Reseña de Edgardo Castro, para Ñ
Como es habitual en sus últimos trabajos y más precisamente a partir de El Reino y la gloria , también en El misterio del mal las remisiones a la historia de la teología se multiplican y constituyen, de hecho, el eje de la exposición. Pero sería un error pensar que, por ello, se trata de libros de teología. Estos trabajos son sobre todo escritos de política. La tesis general de Agamben, que puede ciertamente remontarse entre otros a Carl Schmitt, es que en la historia de la teología se encuentra la clave del funcionamiento de los conceptos políticos modernos. No sorprende, entonces, que, más allá del título, estos textos sean finalmente, en el propósito del autor y en el alcance de sus afirmaciones, una reflexión sobre las sociedades contemporáneas.
En efecto, la renuncia de Benedicto XVI al pontificado es vista como una decisión ejemplar que llama la atención acerca de dos principios esenciales sobre los que se funda nuestra tradición ético-política: la legalidad y la legitimidad. Por un lado, las instituciones, las leyes y las modalidades de ejercicio del poder, y, por otro, el principio que funda el poder.
Desde esta perspectiva, Agamben sostiene: “Los poderes y las instituciones no están hoy deslegitimados porque hayan caído en la ilegalidad. Es verdad más bien lo contrario, la ilegalidad está tan difundida y generalizada porque los poderes han perdido toda conciencia de su legitimidad. Por ello, es vano creer que se puede afrontar la crisis de nuestra sociedad mediante las acciones –ciertamente necesarias– del poder judicial. Una crisis que embiste la legitimidad no puede resolverse sólo en el plano del derecho.
La hipertrofia del derecho, que pretende legislar acerca de todo, traiciona más bien, a través de un exceso de legalidad formal, la pérdida de toda legitimidad substancial. El intento de la Modernidad de hacer coincidir la legalidad y la legitimidad, buscando asegurar a través del derecho positivo la legitimidad de un poder es, como resulta del continuo proceso de decadencia en que han entrado nuestras instituciones democráticas, del todo insuficiente. Las instituciones de una sociedad permanecen vivas sólo si ambos principios (que en nuestra tradición han recibido el nombre de derecho natural y derecho positivo, de poder espiritual y poder temporal o, en Roma, de auctoritas y potestas) permanecen presentes y funcionan en ellas sin nunca pretender coincidir.” E inmediatamente agrega, a fin de evitar posibles malinterpretaciones de esta tesis: “No se trata de que la legitimidad sea un principio substancial jerárquicamente superior, del que la legalidad juirídico-política sólo sería un epifenómeno o un efecto. [...] si, como ha sucedido en los Estados totalitarios del siglo XX, la legitimidad pretende prescindir de la legalidad, entonces, la máquina política gira en el vacío con resultados frecuentemente letales; o, por otra parte, como ha sucedido en las democracias modernas, si el principio legitimante de la soberanía popular se reduce al momento electoral y se resuelve en reglas procedimentales jurídicamente prefijadas, la legitimidad corre el riesgo de desaparecer en la legalidad y la máquina política igualmente se paraliza”.
La máquina y el lenguaje
En el pensamiento de Agamben, la noción de máquina es, sin duda, un concepto técnico con el que pretende afrontar las dicotomías en las que frecuentemente se encuentra encerrada la realidad y la argumentación política. Por esta razón, las máquinas agambenianas no son dicotómicas, sino bipolares: funcionan, mientras entre los polos que las constituyen se mantiene una tensión, y dejan de hacerlo, cuando se busca su coincidencia o la eliminación de uno de ellos.
Pero las máquinas agambenianas no se definen sólo por la tensión entre sus polos, sino también por el centro del dispositivo, que hace posible esta tensión. Así, por ejemplo, en El Reino y la gloria , es precisamente la gloria, el aspecto autocelebrativo del poder, el eje que articula la tensión entre soberanía y gobierno.
En El misterio del mal , nada se nos dice acerca de cuál sería ese elemento que, en este caso, permite articular la dimensión de la legitimidad y la de la legalidad. Pero, a pesar de este silencio, por varias y buenas razones, teniendo también en cuenta otras obras del autor, podemos situar este eje en lo que define la politicidad propia del hombre, es decir, el lenguaje.
Que el hombre sea un animal político es, sin duda, una de las afirmaciones más célebres y repetidas de la Política aristotélica. Menos sabido es, sin embargo, que, para el propio Aristóteles, también las hormigas o las abejas lo son. Estos insectos no sólo son gregarios, sino políticos; pues, según Aristóteles, persiguen una obra común mediante la división de tareas. De este modo, ellos nos ofrecen un modelo de organización política en el que no se plantean las cuestiones ni de la legitimidad ni de la legalidad. Careciendo de lenguaje discursivo, en efecto, no les es posible argumentar acerca de lo justo o lo injusto, de lo bueno y lo malo.
Esta referencia a una dimensión propiamente biológica o zoológica de la política no es para nada una mera curiosidad. Todo lo contrario. Si la categoría de biopolítica, como ha sucedido en los últimos años, ha alcanzado una innegable centralidad; es precisamente porque ha puesto en primer plano la estrecha relación que existe entre la política y la vida biológica.
Cuando se pierde ese nexo entre política y lenguaje, propio de la politicidad humana, la máquina deja de funcionar. Es el triunfo de la dimensión zoológica de la política. A veces, porque la legitimidad ha absorbido la legalidad, como sucede en las formas totalitarias a través de la subordinación del Estado a la voluntad de su conductor o Führer. Otras, al contrario, porque la legitimidad se ha disuelto en la legalidad meramente procedimental. Pero siempre, porque las palabras, vaciadas de su semántica y de su función argumentativa, se han convertido finalmente en imágenes-fetiche.
En un momento de su exposición Agamben retoma, en relación con la situación política contemporánea, la expresión latina: corruptio optimi pessima (la corrupción de los mejores es la peor de las corrupciones). Más allá de la clasicidad de esta expresión, en la época de las democracias espectaculares (de los medios masivos de comunicación) y de los micro-relatos políticos, quizá sea necesario decir que corruptio linguae pessima: la peor de las corrupciones es la corrupción del lenguaje.