JAMES JOYCE. "Cartas de amor a Nora Bernacle"
Al leer las cartas de James Joyce a su amada (y dado que es una obra tan personal, impublicable incluso, merece un comentario personal), inmediatamente tuve el impulso de buscar la fotografía de ambos, lo que vi me impactó. Él parece un intelectual convencional y mojigato, y ella es una muchacha común, con no demasiadas gracias. Yo había esperado hallar en cambio un casanova sofisticado, un hombre de mundo de mirada lujuriosa y astuta, y a una Mata-Hari de viciosa y lasciva sonrisa, quizás con un engañoso y superficial aire de candidez, una diva caprichosa y golosa, la vampiresa insospechada tras el estereotipo repentinamente excitante de la tierna y joven esposa pervertida por el artista iconoclasta y amoral. Y es que al juntar el conocimiento previo del "Ulises", detonación literaria de su época, con la espantosa revelación (casi similar al trauma de descubrir a los padres en pleno acto), de iniciar la lectura de las "Cartas..." con el cándido y pronto desengañado aire de anticipación erudita (no otra cosa merecería el célebre maestro dublinés), se crea —merced a la tendencia mental de recurrir a lugares comunes como lastre para la cordura en los casos donde lo que creímos seguro se desmorona—, la tentiva de convertir entonces a Joyce en una especie de Henry Miller, un dandy, un playboy, y a su mujer en la Bonny doméstica de un Clyde viajero. Lo cierto, sin embargo, es que se trata de un malentendido, y en el fondo esta constituye una lectura de lo más tierna y conmovedora, pues hace un cuadro casero y hogareño de los primeros pasos del gran escritor, cuando aun se debate entre el fracaso y la prosperidad, y está llena de alusiones a los periplos menores que enfrenta cualquier pareja joven (qué hacer para cenar, a cuál amigo invitar, qué ha de comer ella para engordar) durante el noviazgo y el inicio del matrimonio. Aparece un Joyce unas veces muy seguro de sí mismo, el genial escritor y promesa de Irlanda, imperando sobre una Nora apenas alfabetizada, en otras se deshace en autorreproches y jura no merecer el cariño de su amada, a la que ruega lo abandone por un mejor partido. Se le ve en el trance difícil de escribirle cómo la ha sorprendido en secreto, besándose con su mejor amigo bajo la luz de un farol, confesando lo tonto que ha sido al tomar por legítimos la infinitud de momentos tiernos que compartieron. Se la adivina a ella desgranando explicaciones y excusas, y luego aparece él de nuevo recompuesto. Está, por supuesto, la larga secuencia de intercambios de contenido sexual, el Joyce siempre de viaje y perennemente excitado en el recuerdo de ella, su joven y tierna muchachita, prometiendo a su regreso largas sesiones de sexo anal con las infaltables (y tan de su gusto) flatulencias y manchas fecales, prototipo talvez de lo que habría de ser la igualmente sexual secuencia final del "Ulises", y un ejercicio epistolar al cual Nora se unió asaz con mayor entusiasmo y originalidad. No se cuenta con las cartas de ella, pero lo inflamaron a él más allá de todo recato, al punto que le pide que oculte concienzudamente esas misivas. Se revelan algunas manías de él, por ejemplo, el pavor que le provoca la idea de que alguien pueda contemplar la ropa interior de ella, incluso sin que la lleve puesta. Es tierna, sobre todo, la confianza que pone en su esposa, haciéndola confidente de todos sus planes y primera lectora de sus obras. Si bien la brecha intelectual entre ambos era considerable, Joyce siempre se dirigió a Nora con entera devoción, transformándola en el centro de su mundo y el lugar del cual, sin duda, tomaba fuerzas para asumir su titánica labor artística, cuesta arriba no solo de los usos y costumbres de la lengua escrita, sino de las mentalidades mezquinas de sus contemporáneos. Indudablemente hay ejemplos de grandes intelectuales y artistas que se debatieron, más que con el mundo real, con sus neurosis, figuras tristes y solitarias como Nietzche, Schopenhauer o van Gogh o neuróticos más o menos quejosos y socialmente poco funcionales como Heidegger o Mann, pero en el caso de Joyce sorprende la naturalidad con que es capaz de asumir los retos cotidianos y sencillos del amor y del deseo, sin ver por ello comprometido un narcisismo enfermizo y aislante. Joyce aparece como el amante tierno y honesto, pero a la vez apasionado y sexual, reuniendo así los dos caracteres de la vida amorosa que, según Freud, están separados en el neurótico, y dedicados a diferentes mujeres (la ternura a la esposa, y el sexo a la amante o la prostituta). Joyce, hombre saludable y viril pero también amante tierno, no se privó de la duda, de las penurias económicas, amorosas o profesionales, pero era indudable que, siendo capaz de salir adelante en su aventura con Nora Barnacle, iba a serlo también de escribir la obra inmortal que es el Ulises, y poner de cabezael universo literario.Para descargar el texto, hacé clic aquí.