El Holderlin Jahrbuch es de suma importancia; pacientemente, desde 1946, ha liberado la obra que comenta de la opacidad en la que había sido sumida, durante cerca de medio siglo, por las exégesis visiblemente inspiradas en el George Kreis (círculo de Stefan George). El comentario de Gundolf al Archipiélago (1923) tiene valor de testimonio: la presencia circular y sagrada de la naturaleza, la visible proximidad de los dioses que toman forma en la belleza de los cuerpos, su llegada a la luz en los ciclos de la historia, su regreso al fin y ya sellado por la fugitiva presencia del Hijo -del eterno y perecedero guardián del fuego-, todos estos temas ahogaban en un lirismo de la inminencia de los tiempos, lo que Holderlin ya había anunciado con el vigor de la ruptura. El joven del Río encadenado, el héroe arrancado a la orilla atónita por el rapto que le expone a la violencia sin frontera de los dioses, se convierte de repente, según la temática de George, en un niño tierno, aterciopelado y prometeder. El canto de los ciclos ha impuesto silencio a la palabra, la dura palabra que divide el tiempo. Había que volver a tomar el lenguaje de Holderlin en el punto en que había nacido.
Ciertas investigaciones, unas antiguas, otras más recientes, han impuesto a los puntos de referencia de la tradición una serie de desfases significativos. Desde hace ya mucho tiempo, la cronología simple de Lange, que atribuía todos los textos «oscuros» (como el Proyecto para el Empédocles) a un calendario patológico cuyo año cero habría sido fijado por el episodio de Burdeos, había quedado trastornada; ha sido necesario adelantar las fechas y dejar que los enigmas nacieran antes de lo deseado (todas las elaboraciones del Empédocles han sido redactadas antes de su partida a Francia). Pero, en sentido inverso, la erosión pertinaz del sentido no ha dejado de extenderse: Beissner ha examinado incansablemente los últimos himnos y los textos de la locura; Liegler y Andreas Müller han estudiado las figuras sucesivas de un mismo núcleo poético (El viajero y Ganímedes). El carácter abrupto del lirismo mítico, las luchas en la fronteras del lenguaje cuyo momento constituye, la única expresión y el espacio constante abierto, no son ya fulgor postrero en un crepúsculo que avanza; se sitúan tanto en el orden de las significaciones como en el de los tiempos, en ese punto central y profundamente oculto en que la poesía se abre a sí misma a partir de la palabra que le es propia.
Ciertas investigaciones, unas antiguas, otras más recientes, han impuesto a los puntos de referencia de la tradición una serie de desfases significativos. Desde hace ya mucho tiempo, la cronología simple de Lange, que atribuía todos los textos «oscuros» (como el Proyecto para el Empédocles) a un calendario patológico cuyo año cero habría sido fijado por el episodio de Burdeos, había quedado trastornada; ha sido necesario adelantar las fechas y dejar que los enigmas nacieran antes de lo deseado (todas las elaboraciones del Empédocles han sido redactadas antes de su partida a Francia). Pero, en sentido inverso, la erosión pertinaz del sentido no ha dejado de extenderse: Beissner ha examinado incansablemente los últimos himnos y los textos de la locura; Liegler y Andreas Müller han estudiado las figuras sucesivas de un mismo núcleo poético (El viajero y Ganímedes). El carácter abrupto del lirismo mítico, las luchas en la fronteras del lenguaje cuyo momento constituye, la única expresión y el espacio constante abierto, no son ya fulgor postrero en un crepúsculo que avanza; se sitúan tanto en el orden de las significaciones como en el de los tiempos, en ese punto central y profundamente oculto en que la poesía se abre a sí misma a partir de la palabra que le es propia.
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