A lo largo de la vida uno aprende de muchos otros. Otros circunstanciales, otros sistemáticos, otros formales, otros que son personas, otros que son libros, profesores, maestros... Me detengo aquí para recordar a mis profesores: muchos, muchísimos. Tantos que de algunos no me acuerdo. Hombres y mujeres que el destino me puso enfrente, y a los que debí soportar por diversos motivos –aunque, para ser del todo sincero, he abandonado a varios, dejándolos hablando solos o a unos pocos–. Mis maestros fueron muchos menos, y puedo recordarlos perfectamente. Podría incluso ofrecer un breve listado con sus nombres y apellidos. Algunos de ellos no son notables personas, no tienen una obra profusa y pública, no han inventado ni descubierto nada. Otros sí son notables; pocos ya no existen físicamente –es más, ya habían emprendido su viaje cuando los conocí a través de sus textos–.
Entre ayer y hoy, he recibido dos impactos de dos de mis más queridos maestros –¿cómo se puede decir que uno “quiere” a un tipo que nunca conoció en persona?– No puedo responder a eso más que con argumentos que no convencerían a nadie, aunque supongo que es una experiencia que también han tenido otros y por eso sigo.
Ayer se fue don José Saramago, un tipo que descubrí hace muchos años y que nunca dejó de acompañarme. He leído prácticamente toda su obra literaria, y jamás dejó de sorprenderme. Sus declaraciones públicas, provocadoras casi todas, no son lo que me interesó de él. Su obra sí. Y quizás esto ocurrió porque en cada una de ellas encontré una frase que era para mí –como si la hubiera escrito para decirme algo muy puntual, en cada momento de mi vida en que estuviera por tomar una decisión–. Ayer mismo, cuando me enteré de la noticia, no pude evitar la angustia. Hoy, en los diarios, hay muchos que lo elogian por su aporte a la cultura, a las letras... Para mí, su aporte fue personal. Nunca me pasó que en cada uno de sus libros, alguien me hablara con tanta precisión. En ocasiones, leyendo a ilustres desconocidos –o no tanto– aparecía algo que me concernía de alguna manera. Pero no encontré a nadie que lo hiciera siempre, en todos los casos, y que cada vez fuera más exacto, renovando mi afecto y haciéndome sentir que sus palabras acompañaban mi camino, el que cada vez se hacía más difícil.
Hoy, en el suplemento de cultura de uno de nuestros diarios más importantes, encuentro que pronto aparecerá un volumen de cartas de Julio Cortázar. Cortázar también me ha hablado, aunque no con tanta precisión, a lo largo de los años. Mi libro de lectura de quinto grado, Bestiario, fue el inicio de una extraña relación con un tipo que cada tanto, se daba media vuelta para sugerirme un matiz, indicarme un desvío, enseñarme a jugar con las palabras (no puedo evitar recordar aquí cómo reinventé sus Historias de Cronopios, Famas y Esperanzas, sentado al pie de la cama de mi hijo), sugerirme perderme en las ciudades... El diario incluía fragmentos de estas cartas, de las que me siento obligado a copiar unos párrafos en esta nota:
“Pero ahora vivo, para mi mal, en un plano en el que la edad y el progresivo reumatismo de la voluntad lo van haciendo pasar a uno del plano estético al ético (...).
Yo descubro con infinita tristeza que cada vez me cuesta más hacer sufrir a los demás, que cada vez me es más duro pagar mis viajes con las lágrimas de mi madre o de cualquiera que me tenga cariño. Es pura cobardía en cierto modo: ningún artista verdaderamente grande repara en esas cosas, del mismo modo que al Cristo se le importaba un real bledo que su madre se arrancara el pelo (...).
Lo terrible de la dimensión moral es que por un lado parece insinuar que es el término de la evolución espiritual del hombre (cf. Scheler, Ortega, etc.), y que solo la santidad puede rebasarla; pero al mismo tiempo te convierte en un idiota sometido a los caprichos y a las crisis de hígado de los demás. Fulanito se enferma, y ya estás tomando el tren y dejándolo todo por él. ¿Te imaginás a Miguel Ángel soltando los pinceles porque a su suegra le daban las saudades?”. (Carta a Eduardo Jonquière, abril 19 de 1958).
Hoy, que uno ha tomado decisiones de peso, Saramago y Cortázar vienen en mi auxilio. El primero de ellos yéndose con la tranquilidad de quien ha cumplido su tarea: los diarios muestran la foto de su sepelio en su biblioteca, sin flores pero rodeado de libros. El segundo, demostrando que la desaparición física no es un obstáculo para seguir hablándole a otros (y entonces... ¿por qué temerle a la muerte?), devolviéndome una pequeña lección de ética –a pesar de la vanidad, y la humorada, de utilizar a Cristo para ubicarse por diferencia–.
No creo que este pequeño homenaje y agradecimiento tengan mucho valor para alguien que no sea yo. Pero sentí que necesitaba escribirlo, como uno a veces siente que hace falta decirle algo a otro aunque ese otro no pueda escucharlo, sin importar mucho que la argumentación resulte consistente, probada, científica... Por suerte, los maestros –a diferencia de los profesores– están más allá del tiempo y del espacio.
Mientras, al modo del Sísifo de Camus, yo sigo empujando la piedra.