En contraste con el estatuto de privilegio otorgado a la vista y el oído, en la tradición de la cultura occidental se clasifica al gusto como un sentido inferior, cuyos placeres el hombre comparte con otros animales y en cuyas impresiones no se mezcla lo moral. En Hegel, el gusto es lo contrario de la visión y la audición, porque, entre otras cosas, “no se puede degustar una obra de arte como tal, dado que el gusto no deja al objeto libre por sí, sino que lo disuelve y lo consume”. Sin embargo, en griego y en latín modernos, el gusto se relaciona etimológica y semánticamente con la esfera del saber, como un acto de conocimiento. A lo largo de los siglos XVII y XVIII se comienza a distinguir el gusto como una facultad específica, encargada del juicio y del disfrute de la belleza. Kant identifica el “enigma” del gusto como un cruce entre conocimiento y placer. Desde el principio el problema del gusto se presenta como el de “otro” conocimiento: un conocimiento que no puede dar razón de su saber, pero lo disfruta; y se lo caracteriza también como “otro” placer: un placer que conoce y juzga, de acuerdo con la definición implícita de gusto de Montesquieu, como “medida del placer”. La estética moderna, a partir de Baumgarten, está construida como un intento de investigar la especificidad de este “otro” conocimiento.