La música es la única entre todas las artes que colaboró en
el exterminio de los judíos organizado por los alemanes entre 1933 y 1945. La
única solicitada como tal por la administración de los Konzentrationlager. Hay
que subrayar, en detrimento suyo, que es la única que pudo avenirse con la
organización de los campos, del hambre, de la miseria, del trabajo, del dolor,
de la humillación y de la muerte.
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Desde eso que los historiadores llaman “Segunda Guerra
Mundial”, desde los campos de exterminio del Tercer Reich, ingresamos en un
tiempo donde las secuencias melódicas exasperan. En todo el ámbito terrestre, y
por primera vez desde la invención de los instrumentos, el uso de la música se
ha vuelto coercitivo y repugnante. Amplificada hasta el infinito por la
invención de la electricidad y la multiplicación de su tecnología, se volvió
incesante, agrediendo noche y día en las calles comerciales de las ciudades, en
las galerías, en los pasajes, en los supermercados, en las librerías, en los
cajeros donde se retira dinero, hasta en las piscinas, hasta a orillas del mar,
en los departamentos privados, en los restaurantes, en los taxis, en el subte,
en los aeropuertos. Hasta en los aviones cuando despegan y aterrizan.
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La frase Odio a la música quiere expresar hasta qué punto la
música puede volverse odiosa para quien la amó por sobre todas las cosas.
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La música atrae hacia ella a los cuerpos humanos. Es
nuevamente la sirena en el relato de Homero. Ulises atado al mástil de su navío
es asaltado por la tonada que lo atrae. La música es un anzuelo que captura las
almas y las lleva a la muerte.
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Hay que escuchar esto temblando: los cuerpos desnudos
entraban a la cámara de gas en medio de la música.
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Simon Laks nació en Varsovia el 1º de noviembre de 1901.
Completados sus estudios en el Conservatorio de Varsovia, se instaló en Viena
en 1926. Posteriormente se trasladó a París. Era pianista, violinista,
compositor, director de orquesta. Fue detenido en París en 1941. Lo internaron en Beaune, en Drancy, en Auschwitz,
en Kaufering, en Dachau. El 3 de mayo de 1945 fue liberado. El 18 de
mayo estaba en París. Se propuso evocar la memoria y el sufrimiento de quienes
fueron aniquilados en los campos, pero también quiso meditar sobre el rol que
cumplió la música en el exterminio. En 1948 publicó en Mercure de France, junto
con René Coudy, un libro titulado Músicas de otro mundo, prologado por Georges
Duhamel. El libro no fue bien recibido y cayó en el olvido. En el campo de
Auschwitz, Simon Laks fue violinista, después copista permanente de música y
finalmente director de orquesta.
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La meditación de Simon Laks se puede dividir en dos
preguntas: ¿Por qué la música pudo verse “involucrada en la ejecución de millones
de seres humanos”? ¿Por qué tuvo en esa ejecución “un papel más que activo”? La
música viola el cuerpo humano. Pone de pie. Los ritmos musicales fascinan los
ritmos corporales. Enfrentado a la música, el oído no puede cerrarse. Al ser un
poder, la música se asocia a cualquier poder. Es esencialmente no igualitaria.
Oír y obedecer van unidos. Un director, ejecutantes, personas obedientes: tal
es la estructura que su ejecución instaura. Donde hay un director y
ejecutantes, hay música. En sus relatos filosóficos, Platón nunca pensó en
diferenciar la disciplina y la música, la guerra y la música, la jerarquía
social y la música. Cadencia y medida. La marcha es cadenciosa, los garrotazos
son cadenciosos, los saludos son cadenciosos.
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Escuchar y obedecer. La primera vez que Primo Levi escuchó
la fanfarria tocando Rosamunda a la entrada del campo, le costó reprimir la
risa nerviosa que se apoderó de él. Entonces vio aparecer los batallones que
regresaban al campo siguiendo una marcha extraña: avanzaban en filas de cinco,
rígidos, el cuello y los brazos pegados al cuerpo como muñecos de madera,
mientras la música levantaba las piernas y decenas de miles de zuecos,
dirigiendo los cuerpos como si fueran autómatas. Los hombres estaban tan
desprovistos de fuerza que los músculos de las piernas obedecían a su pesar la
fuerza intrínseca de los ritmos que imponía la música del campo que dirigía
Simon Laks.
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En Si esto es un hombre, Primo Levi subraya el placer
estético que sentían los alemanes frente a esas coreografías matinales y
vespertinas de la desdicha. Los soldados alemanes no organizaron la música en
los campos de la muerte para apaciguar el dolor, ni para conciliarse con sus
víctimas. 1) Fue para aumentar la obediencia y unirlos a todos en esa fusión
impersonal, no privada, que engendra toda música. 2) Fue por placer, placer
estético y goce sádico experimentados en la audición de melodías animadas y en
la visión de un ballet de humillación danzado por la tropa de quienes cargaban
con los pecados de aquellos que los humillaban. Fue una música ritual. Primo
Levi desenmascaró la función más arcaica que ejerce la música. La música,
escribe, se vivía como un “maleficio”. Era una “hipnosis del ritmo continuo que
aniquila el pensamiento y adormece el dolor”.
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La música ya está por entero en el silbato del SS. Potencia
eficaz, provoca una respuesta inmediata. De igual modo, la campana del campo
desencadena el despertar que interrumpe la pesadilla soñada y abre la pesadilla
real. En cada oportunidad, el sonido obliga a “ponerse de pie”.
La función secreta de la música es la de convocar. Es el
canto del gallo que súbitamente hace a San Pedro deshacerse en lágrimas.
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El vínculo entre el niño y la madre, el reconocimiento de
uno por parte del otro y luego la adquisición de la lengua materna, se forjan
en el seno de una incubación sonora muy ritmada que data de antes del
nacimiento, prosigue después del parto, se reconoce por medio de gritos y
vocalizaciones, luego por cancioncillas y estribillos, nombres y sobrenombres,
frases recurrentes, apremiantes, que se convierten en órdenes.
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Los naturalistas describen la audición intrauterina como
algo distante; la placenta aleja los rumores del corazón y el intestino, y el
agua reduce la intensidad de los sonidos, volviéndolos más graves,
transportándolos en vastas olas que acarician el cuerpo. En el fondo del útero
reina por tanto un ruido de fondo grave y constante, que los especialistas en
acústica comparan con un “suspiro sordo”. El ruido del mundo exterior es
percibido como “un ronroneo sordo, dulce y grave” sobre el cual se eleva el
melos de la voz de la madre repitiendo el acento tónico, la prosodia, el fraseo
que agrega a la lengua que habla. Es la base individual de la tonada.
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En el vientre de la madre, el corazón del embrión permite al
niño soportar el rumor del corazón materno y transformarlo en su propio ritmo.
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La audición prenatal prepara el reconocimiento posnatal de
la madre. Los sonidos familiares esbozan la epifanía visual del cuerpo
desconocido de la madre, que el que nace abandona como una muda. Los brazos de
la madre se tienden de inmediato en el canturreo materno hacia el grito pueril.
Sin un instante de reposo, esos brazos balancean al hijo como si todavía fuera
un objeto que flota. Desde la primera hora, los sonidos que hay en el aire
perturban al recién nacido, modifican su ritmo respiratorio (su aliento, es
decir, su psyché, es decir, su animatio, es decir, su alma), transforman su
ritmo cardíaco, lo hacen parpadear y mover de manera desordenada todos sus
miembros. Desde el primer instante la audición de los llantos de otros recién
nacidos desencadena su propia agitación y le hace derramar sus propias
lágrimas.
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El sonido nos agrupa, nos rige, nos organiza. Pero abrimos el
sonido en nosotros. Si prestamos atención a sonidos idénticos que se repiten a
intervalos regulares, no por eso los escuchamos como una unidad. Los
organizamos espontáneamente en grupos de dos o cuatro sonidos. Alguna vez en
grupos de tres, raramente de cinco; nunca más allá. Y entonces no son los
sonidos los que parecen repetirse: nos parece que los grupos se suceden unos a
otros. Lo que se agrega y se segrega de este modo es el tiempo mismo.
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Por más que se le pida, el hombre tiene enormes dificultades
para llegar a la arritmia. Le es imposible lograr una serie de golpes
absolutamente irregulares. O al menos su audición le resulta imposible.
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Simon Laks murió en París el 11 de diciembre de 1983. Primo
Levi se suicidó el 11 de abril de 1987. Simon Laks escribió: “No escasean las
publicaciones que declaran, no sin cierto énfasis, que la música sostenía a los
prisioneros esqueléticos y les daba fuerzas para resistir. Otras afirman que
esa música producía el efecto inverso, que desmoralizaba a los desdichados y
precipitaba su fin. Por mi parte, comparto esta última opinión”.
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En Musiques d’un autre monde, Simon Laks cuenta la siguiente
historia: “En 1943, en el campo de Auschwitz, en vísperas de Navidad, el
comandante Schwarzhuber ordenó a los músicos del Lager que tocaran canciones de
Navidad alemanas y polacas para las enfermas del hospital de mujeres. Simon
Laks y sus músicos fueron al hospital de mujeres. En un primer momento, los
llantos invadieron a todas las mujeres, especialmente a las polacas, hasta
formar un sollozo más sonoro que la propia música.
En un segundo momento, los gritos sucedieron a las lágrimas.
Las enfermas gritaban: ‘¡Basta! ¡Basta! ¡Fuera! ¡Desaparezcan! ¡Déjennos
reventar en paz!’. Simon Laks era el único músico que comprendía el sentido de
las palabras polacas que aullaban las mujeres enfermas. Los músicos miraron a
Simon Laks, que les hizo una seña. Y se replegaron. Simon Laks dijo que hasta
entonces jamás había pensado que la música podía hacer tanto mal”.
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Me sorprende que algunos hombres se sorprendan de que
aquellos que aman la música más refinada y compleja, y son capaces de llorar
escuchándola, sean a la vez capaces de ferocidad. El arte no es lo contrario de
la barbarie. La razón no es contradictoria de la violencia. No se puede oponer
lo arbitrario al Estado, la paz a la guerra, la sangre vertida al fluir del
pensamiento, porque ni lo arbitrario, ni la muerte, ni la violencia, ni la
sangre, ni el pensamiento son ajenos a una lógica que permanece lógica aun
cuando rebase la razón.
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La canción-señuelo permite atraer y matar. Esta función
persiste en la música más refinada. Durante el exterminio de millones de
judíos, la organización de los campos recurrió deliberadamente a esta función.
Wagner, Brahms, Schubert fueron esas sirenas.
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La música patriótica tiene una impronta infantil; produce un
sobresalto eufórico, un escalofrío que eriza la piel, que colma de emoción, de
una adhesión sorprendente. Kasimierz Gwizdka escribió: “Cuando los prisioneros
del Konzentrationslager de Auschwitz, extenuados por la jornada de trabajo,
trastabillaban en la fila durante la marcha y escuchaban a lo lejos la orquesta
que sonaba cerca de los alambrados, recuperaban el aplomo. La música les daba
coraje y fuerzas extraordinarias para sobrevivir”.
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Simon Laks escribió que le parecía que la audición de la
música producía un efecto deprimente sobre la desgracia extrema. Cuando
dirigía, le parecía que ella agregaba la pasividad que inducía a la postración
física y moral a la que el hambre y el hedor de la muerte condenaban a los
detenidos. Laks precisa: “Por cierto, durante los conciertos dominicales
algunos de los espectadores sentían placer al escucharnos. Pero era un placer
pasivo, sin participación, sin reacción. Había también quienes nos maldecían,
nos insultaban, nos miraban de reojo, nos consideraban intrusos que no
compartían su suerte”.
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Son palabras de Tolstoi: “Allí donde se quiere tener
esclavos, hace falta la mayor cantidad de música posible”.
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Una de las cosas más difíciles, más profundas, más
desconcertantes que hayan sido expresadas sobre la música compuesta y ejecutada
en los campos de la muerte la dijo el violinista Karel Frölich, sobreviviente
de Auschwitz, en una entrevista grabada por Josa Karas en Nueva York, el 2 de
diciembre de 1973. Karel Frölich dijo de pronto que en el campo-ghetto de
Theresienstadt se daban las “condiciones ideales” para componer música o
interpretarla. La inseguridad era absoluta, el día siguiente una promesa de muerte,
el arte era lo mismo que la supervivencia, la experiencia del tiempo debía
superar la prueba del paso del tiempo más interminable y vacío. A todas estas
condiciones Karel Frölich agregó un “factor esencial”, imposible en las
sociedades normales: “En realidad no tocábamos para un público, ya que éste
desaparecía continuamente”. Los músicos tocaban para públicos que morían
enseguida, a los que ellos mismos se unirían de manera inminente al subir al
tren. Karel Frölich decía: “Lo que era insensato era ese aspecto a la vez ideal
y anormal”. Viktor Ullman pensaba lo mismo que Karel Frölich, agregando por su
parte la concisión mental o la imposibilidad de anotar sobre el papel los
sonidos que obsesionan el espíritu del compositor moderno. La última obra compuesta
por Viktor Ullman en el campo se titula Séptima sonata. Se la dedicó a sus
hijos Max, Jean y Felice. La fechó el 22 de agosto de 1944. Viktor Ullman murió
en Auschwitz el 17 de octubre de 1944.