lunes, 29 de noviembre de 2010

PABLO PEUSNER. "Los juguetes del analista"


Con cierta frecuencia algún joven analista dispuesto a no retroceder ante los niños me pregunta con qué tipo de juguetes debería equipar su consultorio. En realidad –y debo esta intelección a una muy temprana indicación de Lacan en su Discurso de Roma– en tales ocasiones me están preguntando qué tipo de juguetes tengo yo en mi consultorio. Seguramente no se trata de un dato secreto: no encuentro motivos serios para fundamentar reticencia alguna sobre el tema. Sin embargo, esta pregunta enmascara otras que, con toda probabilidad, resultarían de mayor provecho si se formularan: ¿qué tipo de juguetes debe ofrecer un psicoanalista en su consultorio? ¿Se trata de una regla técnica o de una cuestión de gusto? ¿Hay un listado de esos juguetes con valor universal tal que, el hecho de tenerlos en el consultorio, garantizara un quehacer psicoanalítico? ¿Qué es y qué representa un juguete?

La lista de estas preguntas es enorme, tanto que fácilmente podría uno perderse intentando seguirlas y anudarlas. No obstante, la excusa es buena para reflexionar un poco y revisar ciertas lecturas que podrían acompañar el recorrido. Se tratará de lecturas caprichosas (fundamentalmente porque son mías), lecturas que demuestran que los juguetes viven en uno más allá de las edades y de los modos de encuentro con ellos.

“El país de los juguetes” es un ensayo de Giorgio Agamben incluido en Infancia e historia (Adriana Hidalgo editora, Bs. As., 2001). Con él comencé a prestarle atención a aquellos juguetes que, si bien formaban parte de los materiales de mi consultorio, habían sido alguna vez mis juguetes. Primer rasgo personal en el asunto: algo de mi propia infancia, un resto objetivo, estaba en juego en la oferta para mis pequeños pacientes. Pero hay más: no siempre se trataba de juguetes, sino simplemente de cosas que alguna vez había yo instituido como materiales de juego y cuyo uso hacía ahora extensivo a mis pequeños otros (“Todo lo que es viejo es susceptible de convertirse en juguete”, Agamben dixit). Siguiendo el texto surge la idea de que el “alma del juguete” es eminentemente histórica y revela un soporte significante: el que redescubro a diario en el genial equívoco que bautiza “Arturito”[1] al famoso robot de Star Wars nominado R2D2. Nada podría ahorrar la lectura del ensayo de Agamben, el que puede recorrerse siguiendo sus eruditas referencias, pero también a modo de disparador de una reflexión que, cada tanto, como en el juego de la oca, debe volver al comienzo.

Justamente, quizás el juego de la oca sea uno de los primeros juegos de mesa que los niños descubren... Arrojar el dado, avanzar, aprender a contar el cero en los movimientos, decidir si se tratará sólo de una carrera hasta el final o se obedecerán las consignas de los casilleros ilustrados, resulta ser uno de los primeros desafíos lúdicos con reglas fijas que contribuye a instalar el lugar del Gran Otro. Y debemos a la española María José Martínez Vázquez de Parga un bellísimo libro titulado El tablero de la Oca. Juego, ficción, símbolo (publicado en 2008 en Madrid, por la editorial 451). Sesenta y tres casilleros, diversamente ilustrados, resultan ser la entrada a un mundo distinto que el del juego simbólico. Mezcla rara de test de inteligencia con divertimento lúdico, la antigüedad de este tablero demuestra bien que se trata de un fenómeno histórico que actualizamos cada vez que lo abrimos sobre el escritorio –o, con mayor frecuencia, en el piso del consultorio–. Y esas casillas marcadas, son el verdadero motor de la partida porque aceleran, retienen o empujan las fichas que se dirigen a su meta. Puro azar tal vez, aunque escenario propicio para que el sujeto falle la cuenta, el juego de la oca (y todos sus sucedáneos) terminad siendo un aliado para el psicoanalista que decide hacerle frente a sufrimiento de los niños.

El año pasado (2009), la flamante editorial La Compañía publicó en Buenos Aires el Catálogo de juguetes de la escritora italiana Sandra Petrignani. Y esa lectura es la que sin duda le devuelve a los juguetes que conforman el catálogo –su catálogo– ciertos matices personales insoslayables: el juguete siniestro, el juguete sexuado, el pizarrón para dibujar obscenidades, el voyeurismo del encuentro con la casa de muñecas, el dibujo único y particular que sugiere un álbum de figuritas incompleto, la perfección y estabilidad de las bolitas –que llevan a la autora a afirmar que “Si Dios existe tiene forma de bolita”–, la pelota y sus referencias mitológicas, lo efímero del globo, el sexismo de la batería de cocina, el jugar a ser Dios moldeando la plastilina, la concentración exigida por los palitos chinos como contraria a la actitud natural de la infancia... Leer ese libro ha sido para mí una experiencia renovadora, que me recondujo a reflexionar acerca del modo en que elegí y sigo eligiendo mis juguetes –tal vez, porque no sea este un tópico que uno aborde necesariamente en su análisis personal–.

Los juguetes conllevan sentidos sempiternos que emergen al utilizarlos también en el consultorio. Y así es que el acto de elegirlos para que formen parte de nuestro ámbito de trabajo no parece ser un problema técnico, sino más bien una cuestión ética – y es que algo del deseo del analista podría enlazarse con ella–.

Entonces, para concluir, digo: Papá Noel no debería traer libros, sólo juguetes.


[1] Tengo en el consultorio un original de 1977, año en que se estrenó la primera película de la saga. Cabe destacar que más de una vez, el padre de alguno de mis pequeños pacientes me ofreció una importante suma de dinero por él. Mi Arturito no tiene precio y, junto a su fiel compañero C3PO, sigue custodiando mi espacio de trabajo (¡son los de la foto que ilustra este posteo!)