Lo que une a teístas y ateos es mucho más grande que lo que tradicionalmente los separa: unos y otros experimentan lo sublime y lo doloroso, tienen fe en la verdad, se comprometen con la vida bien llevada y defienden el valor de sus convicciones, pues, afirma el jurista estadunidense, la religión es más profunda que la misma idea de dios. Las implicaciones de este argumento en la aplicación del derecho —como en el caso de la objeción de conciencia, la justificación de las guerras religiosas, la libertad de culto o la igualdad ante la ley— son tema también de esta disertación aguda, profunda y clara, en la que uno de los más reconocidos filósofos del derecho analiza la metafísica del valor para concluir que la libertad de religión no debe fluir desde el respeto a la creencia en dios, sino desde el derecho a la autonomía ética.
Una religión sin dios, así, está disponible para todo aquel que ve en las consideraciones morales un sólido cimiento para edificar la propia vida.