miércoles, 1 de abril de 2015

Roberto Calasso. "La marca del editor" (Anagrama, 2015)

En unos tiempos en los que el libro electrónico, la autoedición y la escritura colaborativa parecen dominar el mercado (y, por extensión, a los lectores), la figura de un editor como Roberto Calasso podría parecer anacrónica, obsoleta o directamente prescindible. Hoy día a los editores se les tiene por elementos que obstaculizan la escritura y la libre circulación de literatura, como si supusieran una censura ante el aluvión de exquisita narrativa que nos rodea. Sin embargo, el editor puede ser una pieza clave dentro de la cadena del libro, siempre y cuando haga bien su trabajo. Cierto es que en los últimos años la edición en general (impresa y digital) se ha caracterizado por una búsqueda de beneficios que ha perjudicado seriamente el desempeño de editores «de raza»; editores como el propio Roberto Calasso, que representa a esos personajes cuya cultura, inteligencia, intuición y amor por la literatura les empuja a construir catálogos que puedan convertir a sus lectores en mejores personas.

La marca del editor recopila varios artículos y ensayos escritos por el italiano, con el tema editorial como hilo conductor. Vaya por delante que la sección más interesante es la primera, llamada «Los libros únicos»; quizá porque en ella es donde se resumen y condensan las opiniones más contundentes del editor italiano acerca del oficio. En las otras partes, si bien interesantes, se concede más peso a la anécdota personal y al recuerdo; elementos que, sin duda, tienen cierto interés, pero que arrojan poca luz sobre el meollo del asunto del libro, que no es otro que la labor del editor como dinamizador cultural.

En este sentido, Calasso tiene muy claro —y así se encarga de exponerlo— que el trabajo de un buen editor ha de ser reunir libros que él denomina «únicos» para ir formando un catálogo coherente, amplio e interesante. ¿Qué es un libro único?; la definición del autor es, desde luego, harto curiosa:
Libro único es aquel en el que rápidamente se reconoce que al autor le ha pasado algo y ese algo ha terminado por depositarse en un escrito. […] Los libros únicos eran, entonces, libros que habían corrido un alto riesgo de no llegar a ser nunca tales.
Parece claro que el criterio que Calasso y sus colaboradores siguieron para fundar Adelphi, el sello que ha venido dirigiendo, se fundamenta en intuiciones, en afinidades, en reminiscencias de genio que no necesariamente se dan en toda la obra de un escritor. Lo que se pretende, pues, es crear un todo coherente, una suerte de recorrido literario que agudice el olfato del lector al tiempo que le acicatea para seguir avanzando en la inagotable senda del conocimiento.

Resulta entrañable conocer el cuidado con el que el equipo del autor preparó y planificó el diseño de la editorial: la selección de imágenes para las cubiertas, por ejemplo, constituyó un elemento primordial en la caracterización del sello. Calasso resalta la importancia de la comunicación visual a la hora de intentar transmitir al (futuro) lector la esencia de un libro; el análisis de los procesos que se empleaban para escoger imágenes, cuadros o fotografías de cubierta muestra con claridad el amor por el libro y el respeto por un trabajo hecho con primor.
En relación a esto es bastante ilustrativa la parte en la que el autor analiza un artículo publicado en la revista Wired en el que se habla sobre digitalización y cambios en el paradigma editorial. La defensa de la individualidad de los libros y la postura contraria a su inmersión en una suerte de «globalización literaria» es inteligente y digna de reflexión. Más allá de una cultura global existen nuestros conocimientos específicos, individuales y no universales, que deben ser aprendidos de manera subjetiva, haciendo de cada saber (esto es, cada libro) un viaje autónomo que nos muestre aquello acerca de lo que habla.

La marca del editor es un libro que puede ayudarnos a comprender que la literatura es algo más que un autor y una obra: para que tengamos acceso a esas ideas debe haber personas a las que les preocupe la difusión de la cultura, que se obsesionen con el trabajo perfeccionista que debe representar el proceso de edición y que tengan el prurito de ofrecer a los verdaderos lectores (y recalco verdaderos) aquello que no está a la vista. Algo que, ciertamente y por desgracia, no sucede mucho y menos en nuestros días, pero que no resta ni un ápice de verdad a las teorías de Calasso. Necesitamos libros, sí; pero también necesitamos (buenos) editores.