martes, 31 de marzo de 2009

Primera carta de Freud a Abraham, (5 de julio de 1907)

Viena, IX, Berggasse 19
5-7-07


Muy distinguido colega:
He leído con un interés muy particular sus agudas y, lo que es más importante, concluyentes indagaciones, (1) y quisiera, antes de entrar en ellas, descartar la posibilidad de que usted viera en mis comentarios tales como: «Sabíamos ya» o «Yo he llegado a una conclusión parecida» una reivindicación en cualquier sentido. Le ruego también que haga uso de mis observaciones de la manera que más le agrade. A usted le ha sido concedido, naturalmente, ahorrarse el error, por el que yo tuve que pasar, de tomar los traumas sexuales por la verdadera etiología de la neurosis. Entonces ignoraba yo que esas experiencias son muy generales, y cuando me enteré de ello pude, afortunadamente, dirigir mi atención a la constitución psíquica sexual. Entretanto, es muy provechoso que emprenda la revisión de esos traumas sexuales alguien que no haya quedado inseguro, como me sucedió a mí, por ese primero y gran error. Para usted y para mí, lo decisivo es que esos traumas se convierten en el elemento formativo de la sintomatología de la neurosis.
Hay una consideración, válida con seguridad para la histeria -no sé si también para la dementia praecox-, que no puedo dejar de manifestarle. El histérico se aleja ulteriormente mucho del autoerotismo infantil, exagera la catectización objetal (en esto es el polo opuesto del demente pleno, que, según nuestra suposición, regresa al autoerotismo). Consiguientemente, fantasea su necesidad objetal retrotrayéndola a la infancia, y reviste su niñez autoerótica con fantasías de amor y seducción. Algo así como los enamorados, que ya no pueden concebir que en alguna época no se hayan conocido, y construyen, recurriendo a los puntos de apoyo más endebles, encuentros y relaciones anteriores; es decir, una parte de los traumas sexuales que relatan los pacientes son fantasías o podrían serlo: diferenciarlos de los auténticos, que son muy frecuentes, no es fácil, y la dificultad de esta situación, como también la relación de los traumas sexuales con el olvido y el recuerdo, es una de las más importantes razones por las que no puedo atreverme a una interpretación definitiva.
De acuerdo con mis impresiones, el período de los tres a los cinco años es aquel a donde se retrotrae la determinación de los síntomas: los traumas posteriores son en su mayoría auténticos; los que se sitúan antes de esa época o en su transcurso son, a primera vista, dudosos. Hay aquí, pues, una grieta que tiene que ser rellenada mediante la observación. Conozco bien la multiplicidad de los traumas, y en parte por ejemplos espeluznantes. En parte, es producto de fantasías, pero se debe también a que en algunos ambientes las condiciones para tales experiencias son muy favorables, mientras que son escasas en otros. En los casos que he atendido estos últimos años, que provenían de círculos sociales muy elevados, los traumas sexuales anteriores a los cinco años han estado decididamente muy en segundo término respecto del autoerotismo. Después de los ocho años, las oportunidades abundan, por supuesto, en todas las clases sociales.
La pregunta de por qué los niños no revelan sus traumas sexuales se nos impuso aquí también a nosotros. Y la hemos respondido igual que usted: los niños se callan cuando obtienen alguna ganancia de placer. Así es como nos explicamos el enigma de que los malos tratos de niñeras y gobernantas sólo se conocen mucho tiempo después de haber sido éstas despedidas, aun cuando el niño hubiera podido estar seguro de la protección de sus amantes padres. Es el masoquismo el que guardó el secreto. Por lo demás, la conducta de las niñas ya mayores es análoga en la mayoría de los casos y puede tener la misma motivación. Su observación acerca del desplazamiento de la conciencia de culpa es indudablemente acertada. ¿Por qué, sin embargo, hay muchos niños que cuentan los traumas? Asignar a los que no lo hacen una organización anormal resulta difícil, porque tal organización anormal no es más que la constitución infantil general. Posiblemente sea también ésta una cuestión de más o menos, no de una separación tajante, y es posible que el trauma sexual desarrolle su efecto patológico, libere placer y conciencia de culpa cuando encuentra el terreno preparado por un fuerte autoerotismo.
Los dos puntos principales de su exposición, la intención inconsciente en la experiencia del trauma sexual y la constitución anormal, me resultaron muy convincentes, sólo que para mí los contornos están menos perfilados, es decir, se esfuman gradualmente. La constitución es, como dije, propia de todos los niños, y en los que son psíquicamente sanos pueden encontrarse las mismas perversidades infantiles, el erotismo anal, etcétera. De todos modos, en el caso especial de la histeria puede suponerse una aptitud perversa mayor que en los que son básicamente sanos. La discriminación se hace más confusa y difícil porque los acontecimientos posteriores de la vida se convierten con frecuencia en el factor decisivo, y hacen que las experiencias infantiles asuman retrospectivamente el papel de una disposición que, afortunadamente, no había sido usada. Lo referente a la intención inconsciente habría que modificarlo (y considero que en cierto número de personalidades infantiles la concepción de usted es rigurosamente válida) tomando en cuenta que durante los primeros años de la niñez no se ha constituido aún la diferencia entre conciencia e inconsciencia. El niño reacciona a los impulsos sexuales como siguiendo a una compulsión, y por consiguiente, como si lo hiciera inconscientemente en sentido estricto, sólo que entonces no se produce ningún conflicto interior. Creo haber señalado en un pasaje de La interpretación de los sueños (¿o fue en otro ensayo, Etiología... (2) ?) que la teoría permite ver en los fenómenos del período de latencia las condiciones fundamentales para la posibilidad de la neurosis. El niño no está pertrechado para afrontar psíquicamente las impresiones sexuales más fuertes, y por ello reacciona a ellas de manera compulsiva, como si lo hiciera inconscientemente: ésta es una primera falla del mecanismo; tales impresiones, de resultas del incremento somático de disponibilidad sexual, ejercen después, a posteriori y como recuerdos, un efecto más poderoso que cuando eran impresiones sexuales; y ésta es la segunda falla psicológica, porque esta constelación del recuerdo displacentero retroactivamente reforzado posibilita una
represión que no hubiera tenido éxito contra las percepciones. Más allá de esto no he llegado hasta la fecha, y siento que sigue siendo necesario un examen concienzudo. A pesar de estos reparos o incertidumbres mías, puedo manifestarle que grandes partes de su exposición resultan en su totalidad cautivantes y convincentes; pienso especialmente en lo que se refiere a los traumas experimentados en una edad algo más tardía. No deje, pues, de seguir teniéndome al tanto de sus actividades. Yo le aportaré gustoso todo lo que sepa o pueda pensar al respecto, y le ruego encarecidamente que disculpe el hecho de que mis reacciones hayan sido esta vez tan pobres. De todas maneras, ha aferrado usted el problema por el extremo adecuado, que es, además, por donde la mayoría no quiere cogerlo. Me alegra particularmente que le parezca promisorio el punto de vista del autoerotismo para la interpretación de la dementia praecox. Sólo que habría que equilibrarlo tomando en cuenta el autoerotismo normal de la niñez, postulando exclusivamente para la demencia un retorno al autoerotismo. Me satisface mucho que todos ustedes, allí en Zurich, me saquen de las manos este pesado trabajo. Sus jóvenes años y sus fuerzas lozanas, el ahorro que pueden hacerse ustedes de mis rodeos equivocados, son cosas que, todas ellas, prometen lo mejor.
Con mi cordial agradecimiento, y a la espera de nuevas y amistosas noticias de su parte, quedo atentamente suyo,
Doctor Freud

NOTAS.
1 Se refiere a una carta de Abraham a Freud que se ha perdido
2 «Meine Ansichten über die Rolle der Sexualität in der Ätiologie der Neurosen» [La sexualidad en la etiología de las neurosis], GW, V, 147-159 [S.E., VII].

lunes, 30 de marzo de 2009

Myriam Revault D'Allones. "El hombre compasional" (Amorrortu, 2009)

Nuestras sociedades están dominadas por la compasión. Un “celo compasivo” hacia los desposeídos, los desheredados, los excluidos, no cesa de manifestarse en el campo político, hasta el punto de que los dirigentes ya no vacilan en elevar su aptitud para compadecerse a argumento decisivo de su derecho a gobernar. ¿Fenómeno circunstancial, o nueva figura del sentimiento democrático? Myriam Renault D’Allonnes examina frontalmente las relaciones entre la dimensión afectiva de vivir-juntos, la naturaleza del lazo social y el ejercicio del poder. Remontándose a las fuentes de la modernidad, demuestra que las pasiones y las emociones alimentaron constantemente la reflexión acerca de la existencia democrática, desde Rousseau hasta Arendt, pasando por Tocqueville.
Se verá así que aunque el desbordamiento compasional no constituya una política, los vínculos entre sentimiento humanitario, reconocimiento del otro y capacidad para actuar deben ser pensados nuevamente desde el principio.

viernes, 27 de marzo de 2009

ROBERTO ESPÓSITO. "Tercera persona". Política de la vida y filosofía de lo impersonal. (Amorrortu, 2009)


Hoy más que nunca, la noción de persona es una referencia ineludible de los discursos filosóficos, éticos y políticos que reivindican el valor de la vida humana en cuanto tal. En el campo de la bioética, católicos y laicos, aun sustentando visiones contrapuestas acerca de la génesis y la definición del componente personal, coinciden en el valor decisivo que le otorgan como base única de la intangibilidad de la vida humana. También en el plano jurídico se impone un vínculo cada vez más estrecho entre el goce de los derechos subjetivos y el apelativo de «persona», capaz de superar la brecha, que se remonta a los orígenes denuestra tradición, entre hombre y ciudadano, derecho y vida, alma y cuerpo.
Roberto Esposito plantea la radical e inquietante tesis de que esa brecha no puede ser colmada por la noción de persona, pues esta misma noción la produce. La persona, más que un mero concepto, es un dispositivo de muy larga data. Su efecto principal es la separación que establece, dentro del género humano y dentro de cada uno de sus integrantes, entre dos zonas de diferente valor: una racional y voluntaria, que empuja a la otra, directamente biológica, hacia la dimensión inferior del animal y de la cosa.
Contra el poder performativo de ese dispositivo, romano y cristiano en su origen, Esposito lleva adelante su innovadora investigación filosófica, inaugurando una reflexión inédita sobre la categoría de impersonal: tercera persona es aquella que, al rehuir el mecanismo excluyente de la persona, remite a la unidad originaria del ser vivo.

ROBERTO ESPOSITO es profesor de Historia de las Doctrinas Políticas y Filosofía Moral en Nápoles. Entre sus libros, traducidos a diversas lenguas, se cuentan Communitas. Origen y destino de la comunidad (2003), Immunitas. Protección y negación de la vida (2005) y Bíos.Biopolítica y filosofía (2006), todos publicados por Amorrortu.

jueves, 26 de marzo de 2009

Prescriben el Quijote para curar la depresión (Revista Ñ, edición digital)

Según la psicoanalista francesa Francoise Davoin, autora de Don Quijote para combatir la melancolía, el libro de Cervantes sería un efectivo antídoto para los traumas, la depresión o la melancolía.

Como a los viajes o a la marihuana, al Quijote también se le atribuyen virtudes terapéuticas. "El libro está compuesto en gran parte por las escenas de psicoanálisis entre el hidalgo y su escudero Sancho Panza. Al despertarse, hablan e intentan comprender juntos qué les está pasando", explica Davoin.La teoría central de la terapia quijotesca se apoya en la necesidad de acoger a los melancólicos en "una tradición más amplia" (algo que ya planteaba el antropólogo Roger Bartra en su libro Cultura y melancolía, de 2001) para que entiendan que no son víctimas aisladas sino que hay una tradición histórica de gente que la ha padecido. La melancolía fue, durante los siglo XVII y XVIII, unos de los males endémicos entre monjes y artistas. Se cree que la padeció Cervantes y que sería la causa de la locura de Don Quijote. En un tratado de 1621, el cura inglés Richard Burton ya advertía sobre el denominado "humor negro": "Escribo sobre la melancolía para ocuparme y evitarla. No hay mayor causa de melancolía que la pereza, no hay mejor cura que ocuparse de algo". Don Quijote, pendiente del consejo de Burton, abandona el confort y sale a vivir aventuras. Para Davoin, el libro esconde otra lección en su relación con Sancho. "Uno no puede superar sus traumas solo. Los que fueron a la guerra lo dicen, siempre hubo un amigo que los ayudó a sobrevivir. Necesitamos al otro."

miércoles, 25 de marzo de 2009

Andrés Neuman ganó el premio Alfaguara con su novela "El viajero del siglo"

En la tarde del lunes se celebró la XII edición del Premio Alfaguara de Novela, que este año ha sido recibido con visible emoción por el escritor argentino Andrés Neuman, por su novela El viajero del siglo. Neuman presentó su obra bajo el seudónimo de Von Stadler, entre otros 546 manuscritos inéditos. Ha sido premiado con 175.000 dólares y una estatuilla del escultor español Martín Chirino.
El jurado estaba compuesto por Ana Clavel, Carlos Franz, Juan González, Julio Ortega y Gonzalo Suárez, y presidido por Luis Goytisolo, para quien la obra representa "la ambición de una novela que recupera la narrativa del siglo XIX". En la novela, ambientada en la Alemania de principios del siglo XIX, Hans, el protagonista, detiene su coche de caballos en Wandernburgo, una ciudad imaginaria al sur de Berlín, buscando dónde pasar la noche y encuentra un sitio del que ya no le será fácil salir. Allí estará, también, el amor de la joven Sophie.Todos los miembros del jurado hicieron hincapié en la actualidad de los conflictos planteados por la novela, a pesar de estar ubicada hace casi dos siglos. Según Carlos Franz, "es un esfuerzo estético vanguardista de hacer una novela clásica en estos tiempos".
Andrés Neuman tiene publicada la novela Bariloche, que fue finalista del Premio Herralde. Definido como un escritor "fronterizo, trasatlántico", nació en Buenos Aires en 1977, y tiene la nacionalidad española, dado que vive en Granada desde los 14 años. Allí se licenció en Filología Hispánica. ¿Argentino o español? Neuman dice considerarse "bífido": "Soy el resultado de una suma de nacionalidades que me dan una sensación de apátrida, como al personaje de mi novela".
El autor, declaró sentirse "emocionado y agradecido" y dijo sobre su novela que "es una voz que viene del pasado para dirigirse al presente". Tardó seis años en escribir el libro, para el que realizó un importante trabajo de documentación: "En 2004 incluso recorrí una zona de Alemania en bicicleta", agrega, y quiere que algo quede claro, y es que "no es una novela histórica, sino una novela futurista que sucede en el pasado". Porque la novela propone una revisión del siglo XIX pero con los lentes del siglo XXI.
Neuman estuvo en Buenos Aires en noviembre pasado para asistir al Festival Internacional de Literatura de Buenos Aires (Filba), que se celebró en el Malba.

lunes, 23 de marzo de 2009

Adrián Paenza. "Cómo cortar una torta en 3" (Página 12)

Le propongo pensar el siguiente problema: se tiene una torta y tres personas para comerla. Ninguno quiere comer menos que los otros. No hay forma de “medir” para saber con exactitud cómo generar tres porciones iguales, por lo que hay que elaborar una estrategia que permita que los tres queden satisfechos. ¿Cómo hacer?
Antes de avanzar: este problema, que parece totalmente irrelevante, puede adquirir impensada actualidad. Por ejemplo, si tres países se disputaran una porción de tierra, ¿cómo hacer para dividirlo de manera tal que no se genere un conflicto entre ellos?
O bien podría ser que hubiera que dividir una herencia entre tres personas y se trata de poder hacer una distribución que los deje contentos a los tres.
Estoy seguro de que usted puede aportar más y mejores ejemplos. Pero lo que surge de estos casos es que lo que parece totalmente inocuo e irrelevante, en realidad, lo es dentro del contexto de tener que cortar una torta, pero puesto en otro escenario, en otras condiciones, tener una estrategia que satisfaga a todos los que intervienen ya no es algo tan trivial. Y aunque no lo parezca en la percepción que tiene hoy mucha gente, elaborar esa estrategia también es hacer matemática.
El problema de la torta es un clásico dentro de la matemática. Hay mucha literatura escrita y hay soluciones de diferente tipo. Yo voy a presentar acá sólo uno de ellas, que no es ni la mejor ni la única. Es sólo una de las tantas conocidas. Y, por supuesto, no es una idea mía, sino una respuesta que se conoce desde hace mucho tiempo.
Antes de dejarla/o sola/o con usted mismo, quiero proponerle –para empezar– que piense un problema un poco más sencillo. Es muy parecido al problema original, sólo que en lugar de suponer que hay tres personas para comer, suponga que en principio hay sólo dos. Es decir, se trata de dividir la torta en sólo dos porciones que dejen contentos a los comensales.
La idea es tratar de cortarla de manera que la división sea “justa” en el sentido de que ninguno de los dos tenga nada para decir. ¿Cómo hacer?
La solución a este problema es relativamente sencilla (¿quiere pensarla usted por su lado si no estaba advertido del problema?).
Sigo yo: la idea es que uno de los dos se ocupe de cortarla en dos partes y el otro comensal decide con cuál de las dos porciones se queda. Esta parece una solución justa, equitativa: “uno corta, el otro elige”.
Ahora, vuelvo al problema original: si en lugar de ser dos comensales, hay que distribuirla entre tres, sin que ninguno pueda reclamar nada, ¿cómo hacerlo?
Acá lo dejo pensar a usted. Se trata entonces de ser capaz de elaborar una estrategia que deje contentos a todos. No es fácil. Pero tampoco imposible.

Solución
Voy a llamar A, B y C a los tres comensales.
Le pido un favor: lea con cuidado lo que sigue y no se conforme con entender lo que dice nada más. Piense si usted está de acuerdo con lo que está escrito, y si lo siente o percibe como una división justa.
Para empezar, uno de los tres corta la torta. Le damos esa responsabilidad a A.
Como A es el que la cortó, y se supone que lo hace con el mayor cuidado posible, tratando de ser justo en la división, uno podría dejarlo para el final cuando haya que elegir.
Es decir: una vez que hayan elegido sus porciones B y C, A se quedará con la última. Y eso no tendría que generarle ningún conflicto, porque A debió tomar todas las precauciones como para que, en el caso de que él fuera el último en elegir, todos los trozos que él hizo de acuerdo con su apreciación sean iguales.
Esto es importante de señalar, porque la discusión entonces pasará por saber qué hacen B y C con la torta. En este punto uno toma una decisión: ¡A será el último en elegir! Ahora, sólo falta decidir si B o C eligen primero.
La estrategia sigue así.
Lo dejamos a B que mire primero la torta. Si B supiera que él va a ser el primero en elegir, entonces no debería preocuparle si la división que hizo A de la torta fue justa o no. B elegiría primero y listo. Pero todavía no lo sabe. Entonces, como podría ser que B tuviera que elegir segundo, uno le propone que siga estos dos pasos:
1 )Si B ve que hay dos porciones igual de grandes, como para que si él tiene que elegir segundo no se tenga que quedar con una porción más chica, no debería importarle dejarlo elegir primero a C.
Entonces, en este caso, el orden de la elección es:
primero elige C
segundo elige B
último elige A

2) Podría pasar que B no estuviera cómodo eligiendo segundo, porque él piensa que C se va a quedar con la porción más grande. Es decir, B advierte que hay una porción más grande que las otras dos y, por lo tanto, si él tiene que elegir segundo supone que C se va a llevar la mejor parte. En este caso, uno le pide a B que marque las dos porciones que él considere más chicas y que le ceda la decisión de qué hacer a C.
Pero C –obviamente– no elige primero, sino que inspecciona la torta como hizo antes B. Si él se siente cómodo con elegir segundo (o sea, a C le parece que hay por lo menos dos porciones igualmente grandes y por lo tanto no le importaría que B elija antes), entonces, el orden es el siguiente:
B elige primero
C elige segundo
A elige último

Pero podría suceder que así como le pasó a B (que tuvo que marcar las dos porciones más chicas), a C le pase lo mismo. O sea, que él no quiera elegir segundo. ¿Por qué podría pasar esto? Porque C cree que hay una porción que es más grande que las otras, y si él elige segundo, B se la va a llevar. Entonces, igual que en el caso anterior, uno le pide a C que marque las que él cree que son las dos porciones más chicas.
Un breve resumen. Se llegó a esta situación porque tanto B como C no quisieron aceptar elegir segundos, y eso derivó en que marcaran lo que para cada uno de ellos eran las dos porciones más chicas.
Como cada uno marcó dos de las tres porciones, esto significa que debieron coincidir en al menos una de ellas como la más chica (piense usted por qué sucede esto).
Y ahora ya falta muy poco. Justamente esa porción que los dos coinciden en ver como la más chica es la que separan y le dan a A.
Obviamente, A no puede decir nada, porque él fue el que cortó la torta originalmente.
Ahora, quedan solamente dos porciones. Pero, también, solamente quedan dos comensales: B y C.
Entonces se juntan las dos porciones, como si formaran una nueva torta, y proceden como en el caso de dos comensales que planteé al principio. Por ejemplo B corta por lo que él considera que es la mitad, y C es el que elige primero. O al revés: C corta en dos, y B elige primero.
Y esto pone punto final a la distribución. No importa cómo hayan sido los cortes originales de A, la estrategia pone a los tres en igualdad de condiciones. Y de eso se trataba, de evitar un conflicto y de ser justo en la repartición.
Este modelo de la matemática es obviamente utilizable en cualquier situación que requiera de una partición en tres partes iguales en la vida cotidiana.
Pregunta final: si en lugar de haber dos o tres comensales hubiera más... ¿cómo se hace? ¿Hay una estrategia para esos casos también?
La respuesta es que sí, que la hay, pero ya escapa al espacio que tengo para este artículo.
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domingo, 22 de marzo de 2009

MICHEL VILLEY. Esbozo histórico acerca del término "responsable" (1977)

Traducción de Leonardo Itzik y Pablo Peusner a partir de la versión portuguesa de André Rodrigues Correa de Esquisse historique sur le mot “responsable”, M.Villey, en Archives de Philosophie du Droit, Paris, t. 22, 1977


Un hecho me sorprende cuando, respecto del tema de este seminario, intento hablarle a los juristas: constato que el asunto acerca del cual gira nuestro debate, y sobre el cual se construyen las doctrinas de la “responsabilidad penal” y de la “responsabilidad civil”, tiene un doble sentido.
Así, revalorizando las cuestiones de fondo, esbozaremos la historia de un término: digo “historia” porque pienso que la polisemia del término “responsable” es el resultado de su evolución, y que distinguiendo las variadas capas sucesivas de sentidos acumulados sobre el mismo término y revelando las diversas estructuras semánticas o los diferentes sistemas de pensamiento, lograremos esclarecerlo.
Nuestra hipótesis será la misma que utilizamos respecto de otros términos del lenguaje del derecho:

1º Que en el lenguaje de origen romano, encontró una primera acepción específicamente jurídica.
2º Que aceptado en Europa, fue transpuesto a otro mundo, donde este lenguaje se alteró. Ya mostramos, por ejemplo, cómo el término “obligación”, proveniente del lenguaje jurídico romano, una vez apropiado por los moralistas modernos, alteró su significado[iii]. Lo mismo ocurrirá con el término “responsable”.
3º Que hoy en día, de esos dos sentidos surge un eclecticismo confuso.


1. Primer sentido jurídico del término

Todo especialista en el lenguaje del derecho debe comenzar por el latín. Si los intelectuales de hoy no se preocupan en modo alguno por las cuestiones del derecho, en las ciudades romanas estas cuestiones resultaban centrales. Esto ya era perceptible en Grecia a través de sus oradores, poetas trágicos y filósofos.
En la tradición romana descubriremos un concepto que, proveniente de la experiencia del derecho, alcanza a la ciencia jurídica.


1.1. Etimologías

En nuestro camino (como fuera el caso el año anterior respecto del término “Estado”)[iv], surge un obstáculo: el término “responsabilidad”, tan exitoso en la doctrina jurídica contemporánea, no existe en el derecho romano. Este aparece en las lenguas europeas un poco antes del final del siglo XVIII[v] y su uso efectivo se inicia recién en el siglo siguiente.
Pero valoro demasiado a Roma como para sucumbir al obstáculo. Alcanza con que ese neologismo tenga sus raíces en el derecho romano. “Responsable” estaba ya presente por lo menos desde el siglo XIII en el derecho erudito[vi], y se torna corriente bajo el Antiguo Régimen por intermedio de responsum, término derivado de respondere. Comencemos por una investigación etimológica.


1.1.1. Respondere – Responsa

Respondere, por su parte nos reenvía a sponsio, institución que poseía un lugar fundamental en el derecho romano arcaico, y a spondere (de donde surge sponsus, ‘novio’ o ‘esposo’). El sponsor es un deudor, el hombre que en el diálogo de la “estipulación”, y debido a una respuesta afirmativa a la cuestión del “estipulante”, futuro acreedor, se vincula a una prestación –por ejemplo, con su esposa, a contraer justas nupcias–. El responsor era especialmente el garante; en otras palabras, era quien estaba obligado a responder por la deuda principal de otro.
En consecuencia, el término responder implica la idea de posicionarse como el garante del desarrollo de ciertos hechos venideros. Y aún así se escucha el eco del lenguaje del siglo XIII. Como la mayoría de los autores de nuestros diccionarios prefiere ignorar la literatura jurídica, obtienen sus ejemplos casi exclusivamente del lenguaje cotidiano, pero está claro que derivan del derecho.
Por ejemplo, dice Chrysale en “Las mujeres sabias”[vii] (de Molière):

“Yo respondo por mi mujer y me ocupo del asunto”.

Y, por metáfora, dice Corneille:

“Y sepa que sus días responderán a los de ella”.

Confróntese con el uso de León Daudet:

“Pocas mujeres pueden responder por su virtud, incluso cuando son naturalmente fieles”.

Es cierto que en un sentido muy amplio, respondere será responder a no importa qué tipo de pregunta a lo largo de un diálogo. El jurista romano respondía a quien lo consultaba, y catalogamos las responsa de los jurisconsultos entre las fuentes del derecho romano. Específicamente respondemos a una exigencia, hacemos frente a un deber, a una carga que nos incumbe. Se les demanda a los deudores respondere creditoribus (fórmula comúnmente utilizada en los textos romanos). Me sorprende que en este seminario, a diferencia de lo que ocurría en Roma donde constituía el tronco de la cuestión, la especie de responsabilidad que denominamos “contractual” no haya llamado la atención.
Estar obligado a cumplir una obligación es la situación de aquellos que deberán “responder a la justicia”, desempeñando el papel del reo. Tradicionalmente, el menor estaba dispensado: “el menor –destaca Loisel– no tiene voz, no responde ante la corte”.


1.1.2. Responsable – Responsabilidad

Buscaríamos en vano el análogo del término “responsable” (responsabilis) en los diccionarios latinos. Este no surgirá hasta la Edad Media. Tal vez se trate de un término mal forjado. En buena lingüística, debería haber sido construido sobre el pasivo del verbo responder. Así como el término “verificable” equivale a decir ‘que podría ser verificado’, “responsable” debería aplicarse a la demanda susceptible o no de una respuesta. Así en este texto del siglo XIV, citado por Littré:

“A eso responderán los maestros que la demanda de los tejedores no era responsable[viii], por lo que declaran en la demanda y por la posición que los tejedores ocupaban”.

La demanda no es admisible, y por lo tanto no será respondida. Pero, a fin de cuentas, como el lenguaje posee sus fantasías, un nuevo adjetivo se le presenta al sujeto que busca activamente una respuesta. El diccionario, nuevamente, me ofrece tan sólo ejemplos literarios.
Pascal:

“Todo el cuerpo de los jesuitas es responsable de los libros de cada uno de nuestros Padres”.

Voltaire:

“Cada soldado es responsable por la gloria de la nación”.

En cuanto a “responsabilidad”, el primer empleo hallado por el señor Henriot[ix] está en una fórmula de Necker: “La confianza en este papel nace de la responsabilidad del gobierno”. El valor de un título resulta incrementado por la garantía que le presta el gobierno: puede exigírselo ante el Estado.


1.1.3. Observaciones

De todos los textos anteriormente citados concluiré que, en su origen, responder o ser responsable no implicaba de ninguna manera la culpa, ni tampoco el hecho sometido al sujeto. No era por su culpa que Chrysale creía poder “responder” por casar a su hija con Clitandre. De igual modo no se presupone ningún acto culposo para que el deudor romano deba “responder a los acreedores” o al poseedor de buena fe, en razón de ciertos frutos producidos por la cosa. Último ejemplo, contemporáneo: el señor decano Carbonnier es el “responsable” del doctorado en sociología jurídica, lo que lo obliga a trabajar gratis. No sé por culpa de qué le damos a él ese título.
Existe, entonces, un primer grupo de acepciones del término “responsable”, provenientes del lenguaje romano, aparentemente muy distantes de la propuesta de este seminario. Sin embargo, si llamé la atención acerca de este primer sentido fue porque resulta apropiado a las necesidades del derecho.


1.2. Corolario: el régimen romano de reparación de los daños

Dejo ahora la semántica pero sigo sus corolarios: en la tradición jurídica romana, existe un sistema de reparación o represión de ilícitos, civiles o penales; como decimos, los “responsables” por ciertos daños. ¿Pero responsables en razón de qué causa?
Sabemos que la máxima según la cual cada uno deberá reparar el daño producido por su culpa no tiene origen en el derecho romano. Lo buscaríamos en vano en el Corpus Iuris Civilis. Pero esa laguna no proviene de una pretendida ineptitud de los romanos para con las fórmulas abstractas (esos desdichados juristas romanos no tenían sus diplomas de bachillerato en derecho); no, los romanos eran capaces de pensamiento abstracto, pero sus conceptos fundamentales deben ser buscados en el Digesto.
No se encontrarán consideraciones generales sobre el término “responsable”. Sí acerca de otros principios: en el libro Primero del Digesto, hay una definición de justicia –de la que lo contrario es la injusticia–.


1.2.1. Una consecuencia de la injusticia

El leitmotiv del régimen romano de reparación de los daños no es la culpa, sino la defensa de una justa repartición de los bienes entre las familias, de un justo equilibrio (suum cuique tribuere – aequabilitas). Fórmula de la que, hoy en día, muchos afirman que es vacía y tautológica. Cuando sucede una ruptura en dicho equilibrio, un perjuicio contrario al derecho y a la justicia (dammum injuria datum), entra en juego la justicia llamada “correctiva”, cuya función es la de reducir el desequilibrio. Así ocurre, por ejemplo, cuando una cosa es hurtada. El término furtum no significa el acto culpable del ladrón, sino el origen de la cosa hurtada; como son las cosas as res creditae (que son provisoriamente retiradas/expelidas del patrimonio del acreedor, sin causa permanente, y por eso deberán ser devueltas).
Desde esta perspectiva poco importa que el desorden a corregir esté o no precedido por una culpa. A mi juicio ese capítulo del derecho romano se inspira, no sabemos bien mediante qué intermediario, en la filosofía de Aristóteles. Es sabido que Aristóteles, en ocasión de tratar el tema de los intercambios –conmutaciones/permutas, synallagmata (Ética, libro V) –, reúne bajo el mismo género dos casos: un valor puede ser desplazado de un patrimonio a otro por efecto de un delito que la víctima soporta sin haberlo buscado (akousion), o de un contrato deliberado/negociado/discutido (ekousion). No hay para él diferencia esencial entre los dos casos: que alguien se lleve mi auto en razón de un contrato de comodato, por engaño o con la intención de hurtarlo, no modifica su obligación. La obligación nace re, dicen las Institutas –tanto en el caso del delito como en el caso del contrato real (Inst. IV. 1 pr.)–. Ella tiene como causa un estado de cosas objetivo, la perturbación del orden que debe reestablecerse.


1.2.2. El papel accidental de la culpa

No pretendo en forma alguna encerrar todo el derecho romano en la teoría de la justicia denominada específicamente “conmutativa”. Y no afirmé que en aquel derecho estuviera ausente toda y cualquier consideración acerca de la culpa. Si disponemos hoy en el derecho de una doctrina erudita de la culpa, se la debemos a los juristas romanos.

a) La culpa ocupaba ciertamente un lugar destacado en algunas cuestiones criminales. No podemos partir sino de la suposición de que el derecho criminal se ocupa específicamente de los crímenes. Nunca se trata de una culpa voluntaria: Edipo es considerado responsable en Edipo Rey, a pesar de haberse metido en el lecho de su madre Yocasta y de haber asesinado a Layo ignorando sus identidades. Más tarde, en Edipo en Colona, esa ignorancia es evocada como una circunstancia atenuante. En general los derechos antiguos tomaban en consideración la intención de los criminales para establecer la pena.
Pues aquí la perturbación está en el orden natural, el desequilibrio a corregir es el pecado, que provoca la cólera de los dioses y deja una mancha sobre la ciudad –mancha que la expiación borrará–. Es también la culpa que suscita la venganza privada, de la cual el sistema romano de delitos fue, en parte, el sustituto. Entonces, la justicia criminal puede tener por función sancionar a la ley moral. Nulla poena sine culpa. Aunque otros análisis acerca del papel de la pena (utilitario-protectora del orden social) hubiesen sido propuestos ya en el mundo grecorromano.

b) Pero fue especialmente en materia de la responsabilidad actualmente llamada “contractual” que surgió en el derecho romano la clasificación de las culpas, y concretamente en una especie particular de contratos donde el deudor estaba atado a cumplir su obligación de buena fe: prestare fidem. Aquí tenemos un vínculo establecido con la moral; la ciencia jurídica romana apunta a valorar las obligaciones que la bona fides implica; y tomando nuevamente provecho de la Ética y la Retórica de Aristóteles, busca distinguir entre los diversos grados de inobservancia a la buena fe prometida –culpa grave, más leve o de simple negligencia–, en función de lo que el deudor debería responder. Allí donde la buena fue había sido comprometida, el derecho considerará las intenciones subjetivas del deudor.

c) Más tarde la culpa gana la esfera de la reparación que hoy denominamos “civil” del daño injusto. Dammum iniuria datum, regido por la Ley Aquilia. En ella, el término iniuria no evoca originalmente la culpa subjetiva, sino solamente al hecho objetivo, al atentado al derecho, a la lesión al derecho de otro. Luego ocurrirá una modificación. Y en el Digesto encontraremos una frase que entre los romanistas conocerá una gran fortuna, y que sus manuales imprimirán: In lege Aquilia culpa levissima venit. Quisiera traducirlo así: en el caso de la Ley Aquilia, si fuera necesario establecer la existencia de culpa, es suficiente con que esta sea mínima. Parece que el autor de este texto pretendió comparar la responsabilidad que nace de un contrato (del que el derecho distinguía entre las gravedades de las culpas) y la situación del autor de un dammun iniuria datum, donde esas distinciones no tienen lugar. Entretanto, es cierto que las acciones del derecho civil denominadas “penas” (para diferenciarlas de las fórmulas exclusivamente reipersecutorias[x]), tienen una culpa en su origen.

La noción de culpa es romana. La vemos introducirse en el escenario procesal romano, donde el reo responde a una acusación –como ella intervino ya en la doctrina de Aristóteles–. Pero no parece poseer ese papel determinante que más tarde le reconocerán los sistemas de los romanistas.
La doctrina romana parece diferir de la moderna, al menos en lo que respecta a la culpa del reo: la culpa no es a causa de obligación (ni contractual-civil, ni penal). La verdadera causa esencial de la obligación –si nuestro análisis es exacto– es siempre el desorden en una relación plurisubjetiva, y la reacción de la justicia (si no es exclusivamente “conmutativa”), es correctiva y reparadora.
Incluso acompañada del daño, la culpa no es suficiente para hacer a alguien responsable. Otros factores serán tenidos en consideración: la especie de daño sufrido por la otra parte (la víctima), la naturaleza de la relación en cuestión, o toda la relación. No tenemos aquí ningún principio general, sino tipos variados de delitos.
La culpa no es en sí misma una condición necesaria. Los juristas romanos no experimentaron ninguna dificultad para reconocer múltiples casos de responsabilidad sin culpa: la acción de pauperie (la obligación de reparar el daño causado por la caída de una teja) o aquella del paterfamilias en vistas de los daños resultantes de los actos de sus siervos. Los siguientes textos del Código Civil [francés] tienen origen romano: “Somos responsables del daño... causado por los hechos de las personas por las que debemos responder, y de las cosas de las que tenemos la guarda” (1384). “El propietario de un animal... es responsable por el daño que el mismo pueda causar” (1385). “El propietario de un predio es responsable por los daños causados por su ruina” (1386). Textos de los cuales se sirve nuestra jurisprudencia para obtener soluciones en la práctica contemporánea. Un romanista no debería escandalizarse por eso.
Así, todas las soluciones concuerdan con el primer significado, etimológico, del término “responsable”, derivado del lenguaje jurídico romano. Son responsables (término que, siendo además de poca utilidad, no estamos obligados a usar constantemente) todos aquellos que pueden ser convocados delante de un tribunal, porque pesa sobre ellos una determinada obligación, proceda o no su deuda de un acto de su voluntad libre. Calificaremos a este primer sentido de auténticamente jurídico. Para nosotros, juristas, es el mejor, además del más antiguo. Finalmente, la etimología –etimológicamente hablando– es la búsqueda del sentido etimos, verdadero. Falta, por lo tanto, que nos ocupemos del segundo sentido.


2. Significado Moral


2.1. Recepción del término por el discurso moral moderno

Cambiaremos ahora de corpus. Después de la invasión de los bárbaros que destruyó la cultura romana a pesar de las tentativas de restauración, a la cultura europea poco le importó la experiencia jurídica. Los juristas no desempeñaban sino papeles inferiores, auxiliares y subordinados.
Una literatura religiosa conquistó un lugar dominante. Por mucho tiempo la filosofía de Europa soportó su peso: el orden social pasó a estar dirigido por moralistas cuya propuesta fue predicar, en primer lugar, la obediencia a la ley moral divina (con la cual se confunden los residuos de la moral de la filosofía pagana). Ese género prolifera en la patrística, las penitencias y las Sumas de los confesores, una buena parte de lo que denominamos “derecho canónico” o derecho Graciano en el siglo XVI –son las obras de las praxística contra las cuales se debatía Pascal–. Finalmente desacralizada y transformándose en filosófica, la primacía de la moral se perpetúa a través de toda la época moderna. De ahí en adelante obtendrá sus fuentes bajo el nombre del primado de la “ley natural”, junto a la conciencia o la “razón” específica de la “naturaleza humana”, lo que permitió recuperar el estoicismo o el epicureísmo. Ella extenderá sus brazos hasta las obras del derecho. Grócio Putendorf, entre muchos otros, hasta el mismo Bentham y Kant en su Metafísica de las costumbres, partirán de una doctrina de los deberes del individuo.
Esto significa que su lenguaje se constituye en una óptica muy nueva. Sin duda, también el derecho romano se inserta en una moral, aunque en otra especie de moral, una moral del bien y de lo justo, moral que dirigía al juez hacia la tarea de definir lo justo. La moral moderna se dirige no importa a qué sujeto, dictando las reglas de conducta.


2.1.1. La captación del término “responsable” por el lenguaje de la moral cristiana

¿En qué se transformó el término “responsable” en ese nuevo contexto? Sostenemos que este recorrió un itinerario comparable al de otros términos tales como “persona”, “obligación”, “contrato”, “sociedad” e “interpretación”. El lenguaje moderno los retiró del Corpus Iuris Civiles. Sin embargo, al pasar a otro tipo de discurso, cambiaron de sentido. Al ser retomados luego, por una especie de efecto rebote, por el lenguaje jurídico moderno, ganarán en el curso del viaje una nueva resonancia.
Es así que el término “responsable” fue incorporado, en primer lugar, al discurso de la moral cristiana. Pasó por la metáfora del Juicio de Dios, cuando los preceptos de la ley divina están imbuidos de sanción. Nuestra conducta será juzgada. Este es un tema que ocupaba los discursos de los teólogos moralistas, antes de pasar, con menor vigor, al lenguaje vulgar.
Dice Bordaloue en el Discurso sobre el juicio final:

“De todos esos actos que la verdad me reprueba, yo no responderé ni siquiera por uno solo”.

Y Molière, en La escuela de las mujeres[xi]:

“Quien entrega a su hija a un hombre que ella odia,
es responsable ante el cielo por sus faltas”[xii].

Nosotros resultamos así constreñidos a sondear la teología, tema peligroso. El tribunal de Dios (que denominamos por imagen y analogía) difiere mucho de los tribunales de la justicia humana (a menos que se conciba, al contrario, a la justicia humana a imagen del juicio de Dios). Dios no decide en un litigio entre una pluralidad de partes, individuos o sociedad. Cada uno de sus juicios no interesa sino a un sujeto único (él ignora completamente a las personas jurídicas, la sociedad, las empresas y las compañías de seguros). Mientras la justicia humana es útil, apuntando a una prestación futura, Dios no se preocupa sino del pasado. Nosotros no respondemos por una dívida (deuda), un ônus, por un servicio a realizar, sino por la conducta por nosotros observada a lo largo de nuestra peregrinación terrena. Como la materia de la ley moral es “el obrar” humano, Dios juzga los actos. Sus caracteres más o menos culpables
Dios pone a prueba al corazón y los riñones[xiii]. Él evalúa la intención subjetiva. Y ella nos hace responsables en su tribunal. El acto culposo se torna la causa de esa forma de responsabilidad.

2.1.2. La moral laica

Así, transportado de un terreno a otro, el sentido de la palabra se modificó. El efecto va a repercutir hasta nuestro uso presente. Ciertamente la moral de nuestros tiempos modernos se tornó laica. Pasamos de la ley moral revelada por Dios a Moisés, o de nuestros evangelios revelados por Jesús, de una ley moral “natural” inscripta en la conciencia de cada hombre; a los imperativos de la razón, hasta que, por fin el hombre establezca para si, con Nietzsche, libremente sus imperativos.
Somos ahora responsables ante nuestro foro personal. Y para los otros, ante la humanidad, la sociedad, de nuestro futuro –esos sustitutos de Dios–. Y dentro de esas perspectivas desaparece el conjunto de imágenes representativas del comparecer ante un juez, en tanto renueva la idea de garantía, aunque considerada solamente desde el punto de vista de un sujeto activo, desde el punto de vista unilateral que caracteriza a una moral individualista, contraria al derecho. Leemos en las obras de filósofos contemporáneos que para un hombre hacerse responsable es conferir a sus actos un sentido, dar consistencia a su libertad, “constituirse como sujeto moral”. “El campo de la Ética coincide con el de la responsabilidad”, escribe J. Henriot. Responsabilidad: “situación de una agente conciente ante los actos que efectivamente ha querido”, dice el Diccionario Lalande. ¿No está claro que salimos del lenguaje del derecho?


2.2. Repercusiones en el derecho

2.2.1. Un derecho hecho de reglas de conducta

No obstante, en la época moderna, la ciencia del derecho se dejó apresar en un sistema filosófico en el cual la ley moral predomina. Es un fenómeno histórico, que normalmente pasa desapercibido: la recepción del derecho romano en Europa fue incompleta. No inexistente, entiéndase. Es a los romanistas que debemos la estructura de nuestra ciencia del derecho. En tanto, desde la Edad Media, los canonistas prestaban más atención a la opinión culta que al renacimiento del derecho romano. En el siglo XVI, se prestaba más atención a lo que decía la segunda escolástica que a la obra de los teólogos. En seguida surge la ofensiva de la Escuela del derecho natural, cuya importancia en la esfera de la teoría del derecho es injustamente subestimada. Los fundadores de dicha escuela fueron los moralistas, para nada fieles discípulos de los juristas romanos. Ellos construirán la ciencia del derecho sobre nuevas bases acordes con la cultura de su tiempo.
El nominalismo que reconoce como real sólo a los individuos, obteniendo la victoria construirá todo su sistema sobre el individuo, sobre las libertades individuales, a las que defenderá. Porque el hombre está destinado a coexistir con sus semejantes, el jurista vuelto servidor de la ley prescribe a cada uno sus deberes para con sus semejantes; la ley proviene de Dios, de la conciencia, del príncipe, de la sociedad. El contenido de esa moral es muy variado, y va del ascetismo originario al hedonismo benthamista. Esas variaciones no interesan a nuestro propósito. El derecho es repensado a partir de una legislación que gobierna la conducta humana.
Es suficiente consultar cualquier tratado de la Escuela de derecho natural, o la doctrina del derecho de Kant. La primera noción utilizada para servir de base al sistema no es aquella de la justicia, o de la justa repartición de los bienes entre los hombres. En principio se plantean los conceptos de “actos” y si ellos son “imputables” al individuo, y después el concepto de “obligación”. El hombre “obligado” a mantener una cierta conducta será declarado responsable por ella. La idea de responsabilidad, comprendida bajo la óptica de la moral, subsistió al antiguo leitmotiv de la “justicia”, se transformó en la piedra angular de orden jurídico.


2.2.2. Responsabilidad penal

Evidentemente estamos en el derecho penal. El derecho penal fue construido como una disciplina especializada (lo que no ocurría con el Corpus Iuris Civiles) solamente en la época moderna. Este acabó por obtener un lugar destacado, pues de él recibimos el auxiliar de la regla de conducta, una sanción de las reglas morales instaladas en el vértice del derecho: primeramente del Decálogo (“no robarás”), o de las leyes instaladas por el príncipe. En verdad, durante la Edad Media y también durante la antigüedad pagana, la justicia del príncipe, en materia criminal, reproducía la justicia divina. Con la eclosión de las Luces, el derecho penal se transformó en el guardián de la moral hedonista. Reinará portando la noción moral de la responsabilidad. Solamente el individuo “responsable”, la acción de quien pueda ser “imputado” por el delito a condición de que disponga de sus facultades cerebrales, es susceptible de una pena. Caso contrario, la pena no será moralmente legítima, ni eficaz o intimidante.


2.2.3. Responsabilidad civil

Pero hay más: el derecho civil de los modernos fue vuelto a fundar como una prolongación de la moral. El sistema jusnaturalista parte de preceptos de moralidad; así, la regla –de origen estoico-cristiano– que cada uno debe mantener entre sus premisas, se sirve del axioma del derecho de los contratos. Sin embargo, había otra regla, muy presente en las Sumas de los confesores, en la moral de Santo Tomás, en los escolásticos españoles y en los profesores de moral del siglo XVII: cada uno de nosotros será obligado, si hace mal al prójimo, a restituere, a volver a poner las cosas en su lugar, a “reparar todos los daños causados por su culpa”.
En el campo de la moral pura, la pertinencia de esa regla es por demás dudosa: en primer lugar, porque ella parece excluir que tengamos que preocuparnos por la infelicidad del prójimo si no la producimos nosotros; como el hambre en el Tercer mundo. Después, por lo que en ella hay de excesivo: ¿es admisible que “todo hecho cualquiera que cause un daño a otro” nos obligue a la reparación? Pasaríamos la vida entera pagando indemnizaciones. ¿Es correcto afirmar que César Birotteau[xiv], para compensar el mal hecho a sus acreedores, estuviera moralmente obligado a sacrificar a su mujer, a su hija y a su yerno? No podría responder: finalmente, la moral cristiana es la moral del Sacrificio.
Lo absurdo es tratarla como una regla de derecho. Así se hizo. En el inicio de su Tratado de Derecho de la Guerra y la Paz, Grócio, fundador de la Escuela Moderna de Derecho Natural, en nombre de tres axiomas a los cuales se “reduciría” el “derecho propiamente dicho”, prescribe que cada uno debe reparar los daños cometidos por su culpa” (Prolegómenos,§ 8). De ahí la fórmula pasa al Código Napoleónico en su artículo 1382.
Pero la partida todavía no había llegado a su final. Los redactores del Código Civil francés tuvieron el cuidado de evitar en ese texto, que reproducía un principio moral, el término responsable. Este no aparecerá sino en la serie de los textos siguientes, que tienen su origen en el Digesto, y que apuntaban, al contrario, a casos de responsabilidad sin culpa (o, como dice el artículo 1383, sin culpa voluntaria). La fortuna expresa la responsabilidad civil que se da solamente por el aporte de la doctrina. La doctrina del siglo XIX que elaboró la teoría de la responsabilidad civil, se fundó sobre el principio del artículo 1382. Llave maestra que abriría todas las puertas y sobre la cual se ordenarían todas las soluciones. Esa parte del curso de derecho privado que enseñamos a nuestros estudiantes bajo el nombre de “teoría general de la responsabilidad civil”, puesta enteramente bajo la égida de la responsabilidad moral, es un producto académico, producto de una transferencia del espíritu del sistema, elaborado sobre el modelo de las “construcciones” de la Escuela histórica Alemana, con influencias de la filosofía kantiana.


2.2.4. Resultados

Podemos, por fin, notar que esa construcción teórica, confrontada con las necesidades de los jueces se revela falsa. Sin duda es seductora por un lado y semejante a los atractivos del liberalismo. Sería el paraíso de la libertad individual si, como habían soñado esos autores, nadie fuera responsable a no ser debido a su culpa o acto propio.
Eso fue un fracaso. Nos repugna reconocer que la mayoría de los juristas, conservadores por profesión y cuidadosos por respetar el sentido común de su grupo, mantienen el principio. Pero el principio, como todos saben, no corresponde a las aplicaciones.
La causa no está, como quieren los sociólogos, únicamente en el progreso de la industria. Jamás esa famosa máxima del artículo 1382 llegó a dar cuenta de soluciones efectivas en la jurisprudencia. Y hoy estamos ante un aluvión de casos de responsabilidad sin culpa. Son los patrones responsables –no por culpa suya ni tampoco por actos propios– por los daños provocados o sufridos por sus empleados, así como el padre de familia lo era en Roma por sus hijos y sus siervos. El propietario de un automóvil, es responsable por el acto de quien lo robó, así como lo era el romano por sus burros de carga. Y responsables por encima de todo son las entidades colectivas, empresarias, preventivas o de seguro obligatorio. El estado francés es responsable por lo daños causados por guerras, huelgas, inundaciones y sequías. Y este lo reparte entre los contribuyentes, ya que las infelicidades de los particulares deben ser soportadas solidariamente por el grupo, y redistribuidas.
Ciertamente puede ser legítimo distribuir menos a los inculpados, y nadie piensa en eliminar de la ciencia jurídica toda consideración acerca de la culpa. Estimo imposible cortar toda ligazón entre el derecho penal y la moral del Decálogo, y considero correcto que los vitivinicultores de Midi, que hoy saquean los camiones y puestos italianos, soporten los daños. Pero la culpa no es sino uno de los factores con los cuales se compone el problema del derecho. Entran en consideración (y tampoco a título exclusivo) los derechos o intereses de la víctima: por ejemplo, no es suficiente indemnizar a las familias de los muertos en la calle con la “responsabilidad” de un conductor imprudente en fuga, o de un insolvente. Nuestra legislación tiene que realizar un gesto a favor de las víctimas.
Un régimen adecuado tendría los ojos puestos en la cantidad y cualidad del daño. Si Brigitte Bardot sufriera un accidente, no se obligaría a un ciclista a pagar una suma fabulosa que representara su reparación integral; como si fuera posible, in tanta lite.
Nosotros, juristas, no podemos obnubilarnos con una sola cara del asunto, con las acciones de uno de los dos actores de la comedia. Incluso en derecho penal la obsesión por la culpabilidad moral –como lo han demostrado tantos sociólogos– debilitaría la represión. El papel del juez es poner en la balanza también el interés de las víctimas, de los terceros, y del pueblo... El derecho busca una división justa: lo que significa (en oposición a la moral moderna) que considera los diversos factores de la causa.

No concluiremos acerca del contenido. No he de pronunciarme aquí sobre el proyecto Tunc[xv]. Es a los juristas a quienes corresponde buscar las mejores soluciones de derecho; eso no es competencia de la filosofía del derecho. No hemos tratado aquí más que del lenguaje, tema raramente abordado y que puede juzgarse desprovisto de interés práctico: cuestiones de palabras, cuya importancia no tenemos razón para subestimar. Puesto que apoyándose sobre el texto de nuestro Código Civil la jurisprudencia fue capaz de justificar las soluciones aparentemente más contrarias a las intenciones de sus redactores, probablemente pueda decirse que aquel lenguaje no tenga importancia. Si la idea fuera emplear el término “responsabilidad” sólo en un sentido moral, para responsabilizar a un loco alcanzaría con servirse de otro término, como el de “internación”.
Pretendíamos, al menos, denunciar la confusión del actual uso lingüístico. El término “responsable” es una palabra híbrida. A veces la tomamos en un sentido y a veces en otro. La acepción más difundida es la que nace de la moral individualista moderna (en nuestra cultura la moral tiene más lugar que el derecho romano). Se ha dicho en este seminario que un organismo colectivo no puede ser responsable. Sólo los animales racionales –teniendo uso de razón, gozando de todas sus facultades– podrían ser considerados como “responsables”. Pero si jugando a la pelota en el patio del colegio vecino, un alumno se rompe la cabeza, el Ministerio de Educación será declarado “responsable”, aunque el Ministerio esté desprovisto de intención... Eso es incoherente.
Se estima oportuno hablar un lenguaje coherente, y por eso el sentido antiguo nos parece convenir mejor a las necesidades específicas del derecho, que el uso propuesto por los moralistas. La moral no tiene todo para decir. Ella retiene en sus conceptos apenas un aspecto unilateral de los hechos de la vida cotidiana. Ella no apunta más que a la conducta del individuo, concentrándose en sus intenciones subjetivas. En cambio, al jurista le conviene tener una consideración más amplia del fenómeno, apuntando a captar las relaciones entre una pluralidad de sujetos: el autor del delito, la víctima y el ambiente social. Los términos del derecho tienen por función expresar esa visión de conjunto.
Se comprende, entonces, que una investigación puramente semántica no es, definitivamente, inútil. Un lenguaje impropio nos atrapa. El sentido del término responsable, que los modernos han tomado del discurso teológico o de la filosofía moral, ocupa en la ciencia del derecho un espacio perturbador y disimulador del que hacemos gran uso. Orientó a los juristas hacia soluciones insostenibles, obligándolos, de inmediato y para salvar las buenas soluciones jurídicas, a multiplicar las ficciones (denominar “culpa” a lo que no es culpa) y llevándolos a un laberinto de discusiones interminables en torno de un vocablo equívoco.
Si los juristas hubieran mantenido el antiguo sentido, propiamente jurídico, del término, se hubieran ahorrado una buena parte de esas ficciones y controversias. Al menos hubieran ganado tiempo. He aquí lo que aporta la historia de la filosofía del derecho. A decir verdad, es poco, puesto que las posibilidades de que alguien consiga cambiar el lenguaje de su época no son muy grandes.


* * *

[i] Agamben, Giorgio. Lo que queda de Auschwitz. Ed. Pre-Textos, Valencia, 2000, p. 19.
[ii] Íbid. p. 21.
[iii] Cf. Douze Essais, p. 201 y ss. (Métamorphoses de l’obligation).
[iv] Michel Villey se refiere al artículo Genèse et déclin de l’Etat publicado en la revista Archives de Philosophie du Droit, Paris: Dalloz-Sirey, n. 21, 1976.
[v] Cf. Note sur la date et le sens de l’apparition du mot “responsabilité”, Archives de Philosophie du Droit, n. 22, p. 60, 1977.
[vi] La expresión “derecho erudito” es utilizada en la lengua portuguesa para indicar el conjunto textos – comentarios del Corpus iuris civilis, pareceres jurídicos– producido por el mos italicus iuris docendi (el método italiano de enseñanza jurídico) y desarrollado por los denominados “Comentadores”, o “Pós-Glosadores”, cuyo ápice ocurre entre los siglos XIV y XV (en ese sentido, ver la versión portuguesa de la obra de R. C. van Caenegem, Introduction historique au droit privé [Una introducción histórica al derecho privado, traducción de Carlos Eduardo Lima Machado, São Paulo: Martins Fontes, 2000, p. 47, 66, 75 e 76]). El autor, no obstante, parece utilizar esa expresión para indicar la obra de los juristas franceses, de la segunda mitad del siglo XIII, precursores de los comentadores italianos, o sea, la denominada “Escuela de Orléans”, cuyos mayores representantes son Jacques de Ravigny (Jacobus de Ravanis) y Pierre de Belleperche (Petrus de Bellapertica) [Sobre el asunto ver: R. C. van Caenegem, op. cit., p. 77, y Franz Wieacker, Historia de derecho privado moderno, 2. ed., Lisboa: Fundação Calouste Gulbenkian, 1993, p. 60-61].
[vii] En portugués: As eruditas, Molière, traducción de Millôr Fernandes, Porto Alegre: LP&M, 2003; e As sabichonas, Molière, São Paulo: Ediouro, [s.d.].
[viii] En la lengua portuguesa se utiliza una palabra diferente de “responsable” para denotar demanda pasible de respuesta: “respondível” (Dicionário Houaiss da língua portuguesa, Rio de Janeiro: Objetiva, 2004, p. 2440).
[ix] Villey se refiere al articulo de Jacques Henriot, titulado Note sur la date et le sens de l’apparition du mot “responsabilité” [Nota sobre a fecha y el sentido del surgimiento del término “responsabilidad”], publicado en la misma revista (Archives de Philosophie du Droit, n. 22, 1977).
[x] [Las acciones reipersecutorias persiguen o la devolución de una cosa de la que hemos sido privados, o la reparación de un daño que se nos ha causado. Su función es, pues, la de indemnizar al afectado].
[xi] En portugués: Escola de mulheres, Molière, traducción de Millôr Fernandes, Rio de Janeiro: Paz e Terra, 1996.
[xii] En realidad el extracto referido por Villey no se encuentra en la obra referida, sino en O Tartufo ou o impostor, Dorine, acto II, cena II (edición en portugués: O Tartufo ou o impostor, Martin Claret, 2003).
[xiii] [Referencia erudita a la Biblia: “Por favor, que se acabe la maldad de los inicuos, y que tú establezcas al justo; y Dios como justo está poniendo a prueba corazón y riñones”, Salmos 7:9].
[xiv] César Birotteau es el personaje principal del romance Grandeur et décadence de César Birotteau, escrito en 1837 por Honoré de Balzac presente en La comédie humaine: études de moeurs – Scènes de la vie parisienne (edición en portugués: A comédia humana, Rio de Janeiro: Globo, 1995. v. 8 – Cenas da vida parisiense). La trama transcurre en el período de la Restauración, mas específicamente entre 1819 y 1823, y narra los esfuerzos de un perfumista parisiense para saldar sus deudas con acreedores.
[xv] Villey se refiere a la propuesta, presentada por André Tunc, en 1966, sobre la reforma del derecho francés de responsabilidad civil, en materia de accidentes de vehículos automotores. Tal proyecto, cuya finalidad era mejorar la situación de las víctimas, defendía el abandono de la noción de culpa como presupuesto de la configuración del derecho a la indemnización, así como la eliminación del caso fortuito y de la culpa de la víctima como excluyentes de la responsabilidad de aquel que conduce y/o posee un vehículo. A partir de ese y de otros proyectos (como el presentado también por André Tunc, en 1981), y bajo la influencia de la decisión del caso Desmares (juzgado el 21.07.1982 por la 2.ª Cámara Civil de la Corte de Casación Francesa), determinando que la culpa de la víctima no era factor de reducción del valor de la indemnización debida por el reo, únicamente produce efectos cuando se caracterizase como causa exclusiva de daño, el legislador francés editó la “Ley Badinter” (Ley 85.678, de 05.07.1985) con el objetivo de “mejorar la situación de las víctimas de accidentes de circulación y acelerar los procesos de indemnización”. Esa ley impone al conductor y/o dueño del vehículo “implicado” en el accidente, el deber de indemnizar a las víctimas, sirviendo las culpa apenas como excluyente, en los casos de acto voluntario y exclusivo de la víctima (arts. 1. º a 3. º).

sábado, 21 de marzo de 2009

Neologismos en discusión (Revista Ñ)

Por: Susana Anaine
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El Centro Pierre Auger, en Malargüe, se encarga de medir las miles de partículas de rayos cósmicos que golpean la Tierra a cada segundo. Si algún observatorio se propusiera hacer lo mismo con las palabras que viajan de una lengua a otra o con las que nacen en cada una de ellas, probablemente los continuos golpes harían colapsar el sistema que los capta. Y, sí, las lenguas son fábricas de neologismos que, apenas salidos del horno, se diseminan por todos lados: notas periodísticas, avisos publicitarios, SMS, novelas, ensayos, paneles de críticos o mesas de opinólogos, tiras diarias. Como son sociables, inquietos y, por lo común, dan cuenta del presente, se les asigna un gran protagonismo y se los asimila rápidamente. Por eso, de entrada o luego de transcurrir un tiempo, en la mayoría de los casos las palabras nuevas revitalizan el idioma, hayan surgido en él o no.

Hace poco, en una columna, Beatriz Sarlo acuñó la locución aduana lexicológica para referirse a la actitud de quienes, por un "complejo de inferioridad lingüística", se niegan a creer que las "importaciones y contaminaciones de vocabulario forman parte de la vida de las lenguas, que demuestran su fuerza en la medida en que son capaces de incorporar lo que viene de afuera". [...] Resetear una computadora equivale a decir que se vuelve a cero para que ella comience nuevamente sus operaciones. Carezco de una palabra mejor y resetear me suena perfectamente integrada al sistema del vocabulario castellano".

Sin embargo, a pesar de que estos intercambios contribuyen a la vitalidad del idioma, a su perduración, como lo prueba la lectura de cualquier historia de la lengua o de los diccionarios que incluyen en los artículos la datación de sus entradas e incluso de cada una de las acepciones, no toda palabra nueva, sobre todo si es recibida como préstamo, se integra apropiadamente al sistema en el que se gesta o ingresa. Para Humberto Hernández, catedrático de Lengua Española en la Facultad de Ciencias de la Información (Universidad de La Laguna), un buen número de neologismos se utiliza por una razón esnobista y puramente mimética. "Se han oído –dice– de boca de otros en quienes se reconoce cierto prestigio, se reproducen sin ningún tipo de control y se convierten en clichés intolerables; y estos son muy frecuentes en los medios de comunicación. Aparecen de este modo acepciones neológicas como vendedor agresivo, o voces extranjeras, absolutamente innecesarias como compact, feedback o feeling".

Acerca de este tipo de palabras, el lingüista español Fernando Lázaro Carreter decía que tal vez fuera conveniente "despegarlas de su original foráneo y ponerles etiqueta propia". El tiempo, o quizá el trabajo paciente de quienes impulsan este pensamiento, en muchísimos casos le ha dado la razón a Carreter: hoy es más frecuente el uso de los equivalentes disco compacto y retroalimentación. También resetear, el verbo citado por Sarlo, es una asimilación del préstamo inglés reset. Esta adecuación se denomina híbrido porque integra en una palabra formas de distinta procedencia; en esta circunstancia una raíz inglesa y un sufijo castellano de derivación. (Véase el recuadro sobre algunos procedimientos de formación de neologismos).

¿Y qué va a pasar con feeling? ¿Cuál es el equivalente castellano más próximo a la locución verbal tener feeling con alguien? Tener piel, quizá, otro neologismo con algunas décadas; o uno más reciente como la locución verbal tener onda.

Actitud de los hablantes

En un país como el nuestro, donde a muchos hablantes les gustan las palabras extranjeras sin adaptar, sobre todo si se trata de anglicismos o galicismos, no es fácil lograr que tal propuesta funcione siempre. A estos cálidos receptores podríamos llamarlos, neológicamente, los aceptáticos, los del sí fácil o los muy amplios.

En el extremo opuesto de quienes emplean indiscriminadamente neologismos de cualquier laya, están los que se niegan a usarlos si no los encuentran registrados en un diccionario. Este último grupo, formado por los respetuosos inseguros, los legalistas o como quieran llamarlos, debe resignarse con mucha frecuencia a la realidad de que los diccionarios generales –como no puede ser de otra manera– van detrás del idioma, porque representan la última estación de una larga secuencia: los hablantes crean, la comunidad descarta esa creación o la toma y va mostrando preferencias en cuanto a sus variantes, los estudiosos observan, analizan, proponen; las academias de la lengua regulan. Ni hablar de cuando ese proceso lleva más de un siglo. Un caso. No siempre se sabe cómo usar la locución sustantiva mala conciencia, "insatisfacción que se siente por no obrar de acuerdo a los propios valores morales" y "acción o expresión débilmente reparadora de quien tiene esa insatisfacción", forma compleja que aún no figura fuera de los diccionarios especializados, pero que es bastante empleada en el habla culta. Hoy no es un neologismo, es un simple, llano y viejo omitido. Otro: el argentinismo mayo/ya, adjetivo aplicado a todo acontecimiento relacionado con la Revolución de Mayo, se usa predominantemente como modificador de sustantivos femeninos, por ejemplo gesta maya o fiesta/s maya/s (los hechos de la Semana de Mayo de 1810 / su celebración anual). Documentación: 1813. ¿Este neologismo de la Asamblea del Año XIII seguirá excluido hasta el Bicentenario?

Tales omisiones pueden remediarse parcialmente consultando diccionarios especializados. En cuanto a las palabras recientes, con suerte figuran definidas en algunos diccionarios de neologismos o están registradas en bases de datos que los contienen. Estas bases, que normalmente no incluyen definiciones, son una fuente interesante para confirmar las variantes de escritura o ejemplos de uso, si no fuera que se hallan destinadas a especialistas y que no son de fácil acceso para el común de los mortales. Hace poco, el Centro Virtual Cervantes presentó una extracción de las bases de neologismos. Sin establecer valoraciones, como un inventario a partir del cual se pueden establecer diagnósticos y realizar trabajos analíticos sobre el uso y la implantación de los neologismos en español y en catalán, se muestran allí los neologismos procedentes de los medios de comunicación, escritos y orales.
Sin ser especialistas, en un punto cercano al del investigador, se ubica intuitiva o voluntariamente el hablante curioso, interesado, con sensibilidad lingüística, preocupado por no aplicar el "todo vale" a la lengua. Los integrantes de este grupo bien podrían ser llamados los amantes: quieren, respetan la libertad del otro y, celosos del objeto amado, lo cuidan sin convertirse en vulgares guardabosques del idioma. Lo dejan crecer.

Para el periodismo, la literatura, el ensayo, el empleo de neologismos es el pan con que se nutre la escritura, el pulso de un momento histórico, la mejor vía para transmitir sin vueltas una información, una imagen, una idea.

El seguimiento de un neologismo, su hoja de ruta, indica por dónde pasan los intereses de la sociedad, los valores imperantes, sus descubrimientos. Sirve para contar la historia porque él mismo indica la dirección de la mirada. Por ejemplo, la presencia de la construcción eufemística daño colateral narra las responsabilidades de los actores de los conflictos armados desde la guerra del Golfo hasta hoy, la banalidad con que se invita a pensar la muerte de civiles, la banalidad con que se invita a pensar la muerte de civiles, la destrucción de ciudades enteras.

En un ensayo, el brasileño Emir Sader emplea la frase cementerio teórico para referirse a la descalificación de la teoría promovida por el neoliberalismo a partir de 1989. A esta postura ideológica, cercana al concepto del "fin de la historia", de Francis Fukuyama, la lengua inglesa la nombró con la sigla TINA (Theare Is No Alternative). El tecnicismo cementerio teórico tiene veinte años, pero se lo siente neológico, al menos en su difusión en el habla culta general y en la vigencia de lo que describe. Yendo un poco más lejos, la jerga oscura de los culturosos a los que alude Juan Bedoian (véase recuadro), ¿no es una forma más de descalificar la teoría bajo una aparente exaltación? Se simula comunicar, se simula saber. Entonces no hay comunicación, no hay conocimiento. El lector queda excluido. Y, sí, como la palabra mayo.

Clases de nuevas palabras
Desde un punto de vista lingüístico, los neologismos podrían clasificarse con estos parámetros:

Palabras nuevas

partusa, partuza; partucero, ra partusa o partuza. f. Argentina y Chile. Coloquial. Fiesta descontrolada en la que se practica el sexo grupal, se bebe mucho alcohol y se consumen drogas. La palabra se está difundiendo en otras regiones hispanoamericanas y en España. partucero, ra. Adjetivo. Argentina y Chile. Coloquial. Se dice de la persona que suele organizar partuzas o asistir a ellas.

Palabra nueva formada por
derivación de una existente

botinera. De botín, calzado deportivo muy resistente. Adjetivo. Argentina. Se dice de la mujer que suele entablar relaciones amorosas con jugadores de fútbol famosos. Se usa también como sustantivo femenino. "Donde hay un jugador de fútbol exitoso, hay plata (dinero), fama y detrás de eso, una botinera."

Revisitar. Verbo transitivo. En crítica literaria, analizar o recrear obras del pasado, o las posturas de sus autores, desde nuevas perspectivas.

Palabra nueva originada en un acortamiento

Argento, ta. Adjetivo. Argentina. Coloquial. Propio de los argentinos. Se usa más en la locución verbal ser muy argento. // m. y f. Argentina. Coloquial. Natural de la Argentina. Es forma abreviada de argentino, na. "Last but not least, es muy *argento* (como te gusta decir) eso de minimizar el trabajo y el mérito ajeno."; "La pieza retrata la sociedad menemista de los 90, que va a Miami de vacaciones. De formas muy *argentas*, es una familia brutal" (Luis Ziembrowski, actor).
Celu. Sustantivo masculino. Teléfono celular, aparato portátil de telefonía móvil. La voz es un acortamiento de celular.
Emo. adj. Se dice de la subcultura de los emos. Usado también como sustantivo. Emos. pl. Tribu urbana de jóvenes angustiados, hipersensibles, tendencia a autolastimarse, que suelen vestir de negro. Viene del inglés emos, abreviatura de emotional.

Palabra compuesta con otras existentes

Cuidacasas. Adjetivo. Argentina. Se dice de la persona que, a cambio de un monto voluntario de dinero, se ofrece para vigilar una casa transitoriamente. Se usa como sustantivo de género común a los dos sexos (un cuidacasas, una cuidacasas).

Prestanombre. Adjetivo. Argentina. En la jerga policial, es la persona cuyo nombre utilizado otra para realizar un acto delictivo. Usado como sustantivo de uso común a los dos géneros.

Acepción nueva

Campo (el). Figurado. Conjunto de entidades representativas de la actividad agroganadera. "El campo debe cambiar el modo de la protesta y no porque lo diga Kirchner."

Pochoclero, ra. Adjetivo. Argentina. Coloquial. Despectivo. Que corresponde a la cultura propia de quienes dan preeminencia al consumismo y siguen fielmente las tendencias de la moda; de rebaño.
Tóxico, ca. Adjetivo. Dicho de un crédito, especialmente hipotecario, que difícilmente pueda ser cobrado.

Forma compleja nueva
(algunas locuciones)

Echar flit. Locución verbal. Argentina. Coloquial. Rechazar o apartar a alguien abiertamente de un proyecto, cargo, o de cualquier tipo de intervención en un asunto. Neologismo. Flit (marca registrada) es el nombre de un matamosquitos que se echaba con una máquina de rociar hace muchos años.

Faltarle a alguien un jugador. Locución verbal. Argentina. Coloquial. Figurado. Ser muy poco inteligente. // Coloquial. Figurado. Argentina. Estar un poco loco, corto de entendederas. Esta expresión neológica, de la que parece no haber todavía suficiente documentación en textos literarios o periodísticos ni en obras de lexicografía, es una metáfora basada en una realidad del deporte: cuando un equipo compite con un jugador menos, se halla en desventaja frente a su contrincante. 1. Sentido recto: "A Simeone le falta un jugador." 2. Uso metafórico: Respuestas a una pregunta hecha en un foro: "He's one can short of a full six pack: ¡¡Hola!! Tengo que traducir un texto donde aparece esta expresión, sé que es una forma canadiense de decir que alguien está loco, pero querría saber la traducción literal y no sé como unir «can» con «short». «Tiene una lata del pack de 6»". Respuesta: "1) Le falta una lata para completar el paquete de seis de la bebida. 2) Es algo corto de entendederas.3) [....] En Argentina decimos: «le falta un jugador...»"


viernes, 20 de marzo de 2009

Pierre Bayard. "¿Se puede aplicar la literatura al psicoanálisis?" (Paidós, 2009)

¿Se puede aplicar la literatura al psicoanálisis? propone una inversión de la tradicional ecuación del psicoanálisis aplicado, que recurre a modelos constituidos para leer las obras literarias, y presenta un método llamado literatura aplicada al psicoanálisis. Este método busca en las obras y en sus representaciones singulares de la vida psíquica elementos que permitan construir nuevos modelos. En efecto, de Homero a Chrétien de Troyes y de Shakespeare a Proust, los escritores han propuesto diferentes hipótesis sobre el ser humano y su psiquis que no se confunden con las del psicoanálisis. En sus creaciones se pueden observar las más variadas formulaciones acerca de la conducta y la esencia del hombre. Entonces, ¿por qué interpretar sus obras por medio de una teoría externa?, ¿por qué no tomar en serio su capacidad de pensar lo que se nos escapa, prolongando sus intuiciones y dando forma a las teorías originales que ellos esbozan? Es cierto que esta vía no tiene demasiadas oportunidades de resultar exitosa. Pero si este proyecto se revela imposible por una serie de razones que se detallan rigurosa pero humorísticamente en el libro, un trabajo de reflexión sobre un método inoperante –cuando generalmente se privilegian sólo los métodos eficaces– permite estudiar con precisión las restricciones que la crítica ejerce sobre el texto y las dificultades que encuentra, pero también sus motivaciones inconscientes y su núcleo de delirio. Permite, en una palabra, interrogar el acto de lectura, lo cual nos pone de lleno en el campo de la significación, campo afín a todas las ciencias del hombre.

jueves, 19 de marzo de 2009

Ernest Jones. "Temor, culpa y odio" (leído el 27 de julio de 1929 en el XI Congreso Internacional de Psicoanálisis, realizado en Oxford)

Lacan comenta este artículo de Jones, en el Seminario La Etica del Psicoanálisis”, clase del 29 de Julio, "Las Metas Morales del Psicoanálisis". Dice: "Tomen por ejemplo ese artículo, por lo demás excelente en todos los puntos, de Jones sobre Odio, culpa y temor; donde muestra la circularidad, que no es absoluta, entre estos términos. Les ruego lo estudien pluma en mano...". En relación a estos tres términos, mas adelante dice: "Para el hombre del común, en la medida en que el duelo del Edipo está en el origen del superyo, el doble límite, de la muerte real arriesgada a la muerte preferida, asumida, al ser-para-la-muerte, sólo se le presenta bajo un velo. Ese velo se llama en Jones el odio."

I

Todo el que haya intentado descifrar las complicadas relaciones que existen entre dos cualesquiera de las actitudes emocionales del acápite, convendrá conmigo en que el problema ofrece dificultades excepcionales. Espero, con todo, que las reflexiones que se expondrán a continuación habrán de contribuir en alguna medida a dilucidar por lo menos la naturaleza de esa complejidad, facilitando así la aproximación a los problemas más fundamentales que yacen detrás de ésta. Según lo observamos en nuestra diaria práctica analítica, conseguir por lo menos que los problemas sean formulados con claridad no constituye, por cierto, la parte menos difícil de la tarea. ni tampoco la menos importante.

Consideremos primero los aspectos más puramente clínicos de estas relaciones. El núcleo del problema se hace bien pronto evidente: es que existe una curiosa serie de formaciones estratificadas, relacionadas la una con la otra: relación que consiste a menudo en una reacción. Esto es aplicable a cada una de las actitudes emocionales en cuestión, de modo que es posible encontrar a una de ellas en un nivel dado de la mente, a otra en otro nivel más profundo, nuevamente a la primera en un nivel más profundo todavía que la anterior, y así sucesivamente. Es esta estratificación la que hace tan difícil establecer cuál es el primario y cuál el secundario de dos grupos cualesquiera. Para decirlo en términos más dinámicos, es la compleja serie de reacciones recíprocas existentes entre estas actitudes, la que hace difícil determinar cronológicamente sus relaciones evolutivas.

Permitidme ahora que ilustre estas generalizaciones. Si nos hallamos en presencia de un enfermo que padece de una neurosis de temor, en cualquiera de sus formas, o de “ansiedad morbosa", fijada o no, sabemos por experiencia que también debe hallarse presente sin duda la culpa. A veces resulta fácil demostrarlo, otras en cambio sumamente difícil; pero sabemos que si el análisis es conducido en forma consecuente, la verdad de dicha proposición habrá de quedar demostrada. No sostengo de manera abstracta que el temor no pueda existir independientemente de la culpa, pero sí habré de sostener que el temor que se observa clínicamente, es decir, la neurosis en la que el temor constituye uno de los síntomas, oculta siempre tras de sí a la culpa. Según lo observara ya hace mucho tiempo Shakespeare, "es así que la conciencia hace cobardes de todos nosotros". El asunto no es tan sencillo, sin embargo. No puede ser que una reacción emocional, tan antigua desde el punto de vista filogenético como lo es el temor, dependa exclusivamente, o sea generada, por otra de adquisición tan reciente como la de la culpa, cuya existencia misma (al menos en su forma plenamente desarrollada) es dudosa en todo otro animal que no sea el hombre. Tenemos aquí un ejemplo de cómo la cultura biológica del investigador puede llegar a servir de freno a la investigación clínica, previniéndonos contra la posibilidad de extraviamos. Nuestro escepticismo, en efecto, se verá confirmado si practicamos una investigación analítica aun más profunda, especialmente de las primeras etapas de la evolución infantil, la cual nos ofrecerá abundantes pruebas de que la culpa proviene a su vez de un estado anterior de temor. Y vale la pena recordar, a este respecto, que aquélla puede hallarse oculta en capas extraordinariamente profundas. Puede ocurrir que el enfermo haya llegado hasta tal punto a expresar sus conflictos inconscientes de culpa en términos de temor consciente, a convencerse tan completamente de que sus dificultades provienen del temor y nada más que del temor, que sean necesarios años de análisis antes de que pueda hacer consciente la culpa oculta. Si no fuera porque este procedimiento no resuelve necesariamente por sí solo el problema terapéutico, bien podría el analista, una vez que le pone fin, descansar de sus afanes, satisfecho de haber hallado plena respuesta al problema de la génesis de la fobia, a saber, que ésta se origina en la culpa.

Parecida estratificación es dable observar en el caso del odio. Este es uno de los disfraces más comunes de la culpa, y es fácil comprender la manera como funciona. El odio hacia alguien implica que esa persona, por su crueldad o falta de benevolencia, es el causante de nuestros sufrimientos; es decir, que éstos no son autoinfligidos o debidos en modo alguno a nuestra culpa. Se logra de ese modo desplazar toda la responsabilidad y el sufrimiento producidos por el sentimiento inconsciente de culpa, sobre la otra persona, la que es cordialmente odiada en consecuencia. Este mecanismo, desde luego, es bien conocido en la situación de la transferencia. Sabemos que detrás del mismo se oculta siempre la culpa, pero la prosecución del análisis nos demostrará, según mi opinión, en todos los casos, que el sentimiento de culpa depende a su vez de una capa aun más profunda y completamente inconsciente de odio, que difiere notablemente del odio de la capa superior en cuanto no es egosintónico.

En la última de las tres combinaciones posibles, o sea la del temor y el odio, se observa la misma cosa. El odio, especialmente en sus formas más atenuadas de mal humor, irritabilidad e ira, constituye con bastante frecuencia un disfraz o una defensa contra un estado oculto de aprensividad. Esto puede ocurrir en forma crónica, como en los casos de sujetos de carácter desagradable o irritable, o en forma aguda, como ocurre cuando una alarma súbita provoca una explosión de ira y no de pánico. Tenemos, sin embargo, motivos para pensar que el temor subyacente rara vez existirá, si es que existe, a menos de que haya una capa aun más profunda de odio, del mismo tipo egodistónico que se mencionó hace un momento.

En los tres casos citados, pues. no es difícil demostrar la presencia de tres capas, de las cuales la primera y la tercera son de la misma naturaleza. En uno de dichos casos el temor constituye la capa más profunda-, en los otros dos la constituye el odio. Pero no hemos hecho hasta aquí sino abordar el problema, pues el estado de cosas que se ha descrito sólo nos demuestra la naturaleza de la complejidad que encierra aquél, pero nada nos dice acerca de las relaciones cronológicas o etiológicas definitivas. Para esto se necesita un análisis más profundo, a cuyo efecto será más sencillo considerar esta vez por separado a cada una de las tres actitudes emocionales. Comenzaremos por la del odio, pues parece ser la menos complicada de las tres.

II

Hemos visto cómo diversas manifestaciones del impulso del odio pueden encubrir tanto a la ansiedad como a la culpa, aunque hay motivos para suponer que, en todos esos casos, existe debajo de estas últimas otra capa aun más profunda de odio. Es sumamente probable que la más superficial de dichas capas derive de la más profunda, lo que permitiría considerarla, desde cierto punto de vista, como una irrupción de aquello que había sido reprimido. Desde luego que no se trata de una simple irrupción, pues existen varias diferencias notables entre arribas manifestaciones, como ser el fin al cual se dirigen, las condiciones en que surgen, etc. Entre dichas diferencias, la más importante es sin duda la de las relaciones con el yo. La capa que hemos llamado superficial (es decir, consciente) alcanza en la mayoría de los casos y por lo menos en el momento en que se la experimenta, un extraordinario grado de egosintonicidad. Pocas son las emociones de la vida capaces de producir en el sujeto una convicción tan intensa de contar con la razón de su parte, o que lleven aparejadas un sentimiento tan absoluto de autojustificación, como la de la cólera; tales sentimientos alcanzan su cenit en el estado denominado de justa indignación. Muy distinta cosa ocurre, por definición, con la capa de odio más profunda e inconsciente. Si intentamos reconstruir ahora las relaciones precisas que existen entre ambas capas, arribaremos a las siguientes conclusiones: el odio primario representa probablemente la reacción instintiva del niño, generalmente en forma de ira, ante la frustración de sus deseos, especialmente los libidinales.

Este impulso “reactivo" primario se fusiona comúnmente con el componente sádico de la libido, para constituir lo que clínicamente denominamos sadismo. El sobreponerse al objeto frustrador suministra pues dos fuentes de satisfacción erótica: la originaria, previamente frustrada, y la puramente sádica. Más adelante, sin embargo, el sentimiento de culpa turba a esta última satisfacción. La reacción secundaria y consciente de odio constituye un intento de entendérselas con la impotencia que aquélla ha causado. El método a que recurre el sujeto para rebelarse contra la culpa, consiste en proyectarla hacia el exterior y en identificar al agente prohibitivo con otra persona, la que luego es identificada a su vez con la persona frustradora primitiva, en relación con la cual surgiera originariamente el sentimiento de culpa. Es en este sentido que podemos calificar a la capa secundaria de odio, de regreso de lo reprimido, pero dicho regreso se halla estrictamente condicionado por la creación de una fantasía en la que la otra persona se encuentra en falta, o por un comportamiento tal del sujeto frente a la realidad, que tenga por resultado esa misma situación.

Es curioso, y parece paradojal, que se pueda aliviar la culpa exhibiendo precisamente aquello (el odio) que fué la causa generadora de la culpa misma. Nos hallamos familiarizados en psicología con el principio del talión, y con la justeza con que se adapta el castigo al crimen. Tenemos aquí un ejemplo de un principio muy similar, que podríamos denominar "principio isopático” (2) según el cual la causa cura el efecto. Si el odio produce sentimiento de culpa, entonces éste sólo podrá ser extirpado por medio de más odio, o por un odio demostrado de otro modo.(3) El ejemplo más notable de este fenómeno lo constituye la idea, en parte real y en parte ilusoria, a la que se aferran todos los neuróticos, de que el amor constituye la única cura para la culpa y que sólo conseguirán librarse de su sufrimiento persiguiendo y logrando que se les permita perseguir una meta sexual. La idea se compone de una trivialidad redundante (“si me siento libre y se me aprueba en una situación sexual, no sentiré culpa"), y de una ilusión, que consiste en creer que la privación o la frustración deben necesariamente significar culpabilidad.

Puedo citar otro ejemplo de este principio isopático, que guarda además estrecha relación con el lema de que aquí nos ocupamos. En un trabajo anterior acerca del Origen y estructura del superyó, insistí sobre la naturaleza esencialmente defensiva de la culpa, y sobre el hecho de que ésta es generada con el fin de proteger a la personalidad de la privación, que aquélla interpreta característicamente como frustración (producida por el padre, por ejemplo).

Ahora bien, es dado observar clínicamente en las neurosis, y siempre en la situación de transferencia, que esta culpa se manifiesta principalmente bajo la perspectiva indirecta de la proyección, las funciones prohibitivas, condenatorias y frustradoras del agente que provoca el sentimiento de culpa, o sea el superyó, se reflejan en la imagen que el enfermo tiene del analista. Pero además, y por poco desarrolladas que se hallen las tendencias al autocastigo, es de esperar que el enfermo provocara al mundo exterior (substitutos paternos) a fin de recibir castigos. Fácil es ver que el enfermo hace esto con el objeto de disminuir su sentimiento de culpa, pues al provocar el castigo externo atenúa en parte la severidad del interno (autocastigo). Advertimos aquí tres estratos, muy parecidos a los otros tercetos mencionados más arriba: primero, el temor al castigo externo (por ejemplo las manos del padre); luego la culpa y el autocastigo a fin de proteger la personalidad de castigo externo (o sea, el mismo método de la penitencia religiosa); y finalmente la provocación del castigo externo, que es una forma disfrazada del castigo originario, a fin de proteger a la personalidad de la severidad de las tendencias al autocastigo. ¡Se invoca al padre a fin de que salve al sujeto de aquello que a su vez le salvó del padre! Lo mismo que en la terapia de la vacuna, la enfermedad es curada por medio de una dosis de su propia causa, y tal como en aquélla, el éxito de la cura depende de que se pueda dosar a voluntad el agente morboso. La última parte de esta excursión, que espero nos ayudará en nuestras consideraciones ulteriores, nos conduce al segundo de nuestros temas, a saber, el de la culpa. Creo que, en general, los analistas convendrán conmigo en que la observación clínica y analítica demuestra que el sentimiento de culpa es la más oculta (aunque no necesariamente la más profunda) de las tres actitudes emocionales que estamos considerando. Mi experiencia me enseña que la conciencia humana tolera ya sea el temor, ya el odio, más fácilmente que el sentimiento de culpa. Un sentimiento de inferioridad o de general inmerecimiento es lo más que en ese sentido logra hacer consciente la mayoría de los enfermos, y su extraordinaria sensibilidad ante la sola idea de la crítica permite inferir que el riesgo de reconocer en forma real (y no tan sólo verbal) que se hallan en falta, constituye una formidable amenaza para su personalidad. Esta intolerancia varía mucho, desde luego, según las distintas personas, y tengo la firme impresión de que uno de los factores principales de que depende dicha variación es el de la fuerza del sadismo existente. Si esta observación resultara correcta (4) –es decir, si la intolerabilidad del sentimiento de culpa se hallara en relación directa con la ferocidad del sadismo presente– no se podría en ese caso dejar de relacionarla con la opinión de Melanie Klein, de que la génesis del superyó debe buscarse en la etapa sádica de la evolución, más bien que en la fálica. A este respecto es necesario preguntarse: ¿puede surgir el sentimiento de culpa únicamente, como una manera de entendérselas (defendiéndose de ella) con la ansiedad primaria de la libido insatisfecha? En caso contrario, ¿se halla siempre asociado inevitablemente el sentimiento de culpa con el impulso del odio? Por mi parte me inclino a dar una respuesta afirmativa a ambas preguntas, pero con la salvedad importante de que con ellas estamos aludiendo a dos fases del desarrollo de la culpa. En el primer caso no sería realmente correcto hablar de culpa en su sentido pleno: se requiere alguna otra expresión, como pudiera ser, por ejemplo, la de etapa “prenefanda” de la culpa. Dicha etapa debe asemejarse estrechamente al proceso de la inhibición y el renunciamiento; la fórmula parecería ser la categórica de "no debo hacerlo porque es intolerable”. Se trata con ello de evitar la ansiedad primaria, pero la situación se vuelve más complicada cuando se comienza a establecer una relación objetal. Entonces el sadismo, combinado con la cólera de la frustración, irrumpe a la superficie; el amor hacia la otra persona (5) entra en conflicto con el temor al castigo de parte de ésta (castración y alejamiento de la persona amada), y queda así constituida la segunda etapa, la de la culpa, en su pleno desarrollo. Aquí la fórmula sería: “No debiera hacerlo porque está mal y es peligroso”. El amor, el temor y el odio (6) son todos igualmente necesarios a este desenlace, de modo, pues, que no sería equivocado decir que el superyó es un compuesto de esos tres elementos, constituyendo su peculiaridad la de volver internas las actitudes que antes se dirigían hacia el exterior. Según se observó anteriormente, no hay duda de que la función autopunitiva de la culpa se halla destinada a proteger al individuo del riesgo del castigo exterior, tal como ocurre con la penitencia religiosa.

Es a esta altura de la exposición que tropezamos con el primero de los problemas fundamentales. ¿Cómo explicar el hecho de que el proceso destinado a proteger a la personalidad de una situación intolerable, que a los fines de esta exposición podemos definir como el temor provocado por el odio, se vuelva intolerable a su vez hasta el punto de que, en defensa propia contra esta salvación, el sujeto recae precisamente en las actitudes del temor y el odio de las cuales se le estaba protegiendo? ¿Cómo pueden ser aquéllas, al mismo tiempo, más intolerables y menos intolerables que la culpa? La única explicación posible es la de que debemos estar confundiendo dos cosas distintas, bajo una misma denominación de culpa. Yo sugiero que esas dos cosas no son sino las dos etapas indicadas anteriormente: la del renunciamiento y la del autocastigo respectivamente. Si fuera efectivamente así. sería de esperar que existiera entre ambas una especie de correlación a la inversa. Existen numerosas pruebas en apoyo de esta suposición, y Reik y Alexander llegan hasta a ver en la tendencia al autocastigo una manera de liberar al sujeto de la necesidad del renunciamiento. Aquél se castiga a fin de procurarse la condición necesaria para la obtención de la indulgencia. Debe recordarse asimismo, tal como se insinuó anteriormente en este trabajo, que el temor y el odio que aparecen secundariamente se hallan lejos de ser idénticos al temor y el odio de las capas más profundas. En cierto sentido aquellos son mucho más artificiales que éstos: el peligro del castigo externo a que de ese modo se expone el sujeto, por ejemplo, rara vez es serio, al menos si se le compara con la implacable realidad que el peligro originario representa para el inconsciente. El temor y el odio secundarios son, en una palabra, mucho más egosintónicos que los de las capas primarias, y se hallan en mucho mayor grado bajo el control y la regulación del yo.

Debemos considerar ahora el tercero y último tema, a saber, el del temor. (7) Comencemos por formular una pregunta: el temor (a un daño) ¿implica siempre la idea de represalia?, o dicho de otro modo ¿implica siempre una actitud previa de odio y hasta de culpa? Teóricamente no habría razón alguna para que así fuera, y en el caso de muchos animales, los conejos (8), por ejemplo, tal suposición parecería bien gratuita por cierto. Sin embargo, si nos atenemos a nuestras comprobaciones clínicas, y al menos en lo que respecta a todas aquellas edades posteriores a la más tierna infancia del sujeto, no tenemos más remedio que reconocer que jamás encontrarnos al uno sin el otro. de modo que tenemos forzosamente que postular la presencia del odio, y también probablemente de la culpa, cada vez que tropezamos con el temor. Quizá se deba esto a la rapidez con que la simple carencia llega a significar para el sujeto privación y frustración, provocando en consecuencia la cólera y el odio. Si la privación resulta demasiado difícil de sobrellevar y conduce al temor, podemos estar seguros de que en la práctica encontraremos también odio y culpa. Esta observación clínica no prueba, sin embargo, que la ansiedad temprana sea secundaria con respecto al odio o la culpa, como parece serlo a menudo en las capas superiores de la mente. Todas las pruebas, por el contrario, y en especial la constituida por el análisis de niños, demuestran que la ansiedad antecede a la culpa y el odio.

Arribando ahora el tema del temor mismo, el primer problema consiste en distinguir entre el temor a un peligro externo, acontecimiento proveniente de fuera, y el temor al peligro interior, que surge debido al planteamiento de determinada situación interna. No hay duda de que el hecho de no haber sabido apreciar esta diferencia, ha retardado considerablemente nuestros progresos en el pasado.

Dicha circunstancia ha sido expuesta con tanta claridad por Freud y en su Hemmung, Symptom und Angst, que sólo necesito aquí refrescaros la memoria citando un párrafo de dicha obra (pág. 120): “Atribuimos así dos fuentes de origen a la ansiedad que aparece después de la primera infancia. Una de ellas era involuntaria, automática y debida siempre a causas económicas, y surgía cada vez que venía a establecerse una situación análoga a la del nacimiento. La otra era producida por el yo ante la sola amenaza de una situación de esta clase, con el propósito de evitarla”. Nuestros enfermos nos suministran a veces una indicación consciente de este estado de cosas, al decimos que “tienen miedo del temor”, o “miedo de tener miedo”.

Antes de dedicarnos a inquirir la naturaleza y función de la reacción del temor y la ansiedad, conviene que tengamos una idea clara de la naturaleza del peligro que los provoca. Freud (op. cit., pág. 126) da el nombre de “situación traumática", caracterizada por un estado absolutamente indefenso y de una gran vaguedad e imprecisión acerca del objeto del miedo, a aquella en que el sujeto se ve impotente para enfrentarse con una masa de sobreexcitación a la que no puede suministrar descarga alguna. Se trata evidentemente de la situación primordial, aunque el sujeto cree que ella puede repetirse más tarde, creencia que ocurre especialmente en los casos de neurosis de ansiedad somática. Al típico temor de la psiconeurosis, Freud lo denomina en cambio “situación de peligro”, en la cual la ansiedad es provocada de intento por el yo a fin de prevenir a la personalidad de la posible proximidad de la situación traumática, y de la conveniencia de tornar las precauciones necesarias para evitarla. Estas dos situaciones se corresponden, evidentemente, con los peligros que hemos denominado externo e interno respectivamente. Freud insiste en que el temor que se comprueba en la psiconeurosis es siempre el temor a una intervención externa; y que si el impulso libidinal viene a resultar en definitiva una fuente de peligro, no es porque lo sea en sí mismo sino a causa de la intervención que dicho impulso puede provocar (op. cit. S. 67). Existen, al parecer, dos maneras fundamentales en que puede expresarse el peligro externo. y ya veremos cómo ambas conducen al restablecimiento del peligro primario e interno. O bien el objeto capaz de suministrar satisfacción al impulso (la madre en el caso del niño varón) le es retirado al sujeto, o bien uno de los progenitores (en este caso el padre) amenaza con quitarle el órgano necesario para dicha satisfacción. En cualquiera de los dos casos el resultado es el mismo: en el primero se crea en forma directa un estado de privación, en el segundo se lo crea en forma indirecta, impidiendo la satisfacción. Pero la palabra privación no es sino una denominación más de la situación traumática originaria, que consiste en la intolerable tensión libidinal consiguiente al bloqueo de la carga eferente. Podemos, pues, decir que el peligro a que alude Freud cuando habla de la Kastrationsangst des Ich (op. cit.. pág. 40), consiste en que el yo pierda su capacidad u oportunidad de obtener satisfacción erótica. El temor se refiere a que la excitación de aquella parte de la libido que no puede, o a la cual no se le permite, obtener satisfacción, llegue a interferir a la parte que sí puede obtenerla. En otras palabras, la libido no egosintónica representa un peligro para la que lo es. Se puede expresar esto clínicamente como un temor directo a la impotencia, pero el caso más interesante es aquel en que el temor se refiere a la posibilidad de pérdida de la personalidad misma, de que se entorpezca la satisfacción de los ideales más elevados o los placeres más laudables del sujeto. El análisis demuestra que éstos representan sublimaciones imperfectas de los deseos incestuosos mismos; pues constituyen el núcleo de la carga narcisística del yo. Es por eso que lo mismo se puede decir que el peligro en cuestión amenaza al yo, como que amenaza a la libido. En rigor la amenaza se dirige a la posesión de libido por parte del yo, a la capacidad de éste para lograr satisfacción libidinal, de naturaleza ya sea sensual, ya sublimada.

Esto es, precisamente. lo que deseaba indicar al utilizar la palabra "afánisis". Algunos colegas han expresado su sorpresa de que yo, que siempre había insistido sobre la naturaleza concreta del inconsciente y especialmente en lo que se refiere al simbolismo, describiera ahora a una parte de su contenido por medio de semejante término abstracto tornado del griego. Mis razones para hacerlo fueron dos. En primer lugar, encuentro necesario insistir sobre el carácter absoluto de la cosa temida, cosa que es a veces de efectos más amplios y completos que la castración, si atribuimos a esta palabra su debido significado. Muchos hombres, en efecto, son capaces de renunciar al pene, aun en su inconsciente, pues otras zonas eróticas vienen a substituirlo, en cuanto a las mujeres. la significación personal de ese miembro es casi enteramente secundaria. El peligro final de que nos estamos ocupando se refiere a todas las formas posibles de la sexualidad: no solamente a las prohibidas e inaccesibles, sino también a las egosintónicas y a las sublimaciones de las mismas. Dicho peligro significa el aniquilamiento total de la capacidad de satisfacción sexual, ya sea directa o indirecta, asunto que tendremos que recalcar nuevamente cuando consideremos la situación traumática primaria. En segundo lugar el término en cuestión trata de representar nuestra descripción intelectual de un estado de cosas que no tiene contrapartida ideativa alguna, consciente o inconsciente, en la mente del niño. Se trata, pues, de algo muy distinto de una interpretación analítica del inconsciente en el sentido usual. En la neurosis de ansiedad, por ejemplo, existe según Freud la creación automática de un estado emocional de ansiedad, más bien que un estado de temor producido por la idea, consciente o inconsciente de peligro específico alguno.

Sea esto exacto o no tratándose de la neurosis en cuestión (y me parece bastante probable que lo sea), debemos reconocer que en lo que respecta a la infancia tiene que serlo necesariamente, ya que ese período antecede a todo pensamiento ideativo. No me refiero únicamente a la situación del nacimiento en sí, repecto de la cual tanto hay aún de dudoso, sino al período de muchos meses de duración que le sigue, en el cual se puede observar un estado que podríamos llamar de ansiedad primaria preideativa (Urangst). Es sólo más tarde, cuando la situación comienza a manifestarse exteriormente y la ansiedad es creada por el yo como una “señal" (Freud) destinada a dar la alarma, que podemos hablar de temor ideativo, que poseerá entonces generalmente una referencia específica.

Despejado ya en parte el terreno referente al “peligro", podemos pasar ahora a considerar más de cerca al temor mismo, lo que nos lleva a la "situación traumática” primaria. Pocas dudas caben acerca de que, tal como insistiera Freud desde un principio, esta ansiedad temprana se relaciona en forma absolutamente directa con la situación de la simple privación libidinal. Decimos que “se relaciona"; pero sin embargo la naturaleza precisa de esa relación constituye al segundo de los problemas fundamenta-

les con que tropezamos en el curso de las presentes consideraciones, y uno de los más intrincados de toda la materia psicoanalítica. Durante muchos años expresé la opinión de que la fórmula de Freud de la conversión en ansiedad de la libido reprimida, era insostenible tanto desde el punto de vista psicológico como desde el biológico, y él mismo la ha retirado recientemente (op. cit., pág. 40) aunque todavía formula una reserva respecto de la ansiedad primaria automática o sin objeto (op. cit., págs. 41, 88). Se plantea pues la cuestión de si el conocido significado biológico del instinto del temor (consistente en una reacción defensiva), junto con la significación, enteramente defensiva también, de la ansiedad “señal” de las psiconeurosis, no nos debieran impulsar a ensayar la validez de igual solución en el caso de la ansiedad primaria. En cuanto a la situación en sí, es posible definirla como la de desamparo frente a una tensión libidinal intolerable, para la cual no existe descarga alguna a mano, ni alivio, ni satisfacción. Freud habla de “la falta de satisfacción de una tensión creciente debida a la necesidad, contra la cual el sujeto es impotente” (op. cit., pág. 82), y dice que la verdadera médula del “peligro" consiste en la “acumulación de cantidades de estimulación”, de las cuales es necesario desembarazarse" (op. cit.. pág. 83). ¿Es posible desentrañar la situación más allá de esto? ¿Por qué razón es intolerable la tensión aludida, y en qué sentido es que resulta alarmante? El efecto evidentemente inhibitorio de la ansiedad representa alguna forma de defensa contra esa cosa intolerable, cualquiera que ella sea, o se trata simplemente de una consecuencia, que podríamos llamar mecánica, de la sobreexcitación bloqueada? Yo creo que se trata de las dos cosas. Si consultamos la ciencia afín de la fisiología –y creo que estamos justificados en hacerlo, tratándose de una región preideativa tan profunda advertimos que una situación similar, que es posible provocar experimentalmente como es natural, termina con el agotamiento de la estimulación misma. El hombre hambriento deja de sentir hambre cuando pasa mucho tiempo sin alimento, los expertos del ayuno son, probablemente, personas que pueden resistir mejor que la mayoría la etapa inicial de excitación, llegando así a la de anestesia gástrica. Pero tratándose de la libido, eso equivaldría al aniquilamiento total de la misma. Desaparecería toda posibilidad de funcionamiento erótico, y para siempre, desde el punto de vista subjetivo. Es posible que sea contra este estado final de afánisis, que corresponde exactamente al producido por el peligro externo, según se explicó anteriormente, que constituye una defensa la ansiedad primaria.

Existen otros dos puntos de vista que creo podrían arrojar luz sobre este problema. Si examinamos los fenómenos que constituyen la ansiedad, descubrimos que, según lo he descrito en detalle en otro lugar (9), tanto los mentales como los físicos pueden ser divididos en dos grupos: el de la inhibición y el de la sobreexcitación, respectivamente; el contraste entre la distribución de la secreción salivar y el aumento de la orilla, sirve para ilustrar el punto. Esto, algo debe de significar. Una segunda consideración la constituye la siguiente sugerencia, que no es sino la prolongación de la idea que ya insinuamos, de que quizás fuera posible demostrar que aun la ansiedad primaria posee, si no un propósito en el sentido psicológico del término, cuando menos una función que realizar. Nada tendría de extraño que el yo, en la situación verdaderamente desesperada en que se encuentra, hiciera todos los esfuerzos imaginables por aliviarla. Yo sugiero que esos esfuerzos se pueden dividir en dos grupos, que no coinciden exactamente con los otros en que se dividen los fenómenos mismos, y que se indicaron más arriba. Dichos grupos son: 1) el constituido por los intentos de aislar al yo de la excitación. Estos representan las tendencias a la fuga del instinto del temor, que de tener éxito producirían un estado semejante al de la anestesia histérica, y deben representar los albores de lo que Freud denomina la represión primaria (Urverdrängung); 2), el constituido por los intentos de entenderse más directamente con la excitación misma, ya sea suministrándole vías limitadas de descarga o, en actitud más agresiva, amortiguando la excitación misma. El primero de estos grupos no requiere explicación ulterior, pero es necesario ampliar la del segundo. Muchos de los fenómenos de la sobreexcitación, como la excitación mental, la poliaquiuria, etc., deben suministrar cierto grado de descarga libidinal, y Freud ha sugerido (op. cit.. pág. 129, nota) que hasta la parálisis producida por la inhibición puede ser explotada en un sentido masoquístico. Esto nos recuerda la circunstancia, que no creo haya sido formulada en forma expresa, de que igual cosa se puede decir de todas las formas de mecanismos defensivos. Reik y Alexander, por ejemplo, han señalado de manera convincente que la culpa no solo produce el efecto de inhibir los impulsos prohibidos, sino que ha creado un mecanismo especial, el del castigo, por cuyo medio pueden éstos ser satisfechos, en cierta medida al menos. En la represión, que según lo ha señalado claramente Freud constituye una forma de defensa, se produce una filtración en los niveles inferiores pero también más accesibles, a los que ha retrocedido la libido. Hasta en la autocastración culpable, el sujeto obtiene el beneficio de actuar eróticamente en el plano femenino. En cuanto al proceso amortiguador, esencial a toda inhibición, lo considero como la primera etapa de ese renunciamiento que más tarde constituirá una parte esencial del proceso de transformación de los vanos deseos incestuosos, en actividades psíquicas más útiles. La importancia fundamental que reviste dicho proceso en la génesis de las neurosis, recibirá de nuevo, oportunamente, nuestra atención.

Si la concepción que acabarnos de proponer es válida, es necesario concluir que lo que el niño encuentra tan intolerable en la situación “traumática” primaria, el peligro frente al cual se siente tan indefenso, es la pérdida del control en lo que respecta a la excitación libidinal, su incapacidad para descargarla y para gozar con dicha descarga. Si la situación no es aliviada no podrá terminar sino en el agotamiento de una afánisis temporal, que sin duda será vista por el niño como una situación permanente. Todas las complicadas medidas de defensa que constituyen el material de nuestro estudio en el psicoanálisis, no son fundamentalmente sino intentos de eludir este desenlace. La ansiedad primaria, lo mismo que la ansiedad “señal” posterior, pertenece esencialmente a estas medidas de defensa. La represión, que según lo ha señalado Freud recientemente, pertenece también a la serie de las defensas, es una de las consecuencias de la ansiedad.

III

Sólo nos resta coordinar ahora las relaciones que subsisten entre el temor, la culpa y el odio, y formular las generalizaciones que parecen desprenderse de las reflexiones que acabo de exponer.

Hemos observado que se pueden distinguir dos etapas en la evolución de estas tres reacciones mentales. En el caso del temor existe primero el miedo afanísico primario, provocado por la intolerable tensión de la excitación no descargada, y luego, una vez que esta privación ha quedado identificada con la frustración externa. el temor "señal” a dicho peligro. En el caso del odio, existe primero la cólera producida por la frustración y luego el sadismo resultante de la sexualización del impulso del odio. Con la culpa ocurre primeramente lo que hemos, denominado inhibición prenefanda, cuya función es la de reforzar a la primera reacción de temor y que, en el hecho, apenas si se puede distinguir de esta última: y segundo la etapa de la culpa propiamente dicha, cuya función es proteger al sujeto de los peligros externos.

Se habrá advertido que sólo el temor y la culpa exhiben el fenómeno de la inhibición. Cuando ésta llega a convertirse en renunciación, emprendida con el objeto de desviar los deseos hacía direcciones más promisorias, el desenlace puede resultar satisfactorio. Quizás se deba a la ausencia de este elemento con la reacción odio-sadismo y también a que, por su misma naturaleza, dicha reacción tiende a provocar aún más el peligro externo, el hecho de que la misma tenga consecuencias tan infortunadas, tanto desde el punto de vista social como patológico (neurosis obsesiva, paranoia y melancolía). Clínicamente se la descubre, por lo común, como la única alternativa posible frente a la inhibición y la culpa, como una defensa o protesta contra éstas, pero también puede ocurrir lo contrario, es decir, que la inhibición y la culpa alternen entre sí como defensa contra los peligros del sadismo.

El punto crítico de todo el proceso lo constituye evidentemente aquel en que la situación interna se exterioriza, y la privación es igualada por la frustración. Debido simplemente a que de ese modo la situación es más accesible y fácil de influir, y representa una ayuda necesaria en la tarea de obtener el alivio representado por la satisfacción del deseo, el niño debe encontrar que el estado de cosas se ha modificado en su favor, aunque es cierto que entonces deberá hacer frente a los antiguos peligros bajo una nueva forma. En esa empresa la fantasía del progenitor severo desempeña un papel importante; más aún, indispensable. La exageración de los peligros externos amplifica las ventajas obtenidas con la exteriorización de la situación, y también, al desarrollar el superyó, está indicando ya la manera de solucionar las dificultades en su nueva forma. Así como las reacciones de la adolescencia son determinadas por las de la fase sexual infantil, también deben serlo las de la situación imaginaria externa (es decir la edípica) por las de la situación interna anterior. Así por ejemplo, cuanto mayor sea la ansiedad primaria, tanto

más se recurrirá a la imagen del progenitor estricto en la situación edípica. Cuanto más sádica haya sido la reacción primitiva, tanto más difícil resultará resolver la culpa de aquella situación, y así sucesivamente. Ello nos lleva a recalcar la importancia de las reacciones primeras. Resultó una revelación cuando Freud dejó establecida la verdad fundamental de que todo temor es, en definitiva, temor del progenitor, toda culpa lo es con respecto al progenitor; y todo odio es odio al progenitor. Estamos empezando a advertir, con todo, que aun estas actitudes tan tempranas deben tener a su vez una prehistoria, que según todas las probabilidades influye grandemente sobre ellas.

A fin de completar la lista de nuestras conclusiones, recordemos las consideraciones que propusimos al comienzo de este trabajo. Llamé allí la atención acerca de las diversas capas secundarias de defensa que encubrían a las tres actitudes del temor, el odio y la culpa, y señalé que las defensas mismas constituían una especie de “regreso de lo reprimido”. Hemos visto cuán profundas deben ser las capas primarias de estas actitudes emocionales, y también cómo se pueden distinguir dos etapas en la evolución de cada una de ellas. Las relaciones existentes entre las capas secundarias parecerían ser aproximadamente las siguientes. Cualquiera de estas actitudes primarias puede venir a resultar insoportable, y es así como se desarrollan a su vez reacciones defensivas secundarias que derivan, según se acaba de indicar, de alguno de los otros atributos. Puede ocurrir así que se desarrolle un odio secundario como medio de entendérselas con el temor o con la culpa, una actitud secundaria de temor (ansiedad “señal'), como medio de entendérselas con el odio culpable, o más bien con los peligros que éste acarrea, y aun en ocasiones, una culpa secundaria como medio de entendérselas con el odio o con el temor. Estas reacciones secundarias son, pues, de naturaleza regresiva, y cumplen las mismas funciones defensivas de todas las otras regresiones.

Vale la pena llamar la atención sobre el papel desempeñado por la libido en relación con las tres actitudes emocionales en cuestión. Cada una de ellas puede llegar a ser sexualizada. Con el temor existe el aspecto masoquístico de la inhibición paralizante y la descarga somática de la reacción de temor misma; con la culpa existe el masoquismo moral; y con el odio la aparición del sadismo. Freud ha comentado recientemente el hecho notable de que no estemos todavía en condiciones de dar respuesta satisfactoria al interrogante de por qué es que esta persona hace una neurosis, y la de más allá no. Estoy convencido de que el día en que podamos dar forma definitiva a esta respuesta comprobaremos que ella reside en la reacción del niño ante la situación “traumática" primaria, y en consecuencia ante el peligro edípico que más tarde surge de aquélla. La conclusión principal de este trabajo es la de que el temor, el odio y la culpa deben ser mirados como reacciones a esta situación primaria, y como medios de entendérselas con ella. El problema fundamental consiste, evidentemente, en hallar la manera de soportar un alto grado de tensión libidinal sin perder el control de la situación. Si el niño se siente indefenso hasta el punto de hallarse en peligro de caer en la afánisis espontánea del agotamiento, recurrirá a medidas desesperadas, corriendo entonces el riesgo de oscilar entre dos reacciones desfavorables. Puede ocurrir, por un lado, que cuente demasiado con la afánisis artificial de la inhibición y que ésta, a su vez, le haga perder el control de los deseos perturbadores al hacerle perder la posesión de los mismos, al hacerlos desaparecer. Puede ocurrir, por otro lado, que el niño tome la senda más fácil, consistente en desarrollar hasta un grado excesivo las reacciones defensivas del temor, el odio y la culpa; senda que conduce inevitablemente a la neurosis. Quizás fuera más exacto decir, no que el niño oscila entre estas dos soluciones, sitio que la primera es la primaria, y que el niño sólo adopta la segunda cuando aquélla ha fracasado. Esto explicaría la preponderancia de la reacción “todo o nada" tan característica de la neurosis grave, y el temor a la moderación que exhiben los neuróticos. Controlar o guiar un deseo, o mantenerlo en suspenso cuando es necesario, significa para el neurótico admitir que entre en juego la reacción de la culpa, que a sus ojos representa el único motivo concebible para controlar un impulso. Pero a esa reacción el neurótico le tiene un fundado temor, pues jamás ha aprendido la manera de controlar la tendencia inhibitoria que constituye la esencia de la reacción de la culpa, y en la cual se halla inherente el peligro de la afánisis artificial. Aquello mismo en que al principio buscara su salvación, se ha convertido para él en el mayor de los peligros.

Si el razonamiento que aquí se expone resulta confirmado, sus conclusiones deberán influir sensiblemente sobre los problemas prácticos de la terapéutica. La meta más difícil del análisis terapéutico consiste en inducir al enfermo a tolerar, primero la reacción de la culpa, y luego el odio y el temor que se ocultan debajo de ella. El principal obstáculo en ese sentido lo constituye la falta de confianza del enfermo en cuanto a su capacidad para controlar la tendencia inhibitoria, originariamente defensiva. La batalla está ya ganada a medias cuando comprende que existen otras razones, fuera de las morales, para refrenar la satisfacción de un impulso, y lo estará del todo cuando se dé completa cuenta de que su capacidad de restricción, en lugar de representar el peligro que siempre imaginara, es por el contrario lo único capaz de proporcionarle lo que busca, es decir, la segura posesión de su personalidad, especialmente de su potencia libidinal, junto con el autocontrol en el sentido más completo del término. Sólo entonces se hallará en condiciones de conducirse adecuadamente frente a la realidad, tanto interior y propia, como del mundo exterior.

Primera publicación en The International Journal of Psycho-Analysis. Vol X, 1929. En 1947, fue publicado por la Revista de Psicoanálisis editada por la Asociación Psicoanalítica Argentina, cuya traducción reproducimos (Vol. V, N° 3, Año 1947-1948)