Carta abierta a Michel Onfray
Por Gérard Haddad
Traducción de Pablo Peusner
Versión original, en francés, aquí
Estimado Michel Onfray :
Yo, por el contrario, hace algún tiempo leí con simpatía uno de sus libros. Usted cuenta allí el anhelo de su padre, agricultor, de ver el polo Norte, anhelo que, con amor filial, Usted ha complacido cuando sus finanzas se lo permitieron. Hallé en ese recuerdo, perdóneme, un perfume freudiano. Considero en efecto que, en su profundo estudio de la obra de Freud, algo esencial se le escapa. Y es que dicha obra está por entera construida en torno del amor al padre, amor primero. Lo remito al capítulo séptimo de su obra Psicología de las masas. El mismo Freud ha enunciado desde hace tiempo esa verdad verificable, que yo he verificado en mi existencia, de que la muerte del padre es sin duda el dolor más grande que un hombre puede experimentar.
Durante un tiempo he dudado en incluirme en esta avalancha de reacciones que ha suscitado su último libro. Y luego me decidí, porque demasiado es demasiado y no es forzosamente cierto que todo lo que resulta excesivo no cuente.
Tengo poco espacio aquí como para tratar los diferentes puntos que usted plantea. Me contentaré con un señalamiento y una objeción.
Fui analizado por el analista más caro de aquella época en París, Jacques Lacan, y los 200 Francos de mi sesión del año 1981 no pueden en ningún caso compararse a esos 450 Euros que usted agita como la prueba de no sé qué crimen. ¿Quién podría, en efecto, costear su cura al precio de 10.000 Euros por mes? Su calculadora ha debido tener una falla seria...
Usted ofrece también las 700 páginas de su obra como prueba de la seriedad de su trabajo. No injuriaría yo a un epistemólogo de su calidad subrayando la nulidad de un argumento que pesaría la verdad según el peso de las páginas, cuando ante esas 700 páginas se levantan miles de otras, también muy serias y documentadas.
Pero dejemos todo esto para ir a lo que considero lo esencial, y que no ha sido tomado en cuenta. Lo esencial se sostiene en esta pregunta concreta, práctica: ¿el psicoanálisis sirve para algo? ¿Alivianó o no el fardo de los hombres?
Desde Freud, millones de hombre y mujeres han realizado un análisis y, tal como Usted, han estudiado seriamente el pensamiento de Freud. Pienso en particular en los testimonios de quienes no pertenecen a la profesión: Thomas Mann, Schnitzler, Zweig, Arnold y Staphan, incluso en Einstein quien no juzgó indigno el debatir con Freud. Pero sobre todo pienso en todos aquellos que testimoniaron del provecho que obtuvieron de su análisis.
Así, un día se le preguntó a Georges Bataille, en una emisión radiofónica más tarde transcripta, su opinión acerca del psicoanálisis, y si acaso no pensaba que su creatividad habría sido destruida si hubiera emprendido una cura. A lo que Georges Bataille respondió, cito de memoria, que jamás habría escrito una línea si no hubiera hecho un análisis. ¿Qué piensa Usted de tales testimonios? ¿Son fabulaciones? ¿Son muletas colgadas en la gruta de Lourdes?
Recientemente le hizo Usted un curioso reproche a B.H.L: el de no haber leído sus libros, siendo que él publica en la misma casa editorial que Usted. Ocurre que otros autores publican con el mismo editor que Usted y cuyo testimonio habría podido, habría debido, interesarle. Pienso en el libro de Marie Cardinal, Les mots pour le dire, en el que su autora testimonia que el psicoanálisis le salvó la vida. ¿Un efecto placebo?
Usted hubiera podido leer, en la misma editorial, a otro autor. Discúlpeme por citarlo ya que se trata de mí. Usted podría leer allí el relato sin concesiones de mi propia cura, con los honorarios pagados, la duración de las sesiones, etc. Debo a esa cura todo lo que hoy en día soy, es decir: alguien que considera, en el otoño de su vida, que esa vida valía la pena de ser vivida. ¿Aún así se trata de una muleta colgada en la gruta de Lourdes? En este nivel de análisis, ¿quién delira?
Escuchándolo el otro día –ese increíble éxito mediático ¿no le hace parar un poco la oreja?– con el aplomo y la sonrisa socarrona de la certeza que Usted ostenta, pensé que una actitud tal podría corresponderse con tres posibilidades: podría ser la del investigador que, luego de arduos trabajos, hace un descubrimiento y declara E=m.c2, por ejemplo; o bien la del hombre que, así como San Pablo en el camino de Damasco, descubre la fe; o finalmente la del paranoico para quien a menudo todo toma sentido en el complot que descubre. No sé a cuál de las tres categorías Usted corresponde.
En todo caso, es necesario que sepa lo que su discurso significa. A esas millones de personas que le deben algo a Freud y a sus discípulos, Usted las escupió en la cara. Y de eso yo no puedo disculparlo.
Es cierto que, de hecho, Usted está acostumbrado. Desde hace tiempo Usted viene escupiendo la cara de millones de hombre para quienes la fe en Dios no es un opio. Bernanos hubiera dicho que Usted ha deshonrado al ateísmo.
También ha escupido la cara de venerables personas, como Herman Cohen o Leibowitz, quienes consideran a Kant como una de las más grandes maravillas que la inteligencia humana ha producido. Para Usted, Kant es el precursor de Eichmann, el nazi.
Seamos claros. ¡Usted me impresiona! Aprovechándose de la vertiginosa incultura de nuestro tiempo, encontró el truco que funciona: demoler todos los pilares de nuestra civilización. Debería Usted leer, en nuestra editorial común, mi ensayo Les Biblioclastes, los destructores de la cultura. ¿Será Usted uno de ellos? Ya verá a dónde conduce eso.
En todo caso, en este asunto, no es tanto su persona lo que me parece más sintomático, sino la audiencia que está de acuerdo con Usted y que es como una marca de infamia en la frente de esta cultura que compartimos.
Atentamente