Boris Pahor (1903) -el más famoso escritor triestino de lengua eslovena- narra en Necrópolis su regreso a los campos de concentración en donde estuvo recluido entre 1943 y 1945: Natzweiler-Struthof, Dachau y Mittelbau-Dora. El escritor ha sido distinguido con numerosos premios internacionales por esta obra, publicada originalmente en 1967, en esloveno, y que hoy se traduce por primera vez al español, en una edición prologada por Claudio Magris.
El relato se organiza según una estructura iterativa. El hombre que, sin saber muy bien por qué, se abisma de nuevo en los lugares en que pasó su cautiverio desea no confundirse con la masa indistinta de visitantes curiosos y horrorizados que recorren con un guía las viejas instalaciones. Para ello, activa en soledad el dispositivo de la memoria, como el único acto intelectivo capaz de dialogar con ese pasado.
Las escenas y los personajes que evoca Pahor ya forman de alguna manera parte del imaginario del lector que haya frecuentado antes la literatura sobre la Shoah. Hay conceptos e ideas, incluso, que recuerdan los inolvidables textos del italiano Primo Levi, el autor de Si esto es un hombre . Ambos están convencidos de que en esas verdaderas organizaciones sociales del mal el hambre fue la causa esencial de la reducción de los deportados a seres privados de toda fuerza y obligados a sobrevivir en la más pura animalidad instintiva, el primer paso, más allá de todas las humillaciones a que fueron sometidos, para originar el abandono de la condición humana.
Hay cuatro cuestiones sorprendentes, sin embargo, en este relato, que es casi un libro sobre la imposibilidad de toda narración. La primera está ligada a los visitantes de los campos. El narrador se nos aparece visiblemente turbado ante su presencia y los rehúye, como quien escapa del enemigo. En realidad, los propios lectores son para él como esos intrusos distraídos e insolentes, que pretenden conocer el mal en pequenas dosis para limpiar sus conciencias, con la esperanza de salir cuanto antes en busca de un refresco o de un paisaje más reconfortante. Esos lectores quedan excluidos y, sólo si realizan un verdadero esfuerzo de compenetración compasiva, llegarán a a tocar el fondo de la tragedia.
El segundo problema es la inadecuación de la palabra en relación con lo intransmisible. Para Pahor, cuando la palabra espiritualiza el dolor, cuando embellece o estiliza el horror y pacta con la función estética de la literatura, traiciona el sentido de esa experiencia humana. La narración debe adherir a la materialidad de la palabra. Entonces, su prosa no sólo es árida, precisa, punzante; es, sobre todo, una palabra encarnizada (y no, descarnada), es decir, en carne viva. Porque el escritor aspira al sentido literal de la lengua, a su esencia profunda y arraigada en la historia.
La tercera cuestión es la del papel de enfermero que el prisionero cumplió en los campos en los que permaneció. Sin tener esa profesión, gracias al conocimiento de varios idiomas y a la amistad trabada con el entrañable Leif, un robusto médico noruego, el protagonista accede a las Revier, las enfermerías de los campos. Y este papel, si bien lo preserva de la muerte, también lo pone en contacto directo con la enfermedad y el sufrimiento de los deportados. La descripción de esas escenas macabras e inhumanas recuerdan la distinción que hacían los romanos entre los conceptos de cuerpo y cadáver. Cuerpo era la materialidad del hombre, dignificada por los dioses en el ritual de su sepultura final. Cadáver era el cuerpo abandonado por los dioses y los hombres. El autor vivió su reclusión en medio de los cadáveres con la inútil esperanza de que volvieran a ser cuerpos.
Pahor, por último, no era judío, sino esloveno. Los eslovenos han sido una minoría étnica perseguida por el fascismo entre 1925 y 1943 y, en cuanto activos partisanos de la Resistencia, fueron deportados por los alemanes a los campos de concentración. La identificación del escritor con las víctimas del exterminio judío es total. Como ellos, los eslovenos y otros pueblos fueron víctimas sacrificiales del delirio nacionalista germánico, que Pahor considera la mayor aberración de la historia moderna. El libro no se plantea, sin embargo, como una reivindicación de esas minorías. Es más, deja latente una pregunta irresuelta: ¿cómo es posible que Europa digiera semejante catástrofe? ¿Cómo es posible transformar el inexplicable mundo interior de los sobrevivientes en un lugar de la memoria colectiva?
(reseña de Alejandro Patat, para ADN/Cultura, La Nación, sábado 4/9)