Tomemos como punto de partida un logro: la felicidad que hemos ganado de vivir en una sociedad lo bastante tolerante como para permitirle a cada uno la expresión y la realización más o menos libre de su fantasma.
Deseada por Freud, esta evolución marca un progreso considerable, puesto que es profiláctica de las neurosis. En el plano epistemológico, la afirmación de la diversidad y de la complejidad de los deseos debería proteger del dogmatismo. Y lo mismo debería ocurrir en el terreno político, en el que los liberalismos conjuntos de la economía y de las costumbres deberían favorecer la organización democrática. Este liberalismo moral llega al punto de tolerar los cambios de identidad y de papel sexuales en el transcurso de una existencia, cuyo recorrido ya no lo determina de una vez por todas el estado civil en el momento de nacer. Muchas existencias posibles en una vida: he aquí el nuevo programa.
El héroe moderno ya no tiene la virilidad afirmada del explorador de regiones desconocidas, sino la combinación del espeleólogo de los abismos del deseo; tiene la tez pálida y la mirada vacía propias de quien ha sobrepasado los límites. Ya no más casco colonial, pues, sino una lámpara frontal. La sociedad patriarcal ha sabido tolerar siempre en sus márgenes a los “desviados” sexuales, rehusándoles la protección de la ley y librándolos a los caprichos, a veces crueles, del poder político. Por fin les reconoce–excepto a los pedófilos- la protección de la ley y un derecho de práctica igual al de quien hasta ayer representaba la norma. Esta prevalencia del derecho a gozar sobre los deberes, ya sean éstos de orden familiar o social, marca un vuelco radical en la tradición jurídica heredada de Roma. Su único límite es ahora el consentimiento de un copartícipe; asunto, pues, de contrato privado, desvinculado de todo pacto social.
¿Cómo hemos llegado a un cambio tan radical?
La degradación de la figura paterna, que continúa desde el auge de la ciencia y que hoy parece a punto de lograrse –si se exceptúan las reacciones locales de expresión integrista o totalitaria- cumple necesariamente un papel en este proceso. Podríamos decir que inauguramos una privatización del sexo, liberado de las cargas que debía a la constitución de una familia y a la reproducción. El nuevo ciudadano quiere encontrar la regulación de su deseo en una fabricación debida a su propio genio y no ya al de un creador. Por otra parte, el control reciente de los procesos de fecundación y de reproducción, incluso la posibilidad demiúrgica de crear formas nuevas de lo vivo, se los debe a ese genio propio.
El artesano aventaja en la actualidad a los planes del gran arquitecto, tanto más cuanto que éstos se han revelado regularmente indiferentes a la comodidad de los inquilinos. Hay que reconocer que el bricolage de su pequeño “instrumento” (organon, para Aristóteles, la lógica para nombrarla) desplaza la causa del lugar reservado a los misterios para situarla en una serie profana de algoritmos: una escritura semejante se revelará tanto dueña del orden del mundo como de los hombres. Esta operación es, de otro modo, más radical que la de Edipo, quien no ha cesado de inmortalizar al Padre a través de su asesinato; y desde entonces, como diría Lacan, ya no se deja de layosar.
La cura psicoanalítica, de la que, con la resolución de la transferencia y la liquidación del complejo, Freud esperaba una salida distinta a la propuesta por la ciencia -dado que la primera debía pacificar la relación al mismo tiempo que garantizaba lo Real, el inevitable imposible que engendra esta estructura que constituye el lenguaje-, se ha vuelto rápidamente en su contra. Su enseñanza ha caído, en efecto, bajo los golpes de alumnos más preocupados por hacer de ella una religión que por aceptar el cielo vacío, purificado, que él les preparaba. Diferentes formas, lo vemos, de matar a ese desgraciado Padre: una, sacrificando el deseo en el altar de su amor, la otra, negando su función, que es la de poner lo imposible al servicio del goce sexual.
Pero es necesario reconocer que al acentuar la incidencia castradora propia de la operación, la teoría ha acelerado quizás nuestra pasión parricida.
No más referencia tercera, pues, en la relación que nos une al semejante. Los saberes mismos, que eran reguladores obligados, son objeto de burla, aunque sólo sea en la persona de los representantes designados para enseñarlos, quienes se encuentran cruelmente expuestos.
Promoción, por el contrario, de todo lo que promete el dominio, y, en primer término, de lo que promete el dominio sobre el semejante. Los procedimientos de sugestión –hacerle creer que él expresa su opinión y sus deseos- nunca han sido tan sofisticados.
¿Por qué debería el narcisismo encontrar su soporte en el ideal paterno cuando la profusión de objetos manufacturados que multiplican mis facultades me promete una existencia de superhombre? Y si quedara una nostalgia de la participación social fallida, el comunitarismo –cuya geometría variable comienza a escala de la banda- me asegura la comodidad de una vida de grupo al fin lograda, puesto que está fundada en la identidad perfecta de sus miembros. Su exhibicionismo –en el sentido clínico del término- designa claramente el órgano que esta multiplicación de los yo permite imaginarizar, cualquiera sea el propio sexo. La separación social no se produce ya entonces en el interior del grupo sino en su frontera, mediante la sustitución de la figura del otro por la del extranjero, sometiéndolo a partir de entonces a un odio paranoico, puesto que su forma basta para dar precariedad a la mía, obligandola a afirmarse.
Pero, después de todo, en la época del cientificismo, el nacionalismo parece ser bien el sustituto laico de las guerras que se hacen en nombre de la religión. Con el mismo carácter que esta última, la vocación universalista de la ciencia desconoce la dimensión de la alteridad y se muestra preocupada por reabsorber aquello que se le resiste como un desafío: es lo que llamamos progreso.
El aumento de la homogeneización ha marcado la barbarie de nuestro siglo. Y se podrá observar al respecto que es de lamentar que, después de haber sufrido la segregación, algunos homosexuales quieran hacer ahora de ella su ley. A decir verdad, nos espantamos más bien al verificar que -en el campo cultural- sólo están los lacanianos para validar una categoría tan esencial a la facultad de deliberar como la del Otro.
El éxito de la Red se inscribe, al parecer, en esta aspiración a lo homo, al favorecer la búsqueda, sin intermediario y a escala mundial (!), del alma-gemela, es decir, la que es apta para compartir el mismo goce. Después de todo, ¿quién se quejará de esta mega-agencia matrimonial en la que uno se reconoce en jerigonza y a tientas?
Pero dejemos todo eso, repetido sin duda hasta el cansancio, y acerquémonos más al tema que nos interesa: ¿cómo es que la felicidad por fin alcanzada desemboca en la generalización del resentimiento?
El resentimiento miente
Nietzsche hubiera ganado con informarse de lo que se elaboraba no lejos de él, en Viena, aproximadamente en la época en la que él veía en el resentimiento del esclavo hacia el amo la fuente de nuestra moral civilizada. Él, que hubo de sufrir al ser educado sólo por mujeres, hubiera podido verificar allí que la debilidad alegada es una argucia banal en el juego de dominio, en el que el Superhombre tiene el lugar del perdedor garantizado. El sujeto se anima ciertamente con el deseo de poseer las insignias del poder del otro, excepto cuando hace valer el poder, absoluto esta vez, de su propia desherencia. Pero esas dos figuras no provienen sólo de una teología que hubiera sido escrita por el resentimiento del esclavo, sino que ilustran una relación en la que –salvo excepción- el amo debe su lugar al consentimiento tácito del esclavo; éste es quien, al aceptar someter su vida, erige ese lugar. Hegel es también una buena referencia sobre el particular. En todo caso, desde el origen de la comedia, hormiguean en ella esos servidores que dirigen el baile de sus cornudos amos. Al respecto, el concepto freudiano de Versagung, traducido por frustración, es de otra tabladura.
La Versagung remite al dolo en base al cual se organiza la reivindicación de un sujeto desposeído del objeto que asegura la satisfacción de un semejante. El término alemán –los germanófonos lo saben- significa precisamente la promesa que no se ha mantenido, la negación de lo que se había dicho. Lacan hace de este encuentro con el objeto del que se satisface un semejante y del que al mismo tiempo me veo privado, el origen de los celos: él tiene aquello de lo que me veo frustrado, puesto que las promesas que acunaron mi infancia me lo habían reservado igualmente.
La niña es, por supuesto, por razones que se refieren a su imaginario, la detentadora eminente de la frustración. Conocemos demasiado la dinámica que de ese modo se engendra y que culmina a menudo en que ella haga de su desenlace el instrumento de su fuerza. Privada de arma, de emblema o de fetiche, esta dinámica se hace sólo más imperiosa puesto que exige del compañero, a título reparador y en nombre de la paridad, la renuncia a la insignia de la que es el injusto depositario. Que él se cuide bien de ello, sin embargo, puesto que de lo contrario perdería lo que a ojos de ella lo hace deseable. Pero es más interesante retener el precio excepcional que toma ese dolo por el hecho de abrir el vacío del que puede sostenerse un sujeto cuya demanda y sufrimiento aseguran la perennidad.
La sal de nuestras biografías por lo general cristaliza alrededor del daño que genera un resentimiento fundador: <
Fuego a lo simbólico
Resulta extraño ver hoy esta disposición generalizada y al hombre del resentimiento fundido en una sociedad que ha retomado el espíritu del mismo. Ya sólo tratamos con víctimas, y cada día se descubre el lote de las que hasta ahora ignoraban esa condición: los hijos librados a los padres; las mujeres, a los maridos; los niños, a ambos; los ciudadanos, a las leyes; los habitantes, al clima; los amantes, a los amantes; los viajeros, a los accidentes; los que gustan de la buena mesa, a la comida basura; los vivos, a la polución; los ribereños, a las inundaciones; los recién nacidos, a las malformaciones; los esquiadores, a las avalanchas; los camioneros, a las treinta y cinco horas...
La explotación de los proletarios y la lucha de clases se reabsorben en una comunidad del traumatismo: víctimas de todos los países (y de todas las clases), uníos.
No nos engañemos en cuanto a la seriedad con la que enfrentamos esas dificultades, incluídas aquellas que dejamos de lado. Pero retengamos –sin descuidar el papel del JT- que ya no podemos interpelar la subjetividad sin hacer referencia al trauma del que ella es o habría podido ser víctima; en sus altares venimos ahora a comulgar. El sujeto ya no es el del deseo sino el del latigazo que lo unificó.
Podemos reconocer como movimiento hacia la feminización esta generalización de una ética de la víctima.
Es congruente con el hecho de que la desvinculación de los discursos y la prevalencia acordada al todo numérico implican la forclusión de la castración. Convertida en nuestra referencia obligada, la ciencia, que niega con éxito lo imposible y el renunciamiento, el misterio de la concepción y la irreductibilidad del duelo, tiene efectos sadianos que no son nada inesperados. ¿No fue el mismo Sade quien los anunció, mezclados a los ideales revolucionarios? Los lacanianos no pueden menos que sentirse honrados de ver que una prensa ignorante incrimina a lo simbólico, categoría propia de la enseñanza de su Maestro, y que la misma prensa, sierva de su ideología, sospecha la sombra de esta ideología en todas partes, incluso cuando se trata de una referencia nacida de la práctica. Se puede leer así que lo simbólico sería reaccionario, patrocéntrico, religioso, etc. Lacan dementat quos vult perdere. A los otros, dicha instancia les señala que el significante es el símbolo de una pura ausencia y que ésta es la que pone en movimiento toda la maquinaria. La del obsesivo, abocado a enmascarar la herida; la de la histérica, que la expone exaltada; la del fóbico, aterrorizado por la presencia enigmática que lo habita; la del perverso, convencido de obstruirla con el tapón de su goce.
El Padre no es en absoluto el responsable de ese estado de hecho. Sus nombres sólo pueden servir para pacificar la relación con la cabeza de Medusa, sustituyéndole la instancia propia a sostener el goce sexual que él sanciona como bueno. He aquí para qué puede servir eso, un papá, cuando no se lo castra demasiado.
Resulta claro que la denigración actual de la figura paterna va junto con la desmonetarización del goce sexual, llevado al rango de goce parcial. Tal novelista de éxito anuncia incluso su próxima desaparición.
Faltos del pacto que lo simbólico instaura entre ellos, los hablantes recusan la dimensión del otro para precipitarse en una coagulación con lo mismo. Expuesta a que el menor acontecimiento aleatorio –no previsto por la ciencia y por lo tanto incontrolado- se viva como una efracción traumática atentatoria de la dignidad y, en consecuencia, de la vida del conjunto, ¿no es el Otro el que vuelve?
La dimensión simbólica que garantiza el Nombre del Padre es la que establece el vínculo con ese lugar de ausencia, ese afuera en el que se refugia el Otro, para integrarlo en un adentro apto para soportar el goce: lo que puede volver al otro amable y no ya temible.
Un goce posible entre copartícipes pasa en primer lugar por el reparto de esta ausencia que los compromete en la búsqueda común del objeto susceptible de responder a ella y de satisfacerlos. A falta de esta celebración, la fiesta se registra como un déficit en el origen de una reivindicación recíproca, puesto que cada uno ha guardado supuestamente para sí el objeto deseado. Así son las cosas en la sociedad del resentimiento.