¿Qué relación puede existir entre el anonimato y la resistencia política? Esta pregunta, que puede parecer paradójica e incluso contraintuitiva, está en el centro de la investigación práctica que podemos rastrear tanto en los movimientos actuales que buscan resistir al biopoder y al mando único del capital, como en la obra de Michel Foucault.
En este cruce se inscribe el trabajo de Érik Bordeleau, quien recorre con singular agudeza no solo los libros del filósofo francés sino también diversas experiencias actuales: del zapatismo al movimiento Occupy, de la acción oculta de los hackers a la presencia diseminada de las multitudes en las calles y plazas, de los trabajos teóricos del Comité Invisible a los diálogos entre pensadores de la revuelta como Toni Negri y Santiago López Petit.
Para Bordeleau, la fuerza del anonimato es doble. Por un lado, es una fuerza que permite practicar el sabotaje y la interferencia de los flujos –financieros y otros– que dirigen el mundo desde una invisibilidad siempre parcial; pero más profundamente, es condición de posibilidad para modos de presencia en el mundo que logren sustraerse, inasimilables también de manera parcial, a las lógicas más férreas de la vida que se nos ofrece (gobierno por individualización), y tramar una posible-vida-en-común.
El anonimato no es entonces la interioridad privada del yo ofrecida por el liberalismo y contra la cual Foucault siempre se batió, ni su variante new age de desconexión (ilusoria) del mundo, sino una nueva implicación, un nuevo modo (situado) de pensar y percibir que requiere de un desprendimiento radical de uno mismo como sujeto identitario, como sujeto que se expone, se expresa y se vende en las vidrieras del reconocimiento.
Como Bordeleau señala, con palabras prestadas de Foucault, escribir para perder el rostro tal vez sea la única manera de escuchar el estruendo de la batalla.