La Lotería de Ontario, en Canadá, maneja un
presupuesto aproximado de seis mil millones de dólares anuales. De ese dinero,
más de 2300 millones provienen del juego, de la venta de billetes de lotería y
de todas las variantes de Loto que usted conozca. Tal como sucede en todo el
mundo, la pasión por desafiar el azar y esperanzarse con la oportunidad de
hacerse rico hace que nosotros, los humanos, nos volquemos al juego en forma
masiva. Y todo funciona en forma inversamente proporcional a lo que uno intuye:
cuanto menor es la probabilidad de ganar, mayor es la atracción por apostar.
No cabe ninguna duda de que el juego es un gran
negocio. En algunos casos, está en manos privadas. En otros, en manos del
Estado. En Canadá, son el gobierno federal y los distintos municipios los que
manejan los ingresos. La cantidad de dinero que genera el juego invita a pensar
que Ontario depende fuertemente de que la gente apueste, y cuanto más, mejor.
Hasta acá, nada distinto de lo que sucede (supongo) en
todo el mundo. Decenas de miles (y lo escribo de nuevo... decenas de miles) de
personas en Ontario tienen locales a la calle en los que se venden los
billetes, pero también funcionan unas máquinas que sirven para elegir números
que luego figurarán en un ticket. Si quien apuesta eligió correctamente
(digamos) seis números, entonces ganará el premio mayor. Si acertó menos, el
premio se va reduciendo. Los dueños y empleados de los negocios que tienen esas
máquinas/computadoras son la cara del Estado.
El 13 de julio del año 2001 hubo una pareja ganadora
de 250.000 dólares. La Lotería, luego de haber hecho las verificaciones
correspondientes, escribió un cheque a nombre del matrimonio Phyllis y Scott
LaPlante. Hasta acá, nada raro. La pareja pudo exhibir el ticket (que habían
conseguido por un dólar) con los seis números ganadores. La probabilidad de
acertar es de una en diez millones pero, como decía más arriba, por más
reducidas que sean las chances, pareciera como que siempre hay un ganador.
Lo llamativo en el caso de los LaPlante es que eran
dueños de uno de los locales en donde se emitían los tickets. El gobierno
canadiense, cuando alguien gana una suma que supera los 50.000 dólares, inicia
de oficio una investigación. En esta oportunidad, siendo los ganadores dos
personas que estaban en ambos lados del mostrador (expendían billetes pero
también los compraban), la búsqueda fue un poco más exhaustiva.
Como los dueños de los billetes son –en principio–
anónimos al momento de la apuesta, una vez que alguien gana tiene que exhibir
su identidad, el lugar en el que fue emitido y el día en que se produjo la
transacción. Las autoridades advirtieron que esos mismos números habían sido
jugados reiteradamente a lo largo de varios años y siempre en el mismo lugar:
el negocio de los LaPlante. En vista de que ambos eran los dueños del local, se
les pidió si podían mostrar tickets anteriores con esos números. El matrimonio
exhibió los tickets, los oficiales extendieron el cheque y todo el mundo feliz.
O no tanto.
El 25 de octubre del año 2006, después de más de cinco
años, el programa de televisión The Luck of the Draw (La Suerte del Sorteo), de
la Canadian Broadcasting Corporation (CBC), presentó un informe que desató un
escándalo.
Bob Edmonds, un señor de 82 años, denunciaba una
estafa que lo tenía como víctima. Frustrado porque había recurrido a las
autoridades de la Lotería durante mucho tiempo, sin lograr que nadie le
reconociera su derecho, Edmonds recurrió a la cadena de televisión y encontró
algunas personas que decidieron prestar atención a su historia.
De entrada había un problema serio: era obvio que
Edmonds no tenía el ticket que lo hubiera confirmado como ganador. Eso hubiera
sido más que suficiente. Sin embargo, los productores y periodistas del
programa decidieron ir por un camino inesperado: contrataron a un matemático
experto en estadística, Jeffrey Rosenthal, de la Universidad de Toronto.
Rosenthal estudió el caso durante un tiempo y, aun
corriendo el riesgo de ser injusto por la cantidad de detalles que quedarán en
el camino, quiero contar muy brevemente lo que hizo: recurrió a la base de
datos oficiales de manera de que nadie pudiera dudar de su origen.
En principio, detectó que los dueños y empleados de
los locales que vendían los tickets con los números, apostaban ellos mismos uno
de cada cien dólares que se jugaban por sorteo. O sea, el 1 por ciento de las apuestas.
Siguiendo con esa misma lógica, salvo que este grupo de personas tuviera un don
particular para leer el futuro o algún tipo de “suerte especial”, ellos
deberían ganar el uno por ciento de los tickets premiados.
Rosenthal revisó entonces los resultados de los siete
años anteriores a la emisión del programa: 1999-2005 (son siete porque se
incluyen tanto el año 1999 como el 2005). Durante ese lapso, separó a quienes
fueron ganadores de 50.000 dólares o más, y detectó 5713 tickets con ese tipo
de premios.
Luego, si las personas que trabajaban en estos
locales, convertidos en jugadores apostaban un 1 por ciento de los tickets, una
estimación razonable sería suponer que ganaron aproximadamente 57 de las 5713
veces.
No fue así. Los resultados que obtuvo Rosenthal
mostraban algo asombroso: las personas como los LaPlante habían ganado más de
¡200 veces! (78 de ellos eran directamente los dueños y 131 ganadores entre los
empleados). Solamente en el año 2005, 31 de los ganadores fueron personas
ligadas con alguno de estos negocios y tres ganaron más de un millón de
dólares. Por supuesto que ese dato tomado en forma aislada no es suficiente
para condenar a nadie, pero es un indicio muy sugerente.
Los periodistas siguieron con la investigación que
terminó con la producción del documental (que llevó el nombre de The Fifth
Estate (El Quinto Estado) y, con el aporte de Rosenthal, descubrieron la trama
subyacente.
Cuando Edmonds se presentó aquel día de julio del año
2001, Phyllis LaPlante recibió el ticket y lo escaneó como hacía habitualmente
para ver si le había correspondido algún premio. La máquina sonó dos veces,
indicándole que era un billete ganador... y de un premio muy importante. Por
supuesto no podía decirle que no había ganado nada, pero tampoco necesitó decirle
que había ganado el premio mayor. Le extendieron un cheque por una suma
ridículamente inferior y Edmonds se fue tranquilo. Al día siguiente, descubrió
que algo no había funcionado bien, porque leyó en el diario que el matrimonio
LaPlante había ganado el premio mayor... ¡y justo con sus números!
Edmonds siempre pensó que los LaPlante eran sus
amigos. De hecho, durante años había ido al mismo local a jugar siempre los
mismos números. Pero no era así. Las denuncias del pobre Edmonds resultaron
estériles hasta que el programa de televisión generó el escándalo suficiente
como para que las autoridades de la Lotería tuvieran que hacer una revisión del
sistema. La investigación de Rosenthal permitió concluir que no solo los
LaPlante habían producido el fraude sino que había más de 140 negocios del
mismo tipo que se transformaron inmediatamente en sospechosos.
Si usted se está preguntando a esta altura cómo
consiguieron los LaPlante los tickets antiguos que les mostraron a las
autoridades, piénselo de la siguiente manera: ellos fueron conservando tickets
viejos que jugaba Edmonds que nunca tuvieron –en principio– ningún valor. Pero
ellos sabían bien que los números que jugaba su cliente eran siempre los
mismos, y la mejor manera de poder corroborar que eran ellos los que habían
ganado era conservarlos por si eventualmente se producía esa circunstancia. Y
así fue que pudieron engañar a las autoridades durante un tiempo. Lo mismo
hacían con todos los clientes que repetían un patrón sistemáticamente:
conservaban los tickets perdedores por si en algún momento cambiaba la suerte.
La matemática, y el análisis estadístico de Rosenthal, y la participación de
los productores y periodistas permitió descubrir un robo no sólo en ese caso
sino que abrió las puertas para develar muchos otros que habían permanecido
totalmente ignorados.
La historia continúa y, finalmente, herida la
credibilidad del sistema de juego de esa parte del Canadá, las medidas actuales
parecen garantizar otro tipo de transparencia. Después de cinco años Edmonds
terminó cobrando 150.000 (y no 250.000 que le hubieran correspondido) y los
LaPlante fueron condenados por fraude. En todo caso, un sistema burocrático que
uno supondría más cercano a nosotros que a los canadienses, le impidió a
Edmonds ser escuchado desde el primer momento. El ombudsman de la provincia de
Ontario, André Marin, produjo un informe en marzo del año 2007 detallando
minuciosamente lo ocurrido y tratando de recuperar la credibilidad perdida.
Esta historia es posible que se haya repetido múltiples
veces en distintas partes del mundo: no lo sé. Lo que sí sé es que gracias a la
participación de un matemático se pudo descubrir un episodio que no fue
aislado. Ontario necesitó modificar los controles que se hacían para recuperar
la confianza del público que jugaba inconsciente de la potencial defraudación
que podían sufrir.
Parece una película, ¿no? Bueno, no
fue una película, pero es una versión siglo XXI del cuento del tío. Y,
afortunadamente, la sociedad prepara sus anticuerpos para estas situaciones
(los expertos en estadística, por ejemplo). No siempre se los utiliza y convoca
como corresponde, pero merecen un reconocimiento especial. Rosenthal se lo
ganó. Otros, anónimos, también.