INTERVENCIÓN DE PABLO PEUSNER en la presentación del libro de Jorge Faccendini, "Una clínica del grafo del deseo" (Universidad de Rosario, viernes 26/8/16)
Ciertamente
nos encontramos aquí para presentar un libro. Eso siempre hay que celebrarlo.
Como verán, y este evento lo prueba, estamos lejos del apocalipsis del libro
anunciado ya tantas veces por los medios de comunicación. El año pasado se
publicaron en la Argentina 28.966 libros (188 por día laborable del año), y el
2% de esa cifra abordaron temáticas relativas al psicoanálisis y la psicología.
Parece poco, pero son 580 títulos. No todas son novedades, algunos de ellos son
reediciones, pero no obstante mi neurosis obsesiva tiembla ante la
imposibilidad lógica de leer todo ese volumen de texto en un año. ¿Cuántos
leyeron ustedes?
Ahora
bien, también celebramos otra cosa: el nacimiento de un autor —y cuando se
trata de eso, las estadísticas ya no importan, los números no importan, porque
aparece un nombre. Según Michel Foucault en su célebre conferencia “¿Qué es un
autor?”, la noción de autor es tardía y surgió a partir de una necesidad
práctica: hacía falta saber quién había escrito cada texto, para que la
Inquisición pudiera ocuparse de él y quemarlo en la hoguera como correspondía. Es
muy curioso que el origen de la noción resulte así asociado a una
responsabilidad que, en aquel tiempo, se pagaba con la vida. ¿Tan grave puede
ser hoy en día lo que alguien escriba, en el psicoanálisis, como para que lo
quemen en la hoguera? No sé, pero actualmente se queman autores por Facebook y
Twitter con mucha efectividad. Entonces, a riesgo de resultar esquemático, voy
a partir de una mínima clasificación de los numerosos libros que se publican en
nuestro país en torno a las problemáticas del psicoanálisis.
Por
un lado, nos encontramos con obras que comentan a los clásicos, que los
ordenan, que nos acercan diversas interpretaciones o, para decirlo de modo
sencillo, que “acomodan piezas”. Es cierto que necesitamos de esos libros
porque nuestros autores de referencia son complejos y, en ocasiones, algo
oscuros –en Freud, quizá por su carácter de inventor del psicoanálisis. En
Lacan, como efecto de una posición calculada y manifiesta–. Todos nosotros,
ávidos lectores, le debemos algo a tales títulos; y hasta probablemente quienes
hemos tenido la ocasión de publicar alguno tal vez hasta hayamos contribuido
con la tarea. Entonces, uno lee el título del libro que presentamos hoy y
piensa: “Ah, bueno, Jorge nos va a explicar el grafo del deseo. Qué bueno,
vamos a ver si se entiende algo...”.
Pero
creer que Jorge nos va a explicar el grafo es algo que solo ocurre al
principio, antes de meterse en el libro…
(Hago
aquí un pequeño paréntesis para hablarle a los parientes y amigos de Jorge que
no son psicoanalistas, a fin de contarles en un minuto de qué va la cosa, qué
es ese fucking grafo del que van a escuchar hablar de ahora en más. Un grafo es un
modo de representar un sistema, de hacer un dibujito de este, mediante un
conjunto de puntos unidos por aristas, líneas que pueden estar o no orientadas.
A finales de los años ’50, un poco en su seminario y otro poco en un escrito
célebre, Lacan construyó paso a paso un grafo. La gran pregunta es, creo yo,
“¿para ilustrar qué cosa?”. Porque pareciera estar allí casi todo lo que había
presentado hasta el momento, y lo novedoso, más que los elementos incluidos,
era el modo en que todos esos elementos se relacionaban a partir del grafo, el que
además era un grafo orientado, es decir que indicaba no solo una dimensión
espacial, sino también temporal. Bueno, entender ese grafo no es tarea menor,
lleva tiempo. Utilizarlo en la clínica, es decir, para pensar lo que hacemos
con nuestros pacientes, lleva mucho tiempo más aún…).
Había
anunciado una pequeña clasificación personal de los libros. Voy ahora al
segundo tipo: son aquellos cuyos autores se arriesgan a sentar posición ante un
problema. Libros que calculan un adversario: a veces otro autor, o también
cierto modo de considerar tal o cual concepto (más allá de que ese antagonista
resulte o no manifiestamente nombrado en el texto) y justamente por eso suelen
resultar polémicos en el mejor sentido de la palabra. Sus autores proponen algo
a partir de cierto carácter asertivo de sus enunciados, afirman, y zanjan
cuestiones impidiendo que la deriva significante equivoque las posibilidades de
interpretación. Estoy seguro de que el libro de Jorge forma parte de este segundo
grupo. Porque ya desde el inicio, abre el juego con ideas fuertes (podría
decirlo así: el tipo sale a jugar con tres delanteros y un enganche, nada de
eso de cinco volantes y “un punta” para ver si atrapa algún rebote…).
El
primer partido es contra el lugar común de la formación de los psicoanalistas.
En nuestro ámbito, hay una idea que pasó a ser un latiguillo y que todo el
mundo repite: los analistas se forman en su propio análisis, estudiando y
supervisando su trabajo. ¡Es el marketing analítico que garantiza que siempre
tengamos trabajo! Me explico: ese llamado trípode, repetido hasta el hartazgo
sin reflexionar sobre él, ¡es la exigencia de que todo analista necesite de
otro analista! O sea, de una lógica sempiterna
(lindo término, que significa que algo comienza, pero que no termina nunca) que
fundamenta que todos los analistas necesitemos de algún otro analista para
analizarnos, supervisar y aprender. Ahora bien, esta lógica no es falsa, sino
particular de nuestra profesión y la hemos visto dar buenos resultados. Pero no
alcanza con repetirla sin interrogarla y de eso, Jorge hace en su libro un
punto de partida. Y esta apuesta, absolutamente iconoclasta, coloca su obra en
un lugar de excepción. Entonces, sintetizo: un libro que supuestamente iba a explicarnos
una representación auxiliar de Lacan (así se refiere el propio Lacan a su
grafo), se inicia con una crítica fuerte a un lugar común de la formación de
los analistas. Nos aguijonea desde la primera página, invitándonos a no repetir
“el” latiguillo de siempre porque él, como autor, arriesgándose a ser quemado
en la hoguera, afirma que esa idea del trípode carece de dinámica. Y sí, claro,
es obvio: uno pone un trípode para que algo, una cámara, por ejemplo, no se
mueva. Pero la formación de un analista es algo sumamente dinámico, tiene que
moverse. Okey, nos dice, entonces anudemos esos tres, tal como Lacan anudó los
suyos: con un nudo borromeo.
(Hago
aquí otro paréntesis para el público no analítico, porque sospecho que no
tienen idea de qué estamos hablando. Para muchos, “Borromeo” era el enano de
Calabromas, ese que resultaba perseguido por su padre, interpretado por Juan
Carlos Calabró, quien, en su afán de atraparlo, destrozaba todo a su paso. Pero
no, un nudo borromeo es otra cosa: un modo de enlazar tres consistencias, de
modo tal que cortando una, se desprendan todas).
Así
propone Jorge que debemos pensar la relación entre los tres elementos de la
formación del analista. Y de este modo, en los cruces de a dos, surgen nuevos
términos que enriquecen la formación que, ahora queda situada en el agujero
central del nudo. Uno diría aquí: “qué bien, un nuevo modelo de pensar la
relación de esos tres”. Pero no, Jorge pega un salto enorme. Afirma que esos
tres no se entrelazan sino a partir de un cuarto elemento: el deseo del
analista. ¡Y allí el lector hace… “Plop!”, como en los chistes de Condorito, y
tiene que leer todo de nuevo, porque se resignifica la elaboración…
Dejo
constancia de que en este punto estamos en la página 31 del libro y nos
quedamos sin aliento. Y sigue un pase mágico que a mí, personalmente, me
impactó. Tal vez porque encontré allí una elaboración mía utilizada por un
colega de un modo que jamás se me hubiera ocurrido. Se trata de dos modos de
pensar la clínica, antagónicos, fuertemente antagónicos, y clarísimos: una
forma sin intervalo entre la clínica y la teoría, entre lo particular y lo
general, que Jorge asocia con el trípode. Y otra forma, donde el intervalo
aparece para producir la novedad. Esta diferencia es instigante, y nos invita a
todos los analistas a revisar si lo que hacemos queda de un lado o del otro, si
nos las sabemos todas o si realmente operamos desde un no-saber que colocamos
en el lugar de la verdad de nuestra posición. Un desafío total (y les ruego que
tomen el término “desafío” como en el fútbol de potrero, donde los desafíos se
tomaban en serio…).
Los
cuatro capítulos siguientes retoman los elementos que Lacan situó en el grafo
ya sea manifiestamente o no, pero que están presenten en cada resquicio de
nuestra tarea clínica. Se trata de capítulos que no solo acomodan piezas, sino
que además permiten reflexionar acerca de cómo utilizamos los términos a la
hora de pensar nuestros encuentros con los pacientes.
Trabajamos
con gente que sufre, niños y adultos, personas que la pasan mal. Nosotros,
analistas, no podemos, no debemos sufrir con ellos. Pero tampoco podemos
distanciarnos en exceso de ese padecimiento. En el trabajo de Jorge con los
términos del grafo, hallamos indicaciones precisas para no caer en ciertos
lugares comunes, estáticos, de imputarle demasiado rápido a nuestros pacientes
la satisfacción paradójica de esos malestares. Porque eso se puede situar en el
grafo: cómo leer el inconsciente y la noción de sujeto dividido, el concepto de
estructura y la interpretación. Pero también la diferencia entre necesidad,
demanda y deseo —tan conocida y revisitada en nuestro ámbito—, exige comprender
la diferencia entre la letra A mayúscula y el lugar del Otro, que no coinciden.
Y si como afirma Jorge, “el yo es un cornudo”, bueno… habrá que ver dónde está
el “pata de lana” en el asunto, algo que, como dice una filósofa argentina: “Lo
dejo a su criterio”.
(Abro
el último paréntesis, para contarle a mis amigos que en su afán de inscribir al
psicoanálisis en el ámbito de la ciencia, Lacan echó mano a los matemas:
letritas, como las que se usan en matemáticas, para transmitir un saber
integral, sin equívocos. Esas letras están presentes en el grafo y constituyen
sus nodos).
Entre
los capítulos 5 y 6, Jorge se dedicó a desarrollar los usos y sentidos posibles
para tales matemas. En esos desarrollos podría haberse equivocado porque,
justamente, allí es donde aparecen los equívocos. Pero no le pasó. Utilizó un
lenguaje tan llano, simple y sencillo para, sin bastardear la enseñanza de
Lacan, poner en acto toda su propuesta de una clínica del intervalo. Y el caso
clínico del final, el del “forro pinchado”, es la frutilla de la torta:
condensa allí todo su saber-hacer con la clínica, desde el sillón (del analista)
tanto como desde el escritorio.
Soy
consciente de que he evitado citar el libro, pero eso es para que lo compren,
lo lean, lo subrayen, y lo expriman.
Lamentablemente,
yo tuve que leerlo desde una Tablet —los tiempos editoriales son así: el libro
llegó hace muy poquito. Leer un libro desde una Tablet es para mí como comer
una milanesa de soja. Uno se alimenta, sí, pero sin goce, sin satisfacción. Sin
embargo, a medida que lo leía se me despertó el entusiasmo —ese afecto tan
lindo y que Lacan ubicó con mucha precisión como el afecto que coincide con el
final del análisis.
Tengo
el gusto de conocer a Jorge desde hace algunos años ya... Somos amigos y hemos
compartido muchos momentos gratos y otros no tanto. Cuento esto porque acompañé
su proceso de convertirse en autor, soy un testigo. Escribir un libro no es
algo que esté exigido a un analista. Hay muchos analistas excelentes, incluso
maestros nuestros, que nunca han publicado un libro. Y es que para hacerlo, hay
que tomar una decisión. Y cuando hablamos de decisión, hablamos de una opción
ética. ¿Por qué Jorge, Coque, mi amigo, nuestro compañero, decidió realizar
este acto, del cual salió siendo otro?
No
puedo responder esa pregunta, quizá lo haga él. Yo solo puedo confesarles que
padezco de un síntoma hace muchos años: cada vez que leo un libro que me gusta,
me desespero para que la gente que quiero y que trabaja conmigo, también lo lea.
Ojalá esta vez lo logre…