Jacques Lacan se interesó desde sus comienzos por el problema clínico que el pasaje al acto comporta. Sin embargo, hubo que esperar más de treinta años para que, en su seminario sobre La angustia, produzca y formalice el concepto psicoanalítico que rompe con la tradición psiquiátrica francesa que había hecho de la expresión passage à l’acte una categoría meramente descriptiva, cargada de referencias morales, criminológicas y despojada de valor teórico. Producción laboriosa, sinuosa por momentos, cuyas fases siguen el ritmo con que avanza su enseñanza en psicoanálisis. El rigor de su proceder, tanto en sus apreciaciones clínicas como en su elaboración teórica, hace posible que el psicoanálisis, frente al problema que el pasaje al acto conlleva en esos ámbitos, no naufrague frente a los mismos impasses ante los que fracasó la psiquiatría. Rigor que encuentra, en la construcción de un concepto adecuado de estructura, la distinción de los tres registros y la invención del objeto a, la balsa teórica que evitó el naufragio –el de recaer en clasificaciones imaginarias, puramente fenoménicas, que llevarían al psicoanálisis a diagnósticos descriptivos que lo distancian de la clínica concebida como demostrativa de lo radical del sujeto del inconsciente, inaprehensible por una clasificación. La fascinación que provoca encontrarse en la práctica con el pasaje al acto en su variedad clínica y sus consecuencias, ha sido motivación más que suficiente para emprender este estudio. Quizá sea el agujero en lo real que produce lo que convoca a estudiar, leer y finalmente escribir. De allí los interrogantes clínicos, para pensar la práctica y las alternativas, casi nulas a veces, ante las que nos sitúa lo real de nuestra experiencia. Aún así, casi parafraseando a Lacan, avanzar en este estudio conlleva un no retroceder ante lo interpelante del pasaje al acto.