El psicoanálisis, en tanto política, puede ser resguardo de un lugar –el del sujeto– si sabe renunciar a serlo de un saber. Desafortunadamente se mimetizó con el orden establecido, reprodujo sus jerarquías y sus vanidades, cultivó sus imposturas; no sedujo, apenas supo sugestionar, y adormeció sí, con eficacia, a los que aspiraban a transcurrir sin sobresaltos en las efusiones de una transferencia ramplona y en la tranquilidad del saber. Encontrarse para hablar –y entonces, inevitablemente, exponerse a la eventualidad de escuchar– es, como en la sesión analítica, la apuesta discreta del psicoanálisis. Todo lo que se le agrega le resta. Los “dispositivos” que procuran consolidarlo precisamente lo consolidan y enseguida lo quiebran. La planificación que procura ordenar su marcha, “dirigirla”, lo desvía o lo detiene. Las intenciones de fortalecerlo lo debilitan. Esa precariedad, esa lucidez y esa vigilia en el filo de la angustia –como las del acto estético o poético– es también una política.