sábado, 7 de junio de 2008

Jorge Jinkins. "Vergüenza y responsabilidad" (1987)

(en conjetural nº 13, 1987.)

En las últimas Pascuas, un desgarro del tiempo descorrió los tenues velos de una memoria de realidad temblorosa que, para los argentinos, no tiene con­tornos definidos. Por allí se coló, soplando en todas direcciones, el aliento pánico, caliente y a la vez gastado, de una vergüenza que nos envuelve a todos.
Entre el momento anterior y el instante siguiente,'entre la ley conocida como "del punto final" y la llamada ley de "obediencia debida" o de "excul­pación", se consuma la pérdida de una dignidad que pudo haber sido.
Un proyecto de destrucción económica del país se acompañó de secues­tros, torturas y la muerte de miles de personas. Más tarde, luego de una de­rrota bélica que permitió el establecimiento de una base extranjera en las Malvinas, los militares argentinos escamotearon la delimitación de responsa­bilidades, faltando así, no ya a las leyes de la nación, sino también al código de justicia militar, y especialmente a su propio código de honor.
Pero ahora se suma, y a mi juicio no es menos grave —pues la conducta vergonzante no equivale a afirmar que-no se ha obrado mal, a veces es incluso lo contrario—, ahora se suma, digo, que el conjunto de la sociedad civil, a través de sus- representantes electos, declara de hecho y por omisión, no sin apelar a toda clase de eufemismos, que algunos "delitos atroces y abe­rrantes", la tortura entre otros, no son tales, o que las personas que los cometieron no son punibles por haber actuado "...en estado de coerción bajo subordinación a la autoridad superior...".
No es este lugar para analizar las circunstancias políticas que condujeron a estos resultados, ni para discutir las razones jurídicas que se presentaron para hacerlos viables. Pero es el lugar para levantar un reparo que es anterior. Nuestra objeción es ética.
Por supuesto que podemos argumentar, pero lo haremos de una manera que pueda interesar a los psicoanalistas que ya están interesados en ello.
Ahora nos parece oportuno quitar el plural de forma —aunque sé que son muchos los que están solos en esta objeción—, y decir que lo ocurrido es algo que se puede no aceptar. Así lo hago.

*

Alguna vez Jacques Lacan pudo escribir: "Que renuncie quien no pueda in­cluir en su horizonte la subjetividad de su época"[i]. Y aunque se dirigía a los psicoanalistas, cualquier lector de sus Escritos está en condiciones de advertir que así excluía cualquier complicidad complaciente con la subjetividad de su época.
Hay momentos en que uno se ve inclinado a creer que el desconocimiento reaccionario o la admiración declamada que suelen provocar los modelos distintos con que, tanto Freud como Lacan, han sabido ocuparse de los acon­tecimientos que incluyeron a sus épocas en la historia, marcando así más la historia que a sus épocas, se desdice en la falta de consecuencias que han tenido sobre nosotros. Pero no indico el lado fallido de una enseñanza: si esas obras fundan un discurso que llamamos psicoanalítico, en el que afirmamos estar incluidos, no se trata de medir la obediencia que debernos a nuestros maestros, como de situar mejor el alcance de una práctica a la que —por una vez es cierto— nada nos obliga.
Pero entonces, y si es así, ¿por qué habría de intimidarnos aquella voz apostrofa cuando podemos ser interpelados por ella y escucharla ahora en su manera exhortativa? Que renuncie quien no pueda incluir en su hori­zonte la subjetividad de su época.
Cada uno sabe que hay cosas que dan a la vida de cada uno su medida. El psicoanalista, 'que tal vez ya no puede estremecerse ante la reducción del hombre a la paradoja de aquel famoso y a la vez indiferenciado junco, debe sin embargo admitir que aquel junco frágil, aquella pequeñísima nada, fue reconocida en su más dura dignidad cuando se descubrió su condición esen­cial en el deseo. Por allí ronda su medida; y esa quiso ser la apuesta del texto que inauguraba el primer número de esta revista al ocuparse, precisamente, de la obediencia.
El deseo no es para el psicoanalista una categoría, sino la consecuencia estricta a la que lo expone el ejercicio de su práctica. Si el hombre dividido por el lenguaje habla sin saber lo que dice, aquel deseo lo vuelve responsable de lo que dice, mientras las formas de traicionarlo, que parecen converger en ese no saber, envuelven al sujetó en las brumas flotantes de una culpabi­lidad morosa.
Responsable; aquel de quien es esperable una respuesta. No digo "conciente de lo que hace" ni "que se hace cargo de lo que dice", sino culpable de lo que hace y dice. En el clivaje entre culpa y responsabilidad se anida la fuente de un malestar ante el cual filosofías políticas y jurídicas dispares han optado por recurrir electivamente a la psicología. ¿Por qué? ¿Por qué la psicología cumple la función que la modernidad llama ideología?
La ley de obediencia debida, en su artículo primero, apenas alude a un "estado de coerción", pero lo hace como si se tratara de subsumir una situación particular bajo un concepto consagrado e indiscutible. Es cierto que esa alusión le alcanza, pues cuenta con el antecedente del dictamen producido por la Procuración General de la Nación que, si bien se centra en el análisis del artículo 514 del código de justicia militar, no se priva de abun­dar en caracterizaciones psicológicas: que "quienes ejecutaron la acción no estuvieron en condiciones de conocer y valorar plenamente [lo que hacían]"-, que estaban "inmersos en una dinámica que resultaba de hecho insusceptible de evaluación"; que "el entrenamiento destinado a incorporar el hábito del cumplimiento inexorable de las órdenes, y el condicionamiento psicoló­gico..."; que "la resistencia a la orden hubiese supuesto... la asunción de un riesgo en medida no exigible. Esto supone la convergencia, en tales hipóte­sis, de otra causal independiente de exculpación, cual es la coacción..."; que "automatizados en el régimen de obediencia irrestricta tenían el deber legal de cumplirlos..."[ii].
Dejemos para otro lugar el análisis de este texto, cuya crítica, por otra parte, no es obvia. Aquí, las citas apenas quieren ilustrar este recurso insis­tente a la psicología para volver a reiterar: ¿por qué? Y estamos interesados en recordar una respuesta de Lacan que nos permitirá afirmar que no deja de haber una relación entre el valor que adquiere la psicología en el discurso político y el rechazo a la psicologización del psicoanálisis.
Antes de enunciarla, nos parece oportuno mencionar un breve momento de la filosofía aunque, en un punto, pareciera desdecir esa respuesta que ahora retardamos. Para M. D. Hume[iii], la psicología es psicología de la natura­leza humana; de allí se deriva casi automáticarnente la jerarquía principal que le concede en el edificio de las ciencias. Nos importa destacar cómo la intro­duce para asentar las bases de un discurso de filosofía política: esto se hace precisamente en el momento en que se deja de lado la discusión clásica sobre el origen de la autoridad (origen divino o natural, o contrato social).
A partir del reconocimiento de que no hay sociedad sin una instancia de autoridad, es decir, cuando se desdeña la cuestión de su legitimidad, se vuelve posible para Hume (pero no tan sólo para él) la entrada de una psicología que estudie las vías indirectas del ejercicio del poder (la opinión) y, especial­mente, la génesis de la obediencia.
En verdad, Humano innova demasiado, y el utilitarismo está próximo. Es necesario que cada uno niegue la presencia de su deseo y admita en cambio el "Interés general que no es sino uno de los nombres del orden garantizado por la autoridad. En la obediencia pasiva a este orden —son sus términos—, se re­conoce el interés real del sujeto.
Dos razones nos guiaron para citar a Hume entre tantos otros. La primera, porque el autor no exige (aunque lo desee) el carácter razonable de ese or­den. Cuando se .deja de lado la legitimidad de la autoridad, el problema deja de ser quién gobierna para convertirse en la cuestión psicológica de com­prender qué significa obedecer. Nos parece existir un lazo estructural entre la suspensión de la cuestión de la legitimidad de la autoridad y la autoridad que adquiere la psicología en el discurso de la filosofía política. Este lazo, más allá del autor elegido, no cesa de repetirse a lo largo de la historia, y de he­cho, el dictamen de Gauna aprieta su nudo hasta el extremo patético de una claudicación que ninguna dialéctica podría soslayar[iv].
La segunda razón reside en que estando Hume interesado en arruinar la teoría del contrato social, postula que el sujeto psicológico sólo encuentra su verdadero lugar como sujeto político por el deber de sumisión. Pero de este modo, es fácil advertirlo, tanto el objetivo logrado como el medio de alcanzarlo, destruyen la ilusión de autonomía del sujeto psicológico. ¿No es esto un contrasentido para la función política de la psicología? Justamente, nos interesa indicar que la psicología siempre ha flotado en ese contrasentido, sosteniendo la autonomía del sujeto y despojándolo de la lógica de su acción[v].
De cualquier forma, quien suponga que el régimen monárquico necesitaba de la obediencia ciega tanto como el sistema capitalista de la autonomía, descuida que esta autonomía es el fetiche erigido como homenaje irónico a una obediencia que ya no es ciega, palabra que sólo significaría "bien visi­ble", y que excluida ahora de lo visible, queda entramada en los índices/ de un malestar abrasivo.
Hemos querido indicar que la tarea de la psicología no se agota en el es­fuerzo por enderezar la espalda servil y agachada del yo, ni en pasar el trapo por la superficie espejeante de la realidad en la que puede apreciar su figura. "Toda la psicología moderna está hecha para explicar cómo un ser humano puede conducirse en la estructura capitalista"[vi]. Afirmación que puede alcan­zar tantas significaciones como asentimientos puede despertar. ¿Qué vale entonces para Lacan, al menos, según uno de sus lectores? Digamos para empezar que ese mismo lector no dejó de sentir un ligero alivio cuando en­contró que dicha frase fue enunciada tres años antes de 1968. ¡No era pues un efecto mayo! Tampoco es una frase.
El rechazo de Lacan a toda psicología y muy especialmente a cualquier psicologización del psicoanálisis, está fundado en una cuidadosa y sistemá­tica crítica que terminó por desbaratar la noción de una identidad yoica fundada en la trama de falsas creencias. Sin embargo, cuando se cita esta crítica no siempre se advierte que la misma no tiene consecuencias desarti­culada de la afirmación que comentamos.
Son varios los seminarios de Lacan que se sostienen y hasta se organizan alrededor de sucesivas lecturas y comentarios del cogito cartesiano. No es el momento de su análisis, pero recordemos sumariamente —no queremos distraernos— lo que hoy nos parece pertinente: si la marcha de Descartes no está animada por la búsqueda de la verdad, sino por alcanzar una cer­teza, a partir de Descartes, quien se desembaraza de la verdad transfiriéndo­sela a Dios, es decir, justo cuando se deja de buscar la verdad se vuelve posible saber. A eso Lacan lo llama ciencia.
El estilo de este saber de la ciencia —que está marcado por establecerse en un campo ajeno a la dialéctica de las relaciones del sujeto y el saber—, es el de ser acumulativo. Pero esta acumulación del saber se posibilita precisa­mente en el olvido de aquella expulsión de la verdad que anida en su fun­damento.
Toda la psicología moderna, dice Lacan, "trata de construir las condi­ciones que hagan posible el sujeto que corresponde a una sociedad dominada por la acumulación del capital". Esta empresa, siempre según Lacan (pero aclaremos nuestro énfasis: seguiría siendo nuestra afirmación aunque nos equivocáramos en la interpretación de Lacan), hace de la psicología una ver­dadera metafísica del capitalismo, encargada de establecer y sostener la iden­tidad del sujeto que pueda mantenerse delante de esta acumulación del saber. A contramano, toda la obra de Freud no es otra cosa que la reintroduc­ción, pero ya en el tiempo histórico de nuestra ciencia, de la cuestión de la verdad, es decir, del sujeto que falta a ese saber. La realidad del síntoma, que define el campo de lo analizable, no concierne sino a los modos singulares de replantear la relación de un sujeto con su saber. A este descubrimiento freudiano, Lacan agrega una dimensión inquietante: cada vez que el sujeto Y se aproxima a su verdad, troca esta verdad por lo que él llamó objeto a.
Si nos apresuramos a identificar este objeto con la mierda, hacemos como Ferenczi: confundimos la acumulación con el atesoramiento. Lacan, en cambio, no dejó de privilegiar la producción, aunque la haya situado en dis­yunción con la verdad.
Nos interrumpimos en la vía que aquí se abre, para no atenuar nuestro, acento: el "deseo", el "goce", no son antiguos conceptos de alguna psico­logía antropológica revalorizados por el psicoanálisis, y el uso que Lacan hace de ellos implica siempre una interpretación del fundamento psicoló­gico de estas categorías políticas[vii].

*

La responsabilidad, es decir, el castigo, es una característica
esencial de la idea del hombre que prevalece en una sociedad dada.
Jacques Lacan


Muestra sociedad ve acentuarse los ideales que exaltan el individualismo en una medida sólo comparable al hecho de que no hay lugar sino para los inte­reses de grupo. El derecho no parece poder resolver esta violencia. Podríamos agregar que incluso la ignora alegremente, es decir, que río sólo se desentien­de del asunto, sino que la alimenta cuando reduce el castigo a una finalidad predominantemente correctiva. No conforme, agrega una pincelada "cientí­fica", e introduce al psiquiatra como experto en higiene mental. "El psicó­logo —dirá Lacan— tiene abierta la puerta del pretorio".
La criminología, tal vez porque en ella intersectan las profesiones de edu­car y gobernar, fue un lugar electivo para tentar a los analistas a introducir allí la tercera de las imposibilidades. En los primeros tiempos del psicoaná­lisis, las incursiones de los analistas en los diversos campos de la cultura y hasta su inclusión más o menos tangencial en distintas prácticas sociales, se acompañó las más de las veces de un descuido por todo lo que estorbase el afán de ampliar el campo de investigación y verificación de los entonces recientes descubrimientos. El estilo intrusivo de ese movimiento no dejó de contribuir a las resistencias generadas, pero a pesar de la audacia ampulosa de algunos pasos en falso, se obtuvieron enseñanzas y hasta resultados nunca desmentidos.
Somos deudores de aquellas imprudencias, pero el actual reconocimiento social del psicoanálisis ha invertido la desmesurada oferta de aquellos tiem­pos en una demanda cuya magnitud sólo es comparable al desconocimiento que implica adecuarse a ella.
¿Debemos entonces ser más prudentes? Apresurémonos a negarlo: si la temperancia fue una virtud entre los antiguos, ahora podría verse reducida a la forma circunspecta con que la miseria exhibe su cara de mediocridad.
Aunque los trabajos pioneros no desecharon la ocasión de someter al criminal al diálogo analítico, el psicoanalista de hoy no puede desconocer que los méritos de su intervención, en muchos casos indiscutibles, quedan anulados por la calificación que se reserva a su lugar. Especialista o experto, la autoridad que se le concede es la misma que restringe el alcance de su discurso. ¿Cómo entonces y en razón de qué, aquél cuya función primera es no confundir al sujeto de la enunciación con sus enunciados, admitiría parlotear bajo esa marca que lo desdice? Quisiéramos creer que no lo hace en nombre de algún humanitarismo: en la medida en que el psicoanálisis logra que un sujeto diga lo que ignora que sabe, está claro que el psicoanálisis no tiene los límites de la tortura.
No obstante, si bien es cierto que bajo aquel título su intervención en .un proceso judicial difícilmente lo sustraiga de la función mistificante y homeostática que la psicotecnocracia cumple en la babel de nuestras referencias simbólicas, una vez retirado el analista de ese compromiso, nada le impediría alentar el estudio de las particularidades en los casos ya juzgados: el benefi­cio será para el psicoanálisis.
Aquí se vuelve posible un primer paso, al que podemos darle una formulación negativa: abstenerse de contribuir al manipuleo psicológico que, si desde siempre fue uno de los instrumentos del discurso político, nunca como ahora contó con un mercado que ofreciera entre sus mercancías más devaluadas la responsabilidad de cada uno[viii].
Este primer paso lo sería de una vía que, para los psicoanalistas, Lacan llamó “política de lo imposible", denominación que tiene la virtud de recordar otros engendros psicoanalíticos que se presentaron bajo la apariencia de la antinomia. Si lo imposible y la política se han mostrado reticentes a entablar relaciones, comenzar por la paradoja es por supuesto saber que estamos sólo en el comienzo, pero también es saber que es el comienzo de lo que hasta ahora no ha tenido lugar.
Al segundo paso en esta vía llamémoslo, provisoriamente, incomodar. Si fuera objetivo o intención, se lo podría tildar de provocativo. Aclaremos entonces que es el nombre anticipado del efecto que se obtendría por entro­meternos con la letra de las leyes. Impertinencia a la que nos autoriza el hecho de que sean las mismas leyes las que se ocupen de nuestros asuntos y se presenten como un saber sobre esos asuntos: los fundamentos psíquicos que pueden limitar la responsabilidad de una conducta, la premeditación y las intenciones, la jerarquía de las relaciones entre las personas y la legitimidad o ilegitimidad del amor entre ellas... etcétera.
En un artículo —en cuya lectura podría autorizarse lo que aquí enuncia­mos—, Freud nos sorprende con la conclusión de que “El médico dejará para el jurista la tarea de establecer para los fines sociales una responsabilidad arbitrariamente restringida al yo metapsicológico''[ix]. Entendemos que no se quiera usurpar las funciones sociales del jurista pero no entendemos por qué habría que dejarlo tranquilo cuando el mismo Freud no lo hace: al descubrir queja intencionalidad no puede restringirse a las fronteras del yo, extiende el campo de la responsabilidad mucho más admitir la psicología del jurista.
Cuando se encuentra que el culpable de un delito es un demente, o que en su momento, por embriaguez o algún otro factor que se juzgue determi­nante de la obnubilación de la conciencia del sujeto, el mismo no se halla en posesión de su razón, las leyes considerarán a estas circunstancias como ate­nuantes decisivos para decidir la imputabilidad o no del actor del hecho. No nos interesa discutirlo, sino indicar que hay mucha psicología en los funda­mentos de este proceder.
Las leyes permiten que los jueces puedan creer que en las citadas circunstancias el hombre no es responsable de sí mismo, y que el raciocinio del que se muestra capaz en esos estados no es suficiente para considerar que él lo gobierna. De esto se suele concluir, según un estilo que lleva todas las marcas de una creencia (cuyos resortes debiéramos poder explicitar), que el tal hombre es incapaz de tener una intención.
Nosotros decimos que si se pudiera reconocer en los relieves mórbidos de un crimen sus coordenadas simbólicas, no se volvería por eso irreal el crimen, y la intervención de un analista siempre iría en el sentido de reintegrar esas coordenadas a la historia del sujeto quien se volvería entonces responsable de un crimen real Esa responsabilidad, como lo deja adivinar nuestro epí­grafe, no se configuraría acabadamente sin el castigo[x].
La psicología de nuestra legislación podría aquí levantar sus protestas humanitarias, pero a ello puede responder la inversión del argumento. Nues­tra práctica nos muestra diversas configuraciones psíquicas que constitu­yen la estofa misma de lo que se llama "normalidad", y que ellas se caracterizan para cada uno por un grado tal de coerción que vuelve imposible adjudicarle la libertad de la intención que el jurista quisiera reservarle. Esto hace de la premeditación, hay que decirlo, un nido de víboras, aunque aquí, reiterémoslo, sólo apuntamos a la psicología que anida en nuestra ley.
Este número de la revista incluye una primera traducción al español de un trabajo de Hans Kelsen sobre la "Psicología de las masas y análisis del yo", que Freud recogiera en Imago, en 1922. Lo hacemos para atenuar las fronte­ras universitarias que se interponen entre la interpretación psicoanalítica y los saberes "positivos", para proteger no se sabe a cuál de ellos; la llamada "neutralidad" no puede confundirse con la ocasión, hecha-sistema, de desen­tenderse de ellos. Pero también lo publicamos porque, a pesar de las reservas que podríamos levantar contra el conceptualismo del autor, apreciamos que haya recurrido precisamente al psicoanálisis para excluir a la psicología como fundamento de una teoría del derecho. Lo que no obliga a compartir sus resultados.
El lector habrá más que advertido las reiteradas veces en que interrumpi­mos un desarrollo hasta hacerlo lindar con la forma apenas esbozada de una indicación. No sólo se debe a que la invitación insinuante de un trabajo posi­ble sea el rasgo que hemos reservado para estas editoriales; también callamos. Callamos lo que habría de ser el tercero de los pasos en la vía que propone­mos: enunciar lo que apenas son nuestras sospechas, sólo serviría aquí para disimular lo que ignoramos. También es cierto que callamos algunas cosas que no dejamos de saber, sólo que —lo dijimos al comienzo— hemos elegido otro sitio para decirlas.
Finalmente quisiéramos, en un punto al menos, reducir al mínimo la posi­bilidad del equívoco. Si los analistas hemos aprendido que los escritos llama­dos "sociales" de Freud no son intrusiones en campos que le serían ajenos y que, al contrario, pertenecen al núcleo propiamente teórico del psicoanálisis, esto también ha de valer para nosotros sin necesidad de colaborar en la infla­ción de esa realidad comercial que todavía se sigue llamando Cultura.
Si ocuparse de la venganza, la traición, la apuesta, la indiferencia, el dere­cho, testimonia que el psicoanalista no está exilado de los asuntos de la polis, esto no significa que puede desprenderse de sus vestiduras profesio­nales y perderse en la calle entre la gente; significa que esos asuntos son los suyos porque él, el psicoanalista, está tomado por ellos en su práctica. "De nuestra posición de sujeto somos siempre responsables, dice Lacan, y agrega: llamen a eso terrorismo donde quieran". ¿Cómo queremos llamarlo? Si le quitáramos la nota exasperada que sin duda responde a la calidad de sus in­terlocutores no elegidos, ¿no podría resonar allí, esta vez para nosotros, el soll Ich werden freudiano?


NOTAS
[i] Lacan, J.: Ecrits, París, Seuil, 1966, p. 321.
[ii] Todos los párrafos citados corresponden al punto VII (salvo la última frase que pertenece al puntoIX) del dictamen producido por el Procurador General de la Nación, Juan Octavio Gauna, dirigidoa la Suprema Corte de Justicia, con fecha 6 de mayo de 1987.
[iii] Cfr. The Pbilosophical Works of David Hume, ed. Green y Grosse, Londres, 1963. En lo que con­cierne a Hume, nuestro texto no hace mucho más que parafrasear la interesante presentación quehace Bernard Pautrat en Cahiers pour I'analyse 6.
[iv] Incluso un teórico del deber de sumisión tan extremo como Hume, se ve necesitado de aclarar: "Es necesario siempre, en los casos extraordinarios en los que la obediencia entrañaría con toda eviden­cia la ruina pública, dejarse ir a la obligación primitiva y originaria: Salus populi suprema lex... Siendo entonces la resistencia admitida en las circunstancias extraordinarias, la única cuestión que se plantea a los buenos espíritus concierne al grado de necesidad que pueda justificar la resistencia, y volverla legítima o loable". (De l'obeissance passive -1752-, en los Cahiers citado).
[v] Aquí nuestra interpretación se aleja y disiente de la de Pautrat.
[vi] Esta y las citas que siguen provienen del seminario de Lacan, Problemas cruciales del psicoanálisis.
[vii] Operación que invierte la de Hegel. Su Filosofía del Derecho se abre proponiéndose remediar el hecho de que "no se encuentra fácilmente una ciencia filosófica en tan descuidada y mala situa­ción como la ciencia del Espíritu que comúnmente se llama psicología". Y efectivamente, podría leerse la extensa introducción como la psicología que Hegel coloca en la base de su teoría del dere­cho. Edic. UNAM, México, 1975, p. 30.
[viii] Los últimos seminarios de L'envers de la psychanalyse, y los primeros de D'un Autre a l'autre, nodejan de hablar de ello.
[ix] Freud, S.: "La responsabilidad moral por el contenido de los sueños", O.C., vol. VIII, BibliotecaNueva, Madrid, 1974, p. 2895.
[x] “Para hacernos comprender hasta el fin —insiste Lacan—, opongamos un hecho que, por ser cons­tante en los fastos de los ejércitos, toma su alcance del modo amplio y a la vez seleccionado bajo el cual se opera, desde hace un siglo, en nuestras poblaciones el reclutamiento entre los elementos asocíales de los defensores de la patria, del orden social, a saber, el gusto que se manifiesta en la colectividad así formada, en el día de gloria que la pone en contacto con sus adversarios civiles, por la situación que consiste en violar una o varias mujeres en presencia de un macho de preferencia adulto y previamente reducido a la impotencia, sin que nada haga presumir que los individuos que la realizan se distingan antes o después, como hijos o como esposos, como padres o ciudadanos, de la moralidad normal. Simple hecho que se puede calificar de diverso por la diversidad de la creen­cia que se le acuerda según su fuente, e incluso de divertido por la materia que esta diversidad ofrece a las propagandas.
Nosotros decimos que este es un crimen real, aunque sea realizado precisamente en una forma edípica, y el autor sería justamente castigado si las condiciones heroicas en las que se lo tiene por cumplido, no hicieran con la mayor frecuencia asumir la responsabilidad al grupo que cubre al individuo", (Lacan: Ecrits, p. 431/2).