"Un azar transformado en destino por una elección continua": mi cristianismo. [...]
Un azar: de nacimiento y, en términos más amplios, de herencia cultural. Me sucedió replicar esto a la objeción: "Si usted fuese chino, habría pocas posibilidades de que sería ( sic ) cristiano". Es cierto, pero usted habla de otro y no de mí. Yo no puedo elegir ni a mis antepasados ni a mis contemporáneos. Hay, en mis orígenes, una parte del albur, si observo las cosas desde afuera, y si las considero desde adentro, un hecho situacional irreductible. Así soy, por nacimiento y herencia. Y lo asumo. Nací y crecí en la fe cristiana de tradición reformada. ...sa es la herencia, indefinidamente confrontada, en el plano del estudio, con todas las tradiciones contrarias o compatibles, que califico de transformada en destino por una elección continua. Y se me prescribe que, a lo largo de mi vida, rinda cuentas de esa elección por medio de argumentos plausibles, es decir, dignos de ser expuestos en una discusión con protagonistas de buena fe que están en la misma situación que yo, incapaces de dar razón de las raíces de sus convicciones. El título de mis entrevistas con Azouvi y De Launay refleja con claridad esa paradoja: Crítica y convicción . También me tocó proponer la distinción entre argumento y motivación: en el primero, hay una promesa de rendir cuentas de la parte transparente de mis convicciones; con el nombre de motivación; hago lugar a la parte opaca de éstas; esa parte no se limita a los afectos, las emociones y las pasiones, en suma, al aspecto irracional de mis convicciones, opuesto al aspecto racional de mis argumentos; incluye todo lo que pongo bajo el título de herencia, de nacimiento y de cultura. A esa elección continua responde la virtud de honestidad intelectual, de Redlichkeit , que Nietzsche niega a los cristianos. No oculto que toda la historia argumentativa, que coloco bajo el encabezado de "elección continua", comporta arbitrajes que, además del carácter plausible de cualquier argumento de buena fe, no superan, en el plano epistemológico, un grado variable de probabilidad, el que Platón, si no me equivoco, introducía en la expresión "recta opinión" (orte doxa).
Mediante esa elección continua, un azar transformado en destino. Con esta palabra, destino, no designo ninguna coacción, ninguna carga insoportable, ninguna desdicha sino el estatus mismo de una convicción, de la que puedo decir: así me tengo, a esto adhiero [...] El término adhesión es, por añadidura, apropiado en el caso del cristianismo al que... adhiero, y que conlleva el apego a una figura personal bajo la cual el Infinito, el Altísimo, se da a amar.
Procuro ahora expresar el estatus hermenéutico de ese destino. Me arriesgo a caracterizar el "aquí me tengo" -otra fórmula del destino en el que se ha transformado el azar- por la paradoja de un absoluto relativo. Relativo, desde el punto de vista "objetivo" de la sociología de las religiones. La clase de cristianismo a la que adhiero se deja distinguir como una religión entre otras en el mapa de la "dispersión" y "confusión" después de Babel; después de Babel no designa ninguna catástrofe, sino la mera constatación de la pluralidad característica de todos los fenómenos humanos. Relativismo, si se quiere. Asumo ese juicio del afuera. Pero, para mí, vivida desde adentro, mi adhesión es absoluta, en cuanto incomparable, no radicalmente elegida, no arbitrariamente planteada. Si me empeño en insertar el predicado "relativo" en el sintagma "absoluto relativo", es para inscribir en la confesión de la adhesión la marca del albur originario, elevado al rango de destino por la elección continua. ¿Aceptaría hablar de preferencia? Sí, en una situación de discusión y confrontación, en la que el carácter plausible y probabilista de la argumentación se hace manifiesto debido a la incapacidad de ganar la adhesión de mi contradictor. Confesión de debilidad pública, de una adhesión fuerte en mi corazón.
Adhesión a Jesús
No soy un filósofo cristiano, como pretende el rumor circulante, en un sentido voluntariamente peyorativo y hasta discriminatorio. Soy, por un lado, un filósofo a secas, y aun un filósofo sin absoluto preocupado por, consagrado a, versado en la antropología filosófica, cuya temática general puede ponerse bajo el encabezado de la antropología fundamental (de acuerdo con la expresión del filósofo suizo Pierre Thévenaz, por lo demás protestante como yo). Y, por otro, un cristiano de expresión filosófica, así como Rembrand es un pintor a secas y un cristiano de expresión pictórica, y Bach, un músico a secas y un cristiano de expresión musical.
Decir "filósofo cristiano" es enunciar un sintagma, un bloque conceptual; en cambio, distinguir al filósofo profesional del cristiano filosofante es asumir una situación esquizoide que tiene su dinámica, sus padecimientos y sus pequeñas venturas.
Un cristiano: alguien que profesa una adhesión primordial a la vida, las palabras, la muerte de Jesús. Para el filósofo de oficio y cultura, el pensador de cultura filosófica, esta adhesión suscita el discernimiento, la inquietud de dar razón, de proponer el mejor argumento en las situaciones de confrontación y de lo que llamo más adelante controversia. Pero esta puesta en juego de la competencia filosófica no hace mella en la libertad de pensamiento y en la autonomía -y yo hablaría incluso de la autarquía, la autosuficiencia- propias de la investigación filosófica y de la estructuración de su discurso.
Los sobrevivientes
Hay ante todo el encuentro de la muerte de otro ser querido, de los otros desconocidos. Alguien ha desaparecido. Una pregunta surge y resurge obstinadamente: ¿existe aún? ¿Y dónde? ¿En qué otro lugar? ¿Bajo qué forma invisible a nuestros ojos? ¿Visible de otra manera? Es una pregunta de vivos, tal vez de gente saludable, diré más adelante. La pregunta: ¿qué clase de seres son los muertos? es tan insistente que aun en nuestras sociedades secularizadas no sabemos qué hacer con los muertos, es decir, con los cadáveres. No los arrojamos a la basura como desechos domésticos, cosa que, sin embargo, son físicamente. Lo imaginario procede por deslizamiento y generalización: mi muerto, nuestros muertos, los muertos. [...] El lugar de la sepultura, entre los criterios de humanidad, junto a la herramienta, el lenguaje, la norma moral y social, da testimonio de este hecho cierto : no nos desembarazamos de los muertos, jamás terminamos con ellos.
Y sin embargo, es ese interrogante sobre la suerte de los muertos lo que quiero exorcizar, y cuyo duelo quiero hacer para mí mismo.
¿Por qué?
Porque mi relación con la muerte aún no cumplida está oscurecida, obliterada, alterada por la anticipación y la interiorización de la cuestión de la suerte de los muertos ya muertos. Lo que imagino es el muerto de mañana, como si lo hiciera, en cierto modo, en antefuturo. Y esa imagen del muerto que seré para los otros quiere ocupar todo el lugar con su carga de preguntas: ¿qué son, dónde están, cómo son los muertos?
Mi batalla es con y contra esta imagen del muerto de mañana, de ese muerto que yo seré para los sobrevivientes. Con y contra ese imaginario en el que la muerte es, de algún modo, aspirada por el muerto y los muertos. [...] Otros vivos sobreviven a la muerte de los suyos. De la misma manera, otros me sobrevivirán. Así la cuestión de la supervivencia es, ante todo, una cuestión de sobrevivientes que se preguntan si también los muertos siguen existiendo, en el mismo tiempo cronológico o, al menos en un registro temporal paralelo, aun cuando esta modalidad temporal sea tenida por imperceptible.