Es muy probable que el operativo de instalar en el imaginario social la figura de adolescentes aislados, semiautistas, encapsulados, no sea una acción tan neutra ni tan inocente como pudiera creerse. Esos jóvenes, “nuestros jóvenes”, esos a quienes les espera una temporalidad sin futuro y una desafiliación marcada por la exclusión del trabajo y la falta de inscripción en formas estables de sociabilidad, tienen muy mala prensa y son objeto de una verdadera campaña difamatoria por parte de los medios de comunicación de masas a la que contribuyen muchas veces los “expertos”, cuando registran como conductas desviantes lo que en realidad son producciones novedosas.
Tal vez es un exceso referirnos a quienes transitan la adolescencia como una totalidad; antes bien, deberíamos reconocer la existencia de múltiples universos simbólicos. Tal vez no podamos aludir a una adolescencia cuya ética y estética su-bordine a las demás, pero eso no tiene por qué autorizarnos a hacer caso omiso de una cultura dominante, aunque esa cultura sea la de la parcialidad y la fragmentación.
Porque el caso es que nos ha tocado vivir un período trascendente en la historia de la humanidad: las innovaciones tecnológicas están impactando en la familia, en el sistema educativo, en la vida misma, como nunca antes había sucedido. O, al menos, como desde la invención de la imprenta, desde Gutenberg, no había sucedido. Y la cuestión no se clausura ahí. Quiero decir: antes que asistir a la incorporación de novedades tecnológicas, estamos atravesando significativos cambios culturales. Hemos pasado de una cultura letrada –libro, papel y lápiz– a una cultura de la imagen que, a su vez, rápidamente, le dejó lugar a la cibercultura (Alejandro Piscitelli, Nativos digitales: dieta cognitiva, inteligencia colectiva y arquitectura de participación, ed. Aula XXI). Entonces, se trata de la cibercultura y de los sujetos que la protagonizan. Nosotros, los “inmigrantes digitales”, “expertos” en adolescentes, aún no hemos desarrollado los instrumentos teóricos ni las herramientas epistemológicas con las que podamos teorizar acerca de los procesos y las operaciones lógicas desplegadas por los “nativos digitales”.
Hoy en día, los adolescentes se definen más como usuarios y como autores que como aprendices. Se caracterizan por las operaciones que pueden llegar a hacer con el flujo de información que reciben, más bien que por el sentido que les encuentran a los textos que se les ofrecen. Transformados en autores, las pibas y los pibes no interpretan textos, no leen ni descifran, no incorporan algo que en el futuro puede llegar a servirles; sólo operan, generan estrategias operativas –muchas veces extremadamente barrocas y complejas– para que la marea de información se les vuelva habitable.
Con el éxito editorial de Harry Potter, ante la avalancha de bestsellers para niños, con la familiaridad del chat y de los mensajes de texto por los celulares, con la popularidad de Facebook o de Twitter, quienes pensaban que la lectoescritura estaba agotada y había cumplido su ciclo en la historia de la humanidad volvieron a respirar. Claro que el nuevo género literario de mensajes usados por los pibes rápidamente transformó los suspiros de alivio en gritos espantados ante la perversión de la lengua pero aun así, es inevitable aceptar que, al menos, leen y producen textos. Escriben y... leen. Pasan el día, y muchas veces las noches, leyendo y escribiendo.
Pero la lectura de los usuariosautores nada tiene que ver con la lectura de los alumnos. En los alumnos, la lectura tiene una ventaja jerárquica por sobre otros estímulos informacionales. En los alumnos la lectura deja marcas que perduran y que reaparecen, investidas, resignificadas o expulsadas a lo largo de la vida del sujeto. En cambio, para los usuarios, leer es una acción destinada a producir imágenes. Es apenas un medio para un fin, una más entre las múltiples operaciones de recepción del hipertexto que junto a las películas, los sitios de Internet, los afiches, los juegos de cartas, los disfraces, contribuyen a la producción de imágenes propias que son usadas para competir con la abrumación de imágenes aceleradas, estímulos publicitarios que los bombardean y amenazan saturarlos.
Así, las pibas y los pibes de la cibercultura transitan como esquiadores sobre el agua. Se desplazan a toda velocidad, intentando, con las imágenes propias que –no sólo pero también– les brinda la lectura, reducir la aceleración. Si se detienen, colapsan agobiados: el aburrimiento se apodera de ellos.
Porque los “nativos digitales” aman la velocidad cuando de lidiar con la información se trata. Les encanta hacer varias cosas al mismo tiempo, casi todos ellos son multitasking y en muchos casos multimedia. Viven hiperconectados. Pueden oír la radio al tiempo que estudian en un libro la lección de historia con la tele prendida, jugando a la play, hablando por el celular, chateando con medio mundo y comiendo pizza. Prefieren el universo gráfico al textual. Eligen el acceso aleatorio e hipertextual en lugar de la narrativa lineal. Funcionan mejor cuando operan en red, y lo que más aprecian es la gratificación constante y las recompensas permanentes que, por lo general, los incitan a desafíos de creciente complejidad.
Pero, por sobre todo, prefieren jugar antes que estudiar. Su alimento verdadero son las golosinas digitales y no los alimentos convencionales. Pueden hackear la computadora más sofisticada por la noche y, por la mañana, reprobar el examen más sencillo de matemáticas.
En un estudio riguroso, Kurt Squire y Henry Jenkins (Harnessing the power of games in education, enhttp://website.education.wisc.edu/kdsquire/manuscripts/insight.pdf04/07/011) encuestaron a 650 alumnos del MIT (Instituto de Tecnología de Massachusetts) y encontraron que el 88 por ciento de ellos habían jugado a los videogames antes de los 10 años, y más de 75 por ciento lo seguía haciendo. Entre no-sotros, el campeón nacional de Counter Strike –hasta hace poco uno de los juegos más populares– es uno de los mejores alumnos del Colegio Nacional de Buenos Aires. Estos datos contradicen las tesis vulgares que buscan una incompatibilidad entre el desarrollo de la inteligencia, la incorporación de conocimientos y los videojuegos.
La cuestión de los videojuegos tiene poco que ver con discusiones acerca de la corrupción cultural o de la adicción electrónica; más bien concierne a un profundo cuestionamiento político de la concepción tradicional y actual de qué es aprender y de cómo se aprende, y de qué tipo de ciudadano formar, para qué tipo de mundo.
Entonces, la elección es clara: o los “inmigrantes digitales” nos decidimos a despojarnos de nuestros prejuicios o los “nativos digitales” nos dejarán a nosotros conectados en soledad. Porque lo que aquí está en juego es un cambio cultural. Ya no se trata de reformatear viejos hábitos de pensamiento y contenidos actualizándolos, traduciéndolos al código de las imágenes y del lenguaje multimedia, sino de algo más complejo y sutil: reconocer que forma y contenido están inextricablemente unidos y que, si bien el buen sentido y los talentos tradicionales no están en cuestión, lo que sí está en cuestión es que las operaciones lógicas no pueden plantearse en contraposición a la aceleración, al paralelismo, a la aleatoriedad y a la atribución diversificada del sentido.
El problema, entonces, no es la “soledad”. El problema reside en el Otro. Más aún: el problema reside en que la nuestra tiende a ser una cultura sin Otro. Al menos, sin un Otro simbólico ante quien el sujeto pueda dirigir una demanda, hacer una pregunta o presentar una queja. La nuestra tiende a ser una cultura colmada por Otros vacíos (DanyRobert Dufour, El arte de reducir cabezas. Sobre la servidumbre del hombre liberado en la era del capitalismo global, ed. Paidós, 2007). No hay un Otro en la cultura actual y todavía está por verse si el Mercado reúne las condiciones de dios único, capaz de postularse para ocupar el lugar vacante que el Otro tuvo en la modernidad. Más bien parecería que los nuevos tipos de dominación remiten a una “tiranía sin tirano” (Hannah Arendt, Du mensonge a la violence, ed. Calman Levy, París, 1972) donde triunfa el levantamiento de las prohibiciones para dar paso a la pura impetuosidad de los apetitos. El capitalismo ha descubierto –y está imponiendo– una manera barata y eficaz de asegurar su expansión. Ya no intenta controlar, someter, sujetar, reprimir, amenazar a los adolescentes para que obedezcan a las instituciones dominantes. Ahora simplemente destruye, disuelve las instituciones de modo tal que las pibas y los pibes quedan sueltos, caen blandos, precarios, móviles, livianos, bien dispuestos para ser arrastrados por la catarata del Mercado, por los flujos comerciales; listos para circular a toda prisa, para ser consumidos a toda prisa y, más aún, para ser descartados de prisa (Paul Virilio, La inseguridad del territorio, ed. Asunto Impreso, Buenos Aires, 2000). La cultura actual produce sujetos flotantes, libres de toda atadura simbólica: “colgados”.
Si la nuestra tiende a ser una cultura colmada por Otros vacíos, no es difícil aceptar que hay varias adolescencias, que no existe una adolescencia –o, al menos, que no existe una adolescencia hegemónica– y que todo se reduce a la singularidad de cada una y cada uno de los adolescentes.
Ocurre, sin embargo, que el vértigo, la velocidad con la que se instaló la cibercultura produjo cambios significativos en las subjetividades de lo que hasta ahora habíamos conocido como cultura “textual” o cultura “letrada”, y esos cambios no han sido acompañados con la misma agilidad por desarrollos ni de la pedagogía ni del psicoanálisis.
Se impone, entonces, una nueva manera de posicionarnos frente a quienes vienen a confrontarnos con nuestros fracasos y con el fracaso de una cultura que de la ciencia hizo virtud y, del progreso, gloria. Ellos son los “nativos digitales”. Aquellos a quienes Alessandro Baricco llamó los “bárbaros” (Los bárbaros. Ensayos sobre la mutación, ed. Anagrama, Barcelona, 2006). Esos “nativos digitales”, esas pibas y esos pibes, desconfían de la información que queremos transmitirles; si son poco receptivos es porque sospechan que el saber, el sistema axiomático que les ofrecemos, no es ajeno a la catástrofe que les toca vivir.
Y lo que no les perdonamos es que, con su irreverencia, nos hagan saber que nuestra gloria de burgueses cultos y civilizados generó, permitió –o, al menos, no logró impedir– las peores calamidades que sufrió la humanidad (desde Auschwitz a Hiroshima; desde la ESMA al consenso que toleró la instalación del neoliberalismo entre nosotros, por mencionar sólo algunos); gloria de burgueses que produjo una generación sufrida, castigada y maltratada, a la que sólo le queda refugiarse allí: en la oscuridad de un ciber, en la precariedad de un estigma –un tatuaje, un piercing, una cicatriz–, precariedad de un estigma elevado a emblema.
Así, en contraste con los jóvenes de generaciones anteriores, la actual es la primera generación que, para lograr su independencia, cuenta con la dependencia de las nuevas tecnologías. El holandés Jeroen Boschma (Generación Einstein, ed. Melusina) e Inez Groen han propuesto la categoría de “generación Einstein” para aludir a quienes nacieron a partir de 1988. Estos autores esgrimen sobrados argumentos para fundamentar el respeto y la admiración que les despiertan los jóvenes contemporáneos: pibes que conocen como nadie las reglas del marketing, que leen la prensa como periodistas, que miran películas como semiólogos, que analizan anuncios como verdaderos publicistas, que siguen sin dificultad alguna la complejidad de Doctor House y de Lost. Son jóvenes que se despliegan en un universo simbólico donde sus padres y los adultos que los rodean –“inmigrantes digitales”– no entran más que para balbucear torpemente. Más rápidos, más inteligentes, más sociables, se mueven como pez en el agua en el ciberespacio sin pedir permiso a los mayores.