Se impone aclarar que los discursos sobre regresos desde la muerte me resultan indiferentes. Nunca creí que me hubiera ocurrido tal cosa. Tampoco me pregunté las razones. Ese viaje había sido demasiado bello como para amonedarlo en conceptos. Pero las historias narradas por Oliver Sacks en Alucinaciones (Anagrama, 2013) dan cuenta de la postura científica y de la perspectiva de este singular neurólogo sobre ese tipo de experiencias. Los libros más famosos de Sacks son Despertares, recreado en una película en la que un joven Robert Williams interpreta al neurólogo, y El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, que inspiró una ópera del mismo nombre cuyo personaje principal también es el médico.
Para Sacks las alucinaciones surgen de fuentes internas aunque frecuentemente se las perciba fuera de nosotros y siempre son del orden de la vida, sin negar que a veces existan factores externos que las estimulan, pero no considera que provengan de la no-vida. Se trata de alteraciones del sistema neuronal que posibilitan sensaciones en el interior de uno mismo o percepciones de fenómenos exteriores inexistentes. En una oportunidad Sacks estaba preparando el desayuno y sonó el timbre de entrada. Dijo en voz alta que pasaran, estaba sin llaves. Se trataba de una pareja de amigos. Los invitó a ponerse cómodos (sin salir de la cocina) y les preguntó qué querían desayunar. Cocinó y continuaron conversando sin verse. Cuando apareció en el living portando una bandeja con tres desayunos constató que no había nadie y que en realidad la puerta estaba cerrada por dentro. Comprensiblemente preocupado consultó con una especialista de confianza. Ella le preguntó qué droga consumía. Contestó que ninguna y le dio el nombre de la que había tomado hasta dos meses atrás. Eso aclaraba todo, las alucinaciones externas –producto de sustancias residuales– continuarían largo tiempo.
Quimeras existieron siempre, pero desde la modernidad se denominan “alucinaciones”. He aquí un resumen de su vasta taxonomía: falsas percepciones (el hombre que confunde a su mujer con un sombrero), pseudoalucinaciones en las que imágenes, texturas, sabores, olores o sonidos se producen en nuestra interioridad (mi propia experiencia pos-parto), ilusiones fantasiosas (el amigo imaginario de los juegos infantiles) y alucinaciones propiamente dichas que se proyectan al exterior (como la experiencia auditiva del desayuno para tres).
Las alucinaciones no necesariamente provienen de drogas o patologías. Sacks estudió neurología justamente porque desde muy joven él mismo solía alucinar en sobriedad y sabe fehacientemente que se puede experimentar alucinaciones sin estar loco, aunque no todos los profesionales de la salud se plieguen a ese criterio. Un colega suyo llevó adelante un proyecto, eran ocho investigadores. Se presentaron individualmente en diferentes hospitales psiquiátricos, sin revelar que eran neurólogos. Manifestaron que escuchaban voces. Excepto ese “síntoma” sus discursos y sus conductas eran normales. A siete de ellos se les diagnosticó esquizofrenia y a uno psicosis maníaco-depresiva, fueron internados y medicados con antipsicóticos (que no tomaban). En casi dos meses de internación únicamente descubrieron el engaño algunos pacientes que le decían a uno de los simuladores: “Usted no está loco, es un profesor o un periodista”.
Esta clase de experiencias invita a reflexionar (más allá de los límites del libro de Sacks pero con su incentivo) sobre los protocolos en medicina que suelen tomarse como verdad absoluta aplicable a todos los pacientes. En el área de la salud los protocolos “garantizan” despachar con mayor agilidad los casos clínicos, no tener conflictos con otros colegas y abrir un paraguas contra acusaciones de mala praxis. Aunque en realidad no existe un patrón determinado de patología. Existen la historia y las particularidades de cada paciente, desde las que se construyen los síntomas y pueden llegar las soluciones. Habría que contemplar además las adaptaciones compensatorias que, tanto sanos como enfermos, realizan ante sus irrealidades perceptivas u otros signos. De ninguna manera se está negando aquí la eficacia de los protocolos. Se cuestiona más bien la falta de flexibilidad para contemplar la singularidad de cada vida y el olvido de las valoraciones históricas.
Visitemos algunos delirios, raptos y otras yerbas ausentes (o apenas presentes) en el libro de Sacks. Existen personajes sagrados y creadores seglares que pasaron por diferentes éxtasis y a nadie se le ocurrió encerrarlos por locos. Sócrates por ejemplo intempestivamente devenía cataléptico. Luego refería que había conversado con su daimon que lo inmovilizaba por tiempo indeterminado. Cuando volvía del estupor era más sabio. Podemos imaginar quienes se harían cargo de él en estos tiempos y qué rango medicinal le ordenarían.
¿Y Abraham?, ¿y Moisés?, ¿o Juan (autor del Apocalipsis) y sus visiones “psicodélicas”? El destino final de varios personajes bíblicos –en nuestra época– sería el psiquiátrico. Algunos escuchaban a Dios, otros a un ángel. Pero no es justo medir con la vara de la razón científica a figuras sostenidas por la fe. Se trata de seres que habitan en un libro dictado por la divinidad, es decir por una voz exterior al escribidor. Una alucinación auditiva para la ciencia.
Brujos, ruiseñores y geishas
Rainer María Rilke compuso sus poemas más sublimes copiando lo que le dictaba una voz extrínseca. Un luminoso y gélido mediodía invernal el poeta se encontraba solo en el rocoso castillo de Duino. Enfundado en su vestimenta negra y enceguecido por los rayos de sol descendía hacia el mar por un camino escarpado. Desafiaba con furia la insolencia del viento. Un ruiseñor trinó y despareció. Inmediatamente Rilke escuchó: “Quién, si yo gritara, me oiría desde los coros de los ángeles?”. Es el comienzo de Elegías de Duino que le fueron dictadas en su totalidad –escandidas por largas temporadas de silencio– por esa voz proveniente de la nada.
“El médico brujo de Viena” es el apodo que utilizaba Vladimir Nabokov para referirse a Freud. De hecho, en un viaje nocturno, el padre del psicoanálisis vio un fantasma en el tren en que viajaba. Freud y la aparición compartieron vagón. En otra oportunidad, cuando era amigo de Carl Gustav Jung, éste lo convenció de que un extraño fenómeno ocurrido en su biblioteca respondía a los denominados “catalíticos”. Luego se desprendió de esas creencias pero en su madurez Freud solía reprocharse por no haber prestado más atención a ese tipo de expresiones extemporáneas, aunque el autorreproche no es del todo justo ya que creía en la telepatía y la analizaba.
Por su parte, Aldous Huxley frecuentaba místicos y sustancias alucinógenas. Investigó y escribió sobre ambos comparando esas vivencias con las de los visionarios y los artistas. Sus contemporáneos Henri Michaux y Ricardo Guiraldes compartieron esa disposición espiritual así como el uso de alucinógenos que, en el autor de Don Segundo Sombra, se convirtieron en una adicción demoledora. Cuando logró zafar dijo que no es verdad que del infierno no se regresa. Y en su parisino lecho de muerte aseguró que vislumbró el éxtasis. Pero no en las drogas ni el misticismo, sino al obtener el reconocimiento de sus compatriotas por el libro que lo trascendería.
¿Y qué decir de Yoyoi Kusama cuyos coloridos lunares inundaron Buenos Aires en 2013? Rojo, anaranjado, añil, verde, amarillo, fucsia. De pequeña fue obligaba a espiar a su padre cuando se acostaba con geishas. La niña, así sometida, debía contarle a su madre los obscenos detalles. Comenzó a sufrir alucinaciones canalizadas en obras que recorren el mundo. Ya octogenaria, continúa poseída por la obsesión y se hospeda en un psiquiátrico por voluntad propia. Durante el día trabaja en su taller enfrentado al hospital. Esta decisión de alguien coherente para crear y comercializar su obra, pero consciente de los desbordes a los que puede ser arrojada por sus delirios abre caminos para seguir pensando. ¿Cómo aliviarse de los propios demonios acudiendo a la solución científica y a la vez preservar el componente creador del delirio? Lejos estamos de una respuesta convincente.
Cuando era una preadolescente yo desconocía estas experiencias pretéritas y actuales entre laicos, pero sabía que abundaban entre los personajes de las Sagradas Escrituras y entre devotos. Teresa de Avila, Juan de la Cruz, Francisco de Asís, Juana de Arco. Teresa con sus dolorosos y productivos raptos místicos. Juan con sus poéticos transportes erótico-religiosos. Francisco realizando la misión que se propuso incentivado por sus sangrantes estigmas y sus visiones proféticas. La pequeña Juana, con 17 e iletrados años, dirigiendo un ejército de avezados guerreros estimulada por las voces trascendentes que le ordenaban salvar a su país.
“¿Por qué ya no ocurren esas cosas?” me preguntaba. Hoy sé que siguen ocurriendo pero han sido desacralizadas por la razón moderna. Hace un tiempo, en el cumpleaños de una revista cultural, me encontré con una exalumna. Me contó que era poeta pero que ya no escribía porque tomaba antipsicóticos. Le pregunté por qué seguía tomándolos si era obvio que le mataban la inspiración. Me contestó que cada noche se proponía dejarlos pero cuando comenzaban a acecharla sus fantasmas prefería tragarse la pastilla y resignarse a no producir nada.