(Comentario a la lección XVI del 17 de junio de 1970, Seminario XVII)[1].
En la última sesión del Seminario XVII, Lacan se detiene un momento, al principio, en la cuestión de la vergüenza [honte]. Se trata de un tema que ya ha abordado en los seminarios precedentes, por ejemplo en relación a un pasaje de Sartre consagrado a la mirada. Aquí, no obstante, no se trata esencialmente de un análisis teórico. La dimensión de su destinatario parece prevalente. En efecto, todo ocurre como si Lacan apostrofara a su auditorio, como si le reprochara por no estar en posición correcta respecto de la vergüenza. “Los jóvenes”, en particular, serían capaces de decir sin él lo que él dice. No les falta para eso sino un poco de vergüenza. Al mismo tiempo, afirma, de la vergüenza “tienen de sobra”, pero no lo saben aún... Y liga esa vergüenza, que su auditorio siente o debería sentir, al hecho de “mantener con todas sus fuerzas un discurso del Amo pervertido”, el discurso Universitario.
Hay allí entonces una dimensión ética, pero también un cuestionamiento que se articula con la teoría de los cuatro discursos que Lacan elaboró durante todo el año. Es por lo cual puede resultar interesante interrogarse acerca del lugar que toma este tema en ese momento de su enseñanza, pero también en ese momento histórico particular, posterior y cercano a mayo de 1968. Pero, al tomar ese partido, se capta también que una vez más Lacan caía justo. En efecto, la mutación de los discursos, que sin duda se acelera a partir de 1968, debía conducir a dar un estatuto particular a la cuestión de la vergüenza. Un libro reciente del filósofo Ruwen Ogien, La honte est-elle immorale?[2] lo confirma de cierta manera.
Ese libro cataloga una serie de paradojas concernientes a la vergüenza, de las que la primera expresa la dificultad para discernir el lugar de la vergüenza en nuestras sociedades “liberales”. Mientras que ellas han suprimido las barreras del pudor (podríamos incluso decir que ellas han prescripto al mostrarlo todo), ¿por qué no han hecho desaparecer a la vergüenza? Pero al mismo tiempo que tales barreras eran levantadas, la culpabilidad respecto de una ley resultaba reemplazada por un sentimiento de insuficiencia ante un ideal o un objetivo personal, y la insuficiencia misma era desde entonces vivida como vergonzosa. “Nada prohíbe pensar, escribe Ruwen Ogien, que nuestras sociedades liberales son verdaderas máquinas de producir vergüenza”. Este tema es interesante para nuestra clínica. Así, es a partir de la oposición entre culpabilidad y pérdida de la estima de sí que un autor como Ehrenberg intenta explicar, en La fatigue d’être soi[3], la depresión, o en todo caso la prevalencia actual de esta patología. Ogien recuerda oportunamente que la oposición entre vergüenza y culpabilidad toma un cierto lugar en el célebre libro de Rawls, Théorie de la justice[4], y que aquel la debe al psicoanalista G. Piers[5] quien “sitúa la vergüenza del lado de los desfallecimientos en relación al ideal del yo, y la culpabilidad del lado de las transgresiones respecto de las conminaciones del superyó”. Es cierto que estos autores intentan aquí explicar qué pasa en nuestras sociedades, donde la autoridad tiende a ser deslegitimada. De donde surge una pregunta: ¿es de esta mutación de la que Lacan da cuenta a través del pasaje del discurso del Amo al discurso del Amo pervertido? ¿Sería en el marco de ese nuevo discurso que el sujeto se arriesga –o tiene chance– de encontrar la vergüenza?
¿A qué correspondería entonces la vergüenza? Ella equivaldría a una autocrítica, pero una autocrítica que no reenviaría a la ley simbólica, hoy fragilizada. En este aspecto, es útil recordar que una persona puede tener vergüenza de alguno de sus rasgos físicos, de los que no es responsable. Y que eso puede devenir molesto, por ejemplo en el caso de una sociedad post-esclavista, o cuando las particularidades de la historia conducen a un mulato a tener vergüenza de eso que, en él, muestra un origen “negro”[6], se trataría entonces de una vergüenza que estaría más bien fundada en rasgos imaginarios, y que podrían conducir a reforzar los mecanismos segregativos.
No obstante, Lacan no toma las cosas exactamente en ese nivel. Recordemos que en los primeros seminarios (concretamente el I y el IX), ya había propuesto un análisis de la vergüenza refiriéndose a un célebre texto de Sartre en el cual pone en escena a un hombre que viene de hacer un gesto torpe o vulgar (o, mejor aún, de mirar por el agujero de una cerradura) y que se encuentra en ese momento sorprendido por la mirada de un prójimo (del que no ve forzosamente los ojos). La vergüenza hace destacar que el sujeto se reduce a una mirada en tanto que objeto a (incluso si este no estaba aún conceptualizado al momento del Seminario I) e indica también que es de este lugar que el objeto se sostiene en una función de deseo.
Pero si el objeto a constituye la única respuesta posible cuando se cuestiona al ser del sujeto, se concibe que (en Radiofonía) Lacan pueda jugar con la palabra “ontología” [ontologie] diciendo que convendría escribirla “hontología” [por condensación con honte = vergüenza]; esa sería en el fondo la mejor respuesta posible a la pregunta que le había sido planteada en la época del Seminario XI por un alumno de la ENS acerca de lo que podría ser su ontología.
Llegados a este punto, se piensa en poder captar lo esencial. La experiencia analítica concierne en principio a la circulación del deseo en las vías del significante, pero esta operación retoma aquella mediante la cual, en el mejor de los casos, un objeto se ha desprendido. El encuentro de dicho objeto –concretamente, pero no únicamente, bajo la forma de la mirada– difícilmente evita, en el tiempo del encuentro de ese ser o de ese de-ser, el sentimiento de la vergüenza. Aquí, entonces, esta dimensión última parece poder oponerse a lo que de otro modo sería el libre juego del significante.
Sin embargo, algo puede sorprender legítimamente. Lacan afirma en esta lección que la vergüenza constituye “el único signo del que se puede asegurar la genealogía, o sea, que desciende de un significante”. ¿Cómo entender que ese signo desciende de un significante (sin hablar del hecho de que sería el único en hacerlo)? Esto no es simple. Es posible, por ejemplo, imaginar que precisamente el encuentro del ser bajo la forma del objeto sólo toma su sentido –y su valor de vergüenza– si el sujeto ha reconocido de entrada algo de lo que él esperaba a nivel del discurso, eso ante lo cual sentirá siempre cierta inadecuación.
Pero hay algo más que el término “vergüenza” probablemente disimula. Hay que leer ese término a partir del griego para captar que la cuestión del significante, en tanto liga los contrarios, se hace ahí oír particularmente.
Es tiempo de reconocer, en efecto, que la vergüenza no concierne solamente al sujeto contemporáneo “posmoderno” o “hipermoderno”. Aidôs, en griego, quiere decir ‘vergüenza’ [honte], pero también ‘honor’ [honneur], y los griegos de la antigüedad que daban a ese significante un lugar muy importante, veían allí en el fondo la raíz de la moral, y particularmente de la moral social[7]. El mismo término podía servir para indicar que había que huir de lo que era vergonzoso, y buscar siempre preservar su honor.
Una referencia lingüística del mismo tipo se reencuentra en el término un poco antiguo de vergogne, pero también en la vergüenza española, o en la vergonha portuguesa. Por ejemplo, vergüenza designa la honte. Se esperaría, entonces, que un hombre sin vergüenza fuera un hombre que no tendría razón alguna para sentirse avergonzado. En realidad, es todo lo contrario: en esta forma negativa, el término toma otro sentido, y es como si se dijera que ese hombre realizaría algo vergonzoso, que no tendría honor. Aparece aquí la idea de un valor que puede orientar al comportamiento, siendo muy diferente a la sumisión de una persona o incluso a una prohibición explícita. Es sin duda en este sentido que resulta de interés interrogar a la vergüenza cuando se cuestiona el giro del discurso, con los cuartos de vuelta del lugar dominante que ellos comportan.
De cierta manera en este breve texto hemos efectuado un desplazamiento que nos hace abordar la cuestión “por su envés”: la vergüenza ya no vendría a representar a un discurso “pervertido”, sino ese mediante el cual ella conseguiría evocar una forma de valor que podría ser retomado en nuestro mundo. El mismo Lacan no temía en decir, en tal o cual de sus seminarios, que tenía vergüenza de alguna cosa.
Quedaría, no obstante, estar atentos a todas las inflexiones del texto de la lección. Si para un sujeto reconocer su vergüenza parece siempre necesario, hay sin duda una forma de vivirla que debe rechazarse. Esto se ve bien en todos los casos de la práctica analítica, cuando el sujeto alega la vergüenza para no aproximarse a cuestiones que para él son cruciales, lo que no puede dejar de abandonarlo a la impotencia.
Traducción: Pablo Peusner
NOTAS.
[1]Fuente del texto: AA.VV. Livre compagnon de « L’envers de la psychanalyse », séminaire 1969-1970 de Jacques Lacan, ALI, Paris, agosto de 2007.
[2] R. Ogien. La honte est-elle immorale? Bayard, 2002.
[3] A. Ehrenberg, La fatigue d’être soi, Poches Odile Jacob, 1998
[4] J. Rawls. Théorie de la justice, Harvard, 1975, trad. Seuil, 1987
[5] G. Piers, Shame and Guilt, Springfield, 1953
[6] Una reciente estadía de trabajo en Martinica, y la lectura de un seminario que se había desarrollado allí hace algunos años con Charles Melman, muestra que la cuestión de la vergüenza, introducida allí a partir de lo que pasa en nuestras sociedades capitalistas liberales, encuentra preocupaciones que parecen derivarse más bien de un estado anterior diferente de la organización social. Es sin duda que allí como en otros países que han conocido la colonización y la esclavitud, hay un perjuicio grave por parte de la posibilidad misma de un pacto social. Desde entonces, esos países pueden enseñarnos acerca del riesgo de que lo mismo pase en los nuestros, donde ese pacto parece amenazado ante una verdadera declinación.
[7] A falta de poder desarrollar este punto, al menos se puede indicar una referencia: B. Williams, La honte y la nécessité, Paris, PUF, 1997.