Estas reflexiones tienen su punto de partida, como daba a entender claramente el título de esta conferencia, en el libro de Michel Foucault: Folie et Déraison, Histoire de la folie à l’âge classique.
Libro admirable desde tantos puntos de vista, libro potente en su aliento y en su estilo: tanto más intimidatorio para mí, que, gracias a haber tenido la ocasión de recibir la enseñanza de Michel Foucault no hace mucho, conservo una consciencia de discípulo admirativo y agradecido. Pero la consciencia del discípulo, cuando éste empieza no digo que a discutir, pero sí a dialogar con el maestro, o más bien a proferir el diálogo interminable y silencioso que lo constituía en discípulo, entonces, la consciencia del discípulo es una consciencia desgraciada. Cuando ésta empieza a dialogar en el mundo, es decir, a responder, se siente ya desde siempre cogida en falta, como el niño, el infante, que, por definición, y como su nombre indica, no sabe hablar y así sobre todo no debe responder. Y cuando, como ocurre aquí, ese diálogo corre el riesgo de ser entendido -equivocadamente- como una discusión, el discípulo sabe que se queda solo, al encontrarse a raíz de tal circunstancia discutido ya por la voz del maestro que, en él, precede a la suya. Se siente indefinidamente discutido, o recusado, o acusado: como discípulo, lo es por el maestro que habla en él antes que él para reprocharle que levante esta discusión y para recusarla por anticipado, al haberla desarrollado antes que él; como maestro de la interioridad, es discutido en consecuencia por el discípulo que también es. Esta desgracia interminable del discípulo consiste quizás en que no sabe, o en que todavía se oculta a sí, que, como la verdadera vida, el maestro está quizás siempre ausente.
Así pues, hay que romper el hielo, o más bien el espejo, la reflexión, la especulación infinita del discípulo sobre el maestro. Y empezar a hablar.
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