martes, 26 de abril de 2011

Emilio Rodrigué. "Mi prontuario" (Ed. de la Flor, 2011)

Emilio Rodrigué fue uno de los psicoanalistas más destacados no sólo por labor profesional, sino por haber formado parte de la historia y de la trama cultural del psicoanálisis en Argentina. Cuando murió en Bahía, donde vivía hacía años, en febrero de 2008, había dejado escrita una amena autobiografía que ahora publica Ediciones de la Flor. Discípulo de Melanie Klein, fue presidente de la Asociación Psicoanalítica Argentina (APA) y escribió una biografía de Freud y una novela, Heroína, que tuvo mucha repercusión, sobre todo por la adaptación al cine de Raúl de la Torre en 1972. Aquí se publica un fragmento de Mi prontuario, que como corresponde al caso refiere a la infancia de Rodrigué y explica por qué su padre lo introdujo al psicoanálisis.
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FRAGMENTO DEL LIBRO

No hay que apurarse, comencemos por el comienzo, punto de partida de este prontuario Subjetivo y Nostálgico:

Nací en 1923, benjamín, séptimo hijo de una familia adinerada y prolífica que imagino feliz. Adoraba a mi madre. Tengo un cuento para contar, muchas veces contado, que habla de esa admiración. Mi hermana mayor, María Mercedes, era pintora y realizó su primera exposición en la galería Witcomb, en la calle Florida. Tenía 21 años. Fue muy elogiada por la crítica pero no vendía ni un solo cuadro y estaba –lógico– desilusionada. El valor del primer cuadro vendido. Hasta que en el último día, temprano, al abrirse la galería, llega una formidable señora de negro, con collar de perlas, acompañada de su chofer de uniforme y de una estela de buen perfume. Contempla los cuadros uno por uno, con aprobación altanera, y compra el más caro. La “Dama de Negro” quedó como mito familiar. Era francesa, decían, por el acento. Era bonita, afirmaban, aunque un tul velara su rostro. Pasaron los años y la anécdota no quedó olvidada.

Navidad era una gran fiesta en la familia y mi madre se asumía como Papá Noel, trayendo una bolsa repleta de regalos. Cada año, ella se disfrazaba de un Papá Noel diferente –Papá Noel italiano, japonés, moderno. Papá Noel Patoruzú– y hacía una introducción sobre la actualidad. Los años pasaron y cierta vez ella viene de Papá Noel francés, llega con una bolsa aun mayor y comienza a repartir regalos para hijos y nietos. Finalmente saca de la bolsa un paquete forrado en papel madera y dice: “Este es el regalo para María Mercedes de una señora francesa que no quiso revelar su nombre”. Mi hermana abre el paquete y se encuentra con el famoso cuadro. Mi madre era la mismísima Dama de Negro y guardó el cuadro por casi veinte años sin decir ni mu a nadie. ¡Impresionante! A esa altura, mi hermana ya era una pintora consagrada. Este cuento me da carne de gallina cada vez que lo cuento, me da orgullo ser hijo de esa madre.

Mi madre tenía cuarenta años cuando nací. Una crisis se refleja en la tristeza de los retratos de la época. Algo grave aconteció en su vida. Mujer alegre y mundana, sufrió una profunda conversión religiosa y pasó a ser dama de comunión diaria.

Ella me llevaba a misa, largas horas en la media luz de la catedral, bajo los efectos de esa droga mística que es el incienso, proyectándome junto al coro de los ángeles y querubines que revoloteaban en la bóveda celestial, con sus culitos rosados. Levantaba la vista y me encontraba rodeado de otras Madonas con otros niños Jesús y toda esa buena gente que venía a vernos.

Una folie-à-deux teística.

Estupendo delirio, mi primer trabajo de cogestión. Partió, supongo, de mi madre, pero en ella cursaba latente lo que en mí se revelaba. Mi pesebre estaba enclavado en Viamonte y Esmeralda, en el corazón de Buenos Aires.

A pesar de la transparencia invisible de nuestro vínculo, mis hermanos –ahora me doy cuenta– me miraban perplejos.

–Es distinto de los demás –decían, trayéndome regalos.

Creo que esa folie-à-deux teística me acompañó toda la vida. Me acompaña de una forma solapada.

Luego viene el episodio de la torcaza muerta. Tenía seis años. Ocurrió en un campo en Totoras, en la provincia de Santa Fe. Cierto día encontré una torcaza muerta. La tenía en el hueco de mi mano.

–¿Qué le pasa al pajarito, mamá? –pregunto mostrando la torcaza, y veo que mi madre se pone tensa. No encuentra palabras, mira mi mano tendida, buscando inspiración.

–Y sí... se murió –dice finalmente, y percibo que se encoge de hombros en una mueca corporal.

–¿Se murió?

–Y sí..., se murió.

Pausa.

–Mamá, ¿yo me voy a morir? –pregunto, y ella comienza a explicarme y yo no entiendo lo que me está diciendo...; que el pajarito era viejito, como abuelito...; que vas a vivir cien años, Emilito...

–¿Mamá, yo me voy a morir? –insisto, y me doy cuenta de que pregunté esperando que me dijera que el pájaro estaba dormido o que era un bicho de paja con pinta de torcaza. No estaba preparado para el baldazo metafísico. Uno va con un pájaro tieso y te firman la sentencia de muerte.

Pasados los años entré en una época difícil, bastante neurótica. Yo era un buen alumno, joven aplicado, pero era un púber torturado. La adolescencia fue el período más difícil de mi vida; tuve mi primer síntoma serio, un complejo de fealdad que rayaba en el delirio; me veía horrible en el espejo. Fue un delirio basado en una realidad granujienta, porque yo, como ya dije, era lindo en los tiempos en que no me vestía solo. La metamorfosis se dio en la pubertad. Los delirios respaldados por una cierta realidad son los peores. Además, sentirse feo afea. Junto con eso no hay nada más cruel que un bando de colegiales que de pronto descubren que tu yugular está en la nariz ancha, los ojos chicos, un poco abotagados. En la escuela me llamaban “Mono” y yo me retorcía por dentro, al punto de no salir de la clase en los recreos. Peor cuando me decían “El Eslabón Perdido”.

Ahora, en pleno tercer milenio, considero que en efecto tengo una cara rara, medio simiesca, ojos chicos, achinados, tirón largo, una cierta asimetría astigmática, como si mi rostro hubiese sido esculpido por un Tata Dios al que le temblaba el pulso.

Comencé medicina con las mejores intenciones, pero cuando cursaba segundo año pensé seriamente en colgar el bisturí para criar ovejas en la Patagonia. Mi madre no se escandalizó y me sorprendió diciendo:

–Bueno, m’hijo, yo siempre pensé que tenías que ser dentista, es más fácil y lucrativo.

Sabiduría materna. Descolocado, perplejo, tocado en mi amor propio, decidí no desistir.

Mi padre, figura importante en mi entrada al psicoanálisis. Más agnóstico que ateo, bon vivant, jugador de bridge a nivel de torneo, pescador de lisas en la laguna de Mar Chiquita, era un maestro del ocio, un gourmet des femmes. Adoraba los dibujos animados. Gran lector, permanecía las tardes en su sillón, pipa en mano, leyendo la vida de los filósofos y la obra completa de Sigmund Freud. El viejo me pasaba los volúmenes de las Obras completas.

Y aquí viene mi primera y tal vez única confesión: el portal de entrada al psicoanálisis fue La mujer frígida de Stekel. Sus escabrosos e improbables historiales me sedujeron, llevándome a desconsiderar las gélidas ovejas. Recuerdo el siguiente caso: una joven con incontinencia urinaria se vio asediada por un galán fijado en el estadio uretral de la libido. Resultado: luna de miel y amoníaco.

No es sólo por gratitud que recupero el nombre de Stekel. Lo considero el más talentoso de los apóstoles, después de Jung y Ferenczi. Un episodio, contado por Jones, quemó su reputación. El “mentiroso galés” –como Freud tilda a Jones– cuenta que Stekel escribió un ensayo sobre la importancia de los nombres propios, o sea, del nombre del padre. Stekel presentó una casuística grande de pacientes cuyos apellidos habían influenciado en su profesión. Cuando Freud –según Jones– le preguntó cómo consiguió tantos casos, Stekel respondió con desenvoltura: “Los inventé”. Escenario altamente improbable; creo más en la versión indignada que da Stekel sobre este asunto.

Sí, mi padre me introdujo al psicoanálisis.