Gabriel salió de “gira”, como tantas tardes, como todas sus tardes, desde que después de repetir tres veces primer grado su madre decidió que era en vano seguir mandándolo a la escuela. Hacía rato que tomaba alcohol y fumaba paco. A veces, cuando “pintaba”, aspiraba cocaína. Pero nunca, jura que nunca, había mezclado pastillas con alcohol, “porque eso hace mal”. La gira siguió esa noche. Mucho, pero mucho alcohol. A la madrugada, uno de los pibes trajo pastillas. Clonazepán. Y las puso en la botella de tinto.
Gabriel tomó, como todos los demás. Ya eran las siete de la mañana, la cabeza le daba vueltas. El recuerdo se torna confuso, un poco por el efecto de todo lo que tomó, otro poco por la vergüenza. Jura que no hizo nada. Pero se vuelve sombrío, oscuro. Agacha la cabeza y sus ojos evitan el contacto conmigo.
Dice que sólo recuerda que lo golpearon, mucho. Y que lo acusaron de hacer “eso”. Eso de lo que no habla, eso que en la cárcel no se cuenta, porque contarlo es exponerse al castigo de los demás internos. Eso que se disfraza por un delito menor, el homicidio: sí, entre los presos, el homicidio no es lo más grave; lo peor es “eso”. Eso que un guardia le contó a los otros convictos y que generó una pelea en la que Gabriel fue, otra vez, muy golpeado.
Gabriel llora. Pide por su mamá. Y dice que quiere mucho a su papá, y que el papá es muy bueno con él. Sin embargo, el papá se presentará diciendo que no se siente en nada responsable por lo que le pasa a Gabriel y pidiendo que, “sin que él lo sepa, le saquen sangre con la excusa de hacerle análisis”: él quiere un ADN porque está seguro de que “no es mi hijo”.
Su mamá dice que Gabriel es el único que lleva el apellido del padre porque su padre, el de ella, le prohibió que anotara a los chicos con el apellido de su pareja: al nacer Gabriel, ella lo anotó con su pareja, “a escondidas”. Los demás chicos llevan el apellido del padre de ella. Que además les pega, a todos.
Gabriel asegura que su abuelo lo odia, porque lleva el apellido del padre. Cuando lo detuvieron, entre los vecinos y la policía lo llevaron a la seccional; dado vuelta como estaba, no se le hicieron análisis ni pruebas tendientes a determinar el grado de alcohol y drogas que llevaba en su organismo. “¿Para qué?, ¿para que zafe?”
Gabriel padece deficiencia intelectual. ¿Pero eso qué importa? ¿Distingue entre lo que está bien y lo que está mal? Eso es suficiente. Aunque sepamos que distinguir entre lo que está bien y lo que está mal no hace necesariamente que alguien pueda ser considerado “penalmente responsable”.
Gabriel va a ir a juicio. Y es muy probable que en ese momento no importe que de chiquito sufrió desnutrición, lo cual, sabemos, impacta de manera irreversible sobre la capacidad de desarrollo intelectual. Menos va a importar que no fue a la escuela, que nadie se ocupó de saber qué pasaba con él. Tampoco, que el consumo de alcohol y drogas probablemente haya disminuido más aún su capacidad de discernimiento. Menos todavía va a considerarse la problemática familiar: el abuelo golpeador, que impone su apellido a los hijos de sus hijas, abusiva e incestuosamente, y al que se le escapó uno y por eso lo odia. Finalmente, ¿qué relevancia puede tener que ese padre amado e idealizado por Gabriel quiera hacerle el ADN a escondidas porque está seguro de no ser el padre?
Este a quien llamo Gabriel es uno entre los cientos de menores que, en los institutos, esperan que llegue el día del juicio; están presos, aunque se lo nombre de otro modo, sin que hayan sido probados los hechos que se les imputan.
Las condiciones que determinan la imputabilidad de un sujeto –capacidad para distinguir el bien y el mal, comprender la criminalidad del acto y dirigir libremente sus acciones– desatienden los condicionamientos socioculturales y económicos y son incompatibles con la noción de sujeto del psicoanálisis. Introducir en el ámbito jurídico estos aspectos es un desafío muy grande, pero impostergable.
Se ignora que el sujeto poco o nada sabe de aquello que sobredetermina sus actos; que “el momento del pasaje al acto es el de mayor embarazo del sujeto, con el añadido comportamental de la emoción como desorden del movimiento. Es entonces cuando, desde allí donde se encuentra –a saber, desde el lugar de la escena en la que como sujeto fundamentalmente historizado puede únicamente mantenerse en su estatuto de sujeto– se precipita y bascula fuera de la escena (...) el sujeto se mueve en dirección de evadirse de la escena” (J. Lacan, Seminario 10).
Se pretende que un sujeto “se haga responsable” de su participación en una escena, justamente en el instante en el que está caído por completo de la escena. Paradoja difícil de resolver. Claro está que el sujeto del derecho no es el sujeto del psicoanálisis. Hablamos de distintos sujetos. Y a la vez, hablamos del mismo individuo.
La creación del Fuero de Responsabilidad Juvenil, con la incorporación de profesionales de distintas disciplinas, psicólogos, analistas, trabajadores sociales, abre la posibilidad de intentar un abordaje diferente, que permita poner en cuestión al sujeto del derecho y su supuesta libertad de acción. Asimismo introduce variables que inevitablemente deberán ser consideradas, a los fines de lograr una verdadera transformación en el tratamiento de los casos de jóvenes en conflicto con la ley penal. Si esto no sucede, sólo se tratará de un vano intento, cuyo alcance no irá más allá de un cambio de nominación.
Andrea E. Homene es psicoanalista, Integrante del RAC (Resolución Alternativa de Conflictos) de la Defensoría General de Morón.