Después de las dos guerras mundiales, el léxico conceptual
moderno, tan fuertemente embebido de categorías teológico-políticas, ya no está
en condiciones de desatar los nudos que desde muchos puntos nos constriñen. Lo
cual no quiere decir que haya que rechazarlo en bloque, ni siquiera en sus
segmentos individuales —como, por ejemplo, el de persona—, sino inscribirlo en
un horizonte a partir del cual se pongan finalmente de manifiesto sus
contradicciones más visibles, para hacer posible, necesaria, la apertura de
nuevos espacios del pensamiento.
Si no existe un sujeto individual preformado con respecto a
las potencias vitales que lo atraviesan y lo constituyen; si el sistema de
derecho, con su promesa de igual distribución, sólo expresa y sanciona,
legitimándolo, el resultado, a su vez provisorio, de las relaciones de fuerza
derivadas de choques pasados; si hasta la institución del Estado, tal como es
pensada por los teóricos de la soberanía, no constituye más que la envoltura
inmunitaria destinada a someter a los súbditos a un orden que a veces contrasta
con su propio interés, en lugar de proteger de ello; si todo esto es cierto,
entonces, la relación entre los hombres está sometida a un proceso de radical
revisión, que el diccionario político moderno es totalmente incapaz de encarar.