lunes, 9 de marzo de 2009

Reseña de "Clínica y lógica de la autorreferencia: Cantor, Gödel, Turing" de Gabriel Lombardi (Letra Viva, 2008) por Luciano Lutereau





“Del paraíso que Cantor creo para nosotros,

ya nunca nadie nos echará jamás”.


D. Hilbert (1926).



Clínica y Lógica de la autorreferencia”, de Gabriel Lombardi, nos pone sobre ascuas desde un comienzo: si bien todos estaríamos de acuerdo en aceptar que el lenguaje ordinario es presa del equívoco, pocos (y no sin sorpresa) estaríamos dispuestos a sentirnos cómodos con la afirmación de que la lógica misma del lenguaje presenta una falla. Mucho menos sabríamos localizarla. El libro de Lombardi se propone “un capítulo de la lógica del lenguaje todavía apenas esbozado en psicoanálisis” (11), de acuerdo a un principio metódico: “la exploración lógica puede informar sobre la estructura subjetiva, por trabajar con el mismo material que el psicoanálisis: el lenguaje” (14). Por eso, si bien las páginas de este libro desarrollan arduos vericuetos del proyecto de fundación lógica de las matemáticas (entre fines del siglo XIX y comienzos del XX), a partir de reconstruir la aventura intelectual de Cantor, Gödel y Turing, aún se trata de un libro de psicoanálisis y no de psicoanálisis aplicado. Poco importan las biografías, la novelización del descubrimiento y la psicosis franca de alguno de estos personajes, en comparación con el punto de encuentro en que la singularidad de una vida pone al descubierto una estructura a partir de la localización de un real en la misma. El nombre que Lombardi da a ese real, entendido como imposible, es “autoaplicaciones”.

Cotidianamente formulamos el slogan lacaniano que afirma que el significante no podría significarse a sí mismo; y, a un tiempo, reconocemos también la fórmula que asevera que un significante [es lo que] representa un sujeto para otro significante, sin advertir el carácter circular que implica esta definición en la que el definiens cita al definiendum. Este caso de circularidad es un caso flagrante de autoaplicación del lenguaje. Precisando el alcance de esta noción, Lombardi distingue dos acepciones de autorreferencia:

a) Un sentido impropio: a partir de la experiencia mórbida de “significación personal” (traducción francesa de la noción de Neisser Eigenbeziehung – que mejor cabría traducir con el autor como autorreferencia – bezug), extendida por Freud desde los sueños hasta la psicopatología cotidiana, se descubre un campo de fenómenos ordenados en torno a “la referencia del signo al sujeto, lo que resulta diferente de la idea de que el sujeto refiere conscientemente las cosas a sí mismo” (23).

b) Un sentido propio: en tanto cumple con la referencia estricta del significante a sí mismo. Este es el campo descubierto por la lógica matemática, retomado por Lacan con referencias que proceden de la clínica: la autoaplicación insensata del significante en la alucinación, pero también la dimensión del acto, según la definición de Lacan del mismo en el Seminario La logique du fantasme.

Que la lógica matemática sea un campo prolífico para investigar las autoaplicaciones del lenguaje viene sugerido por la observación lacaniana de que “el matemático tiene con el lenguaje las mismas dificultades que el analizante con el inconsciente” (31), esto es, tanto el matemático como el analizante se orientan de acuerdo a una estructura en la cual no todo se encuentra determinado. Para dar cuenta de esos puntos de indeterminación estructural recurre el autor, en la segunda parte del libro, a la experiencia de los tres matemáticos ya mencionados:

Cantor: Desafiando la autoridad aristotélica en contra de la noción de infinito actual, el creador de la teoría de conjuntos (Mengelehre) dio el paso que permitió la manipulación de conjuntos “más grande aún que todo” (38) a partir de la autonomización del lenguaje lógico a su pura sintaxis. Esta libertad cantoriana puede advertirse en la esencia del método diagonal, con el que Cantor “logra introducir o revelar, en el dominio del número, la ambigüedad del lenguaje” (41). La aplicación de este método permitió la demostración de dos afirmaciones: 1) la no enumerabilidad de los números reales; 2) la demostración de que siempre existe un conjunto mayor que uno dado. Aunque el resultado paradójico que esta última demostración puede reconstruirse mejor en la siguiente formulación: el conjunto de los subconjuntos de un conjunto tiene más elementos que el conjunto dado.

Los efectos de este descubrimiento reconducen directamente a la conocida paradoja del conjunto de todos los conjuntos (parafraseada en la conocida sentencia del catálogo de los catálogos, que busca recuperar algo de la paradoja de Epiménides) con la que el joven Russell sorprendió al viejo Frege en el momento de edición de su obra capital, quien no pudo menos que remitirla a la imprenta y anexarla al último volumen de su trabajo. Lombardi reconstruye el proyecto logicista en matemáticas, la teoría de los tipos lógicos de Russell, el contexto de Principia Mathematica (una obra que, en el decir sus autores, Russell y Whitehead, ni siquiera ellos leyeron entera), las propiedades básicas de los sistemas axiomáticos (principalmente consistencia, completitud e independencia), el programa formalista hilbertiano, aunque todo esto sin descuidar el objetivo fundamental de su exposición: las autoaplicaciones contradictorias y su forma ineliminable.

Gödel: la influencia del método diagonal de Cantor también pudo sentirse en la obra de ese otro matemático que fue Kurt Gödel. En este caso, Gödel utilizó el método de Cantor para demostrar que no existe un dispositivo de resolución de los problemas matemáticos. Este es el fundamento de su célebre teorema, cuyo alcance es resumido por W. O. Quine del modo siguiente: "El famoso teorema de incompletitud de Gödel muestra que no hay ningún método de prueba formal con el que poder demostrar todas las verdades de la matemática, y ni siquiera de la teoría elemental de los enteros positivos. Su prueba de este teorema, en sí misma estrictamente matemática, produjo un brusco giro en la filosofía de la matemática, pues habíamos supuesto que la verdad matemática consistía en la demostrabilidad". De este modo, se pone el golpe al ideal hilbertiano. A su vez, Gödel es quien introduce las funciones recursivas, “que permitían la resolución mecánica (libre de lapsus autorreferenciales contradictorios) de gran cantidad de problemas matemáticos, por aplicación reiterada de la misma secuencia formal” (53). Sin embargo, si bien una función recursiva es calculable, la inversa no es cierta, máxime cuando aún no había una definición de computabilidad. Hasta la llegada de Turing.

Turing: un tercer eslabón se agrega entonces a esta secuencia. La noción de computabilidad, en el corazón de la informática teórica, es el impulso a los trabajos sobre la idea de una máquina universal que “se sostiene en imposibles asegurados por su propia exclusión de las ambigüedades del lenguaje… Tales reglas son decisivas para evitar, en el sistema lógico-formal definido para ella, los efectos de autorreferencia que permitieron a Russell destruir el sistema que Frege había propuesto para la fundación lógica de la aritmética” (142). Con Turing, especialmente con su trabajo de 1950 dedicado a la extensión de la iniciativa a las máquinas, nos encontramos ya en el campo contemporáneo de los estudios de Inteligencia Artificial y la evidencia cotidiana, que nadie se atrevería a desmentir, de que las máquinas piensan.

Una conclusión extrae Lombardi de la secuencia lógica ordenada a partir de los descubrimientos de Cantor, Gödel y Turing: “la ciencia de lo real [nombre lacaniano para la lógica] requirió de un pasaje al acto: sólo éste garantiza esa exclusión radical del sujeto […] El psicoanálisis es un lazo social del que el sujeto no es expulsado. Aun si tácitamente es incitado a destituirse a su turno – la invitación didáctica del psicoanálsis – lo es en condiciones bien distintas a las de la destitución forclusiva que exige la lógica matemática” (118).

Dicha conclusión se exhibe luego, en la tercera parte del libro, como operador clínico y ordenador de la fenomenología de la cura analítica de acuerdo a dos modos de clínica:

A1) Clínica de la significación personal o autorreferencia en sentido impropio, en la que se destacan: a) las distintas formas de la autorreferencia psicótica: la perplejidad, la significación enigmática, la significación de significación; b) la clínica freudiana del autorreproche (Selbstvorwürfen), en la que la posición del sujeto respecto de aquellos cumple una función diferencial. “La autorreferencia encuentra en el autorreproche una versión contradictoria y divisoria, que evidentemente atañe al goce y divide al sujeto” (171); c) el olvido de los nombres propios (“un nombre propio olvidado es la significación personal revelada: el lenguaje ¨me¨ designa mediante la sustracción del nombre de algún otro” 173); d) la transferencia, en la cual también se verifica la incitación del método psicoanalítico a la experiencia de la autorreferencia, “nos lleva a abandonar la idea de que las asociaciones del paciente se refieren a objetos reales existentes en una realidad psicológica objetiva, para asumir en cambio que lo que él dice habla de él mismo” (174).

Sin embargo, a pesar de su diversidad, la clínica de la autorreferencia en sentido impropio poco dice acerca del sujeto que resulta afectado. De este modo, Lombardi declina un segundo modo clínico de la autorreferencia, a partir de su investigación sobre lógica matemática, con el propósito de dar cuenta de este otro campo. Si bien la fundamentación lógica de la matemática se encontró con una falla ineliminable de estructura, no es sino el psicoanálisis la disciplina encargada de tematizar ese residuo con un nombre específico: Sujeto.

A2) Clínica de las autoaplicaciones del lenguaje o autorreferencia en sentido propio, en la cual Lombardi reconstruye los puntales cruciales de la clínica psicoanalítica a partir de considerar que “el efecto de sujeto del lenguaje sólo puede realizarse si el lenguaje se autoaplica” (182). Si bien no podría haber sujeto sin autoaplicación del lenguaje, como la definición misma de significante lo demuestra, no es cierto, en cambio, que toda autoaplicación genera dicho efecto (como en las recursiones de la máquina de Turing). El ordenamiento clínico del psicoanálisis a partir de la noción de autorreferencia se consigue del modo siguiente: a) el inconsciente, en tanto saber no sabido, menos profundo que inaccesible, “es saber imposible, que como tal alcanza lo real” (186); b) el sujeto supuesto saber: en cuanto parche a la falla gödeliana, “la transferencia no es solamente una vivencia de significación personal, de autorreferencia A1 asistida por el psicoanalista, sino que con ella el método psicoanalítico convoca al Otro del saber” (190); c) la repetición, más allá del autómaton (insistencia recursiva de los signos, encuentra otra modalidad no vana en “la que se produce accidentalmente, apò túkhes” (199); d) la pulsión es explicada a través de la repetición transfinita como “la manifestación de una falla en el Otro que divide al sujeto” (202); e) el acto, como un modo de satisfacción de la pulsión, resulta de la autoaplicación del significante que “suspende la modalidad dividida de existencia del sujeto” (208) produciendo un efecto de ser singular en dicha destitución; f) el síntoma, en cuanto todo síntoma requiere un auto-diagnóstico, abre para el psicoanálisis “una suerte de autoclínica del sujeto que padece del saber que se autoaplica equívocamente”.

Lombardi explica de qué modo la clínica A2 subtiende la clínica A1. La significación personal presupone lógicamente la falla de nivel A2 para dar cuenta del sujeto. Asimismo, las autoaplicaciones del lenguaje son utilizadas para dar cuenta de los momentos fundamentales de la intervención analítica: a un tiempo, la interpretación “implica autoaplicaciones A2 del significante” (220) en sus modos predilectos de la cita y el enigma, y el deseo del analista, que “si opera un corte en la continuidad de la vida del sujeto, es en la medida en que, partiendo de la forma transferencial de la autorreferencia, puede valerse de la otra forma de la autorreferencia, la que diagonaliza el lenguaje aplicándolo sobre sí mismo, para demostrar que el efecto de sujeto no era sino efecto sintomático, efecto padecido por el ser hablante de las autoaplicaciones equívocas del lenguaje. Dicho de otro modo: para no ser una máquina, para no ser autómata completamente determinado por el lenguaje que nos habla, hay que pagar el precio, el precio de elegir. El acto analítico muestra otra opción, y así es que se justifica éticamente el camino de un análisis: que una modificación de la estructura es posible, valiéndose precisamente de A2 para rescindir al sujeto de la neurosis”. (226).

Balance crítico: El libro de Lombardi no sólo representa un paso adelante en los trabajos de investigación que pueden aunar la transmisión psicoanalítica con el canon formal de trabajo académico, sino que incorpora definitivamente para la enseñanza en psicoanálisis un conjunto fundamental de referencias de la filosofía analítica anglosajona (Austin, Nagel, Putnam, Dennett, Kripke, etc.) demostrando certeramente el punto de encuentro entre la lógica matemática y la lógica psicoanalítica. La lectura de este libro nos pasea por la aventura de Cantor, Gödel y Turing, pero nos devuelve a la roca dura del psicoanálisis en el fundamento significante del lenguaje lógico.