En 1995, un año antes de morir, Marguerite Duras depositó sus archivos en el Institut Mémoires de l'Edition Contemporaine. La parte más excepcional de ese material lo consittuyen los Cuadernos de la Guerra, que se acaban de publicar en castellano (Cuadernos de la guerra y otros textos, Siruela, edición a cargo de Sophie Bogaert y Olivier Corpet). Guardados desde los años de la Segunda Guerra, estos cuadernos y apuntes rearman en forma completa el mapa de la obra de Duras, sus influencias, su formación, las experiencias iniciáticas y el origen de ese estilo tan visceral como ascético.
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FRAGMENTO: "El hijo"
Me dijeron: “Su hijo ha muerto”. Fue una hora después del parto; yo había visto al niño. Al día siguiente pregunté cómo era. Me dijeron: “Es rubio, un poco pelirrojo, tiene las cejas altas, se le parece”. “¿Está todavía ahí?” “Sí, está ahí hasta mañana.” “¿Está frío?” R. contestó: “No lo he tocado, pero debe de estarlo, está muy pálido”. Después titubeó. “Está guapo, es también por causa de la muerte.” He pedido verlo. Pregunté a la superiora. Me dijo: “No merece la pena”. No insistí. Me habían explicado dónde estaba, en un cuartito al lado de la sala de trabajo, a la izquierda, según se va allá. Al día siguiente estaba sola con R. Hacía mucho calor. Yo estaba echada boca arriba, tenía el corazón muy fatigado, no debía moverme. No me movía. “¿Cómo tiene la boca?” “Tiene tu boca”, decía R. Y así a todas horas. “¿Está ahí todavía?” “No lo sé.” No podía leer. Miraba por la ventana abierta el follaje de las acacias que crecían en los terraplenes del ferrocarril de circunvalación.
Por la tarde vino a verme la hermana Marguerite. “Ahora es un ángel, debería estar contenta.” “¿Qué van a hacer con él?” “No lo sé”, dijo la hermana Marguerite. “Quiero saberlo.” “Cuando son tan pequeños los queman.” “¿Aún está ahí?” “Sí, está ahí.” “¿Entonces los queman?” “Sí.” “¿Se hace deprisa?” “No lo sé.” “No querría que lo quemaran.” “No hay nada que hacer.” Al día siguiente vino la superiora: “¿Quiere usted dar sus flores a la santa Virgen?”. Yo dije: “No”. La monja me miró: tenía setenta años, estaba reseca por el ejercicio cotidiano como organizadora de la clínica, era terrible, tenía un vientre que yo me imaginaba negro y seco, lleno de raíces resecas. Volvió al otro día. “¿Quiere usted comulgar?” Yo dije: “No”. Entonces me miró. Su rostro era horrible, era el rostro de la maldad, del diablo. “Esta no quiere comulgar y se queja porque su hijo ha muerto.” Salió dando un portazo. La llamaban “madre”.