1. Se puede exhalar el grito que niega que la mitad pueda cesar de existir. No se puede decir la muerte advenida sin matar más aún. Renuncio a ello, habiéndolo intentado, para, a pesar de mí, rendir más allá mi homenaje.
Me recojo no obstante frente al recuerdo de lo que sentí del hombre en un momento para él de amarga paciencia.
Me recojo no obstante frente al recuerdo de lo que sentí del hombre en un momento para él de amarga paciencia.
2. ¿Qué otra cosa hacer más que interrogar el punto que marca la hora súbita a un discurso en el que todos hemos entrado?
Y su último artículo, que se reproduce aquí, llamado "El ojo y el espíritu" (1) –habla desde donde está hecho, si doy crédito al signo de una cabeza propicia, para que lo escuche: desde mi lugar.
3. Lo dominante y lo sensible de la obra entera brindan aquí su nota. Si se la considera por lo que es: de un filósofo, en el sentido de lo que una elección que a los dieciséis años percibe su porvenir (lo probó), necesita lo profesional. Es decir que el lazo propiamente universitario cubre y retiene su intención, incluso experimentada impacientemente, incluso extendida hasta la lucha pública.
4. Sin embargo, no es eso lo que inserta este artículo en el sentimiento, indicado dos veces en su exordio y en su caída, de un cambio muy actual para volverse patente en la ciencia. Lo que evoca como onda de moda para los registros de la comunicación, complacencia para las versatilidades operacionales (2), sólo es observado como apariencia que debe conducir a su razón.
Es la misma que intentamos contribuir a revelar desde el campo privilegiado que es el nuestro (el psicoanálisis freudiano): la razón por la que el significante se descubre primero en toda constitución de un sujeto.
Es la misma que intentamos contribuir a revelar desde el campo privilegiado que es el nuestro (el psicoanálisis freudiano): la razón por la que el significante se descubre primero en toda constitución de un sujeto.
5. El ojo, tomado aquí como centro de una revisión de la condición del espíritu comporta no obstante todas las resonancias posibles de la tradición en la que el pensamiento queda comprometido.
Es por eso que Maurice Merleau-Ponty, como cualquiera en esta vía, no puede hacer otra cosa que referirse una vez más al ojo abstracto que presupone el concepto cartesiano de la extensión, con su correlato de un sujeto, módulo divino de una percepción universal.
Si hacemos la crítica propiamente fenomenológica de la estética que resulta de esta rarificación de la fe atribuida al ojo, no es para conducirnos a las virtudes del conocimiento de la contemplación propuesta a la ascesis del nous por la teoría antigua.
Tampoco es para demorarnos en el problema de las ilusiones ópticas y saber si el palo roto por la superficie del agua en el estanque, la luna más grande cuando se acerca al horizonte, nos muestran o no la realidad: Alain en su nube de tiza alcanza para ello. (3)
Digámoslo, puesto que incluso Maurice Merleau-Ponty parece no dar ese paso: por qué no repetir el hecho de que la teoría de la percepción no compete ya a la estructura de la realidad a la que la ciencia nos hizo acceder con la física. Nada es más discutible tanto en la historia de la ciencia como en su producto terminado que este motivo del que él se vale para autorizar su investigación tal que, surgida de la percepción, la construcción científica debería siempre volver a ella. Antes bien, todo nos muestra que es al rechazar las intuiciones percibidas del ponderar y del impetus como la dinámica de Galileo anexó los cielos a la Tierra, pero al precio de introducir lo que actualmente encontramos en la experiencia del cosmonauta: un cuerpo que puede abrirse y cerrarse sin pesar nada ni sobre nada.
Es por eso que Maurice Merleau-Ponty, como cualquiera en esta vía, no puede hacer otra cosa que referirse una vez más al ojo abstracto que presupone el concepto cartesiano de la extensión, con su correlato de un sujeto, módulo divino de una percepción universal.
Si hacemos la crítica propiamente fenomenológica de la estética que resulta de esta rarificación de la fe atribuida al ojo, no es para conducirnos a las virtudes del conocimiento de la contemplación propuesta a la ascesis del nous por la teoría antigua.
Tampoco es para demorarnos en el problema de las ilusiones ópticas y saber si el palo roto por la superficie del agua en el estanque, la luna más grande cuando se acerca al horizonte, nos muestran o no la realidad: Alain en su nube de tiza alcanza para ello. (3)
Digámoslo, puesto que incluso Maurice Merleau-Ponty parece no dar ese paso: por qué no repetir el hecho de que la teoría de la percepción no compete ya a la estructura de la realidad a la que la ciencia nos hizo acceder con la física. Nada es más discutible tanto en la historia de la ciencia como en su producto terminado que este motivo del que él se vale para autorizar su investigación tal que, surgida de la percepción, la construcción científica debería siempre volver a ella. Antes bien, todo nos muestra que es al rechazar las intuiciones percibidas del ponderar y del impetus como la dinámica de Galileo anexó los cielos a la Tierra, pero al precio de introducir lo que actualmente encontramos en la experiencia del cosmonauta: un cuerpo que puede abrirse y cerrarse sin pesar nada ni sobre nada.
6. La fenomenología de la percepción es entonces algo muy distinto de un codicilo para una teoría del conocimiento cuyos restos constituyen los pertrechos de una psicología precaria.
Tampoco es situable en el alcance, que no habita ya más que el logicismo de un saber absoluto.
Es lo que es: a saber, una colación de experiencias en la que se debe leer el libro inaugural de Maurice Merleau-Ponty (4) para medir las investigaciones positivas que allí se acumularon, y su estímulo para el pensamiento, incluso la burla en la que hacen aparecer las estupideces seculares sobre la ilusión de Aristóteles, hasta el examen clínico medio del oftalmólogo.
Para que se pueda captar el interés de la cuestión, elijamos un hecho pequeño en la inmensa trama de covariaciones del mismo tipo que son comentadas en ese libro, por ejemplo el de la página 325 de la iluminación violenta que aparece con forma de cono blancuzco sobre el soporte de un disco, apenas visible al ser negro y sobre todo por ser el único objeto que la detiene. Basta con interponer un pequeño cuadrado de papel blanco para que rápidamente el aspecto lechoso se disipe y se separe como diferente al estar iluminado el disco negro en contraste.
Otros miles de hechos tienen una naturaleza tal como para imponernos la cuestión de lo que regula las mutaciones a menudo cautivantes que observamos por la adición de un elemento nuevo en el equilibrio de esos factores experimentales distinguidos que son la iluminación, las condiciones fondo-forma del objeto, nuestro saber en relación con ello, y, como tercer elemento, aquí vívido, una pluralidad de gradaciones que el nombre del color resulta insuficiente para designar, puesto que más allá de la constancia que tiende a restablecer en ciertas condiciones una identidad percibida con la gama numerable en las amplitudes de onda diferentes, existen los efectos conjugados de reflejo, de irradiación, de transparencia, cuya correlación no es completamente reductible al encuentro del arte con el artificio de laboratorio. Tal como se experimenta en el hecho de que el fenómeno visual del color local de un objeto no tiene nada que ver con el de la gama coloreada del espectro.
Basta con indicar en qué dirección el filósofo intenta articular estos hechos, en tanto que tiene fundamentos para darles lugar, al menos en esto: que todo un arte de creación humana se liga a ellos, que tanto menos refuta la realidad física cuanto se aleja más y más de ellos, pero sin que se diga con todo que este arte no tiene más valor que el de un acuerdo, y que no entraña algún otro acceso a un ser, tal vez más esencial desde entonces.
Tampoco es situable en el alcance, que no habita ya más que el logicismo de un saber absoluto.
Es lo que es: a saber, una colación de experiencias en la que se debe leer el libro inaugural de Maurice Merleau-Ponty (4) para medir las investigaciones positivas que allí se acumularon, y su estímulo para el pensamiento, incluso la burla en la que hacen aparecer las estupideces seculares sobre la ilusión de Aristóteles, hasta el examen clínico medio del oftalmólogo.
Para que se pueda captar el interés de la cuestión, elijamos un hecho pequeño en la inmensa trama de covariaciones del mismo tipo que son comentadas en ese libro, por ejemplo el de la página 325 de la iluminación violenta que aparece con forma de cono blancuzco sobre el soporte de un disco, apenas visible al ser negro y sobre todo por ser el único objeto que la detiene. Basta con interponer un pequeño cuadrado de papel blanco para que rápidamente el aspecto lechoso se disipe y se separe como diferente al estar iluminado el disco negro en contraste.
Otros miles de hechos tienen una naturaleza tal como para imponernos la cuestión de lo que regula las mutaciones a menudo cautivantes que observamos por la adición de un elemento nuevo en el equilibrio de esos factores experimentales distinguidos que son la iluminación, las condiciones fondo-forma del objeto, nuestro saber en relación con ello, y, como tercer elemento, aquí vívido, una pluralidad de gradaciones que el nombre del color resulta insuficiente para designar, puesto que más allá de la constancia que tiende a restablecer en ciertas condiciones una identidad percibida con la gama numerable en las amplitudes de onda diferentes, existen los efectos conjugados de reflejo, de irradiación, de transparencia, cuya correlación no es completamente reductible al encuentro del arte con el artificio de laboratorio. Tal como se experimenta en el hecho de que el fenómeno visual del color local de un objeto no tiene nada que ver con el de la gama coloreada del espectro.
Basta con indicar en qué dirección el filósofo intenta articular estos hechos, en tanto que tiene fundamentos para darles lugar, al menos en esto: que todo un arte de creación humana se liga a ellos, que tanto menos refuta la realidad física cuanto se aleja más y más de ellos, pero sin que se diga con todo que este arte no tiene más valor que el de un acuerdo, y que no entraña algún otro acceso a un ser, tal vez más esencial desde entonces.
7. El filósofo de nuestro tiempo va a buscar esta dirección exigida hacia lo que ordena las covariaciones fenoménicamente definidas de la percepción –lo sabemos, en la noción de presencia, o para traducir más literalmente el término alemán, el Ser-ahí, a lo que se debe añadir presencia (o Ser-ahí)-en-por-a-través-de-un-cuerpo. Posición llamada de la existencia, en tanto que intenta captarse en el momento anterior a la reflexión que en su experiencia introduce su distinción decisiva con el mundo al despertar a la conciencia-de-sí.
Incluso restituida demasiado evidentemente a partir de la reflexión redoblada que constituye la investigación fenomenológica, esta posición se jactará de restaurar la pureza de esta presencia en la raíz del fenómeno, en lo que puede globalmente anticipar de su desenvolvimiento en el mundo. Puesto que se añaden sin duda complejidades homólogas del movimiento, del tacto, incluso de la audición, cómo omitir el vértigo, las que no se yuxtaponen sino que se componen con los fenómenos de la visión.
Es esta presuposición de que en alguna parte haya un lugar de la unidad, la que está hecha para suspender nuestro asentimiento. No es que no sea manifiesto que este lugar esté alejado de toda asignación fisiológica, y que no estemos satisfechos con seguir en su detalle una subjetividad constituyéndose allí donde se teje hilo por hilo, pero sin reducirse a ser su reverso, con lo que se llama aquí la objetividad total.
Lo que nos sorprende es que no se aproveche de inmediato la estructura tan manifiesta en el fenómeno –y se le debe reconocer a Maurice Merleau-Ponty el no hacer ya, en último término, referencia a ninguna Gestalt naturalista-, no para oponerle sino para acordarle el propio sujeto.
¿Qué es lo que impide decir del ejemplo antes citado –en el que la iluminación es manifiestamente homóloga al tono muscular en las experiencias sobre la constancia de la percepción del peso, pero no lograría enmascarar su localidad de Otro-, que el sujeto, en tanto que en el primer tiempo lo inviste con su consistencia lechosa, en el segundo no está allí más que reprimido? Y esto, por el hecho del contraste objetivante del disco negro con el cuadrado blanco que se produce a partir de la entrada significativa de la figura de este último sobre el fondo del otro. Pero el sujeto que se afirma allí en formas iluminadas es el rechazo del Otro que se encarnaba en una opacidad de luz.
¿Pero dónde está el primum, y por qué prejuzgar que sea solamente un percipiens, cuando aquí se dibuja que es su elisión lo que devuelve al perceptum de la propia luz su transparencia?
En definitiva, nos parece que el "yo pienso" al que se pretende reducir la presencia, no cesa de implicar, por más indeterminación a la que se lo obligue, todos los poderes de la reflexión por los que se confunden sujeto y conciencia, y especialmente el espejismo que la experiencia psicoanalítica sitúa en el principio del desconocimiento del sujeto y que nosotros mismo hemos intentado aislar en el estadio del espejo resumiéndolo a ello.
Sea como fuere, hemos reivindicado en otro lugar, refiriéndonos al tema de la alucinación verbal (5), el privilegio que corresponde al perceptum del significante en la conversión que hay que realizar en la relación del percipiens con el sujeto.
Incluso restituida demasiado evidentemente a partir de la reflexión redoblada que constituye la investigación fenomenológica, esta posición se jactará de restaurar la pureza de esta presencia en la raíz del fenómeno, en lo que puede globalmente anticipar de su desenvolvimiento en el mundo. Puesto que se añaden sin duda complejidades homólogas del movimiento, del tacto, incluso de la audición, cómo omitir el vértigo, las que no se yuxtaponen sino que se componen con los fenómenos de la visión.
Es esta presuposición de que en alguna parte haya un lugar de la unidad, la que está hecha para suspender nuestro asentimiento. No es que no sea manifiesto que este lugar esté alejado de toda asignación fisiológica, y que no estemos satisfechos con seguir en su detalle una subjetividad constituyéndose allí donde se teje hilo por hilo, pero sin reducirse a ser su reverso, con lo que se llama aquí la objetividad total.
Lo que nos sorprende es que no se aproveche de inmediato la estructura tan manifiesta en el fenómeno –y se le debe reconocer a Maurice Merleau-Ponty el no hacer ya, en último término, referencia a ninguna Gestalt naturalista-, no para oponerle sino para acordarle el propio sujeto.
¿Qué es lo que impide decir del ejemplo antes citado –en el que la iluminación es manifiestamente homóloga al tono muscular en las experiencias sobre la constancia de la percepción del peso, pero no lograría enmascarar su localidad de Otro-, que el sujeto, en tanto que en el primer tiempo lo inviste con su consistencia lechosa, en el segundo no está allí más que reprimido? Y esto, por el hecho del contraste objetivante del disco negro con el cuadrado blanco que se produce a partir de la entrada significativa de la figura de este último sobre el fondo del otro. Pero el sujeto que se afirma allí en formas iluminadas es el rechazo del Otro que se encarnaba en una opacidad de luz.
¿Pero dónde está el primum, y por qué prejuzgar que sea solamente un percipiens, cuando aquí se dibuja que es su elisión lo que devuelve al perceptum de la propia luz su transparencia?
En definitiva, nos parece que el "yo pienso" al que se pretende reducir la presencia, no cesa de implicar, por más indeterminación a la que se lo obligue, todos los poderes de la reflexión por los que se confunden sujeto y conciencia, y especialmente el espejismo que la experiencia psicoanalítica sitúa en el principio del desconocimiento del sujeto y que nosotros mismo hemos intentado aislar en el estadio del espejo resumiéndolo a ello.
Sea como fuere, hemos reivindicado en otro lugar, refiriéndonos al tema de la alucinación verbal (5), el privilegio que corresponde al perceptum del significante en la conversión que hay que realizar en la relación del percipiens con el sujeto.
8. La fenomenología de la percepción, al querer resolverse en la presencia-por-el-cuerpo, evita esta conversión, pero se condena a la vez a desbordar su campo y a que se le vuelva inaccesible una experiencia que le es extraña. Esto es lo que ilustran los dos capítulos de la obra de Maurice Merleau-Ponty sobre el cuerpo como ser sexuado (6) y sobre el cuerpo como expresión en la palabra. (7)
El primero no cede en seducción a la seducción, a la cual se confiesa ceder, por el análisis existencial de la relación del deseo, de una elegancia fabulosa, al que se libra J.P. Sartre. (8) Desde el pegoteo de la conciencia en la carne hasta la búsqueda en el otro de un sujeto imposible de captar, puesto que si se lo sostiene en su libertad se lo extingue, desde este levantamiento patético de una presa de caza que se disipa con el disparo, que incluso ni la atraviesa, del placer, no es solamente el accidente sino la salida lo que impone al autor su viraje, en su redoblamiento de impasse, hacia un sadismo, que no tiene otra escapatoria más que la masoquista.
Maurice Merleau-Ponty, para invertir el movimiento, parece evitar el desvío fatal, al desvío fatal, al describir en él el proceso de una revelación directa del cuerpo a cuerpo. A decir verdad, ésta sólo se sostiene al evocar una situación pensada en otro lugar como humillante, y que, como pensamiento de la situación, suple al tercero, que el análisis ha mostrado que es inherente, en el inconsciente, a la situación amorosa.
Digamos que no es para volver más válida para un freudiano la reconstrucción de Sartre. Su crítica necesitaría de una precisión, incluso no muy reconocida aún en el psicoanálisis, en lo que respecta a la función del fantasma. Ninguna restitución imaginaria de los efectos de la crueldad puede suplirla, y no es verdad que la vía hacia la satisfacción normal del deseo se encuentre en el fracaso inherente a la preparación del suplicio. (9) Su descripción inadecuada del sadismo como estructura inconsciente no le es menos en lo que se refiere al mito de Sade. Puesto que su pasaje por la reducción del cuerpo del otro a lo obsceno topa con la paradoja, muy diferentemente enigmática al verla despuntar en Sade, y cuánto más sugestiva en el registro existencial, de la belleza como insensible al ultraje. (10) El acceso erotológico podría ser entonces mejor aquí, incluso fuera de toda experiencia del inconsciente.
Pero está claro que nada en el fenomenología de la extrapolación perceptiva, por más lejos que se la articule en el empuje oscuro o lúcido del cuerpo, puede dar cuenta ni del privilegio del fetiche en una experiencia mundana ni del complejo de castración en el descubrimiento freudiano. Los dos se conjuran, no obstante, para obligarnos a hacer frente a la función de significante del órgano señalado siempre como tal por su ocultación en el simulacro humano –y la incidencia que resulta del falo en esta función en el acceso al deseo tanto de la mujer como del hombre, al estar ahora vulgarizada, no puede ser desdeñada como desvío de lo que puede muy bien llamarse en efecto el ser sexuado del cuerpo.
El primero no cede en seducción a la seducción, a la cual se confiesa ceder, por el análisis existencial de la relación del deseo, de una elegancia fabulosa, al que se libra J.P. Sartre. (8) Desde el pegoteo de la conciencia en la carne hasta la búsqueda en el otro de un sujeto imposible de captar, puesto que si se lo sostiene en su libertad se lo extingue, desde este levantamiento patético de una presa de caza que se disipa con el disparo, que incluso ni la atraviesa, del placer, no es solamente el accidente sino la salida lo que impone al autor su viraje, en su redoblamiento de impasse, hacia un sadismo, que no tiene otra escapatoria más que la masoquista.
Maurice Merleau-Ponty, para invertir el movimiento, parece evitar el desvío fatal, al desvío fatal, al describir en él el proceso de una revelación directa del cuerpo a cuerpo. A decir verdad, ésta sólo se sostiene al evocar una situación pensada en otro lugar como humillante, y que, como pensamiento de la situación, suple al tercero, que el análisis ha mostrado que es inherente, en el inconsciente, a la situación amorosa.
Digamos que no es para volver más válida para un freudiano la reconstrucción de Sartre. Su crítica necesitaría de una precisión, incluso no muy reconocida aún en el psicoanálisis, en lo que respecta a la función del fantasma. Ninguna restitución imaginaria de los efectos de la crueldad puede suplirla, y no es verdad que la vía hacia la satisfacción normal del deseo se encuentre en el fracaso inherente a la preparación del suplicio. (9) Su descripción inadecuada del sadismo como estructura inconsciente no le es menos en lo que se refiere al mito de Sade. Puesto que su pasaje por la reducción del cuerpo del otro a lo obsceno topa con la paradoja, muy diferentemente enigmática al verla despuntar en Sade, y cuánto más sugestiva en el registro existencial, de la belleza como insensible al ultraje. (10) El acceso erotológico podría ser entonces mejor aquí, incluso fuera de toda experiencia del inconsciente.
Pero está claro que nada en el fenomenología de la extrapolación perceptiva, por más lejos que se la articule en el empuje oscuro o lúcido del cuerpo, puede dar cuenta ni del privilegio del fetiche en una experiencia mundana ni del complejo de castración en el descubrimiento freudiano. Los dos se conjuran, no obstante, para obligarnos a hacer frente a la función de significante del órgano señalado siempre como tal por su ocultación en el simulacro humano –y la incidencia que resulta del falo en esta función en el acceso al deseo tanto de la mujer como del hombre, al estar ahora vulgarizada, no puede ser desdeñada como desvío de lo que puede muy bien llamarse en efecto el ser sexuado del cuerpo.
9. Por su posición doblemente oculta en el fantasma, ya sea por indicarse solamente allí donde no actúa y no actuar más que a partir de su falta, el significante del ser sexuado puede ser así desconocido en el fenómeno. Es por esto que el psicoanálisis debe probar un avance en el acceso al significante, de modo tal que pueda volver sobre su fenomenología misma.
Disculpen mi audacia por la manera como llamaré aquí a testimoniar el segundo artículo mencionado de Maurice Merleau-Ponty sobre el cuerpo como expresión en la palabra.
Puesto que los que me siguen reconocerán, cuánto más hilada, la misma temática de la que les hablo sobre la primacía del significante en el efecto de significar. Y recuerdo el apoyo que pude encontrar allí en las primeras vacaciones después de la guerra, cuando maduraba mi dificultad por tener que reanimar, en un grupo todavía disperso, una comunicación reducida hasta entonces al grado de ser casi analfabeta –freudianamente hablando, se entiende- de lo que la costumbre conservara de las coartadas en uso para vestir una praxis sin certeza de sí.
Pero los que se encontrarán cómodos en este discurso sobre la palabra (y aunque fuera para reservar lo que allí aproxima un poco en demasía a un discurso nuevo y una palabra plena) no por ello sabrán menos que estoy diciendo otra cosa, a saber:
- que no es el pensamiento, sino el sujeto, lo que subordino al significante.
- Y que es el inconsciente, del que demuestro la condición cuando me ocupo de hacer concebir al sujeto como rechazado de la cadena significante, el que al mismo tiempo se constituye como reprimido primordial.
A partir de entonces no podrán consentir en la doble referencia a las idealidades, tan incompatibles entre ellas, por las que la función del significante converge aquí hacia la nominación, y su material hacia un gesto donde se especificaría una significación esencial.
Gesto que no se puede encontrar, y del que el que aquí lleva su palabra a la dignidad de paradigma de su discurso hubiera logrado confesar que no ofrecía nada parecido para captar a su audiencia.
No sabía, por lo demás, que no es más que un gesto, conocido desde san Agustín, el que responde a la nominación: el del índice que señala, pero que por sí solo este gesto no alcanza ni para designar lo que se nombra en el objeto indicado.
Y si fuera la gesta lo que quisiera imitar, la del rechazo [rejet] por ejemplo, para inaugurar allí el significante: rechazar [rejeter], ¿no implica ya la esencia verdadera del significante en la sintaxis que instaura en serie los objetos para someter al juego [jeu] del lanzamiento [jet]?
Puesto que más allá de este juego [jeu], lo que articula, sí, solamente allí mi gesto, es el yo [je] evanescente del sujeto de la verdadera enunciación. Basta en efecto con que el juego [jeu] se reitere para constituir este yo [je] que, de repetirlo, dice este yo [je] que allí se forma. Pero este yo [je] no sabe lo que dice, rechazado [rejeté] según parece hacia atrás, por el gesto, en el ser por el que el lanzamiento [jet] sustituye al objeto que rechaza [rejette]. Así yo [je] dice sólo que puede ser inconsciente de lo que yo [je] hago, cuando yo [je] no sé qué digo cuando hago.
Pero si el significante es exigido como sintaxis anterior al sujeto por el advenimiento de este sujeto no solamente en tanto que habla sino en lo que dice, son posibles entonces efectos de metáfora y de metonimia no solamente sin este sujeto, sino que incluso su presencia misma se constituye por el significante más que por el cuerpo, como se podría decir después de todo que hace en el discurso del propio Maurice Merleau-Ponty, y literalmente.
Tales efectos son, lo sostengo, los efectos del inconsciente, que encuentran retrospectivamente, por el rigor que corresponde a la estructura del lenguaje, confirmación de lo bien fundado de haberlos extraído.
Disculpen mi audacia por la manera como llamaré aquí a testimoniar el segundo artículo mencionado de Maurice Merleau-Ponty sobre el cuerpo como expresión en la palabra.
Puesto que los que me siguen reconocerán, cuánto más hilada, la misma temática de la que les hablo sobre la primacía del significante en el efecto de significar. Y recuerdo el apoyo que pude encontrar allí en las primeras vacaciones después de la guerra, cuando maduraba mi dificultad por tener que reanimar, en un grupo todavía disperso, una comunicación reducida hasta entonces al grado de ser casi analfabeta –freudianamente hablando, se entiende- de lo que la costumbre conservara de las coartadas en uso para vestir una praxis sin certeza de sí.
Pero los que se encontrarán cómodos en este discurso sobre la palabra (y aunque fuera para reservar lo que allí aproxima un poco en demasía a un discurso nuevo y una palabra plena) no por ello sabrán menos que estoy diciendo otra cosa, a saber:
- que no es el pensamiento, sino el sujeto, lo que subordino al significante.
- Y que es el inconsciente, del que demuestro la condición cuando me ocupo de hacer concebir al sujeto como rechazado de la cadena significante, el que al mismo tiempo se constituye como reprimido primordial.
A partir de entonces no podrán consentir en la doble referencia a las idealidades, tan incompatibles entre ellas, por las que la función del significante converge aquí hacia la nominación, y su material hacia un gesto donde se especificaría una significación esencial.
Gesto que no se puede encontrar, y del que el que aquí lleva su palabra a la dignidad de paradigma de su discurso hubiera logrado confesar que no ofrecía nada parecido para captar a su audiencia.
No sabía, por lo demás, que no es más que un gesto, conocido desde san Agustín, el que responde a la nominación: el del índice que señala, pero que por sí solo este gesto no alcanza ni para designar lo que se nombra en el objeto indicado.
Y si fuera la gesta lo que quisiera imitar, la del rechazo [rejet] por ejemplo, para inaugurar allí el significante: rechazar [rejeter], ¿no implica ya la esencia verdadera del significante en la sintaxis que instaura en serie los objetos para someter al juego [jeu] del lanzamiento [jet]?
Puesto que más allá de este juego [jeu], lo que articula, sí, solamente allí mi gesto, es el yo [je] evanescente del sujeto de la verdadera enunciación. Basta en efecto con que el juego [jeu] se reitere para constituir este yo [je] que, de repetirlo, dice este yo [je] que allí se forma. Pero este yo [je] no sabe lo que dice, rechazado [rejeté] según parece hacia atrás, por el gesto, en el ser por el que el lanzamiento [jet] sustituye al objeto que rechaza [rejette]. Así yo [je] dice sólo que puede ser inconsciente de lo que yo [je] hago, cuando yo [je] no sé qué digo cuando hago.
Pero si el significante es exigido como sintaxis anterior al sujeto por el advenimiento de este sujeto no solamente en tanto que habla sino en lo que dice, son posibles entonces efectos de metáfora y de metonimia no solamente sin este sujeto, sino que incluso su presencia misma se constituye por el significante más que por el cuerpo, como se podría decir después de todo que hace en el discurso del propio Maurice Merleau-Ponty, y literalmente.
Tales efectos son, lo sostengo, los efectos del inconsciente, que encuentran retrospectivamente, por el rigor que corresponde a la estructura del lenguaje, confirmación de lo bien fundado de haberlos extraído.
10. Aquí mi homenaje encuentra el artículo sobre "El ojo y el espíritu", que, al interrogar la pintura, vuelve a traer la verdadera cuestión de la fenomenología, tácita más allá de los elementos que su experiencia articula.
Puesto que el uso de lo irreal de estos elementos en un arte dado (del que observemos de pasada que para la visión los ha discernido manifiestamente más que la ciencia) no excluye para nada su función de verdad, desde que la realidad, la de las tablas de la ciencia, ya no tiene necesidad de asegurarse de los meteoros.
Es por esto que la finalidad de ilusión que se propone la más artificial de las artes no deber ser repudiada, incluso en sus obras llamadas abstractas, en nombre del malentendido que la ética de la antigüedad alimentó bajo esta imputación, de la idealidad de donde partía en el problema de la ciencia.
La ilusión toma aquí su valor al conjugarse con la función de significante que se descubre en el reverso de su operación.
Todas las dificultades que demuestra la crítica sobre el punto no solamente de cómo hace, sino de qué hace la pintura, dejan entrever que la inconsciencia en la que parece subsistir el pintor en su relación al qué de su arte, sería útil referirla como forma profesional a la estructura radical del inconsciente que hemos deducido de su individuación común.
Aquí el filósofo que es Maurice Merleau-Ponty avergüenza a los psicoanalistas por haber descuidado lo que aquí puede aparecer como esencial con la finalidad de resolverse mejor.
Y también aquí de la naturaleza del significante, puesto que es necesario asimismo levantar acta de que, si hay progreso en la investigación de Maurice Merleau-Ponty, la pintura interviene ya en la fenomenología de la percepción, entiéndase en el libro, y justamente en ese capítulo donde hemos retomado al problemática de la función de la presencia en el lenguaje.
Puesto que el uso de lo irreal de estos elementos en un arte dado (del que observemos de pasada que para la visión los ha discernido manifiestamente más que la ciencia) no excluye para nada su función de verdad, desde que la realidad, la de las tablas de la ciencia, ya no tiene necesidad de asegurarse de los meteoros.
Es por esto que la finalidad de ilusión que se propone la más artificial de las artes no deber ser repudiada, incluso en sus obras llamadas abstractas, en nombre del malentendido que la ética de la antigüedad alimentó bajo esta imputación, de la idealidad de donde partía en el problema de la ciencia.
La ilusión toma aquí su valor al conjugarse con la función de significante que se descubre en el reverso de su operación.
Todas las dificultades que demuestra la crítica sobre el punto no solamente de cómo hace, sino de qué hace la pintura, dejan entrever que la inconsciencia en la que parece subsistir el pintor en su relación al qué de su arte, sería útil referirla como forma profesional a la estructura radical del inconsciente que hemos deducido de su individuación común.
Aquí el filósofo que es Maurice Merleau-Ponty avergüenza a los psicoanalistas por haber descuidado lo que aquí puede aparecer como esencial con la finalidad de resolverse mejor.
Y también aquí de la naturaleza del significante, puesto que es necesario asimismo levantar acta de que, si hay progreso en la investigación de Maurice Merleau-Ponty, la pintura interviene ya en la fenomenología de la percepción, entiéndase en el libro, y justamente en ese capítulo donde hemos retomado al problemática de la función de la presencia en el lenguaje.
11. De esta manera, estamos invitados a interrogarnos sobre lo que compete al significante al articularse en la tarea, en estos "Pequeños azules" y "pequeños marrones" con los que Maurice Merleau-Ponty se fascina bajo la pluma de Cézanne para encontrar allí aquello con lo que el pintor pretendía hacer su pintura hablante.
Digamos, sin poder hacer aquí más que prometernos comentarlo, que la vacilación marcada en todo este texto del objeto al ser, el paso dado en miras a lo invisible, muestran bastante que aquí Maurice Merleau-Ponty avanza en otro lugar que no es el campo de la percepción.
Digamos, sin poder hacer aquí más que prometernos comentarlo, que la vacilación marcada en todo este texto del objeto al ser, el paso dado en miras a lo invisible, muestran bastante que aquí Maurice Merleau-Ponty avanza en otro lugar que no es el campo de la percepción.
12. No podemos desconocer que el terreno del arte toma aquí este efecto para implicar el campo del deseo. Salvo si no se entiende, como sucede habitualmente entre los propios psicoanalistas, lo que Freud articula acerca de la presencia sostenida del deseo en la sublimación.
¿Cómo igualarse al peso sutil que se prosigue aquí con un Eros del ojo, con una corporalidad de la luz en la que y la sólo nostálgicamente se evoca su primacía teológica?
Para el órgano, de su deslizamiento casi imperceptible desde el sujeto hacia el objeto, ¿es necesario para dar cuenta de él armarse con la insolencia de una buena noticia que, por sus parábolas que declaran forjarlas expresamente para que no sean escuchadas, nos atraviesa con esta verdad que hay que tomar no obstante al pie de la letra, que el ojo está hecho para no ver en absoluto?
¿Necesitamos el robot acabado de la Eva futura para ver palidecer el deseo frente al aspecto que tiene, no de que sea ciega, como se cree, sino de que ella no pueda no verlo todo?
Inversamente, el artista nos da acceso al lugar de lo que no se podría ver: todavía sería necesario nombrarlo.
En cuanto a la luz, recordando el rasgo delicado con el que Maurice Merleau-Ponty modela el fenómeno diciéndonos que nos conduce hacia el objeto iluminado (11), reconoceremos allí la materia epónima para tallar por su creación el monumento.
Si me detengo en la ética implícita en esta creación, dejando de lado entonces lo que la acaba en una obra comprometida, será para dar un sentido terminal a esta frase, la última que nos queda publicada, en la que parece designarse a sí misma, a saber que "si las creaciones no son una adquisición, no es solamente porque, como todas las cosas, ellas pasan; es también porque tienen casi todas su vida frente a ellas".
Que aquí mi duelo, con el velo tomado a La Pietà intolerable a quien la suerte me fuerza a devolver la cariátide de un mortal, detenga mi palabra, aunque se quiebre.
¿Cómo igualarse al peso sutil que se prosigue aquí con un Eros del ojo, con una corporalidad de la luz en la que y la sólo nostálgicamente se evoca su primacía teológica?
Para el órgano, de su deslizamiento casi imperceptible desde el sujeto hacia el objeto, ¿es necesario para dar cuenta de él armarse con la insolencia de una buena noticia que, por sus parábolas que declaran forjarlas expresamente para que no sean escuchadas, nos atraviesa con esta verdad que hay que tomar no obstante al pie de la letra, que el ojo está hecho para no ver en absoluto?
¿Necesitamos el robot acabado de la Eva futura para ver palidecer el deseo frente al aspecto que tiene, no de que sea ciega, como se cree, sino de que ella no pueda no verlo todo?
Inversamente, el artista nos da acceso al lugar de lo que no se podría ver: todavía sería necesario nombrarlo.
En cuanto a la luz, recordando el rasgo delicado con el que Maurice Merleau-Ponty modela el fenómeno diciéndonos que nos conduce hacia el objeto iluminado (11), reconoceremos allí la materia epónima para tallar por su creación el monumento.
Si me detengo en la ética implícita en esta creación, dejando de lado entonces lo que la acaba en una obra comprometida, será para dar un sentido terminal a esta frase, la última que nos queda publicada, en la que parece designarse a sí misma, a saber que "si las creaciones no son una adquisición, no es solamente porque, como todas las cosas, ellas pasan; es también porque tienen casi todas su vida frente a ellas".
Que aquí mi duelo, con el velo tomado a La Pietà intolerable a quien la suerte me fuerza a devolver la cariátide de un mortal, detenga mi palabra, aunque se quiebre.
NOTAS
(1) En Art de France, 1961, págs. 187-208. Reproducido en Les Temps Modernes, pág. 193. [T.: traducción española: El ojo y el espíritu, Buenos Aires, Paidós, 1977]
(2) Cf. en Les Temps Modernes.
(3) N.T.: Alain es el seudónimo del filósofo y ensayista francés Emile-Auguste Chartier (1868-1951). Más que creador de un sistema filosófico, Alain quiso ser un maestro y educador, y dio a la existencia una aproximación casi fenomenológica. De él Lacan dice: "Los filósofos, remontándonos desde Alain, el último en utilizarlo en unos ejercicios sumamente brillantes, a Kant y llegando a Platón, se enfrentan todos al pretendido engaño de la percepción y, al mismo tiempo, todos resultan maestros del enfrentamiento al hacer valer el hecho de que la percepción encuentra el objeto donde está y que la apariencia del cubo hecha en paralelogramo hace, precisamente, que lo percibamos como cubo, debido a la ruptura del espacio, que subyace en nuestra percepción". Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, El Seminario, Libro 11 (1964), Buenos Aires, Paidós, 1987, pág. 101.
(4) Fenomenología de la percepción, Barcelona, Península, 1975.
(5) En La Psychanalyse, vol. 4, PUF, págs. 1-5 y la continuación (N.T.: se trata del artículo "De una cuestión preliminar a todo tratamiento posible de la psicosis" de Lacan).
(6) Fenomenología de la percepción, págs. 171-191.
(7) Idem, págs. 191-219.
(8) J.P. Sartre, L´être et le néant, págs. 451-477.
(9) Cf. el libro antes citado, pág. 475.
(10) Tema analizado en mi seminario sobre La ética del psicoanálisis, 1959-1960.
(11) Cf. Fenomenología de la percepción, pág. 323.