Existen autores cuya obra pareciera mantener un solapado intercambio con el corpus del psicoanálisis. Se trata de escritores cuyos textos no abordan al psicoanálisis explícitamente sino que somos nosotros, los lectores, quienes suponemos entre ellos un diálogo o una disputa, una especie de tensión incómoda. Este último adjetivo se justifica porque a menudo dichos escritores son de nuestro agrado, aunque no podamos afirmar que suscriben los postulados de nuestra praxis...
Al escribir este primer párrafo estoy intentado justificarme para introducir a Pascal Quignard. Si acaso alguno de los lectores de esta sección no lo conociera, convendría decir que nació en 1948 en Verneuil-sur-Avre, Francia y que probablemente cuando se habla de él nadie omite decir que dos veces en su vida –al año y medio de edad, y aproximadamente a los 16– fue diagnosticado como autista. Evitaré aquí los lugares comunes que articulan este dato con su particular posición como lector y escritor. Prefiero situarme en ciertos matices de su obra –que, por cierto, es extensísima– y que, gracias al trabajo de la editorial El Cuenco de Plata podemos hoy tener, aunque parcialmente, en nuestra lengua[1].
Conocí a Quignard a través de su libro titulado El sexo y el espanto (2000). Podría resumirlo en una frase, afirmando que se trata de un ensayo acerca de la función del falo en la Roma imperial. Lejos de las orgías y las perversiones que habitualmente creemos que tuvieron lugar en el Imperio, el puritanismo y la melancolía reemplazaron al erotismo griego: “El sexo está ligado al espanto”, afirma antes de desplegar los diversos matices de dicha fórmula. El espanto de la esterilidad, de la impotencia, de la pérdida representada por la eyaculación y vivida bajo la forma de una extrema tristeza. Los párrafos dedicados a la relación del velo y el falo en la pintura romana son tan, digamos, lacanianos que sorprenden[2]. En estos días en que debido a la publicación de una obra importante[3] retomamos la discusión sobre los afectos en la obra de Lacan, los capítulos que Quignard dedica en esta obra a la melancolía, el tedio y la acedía romana son esclarecedores puesto que rompen con todo lo que el sentido común ha producido hasta el momento sobre el tema e iluminan la historicidad del afecto: “El taedium de los romanos se propagó en el siglo I. La acedia de los cristianos apareció en el siglo III. Reapareció bajo la forma de la melancolía en el siglo XV. Resurgió en el siglo XX con el nombre de spleen. Resurgió en el siglo XX con el nombre de depresión. Sólo son palabras. Un secreto más doloroso, que tiene algo de inefable, las habita. Lo inefable es lo real. Lo real no es sino el nombre secreto de lo más detumescente en el fondo de la detumescencia. A decir verdad, nada es lenguaje sino el lenguaje. Y todo lo que no es lenguaje es real (...). El placer vuelve invisible lo que quiere ver. El goce arranca la visión de lo que el deseo no había más que comenzado a desvelar” (p. 134).
Y puesto que Quignard introduce un matiz particular de la mirada, dedica un capítulo de su obra a Narciso, que comienza con una frase sorprendente: “No sé de dónde sacaron los modernos que Narciso se amaba a sí mismo y que por ello fue castigado (...). Los antiguos son precisos: no lo mata el amor por la copia de sí mismo. Lo mata la mirada” (p. 145), y lo demuestra con las tres versiones del mito que han pasado a la historia: el mito en Beocia (donde lo captura la mirada de un amante suicidado), la versión de Pausanias (donde se trata de la mirada de su hermana gemela muerta en la adolescencia) y finalmente la de Ovidio (tal vez la más cercana a nosotros, aunque resignificada en la frase “Él mismo perece por sus propios ojos”).
El capítulo octavo de su libro se titula, simplemente, “Medea”. Las versiones de Eurípides y de Séneca son analizadas por Quignard a partir de una frase que, obviamente, conocemos bien: “en ella se oponen la madre y la mujer” (p. 100). La imagen de la obra es tensada entre la que había pintado Timómaco y el célebre cuadro de Delacroix: “Toda la Antigüedad admiró a la Medea que había pintado Timómaco. César la juzgaba tan bella que la adquirió a precio de oro. Toda la Antigüedad repitió unánimemente la causa de la admiración que despertaba: los dos ojos de Medea. Esa mirada, según parece, era una maravilla. El borde del párpado estaba inflamado. La cólera se notaba en la ceja. La piedad estaba en el ojo húmedo” (p. 104) Otra vez el ojo y la mirada...
El libro es próspero en cuestiones diversas que, de un modo u otro, se relacionan con problemas abordados por Freud y Lacan: el suicidio y la libertad (temas muy desarrollados por cierto en La barca silenciosa), los místicos, la función del Pater y el Virgo, el amor, incluso hay ideas relacionadas con los fetiches privilegiados en Roma (el velo, el pectoral y el calzado)...
Ojalá estas líneas logren entusiasmarlo, estimado lector, para abordar la obra de un autor que, personalmente, considero único e invalorable. Uno de los pocos que me ha ubicado en la incómoda posición de hallar argumentos sensacionales aunque contradictorios con los del psicoanálisis, y cuya lectura siempre me ha resultado provocadora, novedosa, iconoclasta y atrevida. Porque si acaso alguno de vosotros se introdujera en las páginas de El sexo y el espanto, al concluirlas, rápidamente, correrá a buscar los otros libros de este autor que, como pocos, permite verificar eso de que liber enim, librum aperit...
[1] Dicha editorial ha publicado a la fecha El sexo y el espanto, Retórica especulativa, Albucius y La barca silenciosa; apenas una muestra de lo que Quignard ha producido. Otros libros del autor han sido publicados en España y aunque son difíciles de conseguir en nuestro país, pueden hallarse en librerías especializadas.
[2] Conviene aquí decir que en su obra Les petits traités, I-VIII, hace referencia explícita a Lacan.
[3] Me refiero a Los afectos lacanianos, de Colette Soler, publicado por Letra Viva.