Soy un traumatizado del malentendido...
J. LACAN (1980)
El término “trauma” es la transliteración directa de la palabra que los griegos utilizaban para decir golpe. Y es casi seguro que cualquier lector habrá comprobado el siguiente hecho de la experiencia: un niño, digamos pequeño, corre alocadamente por algún sitio hasta que se golpea. Probablemente se tome la parte del cuerpo magullada y busque con su mirada la de algún adulto cercano –pongamos por caso, la de su madre. Si ella ha visto la escena, es factible que diga algo al respecto, lo compadezca, le pregunte si le duele o amague con acercarse hasta el pequeño. Solo allí, ante las palabras de ese otro que no es cualquiera, comenzará a sollozar, a manifestar su dolor...
En sentido amplio podríamos afirmar que el niño ha sufrido un trauma, que está traumatizado. Sin embargo, entre el golpe y su efecto, que en este ejemplo improvisado es su manifestación del dolor y el llanto, hay un intervalo de tiempo donde el otro ha cumplido una función imprescindible. ¿Qué es lo que duele aquí: el golpe mismo, acontecimiento fáctico, histórico incluso, o las palabras de algún otro escandidas por un lapso temporal? ¿Qué es lo que rompe con la satisfacción de jugar y correr que puede sentir un niño? ¿Acaso esa posición del otro, que aparece algo después del golpe, es menos placentera? ¿Qué es lo que duele: el golpe o las palabras del otro?
Si así de paradójicas se presentan las cosas ante un episodio tan trivial y cotidiano, es de imaginar que el concepto de trauma en psicoanálisis no es menos problemático. Luego de leer cuidadosamente las páginas escritas por Sandra Berta, he acusado el golpe...
El primer efecto de su libro es una idea sencilla: el concepto de trauma no admite una definición puntual ni en la obra de Freud, ni en la enseñanza de Lacan. Exige más bien un recorrido oblicuo –sigo aquí una lógica que he descubierto a través de François Jullien – para lograr un fin estratégico: transmitir los momentos de su elaboración como concepto. Ahora bien, dichos momentos no se superan unos a otros en orden cronológico. Justamente, la misma temporalidad paradójica que Freud propuso para el trauma es la que orienta todo el libro y que el lector verá comentada desde el inicio del mismo. Dichos momentos se superponen y se retoman, en una tarea que consiste más en eliminar obstáculos que en construir un orden teórico progresivo.
Me sorprendió notablemente notar que el concepto de trauma es una especie de condensador de problemas de la teoría psicoanalítica. A cada paso de los que el propio Freud pretendía dar en su tarea, que no era una tarea exclusivamente teórica sino que recibía una notable influencia clínica, le respondía un inconveniente nuevo: a los fines de su intervención como analista, ¿convenía considerar al trauma como un acontecimiento efectivamente padecido o como un producto de la fantasía? No es una pregunta menor –Freud mismo llega a plantearla por escrito en alguna de sus cartas a Fliess–, ya que la misma determina diferentes posiciones (éticas, diríamos hoy nosotros) de sus pacientes respecto del asunto en cuestión. Se trata de un problema que, oblicuamente, lo llevará a revisar su teoría de los sueños y de las neurosis de guerra, pero también a producir curiosos cuadros temporales para establecer la correlación entre el momento de ocurrencia de los sucesos y las enfermedades de sus primeras nosografías... Así, de a poco, aparecerá el factor cuantitativo cobrando cada vez más espacio, a la vez que Freud ensayará un modelo temporal especial, paradójico, favorecido por idioma en el que produjo toda su teoría: Nachträglich. Es el término con el que Lacan podría haber nombrado a su célula elemental del grafo del deseo. La temporalidad diferida, hacia delante o hacia atrás, el arco temporal... Sumando a todo esto la hipótesis de un aparato psíquico que tiende a lograr una estabilidad de energía del nivel más bajo posible, Freud prácticamente contaba con todos los elementos para construir la idea de un trauma estructural, aun sin tener la noción de estructura.
Podrían escribirse muchos libros acerca de los extravíos de la lectura posfreudiana sobre el trauma –en realidad ya están escritos por los propios protagonistas de la historia. Esas lecturas extraviadas, ingenuas, que rechazaron y aplastaron los problemas que su obra nos legó, constituyen el marco del retorno a Freud operado por Jacques Lacan. Pero además del marco son el motivo, la causa –podríamos decir– que movilizó los primeros años de sus seminarios. ¿Nos cuesta mucho –o sea, es nuestra impotencia– o es realmente imposible hoy, para nosotros, pensar un Freud sin Lacan? Esta pregunta, lejos de ser una chicana, es otro efecto de mi lectura del libro de Sandra.
Lacan no consideró al trauma como uno de los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis. Pero en las páginas que siguen, estimado lector, hallará Usted también una esforzada lectura por los momentos lacanianos de iluminación del término. Filtrado y articulado por los operadores propios de cada momento de elaboración lacaniana: el de los tres registros, el de la palabra y el lenguaje, el de la topología de superficies, el de la relectura del Entwurf, el del objeto a, el de los cuatro discursos, el de lalengua, el nudo y el sínthoma...
Quiero dejar constancia de otro efecto de lectura, personal, más difícil de transmitir. Porque mientras recorría las páginas de este libro, en ocasiones, sentí cierta perplejidad ante lo que no sabía, frente a lo que nunca había pensado... Algunas páginas eran luces que no hacían más que dejar ver mis sombras. Y luego, mientras revisaba el texto a los fines de su publicación, en un intercambio de correspondencia, Sandra me hizo llegar un poema que me dio la clave de mi estado y que, nobleza obliga, citaré a continuación a modo de final de estas breves palabras de apertura:
No hay más penumbra duradera/
Que la perplejidad del rayo...
En Buenos Aires, el 3 de febrero de 2014