su hora de almuerzo- resplandecía como una hornalla de carbones de Navidad, y seguía resplandeciendo (pero con un descenso gradual) hasta las seis de la tarde; después yo no veía más al propietario de ese rostro, quien coincidiendo en su cenit con el sol, parecía ponerse con él, para levantarse, culminar y declinar al día siguiente, con la misma regularidad y la misma gloria.
En el decurso de mi vida he observado singulares coincidencias, de las cuales no es la menor el hecho de que el preciso momento en que Turkey, con roja y radiante faz, emitía sus más vívidos rayos, indicaba el principio del período durante el cual su capacidad de trabajo quedaba seriamente afectada para el resto del día. No digo que se volviera absolutamente haragán u hostil al trabajo. Por el contrario, se volvía demasiado enérgico. Había entonces en él una exacerbada, frenética, temeraria y disparatada actividad. Se descuidaba al mojar la pluma en el tintero. Todas las manchas que figuran en mis documentos fueron ejecutadas por él después de las doce del día. En las tardes, no sólo propendía a echar manchas: a veces iba más lejos, y se ponía barullento. En tales ocasiones, su rostro ardía con más vívida heráldica, como si se arrojara carbón de piedra en antracita. Hacía con la silla un ruido desagradable, desparramaba la arena; al cortar las plumas, las rajaba impacientemente, y las tiraba al suelo en súbitos arranques de ira; se paraba, se echaba sobre la mesa, desparramando sus papeles de la manera más indecorosa; triste espectáculo en un hombre ya entrado en años. Sin embargo, como era por muchas razones mi mejor empleado y siempre antes de las doce el ser más juicioso y diligente, y capaz de despachar numerosas tareas de un modo incomparable, me resignaba a pasar por alto sus excentricidades, aunque, ocasionalmente, me veía obligado a reprenderlo. Sin embargo lo hacía con suavidad, pues aunque Turkey era de mañana el más cortés, más dócil y más reverencial de los hombres, estaba predispuesto por las tardes, a la menor provocación, a ser áspero de lengua, es decir, insolente. Por eso, valorando sus servicios matinales, como yo lo hacía, y resuelto a no perderlos -pero al mismo tiempo, incómodo por sus provocadoras maneras después del mediodía- y corno hombre pacífico, poco deseoso de que mis amonestaciones provocaran respuestas impropias, resolví, un sábado a mediodía (siempre estaba peor los sábados), sugerirle, muy bondadosamente, que, tal vez, ahora que empezaba a envejecer, sería prudente abreviar sus tareas; en una palabra, no necesitaba venir a la oficina más que de mañana; después del almuerzo era mejor que se fuera a descansar a su casa hasta la hora del té. Pero no, insistió en cumplir sus deberes vespertinos. Su rostro se puso intolerablemente fogoso, y gesticulando con una larga regla, en el extremo de la habitación, me aseguró enfáticamente que si sus servicios eran útiles de mañana, ¿cuánto más indispensables no serían de tarde?
-Con toda deferencia, señor -dijo Turkey entonces-, me considero su mano derecha. De mañana, ordeno y despliego mis columnas, pero de tarde me pongo a la cabeza, y bizarramente arremeto contra el enemigo, así -e hizo una violenta embestida con la regla.
-¿Y los borrones? -insinué yo.
-Es verdad, pero con todo respeto, señor, ¡contemple estos cabellos! Estoy envejeciendo. Seguramente, señor, un borrón o dos en una tarde calurosa no pueden reprocharse con severidad a mis canas. La vejez, aunque borronea una página, es honorable. Con permiso, señor, los dos estamos envejeciendo.
Este llamado a mis sentimientos personales resultó irresistible. Comprendí que estaba resuelto a no irse. Hice mi composición de lugar, resolviendo que por las tardes le confiaría sólo documentos de menor importancia.
Nippers, el segundo de mi lista, era un muchacho de unos veinticinco años, cetrino, melenudo, algo pirático. Siempre lo consideré una víctima de dos poderes malignos: la ambición y la indigestión. Evidencia de la primera era cierta impaciencia en sus deberes de mero copista y una injustificada usurpación de asuntos estrictamente profesionales, tales como la redacción original de documentos legales. La indigestión se manifestaba en rachas de sarcástico mal humor, con notorio rechinamiento de dientes, cuando cometía errores de copia; innecesarias maldiciones, silbadas más que habladas, en lo mejor de sus ocupaciones, y especialmente por un continuo disgusto con el nivel de la mesa en que trabajaba. A pesar de su ingeniosa aptitud mecánica, nunca pudo Nippers arreglar esa mesa a su gusto. Le ponía astillas debajo, cubos de distinta clase, pedazos de cartón y llegó hasta ensayar un prolijo ajuste con tiras de papel secante doblado. Pero todo era en vano. Si para comodidad de su espalda, levantaba la cubierta de su mesa en un ángulo agudo hacia el mentón, y escribía como si un hombre usara el empinado techo de una casa holandesa como escritorio, la sangre circulaba mal en sus brazos. Si bajaba la mesa al nivel de su cintura, y se agachaba sobre ella para escribir, le dolían las espaldas. La verdad es que Nippers no sabía lo que quería. O, si algo quería, era verse libre para siempre de una mesa de copista. Entre las manifestaciones de su ambición enfermiza, tenía la pasión de recibir a ciertos tipos de apariencia ambigua y trajes rotosos a los que llamaba sus clientes. Comprendí que no sólo le interesaba la política parroquial: a veces hacía sus negocitos en los juzgados, y no era desconocido en las antesalas de la cárcel. Tengo buenas razones para creer, sin embargo, que un individuo que lo visitaba en mis oficinas, y a quien pomposamente insistía en llamar mi cliente, era sólo un acreedor, y la escritura, una cuenta. Pero con todas sus fallas y todas las molestias que me causaba, Nippers (como su compatriota Turkey) me era muy útil, escribía con rapidez y letra clara; y cuando quería no le faltaban modales distinguidos. Además, siempre estaba vestido como un caballero; y con esto daba tono a mi oficina. En lo que respecta a Turkey, me daba mucho trabajo evitar el descrédito que reflejaba sobre mí. Sus trajes parecían grasientos y olían a comida. En verano usaba pantalones grandes y bolsudos. Sus sacos eran execrables; el sombrero no se podía tocar. Pero mientras sus sombreros me eran indiferentes, ya que su natural cortesía y deferencia, como inglés subalterno, lo llevaban a sacárselo apenas entraba en el cuarto, su saco ya era otra cosa. Hablé con él respecto a su ropa, sin ningún resultado. La verdad era, supongo, que un hombre con renta tan exigua no podía ostentar al mismo tiempo una cara brillante y una ropa brillante.
Como observó Nippers una vez, Turkey gastaba casi todo su dinero en tinta roja. Un día de invierno le regalé a Turkey un sobretodo mío de muy decorosa apariencia: un sobretodo gris, acolchado, de gran abrigo, abotonado desde el cuello hasta las rodillas. Pensé que Turkey apreciaría el regalo, y moderaría sus estrépitos e imprudencias. Pero no; creo que el hecho de enfundarse en un sobretodo tan suave y tan acolchado, ejercía un pernicioso efecto sobre él -según el principio de que un exceso de avena es perjudicial para los caballos-. De igual manera que un caballo impaciente muestra la avena que ha comido, así Turkey mostraba su sobretodo. Le daba insolencia. Era un hombre a quien perjudicaba la prosperidad.
Aunque en lo referente a la continencia de Turkey yo tenía mis presunciones, en lo referente a Nippers estaba persuadido de que, cualesquiera fueran sus faltas en otros aspectos, era por lo menos un joven sobrio. Pero la propia naturaleza era su tabernero, y desde su nacimiento le había suministrado un carácter tan irritable y tan alcohólico que toda bebida subsiguiente le era superflua. Cuando pienso que en la calma de mi oficina Nippers se ponía de pie, se inclinaba sobre la mesa, estiraba los brazos, levantaba todo el escritorio y lo movía, y lo sacudía marcando el piso, como si la mesa fuera un perverso ser voluntarioso dedicado a vejarlo y a frustrarlo, claramente comprendo que para Nippers el aguardiente era superfluo. Era una suerte para mí que, debido a su causa primordial -la mala digestión-, la irritabilidad y la consiguiente nerviosidad de Nippers eran más notables de mañana, y que de tarde estaba relativamente tranquilo. Y como los paroxismos de Turkey sólo se manifestaban después de mediodía, nunca debí sufrir a la vez las excentricidades de los dos. Los ataques se relevaban como guardias. Cuando el de Nippers estaba de turno, el de Turkey estaba franco, y viceversa. Dadas las circunstancias era éste un buen arreglo.
Ginger Nut, el tercero en mi lista, era un muchacho de unos doce años. Su padre era carrero, ambicioso de ver a su hijo, antes de morir, en los tribunales y no en el pescante. Por eso lo colocó en mi oficina como estudiante de derecho, mandadero, barredor y limpiador, a razón de un dólar por semana. Tenía un escritorio particular, pero no lo usaba mucho. Pasé revista a su cajón una vez: contenía un conjunto de cáscaras de muchas clases de nueces. Para este perspicaz estudiante, toda la noble ciencia del derecho cabía en una cáscara de nuez. Entre sus muchas tareas, la que desempeñaba con mayor presteza consistía en proveer de manzanas y de pasteles a Turkey y a Nippers.
Ya que la copia de expedientes es tarea proverbialmente seca, mis dos amanuenses solían humedecer sus gargantas con helados, de los que pueden adquirirse en los puestos cerca del Correo y de la Aduana. También solían encargar a Ginger Nut ese bizcocho especial -pequeño, chato, redondo y sazonado con especias- cuyo nombre se le daba. En las mañanas frías, cuando había poco trabajo, Turkey los engullía a docenas como si fueran obleas -lo cierto es que por un penique venden seis u ocho-, y el rasguido de la pluma se combinaba con el ruido que hacía al triturar las abizcochadas partículas. Entre las confusiones vespertinas y los fogosos atolondramientos de Turkey, recuerdo que una vez humedeció con la lengua un bizcocho de jengibre y lo estampó como sello en un título hipotecario. Estuve entonces en un tris de despedirlo, pero me desarmó con una reverencia oriental, diciéndome:
-Con permiso, señor, creo que he estado generoso suministrándole un sello a mis expensas.
Mis primitivas tareas de escribano de transferencias y buscador de títulos, y redactor de documentos recónditos de toda clase aumentaron considerablemente con el nombramiento de agregado a la Suprema Corte. Ahora había mucho trabajo, para el que no bastaban mis escribientes: requerí un nuevo empleado.
En contestación a mi aviso, un joven inmóvil apareció una mañana en mi oficina; la puerta estaba abierta, pues era verano. Reveo esa figura: ¡pálidamente pulcra, lamentablemente decente, incurablemente desolada! Era Bartleby.
Después de algunas palabras sobre su idoneidad, lo tomé, feliz de contar entre mis copistas a un hombre de tan morigerada apariencia, que podría influir de modo benéfico en el arrebatado carácter de Turkey, y en el fogoso de Nippers.
Yo hubiera debido decir que una puerta vidriera dividía en dos partes mis escritorios, una ocupada por mis amanuenses, la otra por mí. Según mi humor, las puertas estaban abiertas o cerradas. Resolví colocar a Bartleby en un rincón junto a la portada, pero de mi lado, para tener a mano a este hombre tranquilo, en caso de cualquier tarea insignificante. Coloqué su escritorio junto a una ventanita, en ese costado del cuarto que originariamente daba a algunos patios traseros y muros de ladrillos, pero que ahora, debido a posteriores construcciones, aunque daba alguna luz no tenía vista alguna. A tres pies de los vidrios había una pared, y la luz bajaba de muy arriba, entre dos altos edificios, como desde una pequeña abertura en una cúpula. Para que el arreglo fuera satisfactorio, conseguí un alto biombo verde que enteramente aislara a Bartleby de mi vista, dejándolo, sin embargo, al alcance de mi voz. Así, en cierto modo, se aunaban sociedad y retiro.
Al principio, Bartleby escribió extraordinariamente. Como si hubiera padecido un ayuno de algo que copiar, parecía hartarse con mis documentos. No se detenía para la digestión. Trabajaba día y noche, copiando, a la luz del día y a la luz de las velas. Yo, encantado con su aplicación, me hubiera encantado aún más si él hubiera sido un trabajador alegre. Pero escribía silenciosa, pálida, mecánicamente.
Una de las indispensables tareas del escribiente es verificar la fidelidad de la copia, palabra por palabra. Cuando hay dos o más amanuenses en una oficina, se ayudan mutuamente en este examen, uno leyendo la copia, el otro siguiendo el original. Es un asunto cansador, insípido y letárgico. Comprendo que para temperamentos sanguíneos, resultaría intolerable. Por ejemplo, no me imagino al ardoroso Byron, sentado junto a Bartleby, resignado a cotejar un expediente de quinientas páginas, escritas con letra apretada.
Yo ayudaba en persona a confrontar algún documento breve, llamando a Turkey o a Nippers con este propósito. Uno de mis fines al colocar a Bartleby tan a mano, detrás del biombo, era aprovechar sus servicios en estas ocasiones triviales. Al tercer día de su estada, y antes de que fuera necesario examinar lo escrito por él, la prisa por completar un trabajito que tenía entre manos, me hizo llamar súbitamente a Bartleby. En el apuro y en la justificada expectativa de una obediencia inmediata, yo estaba en el escritorio con la cabeza inclinada sobre el original y con la copia en la mano derecha algo nerviosamente extendida, de modo que, al surgir de su retiro, Bartleby pudiera tomarla y seguir el trabajo sin dilaciones.
En esta actitud estaba cuando le dije lo que debía hacer, esto es, examinar un breve escrito conmigo. Imaginen mi sorpresa, mi consternación, cuando sin moverse de su ángulo, Bartleby, con una voz singularmente suave y firme, replicó:
-Preferiría no hacerlo.
Me quedé un rato en silencio perfecto, ordenando mis atónitas facultades. Primero, se me ocurrió que mis oídos me engañaban o que Bartleby no había entendido mis palabras. Repetí la orden con la mayor claridad posible; pero con claridad se repitió la respuesta:
-Preferiría no hacerlo.
-Preferiría no hacerlo -repetí como un eco, poniéndome de pie, excitadísimo y cruzando el cuarto a grandes pasos-. ¿Qué quiere decir con eso? Está loco. Necesito que me ayude a confrontar esta página: tómela -y se la alcancé.
-Preferiría no hacerlo -dijo.
Lo miré con atención. Su rostro estaba tranquilo; sus ojos grises, vagamente serenos. Ni un rasgo denotaba agitación. Si hubiera habido en su actitud la menor incomodidad, enojo, impaciencia o impertinencia, en otras palabras si hubiera habido en él cualquier manifestación normalmente humana, yo lo hubiera despedido en forma violenta. Pero, dadas las circunstancias, hubiera sido como poner en la calle a mi pálido busto en yeso de Cicerón.
Me quedé mirándolo un rato largo mientras él seguía escribiendo y luego volví a mi escritorio. Esto es rarísimo, pensé. ¿Qué hacer? Mis asuntos eran urgentes. Resolví olvidar aquello, reservándolo para algún momento libre en el futuro. Llamé del otro cuarto a Nippers y pronto examinamos el escrito.
Pocos días después, Bartleby concluyó cuatro documentos extensos, copias cuadruplicadas de testimonios, dados ante mí durante una semana en la cancillería de la Corte. Era necesario examinarlos. El pleito era importante y una gran precisión era indispensable. Teniendo todo listo llamé a Turkey, Nippers y Ginger Nut, que estaban en el otro cuarto, pensando poner en manos de mis cuatro amanuenses las cuatro copias mientras yo leyera el original. Turkey, Nippers y Ginger Nut estaban sentados en fila, cada uno con su documento en la mano, cuando le dije a Bartleby que se uniera al interesante grupo.
-¡Bartleby!, pronto, estoy esperando.
Oí el arrastre de su silla sobre el piso desnudo, y el hombre no tardó en aparecer a la entrada de su ermita.
-¿En qué puedo ser útil? -dijo apaciblemente.
-Las copias, las copias -dije con apuro-. Vamos a examinarlas. Tome -y le alargué la cuarta copia.
-Preferiría no hacerlo -dijo, y dócilmente desapareció detrás de su biombo.
Por algunos momentos me convertí en una estatua de sal, a la cabeza de mi columna de amanuenses sentados. Vuelto en mí, avancé hacia el biombo a indagar el motivo de esa extraordinaria conducta.
-¿Por qué rehúsa?
-Preferiría no hacerlo.
Con cualquier otro hombre, me hubiera precipitado en un arranque de ira, desdeñando explicaciones, y lo hubiera arrojado ignominiosamente de mi vista. Pero había algo en Bartleby que no sólo me desarmaba singularmente, sino que de manera maravillosa me conmovía y desconcertaba. Me puse a razonar con él.
-Son sus propias copias las que estamos por confrontar. Esto le ahorrará trabajo, pues un examen bastará para sus cuatro copias. Es la costumbre. Todos los copistas están obligados a examinar su copia. ¿No es así? ¿No quiere hablar? ¡Conteste!
-Prefiero no hacerlo -replicó melodiosamente. Me pareció que mientras me dirigía a él, consideraba con cuidado cada aserto mío; que comprendía por entero el significado; que no podía contradecir la irresistible conclusión; pero que al mismo tiempo alguna suprema consideración lo inducía a contestar de ese modo.
-¿Está resuelto, entonces, a no acceder a mi solicitud, solicitud hecha de acuerdo con la costumbre y el sentido común?
Brevemente me dio a entender que en ese punto mi juicio era exacto. Sí: su decisión era irrevocable.
No es raro que el hombre a quien contradicen de una manera insólita e irrazonable, bruscamente descrea de su convicción más elemental. Empieza a vislumbrar vagamente que, por extraordinario que parezca, toda la justicia y toda la razón están del otro lado; si hay testigos imparciales, se vuelve a ellos para que de algún modo lo refuercen.
-Turkey -dije-, ¿qué piensa de esto? ¿Tengo razón?
-Con todo respeto, señor -dijo Turkey en su tono más suave-, creo que la tiene.
-Nippers. ¿Qué piensa de esto?
-Yo lo echaría a puntapiés de la oficina.
El sagaz lector habrá percibido que siendo mañana, la contestación de Turkey estaba concebida en términos tranquilos y corteses y la de Nippers era malhumorada. O para repetir una frase anterior, diremos que el malhumor de Nippers estaba de guardia y el de Turkey estaba franco.
-Ginger Nut -dije, ávido de obtener en mi favor el sufragio más mínimo-, ¿qué piensas de esto?
-Creo, señor, que está un poco chiflado -replicó Ginger Nut con una mueca burlona.
-Está oyendo lo que opinan -le dije, volviéndome al biombo-. Salga y cumpla con su deber.
No condescendió a contestar. Tuve un momento de molesta perplejidad. Pero las tareas urgían. Y otra vez decidí postergar el estudio de este problema a futuros ocios. Con un poco de incomodidad llegamos a examinar los papeles sin Bartleby, aunque a cada página, Turkey, deferentemente, daba su opinión de que este procedimiento no era correcto; mientras Nippers, retorciéndose en su silla con una nerviosidad dispéptica, trituraba entre sus dientes apretados, intermitentes maldiciones silbadas contra el idiota testarudo de detrás del biombo. En cuanto a él (Nippers), ésta era la primera y última vez que haría sin remuneración el trabajo de otro.
Mientras tanto, Bartleby seguía en su ermita, ajeno a todo lo que no fuera su propia tarea.
Pasaron algunos días, en los que el amanuense tuvo que hacer otro largo trabajo. Su conducta extraordinaria me hizo vigilarlo estrechamente. Observé que jamás iba a almorzar; en realidad, que jamás iba a ninguna parte. Jamás, que yo supiera, había estado ausente de la oficina. Era un centinela perpetuo en su rincón. Noté que a las once de la mañana, Ginger Nut solía avanzar hasta la apertura del biombo, como atraído por una señal silenciosa, invisible para mí. Luego salía de la oficina, haciendo sonar unas monedas, y reaparecía con un puñado de bizcochos de jengibre, que entregaba en la ermita, recibiendo dos de ellos como jornal.
Vive de bizcochos de jengibre, pensé; no toma nunca lo que se llama un almuerzo; debe ser vegetariano; pero no, pues no toma ni legumbres, no come más que bizcochos de jengibre. Medité sobre los probables efectos de un exclusivo régimen de bizcochos de jengibre. Se llaman así, porque el jengibre es uno de sus principales componentes, y su principal sabor. Ahora bien, ¿qué es el jengibre? Una cosa cálida y picante. ¿Era Bartleby cálido y picante? Nada de eso; el jengibre, entonces, no ejercía efecto alguno sobre Bartleby. Probablemente, él prefería que no lo ejerciera.
Nada exaspera más a una persona seria que una resistencia pasiva. Si el individuo resistido no es inhumano, y el individuo resistente es inofensivo en su pasividad, el primero, en sus mejores momentos, caritativamente procurará que su imaginación interprete lo que su entendimiento no puede resolver.
Así me aconteció con Bartleby y sus manejos. ¡Pobre hombre! pensé yo, no lo hace por maldad; es evidente que no procede por insolencia; su aspecto es suficiente prueba de lo involuntario de sus rarezas. Me es útil. Puedo llevarme bien con él. Si lo despido, caerá con un patrón menos indulgente, será maltratado y tal vez llegará miserablemente a morirse de hambre. Sí, puedo adquirir a muy bajo precio la deleitosa sensación de amparar a Bartleby; puedo adaptarme a su extraña terquedad; ello me costará poquísimo o nada y, mientras, atesoraré en el fondo de mi alma lo que finalmente será un dulce bocado para mi conciencia. Pero no siempre consideré así las cosas. La pasividad de Bartleby solía exasperarme. Me sentía aguijoneado extrañamente a chocar con él en un nuevo encuentro, a despertar en él una colérica chispa correspondiente a la mía. Pero hubiera sido lo mismo tratar de encender fuego golpeando con los nudillos de mi mano en un pedazo de jabón Windsor.
Una tarde, el impulso maligno me dominó y tuvo lugar la siguiente escena:
-Bartleby -le dije-, cuando haya copiado todos esos documentos, los voy a revisar con usted.
-Preferiría no hacerlo.
-¿Cómo? ¿Se propone persistir en ese capricho de mula?
Silencio.
Abrí la puerta vidriera, y dirigiéndome a Turkey y a Nippers exclamé:
-Bartleby dice por segunda vez que no examinará sus documentos. ¿Qué piensa de eso, Turkey?
Hay que recordar que era de tarde.
Turkey resplandecía como una marmita de bronce; tenía empapada la calva; tamborileaba con las manos sobre sus papeles borroneados.
-¿Qué pienso? -rugió Turkey-. ¡Pienso que voy a meterme en el biombo y le voy a poner un ojo negro!
Con estas palabras se puso de pie y estiró los brazos en una postura pugilística. Se disponía a hacer efectiva su promesa cuando lo detuve, arrepentido de haber despertado la belicosidad de Turkey después de almorzar.
-Siéntese, Turkey -le dije-, y oiga lo que Nippers va a decir. ¿Qué piensa, Nippers? ¿No estaría plenamente justificado despedir de inmediato a Bartleby?
-Discúlpeme, esto tiene que decidirlo usted mismo. Creo que su conducta es insólita, y ciertamente injusta hacia Turkey y hacia mí. Pero puede tratarse de un capricho pasajero.
-¡Ah! -exclamé-, es raro ese cambio de opinión. Usted habla de él, ahora, con demasiada indulgencia.
-Es la cerveza -gritó Turkey-, esa indulgencia es efecto de la cerveza. Nippers y yo almorzamos juntos. Ya ve qué indulgente estoy yo, señor. ¿ Le pongo un ojo negro?
-Supongo que se refiere a Bartleby. No, hoy no. Turkey -repliqué-, por favor, baje esos puños.
Cerré las puertas y volví a dirigirme a Bartleby. Tenía un nuevo incentivo para tentar mi suerte. Estaba deseando que volviera a rebelarse. Recordé que Bartleby no abandonaba nunca la oficina.
-Bartleby -le dije-. Ginger. Nut ha salido; cruce al Correo, ¿quiere? -era a tres minutos de distancia- y vea si hay algo para mí.
-Preferiría no hacerlo.
-¿No quiere ir?
-Lo preferiría así.
Pude llegar a mi escritorio, y me sumí en profundas reflexiones. Volvió mi ciego impulso. ¿Habría alguna cosa capaz de procurarme otra ignominiosa repulsa de este necio tipo sin un cobre, mi dependiente asalariado?
-¡Bartleby!
Silencio.
-¡Bartleby! -más fuerte.
Silencio.
-¡Bartleby! -vociferé.
Como un verdadero fantasma, cediendo a las leyes de una invocación mágica, apareció al tercer llamado.
-Vaya al otro cuarto, y dígale a Nippers que venga.
-Preferiría no hacerlo -dijo con respetuosa lentitud, y desapareció mansamente.
-Muy bien, Bartleby -dije con voz tranquila, aplomada y serenamente severa, insinuando el inalterable propósito de alguna terrible y pronta represalia. En ese momento proyectaba algo por el estilo. Pero pensándolo bien, y como se acercaba la hora de almorzar, me pareció mejor ponerme el sombrero y caminar hasta casa, sufriendo con mi perplejidad y mi preocupación.
¿Lo confesaré? Como resultado final quedó establecido en mi oficina que un pálido joven llamado Bartleby tenía ahí un escritorio, que copiaba al precio corriente de cuatro céntimos la hoja (cien palabras), pero que estaba exento, permanentemente, de examinar su trabajo y que ese deber era transferido a Turkey y a Nippers, sin duda en gracia de su mayor agudeza; ítem, el susodicho Bartleby no sería llamado a evacuar el más trivial encargo; y si se le pedía que lo hiciera, se entendería que preferiría no hacerlo, en otras palabras, que rehusaría de modo terminante.
Con el tiempo, me sentí considerablemente reconciliado con Bartleby. Su aplicación, su falta de vicios, su laboriosidad incesante (salvo cuando se perdía en un sueño detrás del biombo), su gran calma, su ecuánime conducta en todo momento, hacían de él una valiosa adquisición. En primer lugar siempre estaba ahí, el primero por la mañana, durante todo el día, y el último por la noche. Yo tenía singular confianza en su honestidad. Sentía que mis documentos más importantes estaban perfectamente seguros en sus manos. A veces, muy a pesar mío, no podía evitar el caer en espasmódicas cóleras contra él. Pues era muy difícil no olvidar nunca esas raras peculiaridades, privilegios y excepciones inauditas, que formaban las tácitas condiciones bajo las cuales Bartleby seguía en la oficina. A veces, en la ansiedad de despachar asuntos urgentes, distraídamente pedía a Bartleby, en breve y rápido tono, poner el dedo, digamos, en el nudo incipiente de un cordón colorado con el que estaba atando unos papeles. Detrás del biombo resonaba la consabida respuesta: preferiría no hacerlo; y entonces ¿cómo era posible que un ser humano dotado de las fallas comunes de nuestra naturaleza dejara de contestar con amargura a una perversidad semejante, a semejante sinrazón? Sin embargo, cada nueva repulsa de esta clase tendía a disminuir las probabilidades de que yo repitiera la distracción.
Debo decir que, según la costumbre de muchos hombres de ley con oficinas en edificios densamente habitados, la puerta tenía varias llaves. Una la guardaba una mujer que vivía en la buhardilla, que hacía una limpieza a fondo una vez por semana y diariamente barría y sacudía el departamento. Turkey tenía otra, la tercera yo solía llevarla en mi bolsillo, y la cuarta no sé quién la tenía.
Ahora bien, un domingo de mañana se me ocurrió ir a la iglesia de la Trinidad a oír a un famoso predicador, y como era un poco temprano pensé pasar un momento a mi oficina. Felizmente llevaba mi llave, pero al meterla en la cerradura, encontré resistencia por la parte interior. Llamé; consternado, vi girar una llave por dentro y, exhibiendo su pálido rostro por la puerta entreabierta, entreví a Bartleby en mangas de camisa, y en un raro y andrajosodeshabillé.
Se excusó, mansamente: dijo que estaba muy ocupado y que prefería no recibirme por el momento. Añadió que sería mejor que yo fuera a dar dos o tres vueltas por la manzana, y que entonces habría terminado sus tareas.
La inesperada aparición de Bartleby, ocupando mi oficina un domingo, con su cadavérica indiferencia caballeresca, pero tan firme y tan seguro de sí, tuvo tan extraño efecto, que de inmediato me retiré de mi puerta y cumplí sus deseos. Pero no sin variados pujos de inútil rebelión contra la mansa desfachatez de este inexplicable amanuense. Su maravillosa mansedumbre no sólo me desarmaba, me acobardaba. Porque considero que es una especie de cobarde el que tranquilamente permite a su dependiente asalariado que le dé órdenes y que lo expulse de sus dominios. Además, yo estaba lleno de dudas sobre lo que Bartleby podría estar haciendo en mi oficina, en mangas de camisa y todo deshecho, un domingo de mañana. ¿Pasaría algo impropio? No, eso quedaba descartado. No podía pensar ni por un momento que Bartleby fuera una persona inmoral. Pero, ¿qué podía estar haciendo allí? ¿Copias? No, por excéntrico que fuera Bartleby, era notoriamente decente. Era la última persona para sentarse en su escritorio en un estado vecino a la desnudez. Además, era domingo, y había algo en Bartleby que prohibía suponer que violaría la santidad de ese día con tareas profanas.
Con todo, mi espíritu no estaba tranquilo; y lleno de inquieta curiosidad, volví, por fin, a mi puerta. Sin obstáculo introduje la llave, abrí y entré. Bartleby no se veía, miré ansiosamente por todo, eché una ojeada detrás del biombo; pero era claro que se había ido. Después de un prolijo examen, comprendí que por un tiempo indefinido Bartleby debía haber comido y dormido y haberse vestido en mi oficina, y eso sin vajilla, cama o espejo. El tapizado asiento de un viejo sofá desvencijado mostraba en un rincón la huella visible de una flaca forma reclinada. Enrollada bajo el escritorio encontré una frazada; en el hogar vacío una caja de pasta y un cepillo; en una silla una palangana de lata, jabón y una toalla rotosa; en un diario, unas migas de bizcocho de jengibre y un bocado de queso. Sí, pensé, es bastante claro que Bartleby ha estado viviendo aquí .
Entonces, me cruzó el pensamiento: ¡Qué miserables orfandades, miserias, soledades, quedan reveladas aquí! Su pobreza es grande; pero, su soledad ¡qué terrible!
Los domingos, Wall Street es un desierto como la Arabia Pétrea; y cada noche de cada día es una desolación. Este edificio, también, que en los días de semana bulle de animación y de vida, por la noche retumba de puro vacío, y el domingo está desolado. ¡Y es aquí donde Bartleby hace su hogar, único espectador de una soledad que ha visto poblada, una especie de inocente y transformado Mario, meditando entre las ruinas de Cartago!
Por primera vez en mi vida una impresión de abrumadora y punzante melancolía se apoderó de mí. Antes, nunca había experimentado más que ligeras tristezas, no desagradables. Ahora el lazo de una común humanidad me arrastraba al abatimiento. ¡Una melancolía fraternal! Los dos, yo y Bartleby, éramos hijos de Adán. Recordé las sedas brillantes y los rostros dichosos que había visto ese día, bogando como cisnes por el Misisipí de Broadway, y los comparé al pálido copista, reflexionando: ah, la felicidad busca la luz, por eso juzgamos que el mundo es alegre; pero el dolor se esconde en la soledad, por eso juzgamos que el dolor no existe. Estas imaginaciones -quimeras, indudablemente, de un cerebro tonto y enfermo- me llevaron a pensamientos más directos sobre las rarezas de Bartleby. Presentimientos de extrañas novedades me visitaron. Creí ver la pálida forma del amanuense, entre desconocidos, indiferentes, extendida en su estremecida mortaja.
De pronto, me atrajo el escritorio cerrado de Bartleby, con su llave visible en la cerradura.
No me llevaba, pensé, ninguna intención aviesa, ni el apetito de una desalmada curiosidad, además, el escritorio es mío y también su contenido; bien puedo animarme a revisarlo. Todo estaba metódicamente arreglado, los papeles en orden. Los casilleros eran profundos; removiendo los legajos archivados, examiné el fondo. De pronto sentí algo y lo saqué. Era un viejo pañuelo de algodón, pesado y anudado. Lo abrí y encontré que era una caja de ahorros.
Entonces recordé todos los tranquilos misterios que había notado en el hombre. Recordé que sólo hablaba para contestar; que aunque a intervalos tenía tiempo de sobra, nunca lo había visto leer -no, ni siquiera un diario-; que por largo rato se quedaba mirando, por su pálida ventana detrás del biombo, al ciego muro de ladrillos; yo estaba seguro que nunca visitaba una fonda o un restaurante; mientras su pálido rostro indicaba que nunca bebía cerveza como Nippers, ni siquiera té o café como los otros hombres, que nunca salía a ninguna parte; que nunca iba a dar un paseo, salvo, tal vez ahora; que había rehusado decir quién era, o de dónde venía, o si tenía algún pariente en el mundo; que, aunque tan pálido y tan delgado, nunca se quejaba de mala salud. Y más aún, recordé cierto aire de inconsciente, de descolorida -¿cómo diré?- de descolorida altivez, digamos, o austera reserva, que me había infundido una mansa condescendencia con sus rarezas, cuando se trataba de pedirle el más ligero favor, aunque su larga inmovilidad me indicara que estaba detrás de su biombo, entregado a uno de sus sueños frente al muro.
Meditando en esas cosas, y ligándolas al reciente descubrimiento de que había convertido mi oficina en su residencia, y sin olvidar sus mórbidas cavilaciones, meditando en estas cosas, repito, un sentimiento de prudencia nació en mi espíritu. Mis primeras reacciones habían sido de pura melancolía y lástima sincera, pero a medida que la desolación de Bartleby se agrandaba en mi imaginación, esa melancolía se convirtió en miedo, esa lástima en repulsión.
Tan cierto es, y a la vez tan terrible, que hasta cierto punto el pensamiento o el espectáculo de la pena atrae nuestros mejores sentimientos, pero algunos casos especiales no van más allá. Se equivocan quienes afirman que esto se debe al natural egoísmo del corazón humano. Más bien proviene de cierta desesperanza de remediar un mal orgánico y excesivo. Y cuando se percibe que esa piedad no lleva a un socorro efectivo, el sentido común ordena al alma librarse de ella. Lo que vi esa mañana me convenció de que el amanuense era la víctima de un mal innato e incurable. Yo podía dar una limosna a su cuerpo; pero su cuerpo no le dolía; tenía el alma enferma, y yo no podía llegar a su alma.
No cumplí, esa mañana, mi propósito de ir a la Trinidad. Las cosas que había visto me incapacitaban, por el momento, para ir a la iglesia. Al dirigirme a mi casa, iba pensando en lo que haría con Bartleby. Al fin me resolví: lo interrogaría con calma, la mañana siguiente, acerca de su vida, etc., y si rehusaba contestarme francamente y sin reticencias (y suponía que él preferiría no hacerlo), le daría un billete de veinte dólares, además de lo que le debía, diciéndole que ya no necesitaba sus servicios; pero que en cualquier otra forma en que necesitara mi ayuda, se la prestaría gustoso, especialmente le pagaría los gastos para trasladarse al lugar de su nacimiento dondequiera que fuera. Además, si al llegar a su destino necesitaba ayuda, una carta haciéndomelo saber no quedaría sin respuesta.
La mañana siguiente llegó.
-Bartleby -dije, llamándolo comedidamente.
Silencio.
-Bartleby -dije en tono aún más suave- venga, no le voy a pedir que haga nada que usted preferiría no hacer. Sólo quiero conversar con usted.
Con esto, se me acercó silenciosamente.
-¿Quiere decirme, Bartleby, dónde ha nacido?
-Preferiría no hacerlo.
-¿Quiere contarme algo de usted?
-Preferiría no hacerlo.
-Pero ¿qué objeción razonable puede tener para no hablar conmigo? Yo quisiera ser un amigo.
Mientras yo hablaba, no me miró. Tenía los ojos fijos en el busto de Cicerón, que estaba justo detrás de mí, a unas seis pulgadas sobre mi cabeza.
-¿Cuál es su respuesta, Bartleby? -le pregunté, después de esperar un buen rato, durante el cual su actitud era estática, notándose apenas un levísimo temblor en sus labios descoloridos.
-Por ahora prefiero no contestar -dijo, y se retiró a su ermita.
Tal vez fui débil, lo confieso, pero su actitud en esta ocasión me irritó. No sólo parecía acechar en ella cierto desdén tranquilo; su terquedad resultaba desagradecida si se considera el indiscutible buen trato y la indulgencia que había recibido de mi parte.
De nuevo me quedé pensando qué haría. Aunque me irritaba su proceder, aunque al entrar en la oficina yo estaba resuelto a despedirlo, un sentimiento supersticioso golpeó en mi corazón y me prohibió cumplir mi propósito, y me dijo que yo sería un canalla si me atrevía a murmurar una palabra dura contra el más triste de los hombres. Al fin, colocando familiarmente mi silla detrás de su biombo, me senté y le dije:
-Dejemos de lado su historia, Bartleby; pero permítame suplicarle amistosamente que observe en lo posible las costumbres de esta oficina. Prométame que mañana o pasado ayudará a examinar documentos; prométame que dentro de un par de días se volverá un poco razonable, ¿verdad, Bartleby?
-Por ahora prefiero no ser un poco razonable -fue su mansa y cadavérica respuesta. En ese momento se abrió la puerta vidriera y Nippers se acercó. Parecía víctima, contra la costumbre, de una mala noche, producida por una indigestión más severa que las de costumbre. Oyó las últimas palabras de Bartleby.
-«¿Prefiere no ser razonable?» -gritó Nippers-. Yo le daría preferencias, si fuera usted, señor. ¿Qué es, señor, lo que ahora prefiere no hacer? -Bartleby no movió ni un dedo.
-Señor Nippers -le dije-, prefiero que, por el momento, usted se retire.
No sé cómo, últimamente, yo había contraído la costumbre de usar la palabra preferir. Temblé pensando que mi relación con el amanuense ya hubiera afectado seriamente mi estado mental. ¿Qué otra y quizá más honda aberración podría traerme? Este recelo había influido en mi determinación de emplear medidas sumarias.
Mientras Nippers, agrio y malhumorado, desaparecía, Turkey apareció, obsequioso y deferente.
-Con todo respeto, señor -dijo-, ayer estuve meditando sobre Bartleby, y pienso que si él prefiriera tomar a diario un cuarto de buena cerveza, le haría mucho bien, y lo habilitaría a prestar ayuda en el examen de documentos.
-Parece que usted también ha adopta do la palabra -dije, ligeramente excitado.
-Con todo respeto. ¿Qué palabra, señor? -preguntó Turkey, apretándose respetuosamente en el estrecho espacio detrás del biombo y obligándome, al hacerlo, a empujar al amanuense.
-¿Qué palabra, señor?
-Preferiría quedarme aquí solo -dijo Bartleby, como si lo ofendiera el verse atropellado en su retiro.
-Esa es la palabra, Turkey, ésa es.
-¡Ah!, ¿preferir?, ah, sí, curiosa palabra. Yo nunca la uso. Pero señor, como iba diciendo, si prefiriera...
-Turkey -interrumpí-, retírese, por favor.
-Ciertamente, señor, si usted lo prefiere.
Al abrir la puerta vidriera para retirarse, Nippers desde su escritorio me echó una mirada y me preguntó si yo prefería papel blanco o papel azul para copiar cierto documento. No acentuó maliciosamente la palabra preferir. Se veía que había sido dicha involuntariamente. Reflexioné que era mi deber deshacerme de un demente, que ya, en cierto modo, había influido en mi lengua y quizá en mi cabeza y en las de mis dependientes. Pero juzgué prudente no hacerlo de inmediato.
Al día siguiente noté que Bartleby no hacía más que mirar por la ventana, en su sueño frente a la pared. Cuando le pregunté por qué no escribía, me dijo que había resuelto no escribir más.
-¿Por qué no? ¿Qué se propone? -exclamé-. ¿ No escribir más?
-Nunca más.
-¿Y por qué razón?
-¿No la ve usted mismo? -replicó con indiferencia.
Lo miré fijamente y me pareció que sus ojos estaban apagados y vidriosos. Enseguida se me ocurrió que su ejemplar diligencia junto a esa pálida ventana, durante las primeras semanas, había dañado su vista.
Me sentí conmovido y pronuncié algunas palabras de simpatía. Sugerí que, por supuesto, era prudente de su parte el abstenerse de escribir por un tiempo; y lo animé a tomar esta oportunidad para hacer ejercicios al aire libre. Pero no lo hizo. Días después, estando ausentes mis otros empleados, y teniendo mucha prisa por despachar ciertas cartas, pensé que no teniendo nada que hacer, Bartleby seria menos inflexible que de costumbre y querría llevármelas al Correo. Se negó rotundamente y aunque me resultaba molesto, tuve que llevarlas yo mismo. Pasaba el tiempo. Ignoro si los ojos de Bartleby se mejoraron o no. Me parece que sí, según todas las apariencias. Pero cuando se lo pregunté no me concedió una respuesta. De todos modos, no quería seguir copiando. Al fin, acosado por mis preguntas, me informó que había resuelto abandonar las copias.
-¡Cómo! -exclamé-. ¿Si sus ojos se curaran, si viera mejor que antes, copiaría entonces?
-He renunciado a copiar -contestó y se hizo a un lado.
Se quedó como siempre, enclavado en mi oficina. ¡Qué! -si eso fuera posible- se reafirmó más aún que antes. ¿Qué hacer? Si no hacia nada en la oficina: ¿por qué se iba a quedar? De hecho, era una carga, no sólo inútil, sino gravosa. Sin embargo, le tenía lástima. No digo sino la pura verdad cuando afirmo que me causaba inquietud. Si hubiese nombrado a algún pariente o amigo, yo le hubiera escrito, instándolo a llevar al pobre hombre a un retiro adecuado. Pero parecía solo, absolutamente solo en el universo. Algo como un despojo en mitad del océano Atlántico. A la larga, necesidades relacionadas con mis asuntos prevalecieron sobre toda consideración. Lo más bondadosamente posible, le dije a Bartleby que en seis días debía dejar la oficina. Le aconsejé tomar medidas en ese intervalo para procurarse una nueva morada. Le ofrecí ayudarlo en este empeño, si él personalmente daba el primer paso para la mudanza.
-Y cuando usted se vaya del todo, Bartleby -añadí-, velaré para que no salga completamente desamparado. Recuerde, dentro de seis días.
Al expirar el plazo, espié detrás del biombo: ahí estaba Bartleby.
Me abotoné el abrigo, me paré firme; avancé lentamente hasta tocarle el hombro y le dije:
-El momento ha llegado; debe abandonar este lugar; lo siento por usted; aquí tiene dinero, debe irse.
-Preferiría no hacerlo -replicó-, siempre dándome la espalda.
-Pero usted debe irse.
Silencio.
Yo tenía una ilimitada confianza en su honradez. Con frecuencia me había devuelto peniques y chelines que yo había dejado caer en el suelo, porque soy muy descuidado con esas pequeñeces. Las providencias que adopté no se considerarán, pues, extraordinarias.
-Bartleby -le dije-, le debo doce dólares, aquí tiene treinta y dos; esos veinte son suyos ¿quiere tomarlos? -y le alcancé los billetes.
Pero ni se movió.
-Los dejaré aquí, entonces -y los puse sobre la mesa bajo un pisapapeles. Tomando mi sombrero y mi bastón me dirigí a la puerta, y volviéndome tranquilamente añadí:
-Cuando haya sacado sus cosas de la oficina, Bartleby, usted por supuesto cerrará con llave la puerta, ya que todos se han ido, y por favor deje la llave bajo el felpudo, para que yo la encuentre mañana. No nos veremos más. Adiós. Si más adelante, en su nuevo domicilio puedo serle útil, no deje de escribirme. Adiós Bartleby y que le vaya bien.
No contestó ni una palabra, como la última columna de un templo en ruinas, quedó mudo y solitario en medio del cuarto desierto.
Mientras me encaminaba a mi casa, pensativo, mi vanidad se sobrepuso a mi lástima. No podía menos de jactarme del modo magistral con que había llevado mi liberación de Bartleby. Magistral, lo llamaba, y así debía opinar cualquier pensador desapasionado. La belleza de mi procedimiento consistía en su perfecta serenidad. Nada de vulgares intimidaciones, ni de bravatas, ni de coléricas amenazas, ni de paseos arriba y abajo por el departamento, con espasmódicas órdenes vehementes a Bartleby de desaparecer con sus miserables bártulos. Nada de eso. Sin mandatos gritones a Bartleby -como hubiera hecho un genio inferior- yo había postulado que se iba, y sobre esa promesa había construido todo mi discurso. Cuanto más pensaba en mi actitud, más me complací en ella. Con todo, al despertarme la mañana siguiente, tuve mis dudas: mis humos de vanidad se habían desvanecido. Una de las horas más lúcidas y serenas en la vida del hombre es la del despertar. Mi procedimiento seguía pareciéndome tan sagaz como antes, pero sólo en teoría. Cómo resultaría en la práctica era lo que estaba por verse. Era una bella idea, dar por sentada la partida de Bartleby; pero, después de todo, esta presunción era sólo mía, y no de Bartleby. Lo importante era no que yo hubiera establecido que debía irse, sino que él prefiriera hacerlo. Era hombre de preferencias, no de presunciones.
Después del almuerzo, me fui al centro, discutiendo las probabilidades pro y contra. A ratos pensaba que sería un fracaso y que encontraría a Bartleby en mi oficina como de costumbre; y enseguida tenía la seguridad de encontrar su silla vacía. Y así seguí titubeando. En la esquina de Broadway y la calle del Canal, vi a un grupo de gente muy excitada, conversando seriamente.
-Apuesto a que... -oí decir al pasar.
-¿A que no se va? ¡Ya está! -dije-, ponga su dinero.
Instintivamente metí la mano en el bolsillo, para vaciar el mío, cuando me acordé que era día de elecciones. Las palabras que había oído no tenían nada que ver con Bartleby, sino con el éxito o fracaso de algún candidato para intendente. En mi obsesión, ya había imaginado que todo Broadway compartía mi excitación y discutía el mismo problema.
Seguí, agradecido al bullicio de la calle, que protegía mi distracción. Como era mi propósito, llegué más temprano que de costumbre a la puerta de mi oficina. Me paré a escuchar. No había ruido. Debía de haberse ido. Probé el llamador. La puerta estaba cerrada con llave. Mi procedimiento había obrado como magia; el hombre había desaparecido. Sin embargo, cierta melancolía se mezclaba a esta idea: el éxito brillante casi me pesaba. Estaba buscando bajo el felpudo la llave que Bartleby debía haberme dejado cuando, por casualidad, pegué en la puerta con la rodilla, produciendo un ruido como de llamada, y en respuesta llegó hasta mí una voz que decía desde adentro:
-Todavía no; estoy ocupado.
Era Bartleby.
Quedé fulminado. Por un momento quedé como aquel hombre que, con su pipa en la boca, fue muerto por un rayo, hace ya tiempo, en una tarde serena de Virginia; fue muerto asomado a la ventana y quedó recostado en ella en la tarde soñadora, hasta que alguien lo tocó y cayó.
-¡No se ha ido! -murmuré por fin. Pero una vez más, obedeciendo al ascendiente que el inescrutable amanuense tenía sobre mí, y del cual me era imposible escapar, bajé lentamente a la calle; al dar vuelta a la manzana, consideré qué podía hacer en esta inaudita perplejidad. Imposible expulsarlo a empujones; inútil sacarlo a fuerza de insultos; llamar a la policía era una idea desagradable; y, sin embargo, permitirle gozar de su cadavérico triunfo sobre mí, eso también era inadmisible. ¿Qué hacer? o, si no había nada que hacer, ¿qué dar por sentado? Yo había dado por sentado que Bartleby se iría; ahora podía yo retrospectivamente asumir que se había ido. En la legítima realización de esta premisa, podía entrar muy apurado en mi oficina, y fingiendo no ver a Bartleby, llevarlo por delante como si fuera el aire. Tal procedimiento tendría en grado singular todas las apariencias de una indirecta. Era bastante difícil que Bartleby pudiera resistir a esa aplicación de la doctrina de las suposiciones. Pero repensándolo bien, el éxito de este plan me pareció dudoso. Resolví discutir de nuevo el asunto.
-Bartleby -le dije, con severa y tranquila expresión, entrando a la oficina-, estoy disgustado muy seriamente. Estoy apenado, Bartleby. No esperaba esto de usted. Yo me lo había imaginado de caballeresco carácter, yo había pensado que en cualquier dilema bastaría la más ligera insinuación -en una palabra- suposición. Pero parece que estoy engañado. ¡Cómo! -agregué, naturalmente asombrado-, ¿ni siquiera ha tocado ese dinero? -Estaba en el preciso lugar donde yo lo había dejado la víspera.
No contestó.
-¿Quiere usted dejarnos, sí o no? -pregunté en un arranque, avanzando hasta acercarme a él.
-Preferiría no dejarlos -replicó suavemente, acentuando el no.
-¿Y qué derecho tiene para quedarse? ¿Paga alquiler? ¿Paga mis impuestos? ¿Es suya la oficina?
No contestó.
-¿Está dispuesto a escribir ahora? ¿Se ha mejorado de la vista? ¿Podría escribir algo para mi esta mañana, o ayudarme a examinar unas líneas, o ir al Correo? En una palabra, ¿quiere hacer algo que justifique su negativa de irse?
Silenciosamente se retiró a su ermita.
Yo estaba en tal estado de resentimiento nervioso que me pareció prudente abstenerme de otros reproches. Bartleby y yo estábamos solos. Recordé la tragedia del infortunado Adams y del aún más infortunado Colt en la solitaria oficina de éste; y cómo el pobre Colt, exasperado por Adams, y dejándose llevar imprudentemente por la ira, fue precipitado al acto fatal, acto que ningún hombre puede deplorar más que el actor. A menudo he pensado que si este altercado hubiera tenido lugar en la calle o en una casa particular, otro hubiera sido su desenlace. La circunstancia de estar solos en una oficina desierta, en lo alto de un edificio enteramente desprovisto de domésticas asociaciones humanas -una oficina sin alfombras, de apariencia, sin duda alguna, polvorienta y desolada- debe haber contribuido a acrecentar la desesperación del desventurado Colt. Pero cuando el resentimiento del viejo Adams se apoderó de mí y me tentó en lo concerniente a Bartleby, luché con él y lo vencí. ¿Cómo? Recordando sencillamente el divino precepto: Un nuevo mandamiento les doy: ámense los unos a los otros. Sí, esto fue lo que me salvó. Aparte de más altas consideraciones, la caridad obra como un principio sabio y prudente, como una poderosa salvaguardia para su poseedor. Los hombres han asesinado por celos, y por rabia, y por odio, y por egoísmo y por orgullo espiritual; pero no hay hombre, que yo sepa, que haya cometido un asesinato por caridad. La prudencia, entonces, si no puede aducirse motivo mejor, basta para impulsar a todos los seres hacia la filantropía y la caridad. En todo caso, en esta ocasión me esforcé en ahogar mi irritación con el amanuense, interpretando benévolamente su conducta. ¡Pobre hombre, pobre hombre!, pensé, no sabe lo que hace; y, además, ha pasado días muy duros y merece indulgencia.
Procuré también ocuparme en algo; y al mismo tiempo consolar mi desaliento. Traté de imaginar que en el curso de la mañana, en un momento que le viniera bien, Bartleby, por su propia y libre voluntad, saldría de su ermita, decidido a encaminarse a la puerta. Pero, no, llegaron las doce y media, la cara de Turkey se encendió, volcó el tintero y empezó su turbulencia; Nippers declinó hacia la calma y la cortesía; Ginger Nut mascó su manzana del mediodía; y Bartleby siguió de pie en la ventana en uno de sus profundos sueños frente al muro. ¿Me creerán? ¿Me atreveré a confesarlo? Esa tarde abandoné la oficina, sin decirle ni una palabra más.
Pasaron varios días durante los cuales, en momentos de ocio, revisé Sobre testamentos de Edwards y Sobre la necesidad de Priestley. Estos libros, dadas las circunstancias, me produjeron un sentimiento saludable. Gradualmente llegué a persuadirme de que mis disgustos acerca del amanuense estaban decretados desde la eternidad, y Bartleby me estaba destinado por algún misterioso propósito de la Divina Providencia, que un simple mortal como yo no podía penetrar. Sí, Bartleby, quédate ahí, detrás del biombo, pensé; no te perseguiré más; eres inofensivo y silencioso como una de esas viejas sillas; en una palabra, nunca me he sentido en mayor intimidad que sabiendo que estabas ahí. Al fin lo veo, lo siento; penetro el propósito predestinado de mi vida. Estoy satisfecho. Otros tendrán papeles más elevados, mi misión en este mundo, Bartleby, es proveerte de una oficina por el período que quieras. Creo que este sabio orden de ideas hubiera continuado, a no mediar observaciones gratuitas y maliciosas que me infligieron profesionales amigos, al visitar las oficinas. Como acontece a menudo, el constante roce con mentes mezquinas acaba con las buenas resoluciones de los más generosos. Pensándolo bien, no me asombra que a las personas que entraban a mi oficina les impresionara el peculiar aspecto del inexplicable Bartleby y se vieran tentadas de formular alguna siniestra observación. A veces un procurador visitaba la oficina y, encontrando solo al amanuense, trataba de obtener de él algún dato preciso sobre mi paradero; sin prestarle atención, Bartleby seguía inconmovible en medio del cuarto. El procurador, después de contemplarlo un rato, se despedía tan ignorante como había venido.
También, cuando alguna audiencia tenía lugar, y el cuarto estaba lleno de abogados y testigos, y se sucedían los asuntos, algún letrado muy ocupado, viendo a Bartleby enteramente ocioso le pedía que fuera a buscar en su oficina (la del letrado) algún documento. Bartleby, en el acto, rehusaba tranquilamente y se quedaba tan ocioso como antes. Entonces el abogado se quedaba mirándolo asombrado, le clavaba los ojos y luego me miraba a mí. Y yo ¿qué podía decir? Por fin, me di cuenta de que en todo el círculo de mis relaciones corría un murmullo de asombro acerca del extraño ser que cobijaba en mi oficina. Esto me molestaba ya muchísimo. Se me ocurrió que podía ser longevo y que seguiría ocupando mi departamento, y desconociendo mi autoridad y asombrando a mis visitantes; y haciendo escandalosa mi reputación profesional; y arrojando una sombra general sobre el establecimiento y manteniéndose con sus ahorros (porque indudablemente no gastaba sino medio real por día), y que tal vez llegara a sobrevivirme y a quedarse en mi oficina reclamando derechos de posesión, fundados en la ocupación perpetua. A medida que esas oscuras anticipaciones me abrumaban, y que mis amigos menudeaban sus implacables observaciones sobre esa aparición en mi oficina, un gran cambio se operó en mí. Resolví hacer un esfuerzo enérgico y librarme para siempre de esta pesadilla intolerable.
Antes de urdir un complicado proyecto, sugerí simplemente a Bartleby la conveniencia de su partida. En un tono serio y tranquilo, entregué la idea a su cuidadosa y madura consideración. Al cabo de tres días de meditación, me comunicó que sostenía su criterio original; en una palabra, que prefería permanecer conmigo.
¿Qué hacer?, dije para mi, abotonando mi abrigo hasta el último botón. ¿Qué hacer? ¿Qué debo hacer? ¿Qué dice mi conciencia que debería hacer con este hombre, o más bien, con este fantasma? Tengo que librarme de él; se irá, pero ¿cómo? ¿Echarás a ese pobre, pálido, pasivo mortal, arrojarás esa criatura indefensa? ¿Te deshonrarás con semejante crueldad? No, no quiero, no puedo hacerlo. Más bien lo dejaría vivir y morir aquí y luego emparedaría sus restos en el muro. ¿Qué harás entonces? Con todos tus ruegos, no se mueve. Deja los sobornos bajo tu propio pisapapeles, es bien claro que prefiere quedarse contigo.
Entonces hay que hacer algo severo, algo fuera de lo común. ¿Cómo, lo harás arrestar por un gendarme y entregarás su inocente palidez a la cárcel? ¿Qué motivos podrías aducir? ¿Es acaso un vagabundo? ¡Cómo!, ¿él, un vagabundo, un ser errante, él, que rehúsa moverse? Entonces, ¿porque no quiere ser un vagabundo, vas a clasificarlo como tal? Esto es un absurdo. ¿Carece de medios visibles de vida?, bueno, ahí lo tengo. Otra equivocación, indudablemente vive y ésta es la única prueba incontestable de que tiene medios de vida. No hay nada que hacer entonces. Ya que él no quiere dejarme, yo tendré que dejarlo. Mudaré mi oficina; me mudaré a otra parte, y le notificaré que si lo encuentro en mi nuevo domicilio procederé contra él como contra un vulgar intruso.
Al día siguiente le dije:
-Estas oficinas están demasiado lejos de la Municipalidad, el aire es malsano. En una palabra: tengo el proyecto de mudarme la semana próxima, y ya no requeriré sus servicios. Se lo comunico ahora, para que pueda buscar otro empleo.
No contestó y no se dijo nada más.
En el día señalado contraté carros y hombres, me dirigí a mis oficinas, y teniendo pocos muebles, todo fue llevado en pocas horas. Durante la mudanza el amanuense quedó atrás del biombo, que ordené fuera lo último en sacarse. Lo retiraron, lo doblaron como un enorme pliego; Bartleby quedó inmóvil en el cuarto desnudo. Me detuve en la entrada, observándolo un momento, mientras algo dentro de mí, me reconvenla.
Volví a entrar, con la mano en el bolsillo y mi corazón en la boca.
-Adiós, Bartleby, me voy, adiós y que Dios lo bendiga de algún modo, y tome esto -deslicé algo en su mano. Pero él lo dejó caer al suelo y entonces, raro es decirlo, me arranqué dolorosamente de quien tanto había deseado librarme.
Establecido en mis oficinas, por uno o dos días mantuve la puerta con llave, sobresaltándome cada pisada en los corredores. Cuando volvía, después de cualquier salida, me detenía en el umbral un instante, y escuchaba atentamente al introducir la llave. Pero mis temores eran vanos. Bartleby nunca volvió.
Pensé que todo iba bien, cuando un señor muy preocupado me visitó, averiguando si yo era el último inquilino de las oficinas en el n.º X de Wall Street.
Lleno de aprensiones, contesté que sí.
-Entonces, señor -dijo el desconocido, que resultó ser un abogado-, usted es responsable por el hombre que ha dejado allí. Se niega a hacer copias; se niega a hacer todo; dice que prefiere no hacerlo; y se niega a abandonar el establecimiento.
-Lo siento mucho, señor -le dije con aparente tranquilidad, pero con un temblor interior-, pero el hombre al que usted alude no es nada mío, no es un pariente o un meritorio, para que usted quiera hacerme responsable.
-En nombre de Dios, ¿quién es?
-Con toda sinceridad no puedo informarlo. Yo no sé nada de él. Anteriormente lo tomé como copista; pero hace bastante tiempo que no trabaja para mí.
-Entonces, lo arreglaré. Buenos días, señor.
Pasaron varios días y no supe nada más; y aunque a menudo sentía un caritativo impulso de visitar el lugar y ver al pobre Bartleby, un cierto escrúpulo, de no sé qué, me detenía.
Ya he concluido con él, pensaba, al fin, cuando pasó otra semana sin más noticias. Pero al llegar a mi oficina, al día siguiente, encontré varias personas esperando en mi puerta, en un estado de gran excitación.
-Este es el hombre, ahí viene -gritó el que estaba delante, y que no era otro que el abogado que me había visitado.
-Usted tiene que sacarlo, señor, en el acto -gritó un hombre corpulento adelantándose y en el que reconocí al propietario del n.º X de Wall Street-. Estos caballeros, mis inquilinos, no pueden soportarlo más; El señor B. -señalando al abogado- lo ha echado de su oficina, y ahora persiste en ocupar todo el edificio, sentándose de día en los pasamanos de la escalera y durmiendo a la entrada, de noche. Todos están inquietos; los clientes abandonan las oficinas; hay temores de un tumulto, usted tiene que hacer algo, inmediatamente.
Horrorizado ante este torrente, retrocedí y hubiera querido encerrarme con llave en mi nuevo domicilio. En vano protesté que nada tenía que ver con Bartleby. En vano: yo era la última persona relacionada con él y nadie quería olvidar esa circunstancia.
Temeroso de que me denunciaran en los diarios (como alguien insinuó oscuramente) consideré el asunto y dije que si el abogado me concedía una entrevista privada con el amanuense en su propia oficina (la del abogado), haría lo posible para librarlos del estorbo.
Subiendo a mi antigua morada, encontré a Bartleby silencioso, sentado sobre la baranda en el descanso.
-¿Qué está haciendo ahí, Bartleby? -le dije.
-Sentado en la baranda -respondió humildemente.
Lo hice entrar a la oficina del abogado, que nos dejó solos.
-Bartleby -dije-, ¿se da cuenta de que está ocasionándome un gran disgusto, con su persistencia en ocupar la entrada después de haber sido despedido de la oficina?
Silencio.
-Tiene que elegir. O usted hace algo, o algo se hace con usted. Ahora bien, ¿qué clase de trabajo quisiera hacer? ¿Le gustaría volver a emplearse como copista?
-No, preferiría no hacer ningún cambio.
-¿Le gustaría ser vendedor en una tienda de géneros?
-Es demasiado encierro. No, no me gustaría ser vendedor; pero no soy exigente.
-¡Demasiado encierro -grité-, pero si usted está encerrado todo el día!
-Preferiría no ser vendedor -respondió como para cerrar la discusión.
-¿Qué le parece un empleo en un bar? Eso no fatiga la vista.
-No me gustaría, pero, como he dicho antes, no soy exigente.
Su locuacidad me animó. Volví a la carga.
-Bueno, ¿entonces quisiera viajar por el país como cobrador de comerciantes? Sería bueno para su salud.
-No, preferiría hacer otra cosa.
-¿No iría usted a Europa, para acompañar a algún joven y distraerlo con su conversación? ¿No le agradaría eso?
-De ninguna manera. No me parece que haya en eso nada preciso. Me gusta estar fijo en un sitio. Pero no soy exigente.
-Entonces, quédese fijo -grité, perdiendo la paciencia. Por primera vez, en mi desesperante relación con él, me puse furioso-. ¡Si usted no se va de aquí antes del anochecer; me veré obligado, en verdad, estoy obligado, a irme yo mismo! -dije, un poco absurdamente, sin saber con qué amenaza atemorizarlo para trocar en obediencia su inmovilidad. Desesperado de cualquier esfuerzo ulterior; precipitadamente me iba, cuando se me ocurrió un último pensamiento -uno ya vislumbrado por mí.
-Bartleby -dije, en el tono más bondadoso que pude adoptar; dadas las circunstancias- ¿usted no iría a casa conmigo? No a mi oficina, sino a mi casa, ¿a quedarse allí hasta encontrar un arreglo conveniente? Vámonos ahora mismo.
-No, por el momento preferiría no hacer ningún cambio.
No contesté; pero eludiendo a todos por lo súbito y rápido de mi fuga, huí del edificio, corrí por Wall Street hacia Broadway y saltando en el primer ómnibus me vi libre de toda persecución. Apenas vuelto a mi tranquilidad, comprendí que yo había hecho todo lo humanamente posible, tanto respecto a los pedidos del propietario y sus inquilinos, como respecto a mis deseos y mi sentido del deber; para beneficiar a Bartleby, y protegerlo de una ruda persecución. Procuré estar tranquilo y libre de cuidados; mi conciencia justificaba mi intento, aunque a decir verdad, no logré el éxito que esperaba. Tal era mi temor de ser acosado por el colérico propietario y sus exasperados inquilinos, que entregando por unos días mis asuntos a Nippers, me dirigí a la parte alta de la ciudad, a través de los suburbios, en mi coche; crucé de Jersey City a Hoboken, e hice fugitivas visitas a Manhattanville y Astoria. De hecho, casi estuve domiciliado en mi coche durante ese tiempo. Cuando regresé a la oficina, encontré sobre mi escritorio una nota del propietario. La abrí con temblorosas manos. Me informaba que su autor había llamado a la policía, y que Bartleby había sido conducido a la cárcel como vagabundo. Además, como yo lo conocía más que nadie, me pedía que concurriera y que hiciera una declaración conveniente de los hechos. Estas nuevas tuvieron sobre mi un efecto contradictorio. Primero, me indignaron, luego casi merecieron mi aprobación. El carácter enérgico y expeditivo del propietario le había hecho adoptar un temperamento que yo no hubiera elegido; y, sin embargo, como último recurso, dadas las circunstancias especiales, parecía el único camino.
Supe después que cuando le dijeron al amanuense que sería conducido a la cárcel, éste no ofreció la menor resistencia. Con su pálido modo inalterable, silenciosamente asintió. Algunos curiosos o apiadados espectadores se unieron al grupo; encabezada por uno de los gendarmes, del brazo de Bartleby, la silenciosa procesión siguió su camino entre todo el ruido, y el calor, y la felicidad de las aturdidas calles al mediodía.
El mismo día que recibí la nota, fui a la cárcel. Buscando al empleado, declaré el propósito de mi visita, y fui informado que el individuo que yo buscaba estaba, en efecto, ahí dentro. Aseguré al funcionario que Bartleby era de una cabal honradez y que merecía nuestra lástima, por inexplicablemente excéntrico que fuera. Le referí todo lo que sabía, y le sugerí que lo dejaran en un benigno encierro hasta que algo menos duro pudiera hacerse -aunque no sé muy bien en qué pensaba. De todos modos, si nada se decidía, el asilo debía recibirlo. Luego solicité una entrevista.
Como no había contra él ningún cargo serio, y era inofensivo y tranquilo, le permitían andar en libertad por la prisión y particularmente por los patios cercados de césped. Ahí lo encontré, solitario en el más quieto de los patios, con el rostro vuelto a un alto muro, mientras alrededor; me pareció ver los ojos de asesinos y de ladrones, atisbando por las estrechas rendijas de las ventanas.
-¡Bartleby!
-Lo conozco -dijo sin darse vuelta- y no tengo nada que decirle.
-Yo no soy el que le trajo aquí, Bartleby -dije profundamente dolido por su sospecha-. Para usted, este lugar no debe ser tan vil. Nada reprochable lo ha traído aquí. Vea, no es un lugar tan triste, como podría suponerse. Mire, ahí está el cielo, y aquí el césped.
-Sé dónde estoy -replicó, pero no quiso decir nada más, y entonces lo dejé.
Al entrar de nuevo en el corredor; un hombre ancho y carnoso, de delantal, se me acercó, y señalando con el pulgar sobre el hombro, dijo:
-¿Ése es su amigo?
-Sí.
-¿Quiere morirse de hambre? En tal caso, que observe el régimen de la prisión y saldrá con su gusto.
-¿Quién es usted? -le pregunté, no acertando a explicarme una charla tan poco oficial en ese lugar.
-Soy el despensero. Los caballeros que tienen amigos aquí me pagan para que los provea de buenos platos.
-¿Es cierto? -le pregunté al guardián. Me contestó que sí.
-Bien, entonces -dije, deslizando unas monedas de plata en la mano del despensero-, quiero que mi amigo esté particularmente atendido. Dele la mejor comida que encuentre. Y sea con él lo más atento posible.
-Presénteme, ¿quiere? -dijo el despensero, con una expresión que parecía indicar la impaciencia de ensayar inmediatamente su urbanidad.
Pensando que podía redundar en beneficio del amanuense, accedí, y preguntándole su nombre, me fui a buscar a Bartleby.
-Bartleby, éste es un amigo, usted lo encontrará muy útil.
-Servidor; señor -dijo el despensero, haciendo un lento saludo, detrás del delantal-. Espero que esto le resulte agradable, señor; lindo césped, departamentos frescos, espero que pase un tiempo con nosotros, trataremos de hacérselo agradable. ¿Qué quiere cenar hoy?
-Prefiero no cenar hoy -dijo Bartleby, dándose vuelta-. Me haría mal; no estoy acostumbrado a cenar -con estas palabras se movió hacia el otro lado del cercado, y se quedó mirando la pared.
-¿Cómo es esto? -dijo el hombre, dirigiéndose a mí con una mirada de asombro-. Es medio raro, ¿verdad?
-Creo que está un poco desequilibrado -dije con tristeza.
-¿Desequilibrado? ¿ Está desequilibrado? Bueno, palabra de honor que pensé que su amigo era un caballero falsificador; los falsificadores son siempre pálidos y distinguidos. No puedo menos que compadecerlos; me es imposible, señor. ¿No conoció a Monroe Edwards? -agregó patéticamente y se detuvo. Luego, apoyando compasivamente la mano en mi hombro, suspiró-: murió tuberculoso en Sing-Sing. Entonces, ¿usted no conocía a Monroe?
-No, nunca he tenido relaciones sociales con ningún falsificador. Pero no puedo demorarme. Cuide a mi amigo. Le prometo que no le pesará. Ya nos veremos.
Pocos días después, conseguí otro permiso para visitar la cárcel y anduve por los corredores en busca de Bartleby, pero sin dar con él.
-Lo he visto salir de su celda no hace mucho -dijo un guardián-. Habrá salido a pasear al patio. Tomó esa dirección.
-¿Está buscando al hombre callado? -dijo otro guardián, cruzándose conmigo-. Ahí está, durmiendo en el patio. No hace veinte minutos que lo vi acostado.
El patio estaba completamente tranquilo. A los presos comunes les estaba vedado el acceso. Los muros que lo rodeaban, de asombroso espesor; excluían todo ruido. El carácter egipcio de la arquitectura me abrumó con su tristeza. Pero a mis pies crecía un suave césped cautivo. Era como si en el corazón de las eternas pirámides, por una extraña magia, hubiese brotado de las grietas una semilla arrojada por los pájaros.
Extrañamente acurrucado al pie del muro, con las rodillas levantadas, de lado, con la cabeza tocando las frías piedras, vi al consumido Bartleby. Pero no se movió. Me detuve, luego me acerqué; me incliné, y vi que sus vagos ojos estaban abiertos; por lo demás, parecía profundamente dormido. Algo me impulsó a tocarlo. Al sentir su mano, un escalofrío me corrió por el brazo y por la medula hasta los pies.
La redonda cara del despensero me interrogó:
-Su comida está pronta. ¿No querrá comer hoy tampoco? ¿O vive sin comer?
-Vive sin comer -dije yo y le cerré los ojos.
-¿Eh?, está dormido, ¿verdad?
-Con reyes y consejeros -dije yo.
Creo que no hay necesidad de proseguir esta historia. La imaginación puede suplir fácilmente el pobre relato del entierro de Bartleby. Pero antes de despedirme del lector; quiero advertirle que si esta narración ha logrado interesarle lo bastante para despertar su curiosidad sobre quién era Bartleby, y qué vida llevaba antes de que el narrador trabara conocimiento con él, sólo puedo decirle que comparto esa curiosidad, pero que no puedo satisfacerla. No sé si debo divulgar un pequeño rumor que llegó a mis oídos, meses después del fallecimiento del amanuense. No puedo afirmar su fundamento; ni puedo decir qué verdad tenía. Pero, como este vago rumor no ha carecido de interés para mí, aunque es triste, puede también interesar a otros.
El rumor es éste: que Bartleby había sido un empleado subalterno en la Oficina de Cartas Muertas de Wáshington, del que fue bruscamente despedido por un cambio en la administración. Cuando pienso en este rumor; apenas puedo expresar la emoción que me embargó. ¡Cartas muertas!, ¿no se parece a hombres muertos? Conciban un hombre por naturaleza y por desdicha propenso a una pálida desesperanza. ¿Qué ejercicio puede aumentar esa desesperanza como el de manejar continuamente esas cartas muertas y clasificarlas para las llamas? Pues a carradas las queman todos los años. A veces, el pálido funcionario saca de los dobleces del papel un anillo -el dedo al que iba destinado, tal vez ya se corrompe en la tumba-; un billete de Banco remitido en urgente caridad a quien ya no come, ni puede ya sentir hambre; perdón para quienes murieron desesperados; esperanza para los que murieron sin esperanza, buenas noticias para quienes murieron sofocados por insoportables calamidades. Con mensajes de vida, estas cartas se apresuran hacia la muerte.
¡Oh Bartleby! ¡Oh humanidad!