Qué curioso resulta ver a toda una especie –miles de millones de personas– interpretando y escuchando pautas tonales que carecen de significado, ocupando y dedicando gran parte de su tiempo a lo que denominan “música”. Esa fue, al menos, una de las cosas relacionadas con los seres humanos que desconcertaron a los seres alienígenas enormemente cerebrales, los Superseñores, en la novela de Arthur C. Clarke El fin de la infancia. La curiosidad los lleva a descender a la superficie de la Tierra para asistir a un concierto, que escuchan educadamente, y al final felicitan al compositor por su “tremenda inventiva”, aunque todo aquello sigue pareciéndoles absurdo. No entienden lo que les ocurre a los seres humanos cuando hacen o escuchan música, pues a ellos no les pasa nada. Ellos, como especie, carecen de música.
Podríamos imaginarnos a los Superseñores cavilosos en sus naves. Tendrían que admitir que eso que llaman música es, en cierto modo, eficaz para los humanos, fundamental para la vida humana. No obstante, carece de conceptos, no elabora proposiciones; carece de imágenes, símbolos, el material de que está hecho el lenguaje. Le falta poder de representación. No guarda una relación lógica con el mundo.
Son escasos los humanos que, al igual que los Superseñores, carecen del aparato nervioso que les permite apreciar tonos y melodías. Prácticamente para todos nosotros, la música ejerce un enorme poder, lo pretendamos o no y nos consideremos o no personas especialmente “musicales”. Esta propensión a la música, esta “musicofilia”, surge en nuestra infancia, es manifiesta y fundamental en todas las culturas, y probablemente se remonta a nuestros comienzos como especie.
Los humanos somos una especie tan lingüística como musical. Es algo que adquiere formas diversas. Todos nosotros (con muy pocas excepciones) podemos percibir la música, los tonos, el timbre, los intervalos, los contornos melódicos, la armonía y (quizá de una manera sobre todo elemental) el ritmo. Integramos todas estas cosas y “construimos” la música en nuestras mentes utilizando muchas partes distintas del cerebro. Y a esta apreciación estructural, en gran medida inconsciente, de la música se añade una reacción emocional a menudo intensa y profunda. “La inexpresable profundidad de la música –escribió Schopenhauer– tan fácil de comprender y sin embargo tan inexplicable, se debe al hecho de que reproduce todas las emociones de nuestro ser más íntimo, pero de una manera totalmente falta de realidad y alejada de su dolor (...) La música expresa sólo la quintaesencia de la vida y sus acontecimientos, nunca éstos en sí mismos.”
Escuchar música no es un fenómenos tan sólo auditivo y emocional, sino también motor: “Escuchamos música con nuestros músculos”, escribió Nietzsche. Llevamos el ritmo, de manera involuntaria, aunque no prestemos atención de manera consciente, y nuestra cara y postura reflejan la “narración” de la melodía, y los pensamientos y sensaciones que provoca.
Gran parte de lo que ocurre durante la percepción de la música también puede ocurrir cuando la música “se interpreta en la mente”. La gente, al imaginar la música, incluso personas relativamente poco musicales, suele hacerlo de una manera extraordinariamente fiel no sólo a la melodía y el sentimiento del original, sino a su tono y tempo. En todo esto subyace la extraordinaria tenacidad de la memoria musical, de manera que gran parte de lo que se oye durante los primeros años puede que quede “grabado” en el cerebro durante el resto de la vida. Nuestros sistemas auditivos, nuestros sistemas nerviosos, están exquisitamente afinados para la música. Hasta qué punto esto se debe a las características intrínsecas de la propia música –sus complejas pautas sónicas que se entretejen en el tiempo, su lógica, su ímpetu, sus secuencias inseparables, sus ritmos y repeticiones insistentes, la misteriosa manera en que encarna la emoción y la “voluntad”– y hasta qué punto obedece a resonancias especiales, sincronizaciones, oscilaciones, excitaciones mutuas, o retroalimentaciones en el circuito nervioso inmensamente complejo y de muchos niveles que subyace a la percepción musical y la reproduce, es algo que todavía no sabemos.
Pero esta maravillosa maquinaria –quizá por ser tan compleja y tan tremendamente desarrollada– es vulnerable a diversas distorsiones, excesos y averías. La capacidad de percibir (o imaginar) la música puede verse afectada por ciertas lesiones cerebrales; hay muchas formas de amusia. Por otro lado, la imaginería musical puede volverse excesiva e incontrolable, lo que conduce a la repetición incesante de melodías pegadizas o incluso a alucinaciones musicales. En algunas personas, la música puede provocar ataques. Existen riesgos neurológicos especiales, “trastornos de destreza”, que pueden afectar a los músicos profesionales. La asociación habitual de lo intelectual o lo emocional puede alterarse en algunas circunstancias, de manera que se puede percibir la música de manera fiel, pero permanecer indiferentes o impasibles ante ella, o, por el contrario, conmoverse de manera apasionada a pesar de ser incapaces de encontrarle ningún “sentido” a lo que se oye. Algunas personas –en un número sorprendentemente elevado– “ven” colores o “huelen” o “gustan” o “perciben” diversas sensaciones cuando escuchan música, aunque esta sinestesia se considere más un don que un síntoma.
William James hablaba de nuestra “sensibilidad para la música”, y al tiempo que la música puede afectarnos a todos –nos calma, nos anima, nos consuela, nos emociona, o nos sirve para organizarnos y sincronizarnos cuando trabajamos o jugamos–, también podría ser especialmente poderosa y poseer un gran valor terapéutico para pacientes de diversas dolencias neurológicas. Estas personas podrían responder de manera intensa y específica a la música (y en ocasiones a poco más). Algunas de estas personas presentan problemas corticales generalizados, ya sea a causa de una apoplejía, el Alzheimer u otras causas de demencia; otras presentan síndromes corticales específicos: pérdida de las funciones del lenguaje o del movimiento, amnesias o síndromes del lóbulo frontal. Algunos son retrasados, algunos autistas; otros muestran síndromes subcorticales como Parkinson u otros trastornos del movimiento. Todos los pacientes de estas enfermedades y muchas otras podían reaccionar a la música y a la terapia musical.
Lo primero que me incitó a pensar y escribir sobre música ocurrió en 1966, cuando vi el intenso efecto que la música producía en pacientes con Parkinson profundo, hecho que posteriormente relaté en Despertares. Y desde entonces, de muchas más maneras de las que podía concebir, me he encontrado con que la música llamaba continuamente mi atención, demostrándome sus efectos en casi todos los aspectos de la función cerebral... y de la vida.
El término “música” ha sido siempre una de las primeras cosas que he buscado en el índice de cualquier libro de texto nuevo de neurología o fisiología. Pero apenas encontré ninguna mención al tema hasta la publicación, en 1977, del libro de Macdonald Critchley y R. A. Henson Music and the Brain, con su abundancia de ejemplos históricos y clínicos. Puede que una de las razones de la escasez de historias clínicas musicales sea que los médicos rara vez les preguntan a sus pacientes si tienen algún problema con su percepción musical (mientras que un problema lingüístico, por ejemplo, inmediatamente sale a la luz). Otra razón de este descuido es que a los neurólogos les gusta explicar, encontrar mecanismos hipotéticos, y también describir; y prácticamente no hay neurociencia de la música anterior a la década de 1980. Todo esto ha cambiado en las dos últimas décadas gracias a las nuevas tecnologías que nos permiten ver la actividad del cerebro mientras la gente escucha, imagina o incluso compone música. Existe en la actualidad un corpus de investigaciones enorme, y que crece rápidamente, acerca de la estructura nerviosa de la percepción y la imaginería musical, y los trastornos complejos y a menudo extravagantes a los que son propensos. Estos descubrimientos de la neurociencia son inmensamente estimulantes, pero siempre existe el peligro de que el simple arte de la observación se pierda, de que la descripción clínica se vuelva superficial y se haga caso omiso de la riqueza del contexto humano.
Es evidente que ambos enfoques son necesarios, y que hay que combinar la observación y la descripción “a la antigua usanza” con lo último en tecnología, y en este libro he intentado incorporar los dos elementos. Pero, por encima de todo, he pretendido escuchar a mis pacientes y sujetos, imaginar y comprender sus experiencias: éstas forman el núcleo de este libro.
//
(Fragmento de la introducción al libro)