viernes, 11 de mayo de 2012

ALAIN BADIOU. "Madre de la filosofía" (tomado de Página12/Psicología, edición del 10 de mayo)


El célebre filósofo Alain Badiou reseña su propia vida: la revelación de la pasión secreta de su madre, el arte de seducir chicas piadosas, la lucha contra la guerra de Argelia, los palos policiales, Mayo del ’68; el maestro Sartre, el maestro Lacan. Todo para mostrar que “la filosofía debe estar al servicio de lo que surge, de eso que es siempre frágil y paradójico: nunca para consolidar lo que domina”.


Mi madre era muy anciana. Iba con ella a comer a un restaurante las noches que mi padre –cuando se es hombre, hay que saber dejar un poco a su mujer, cualquiera sea la edad– partía de caza. Iba entonces a verla, porque ella no se acostumbraba jamás a que mi padre la dejara para ir a matar bichos, y mi presencia endulzaba las consecuencias de esa femenina falta de aceptación. Me contaba en ese momento todo lo que jamás me había contado. Era la ternura final, tan conmovedora como la que se tiene con los padres muy viejos. Una noche, me cuenta que antes de haber conocido a mi padre, cuando era profesora en Argelia, había tenido una pasión, una gigantesca pasión, una pasión voraz, por un profesor de filosofía. Esta historia es absolutamente auténtica. La escuché evidentemente en la posición que imaginan, y me dije: y bien, he aquí, no hace nada más que cumplir el deseo de mi madre, al cual el filósofo de Orán se había sustraído. Había partido con otra y ese terrible dolor de mi madre –en el fondo subsistía todavía a los ochenta y un años– yo había hecho lo que podía para consolarlo.

La consecuencia que extraje para la filosofía es que, contrariamente a la afirmación corriente según la cual ella se acaba, ustedes saben, el “fin de la metafísica”, y todo eso, la filosofía precisamente no podría tener fin, porque está atormentada, en su interior, por la necesidad de dar un paso más en un problema que ya existe. Y creo que esa es su naturaleza. La naturaleza de la filosofía es que algo le es eternamente legado. Está a cargo de ese legado. Ustedes están siempre tratando el legado mismo, siempre dando un paso suplementario en la determinación de lo que así les es legado. Como yo mismo, de la manera más inconsciente que puede haber, nunca hice más que, siendo filósofo, responder a un llamado que ni siquiera había escuchado.

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Antes de venir a París, estoy en la provincia, soy un provinciano que llega a París tardíamente. Y uno de los rasgos que caracteriza mi juventud provincial es que las jóvenes reciben todavía mayormente una educación religiosa, al menos las juiciosas jóvenes educadas, aquellas del liceo para muchachas, absolutamente separado del liceo para varones; las jóvenes todavía conservadas o reservadas para un destino interesante. De ahí una figura importante del cortejo masculino: las diferentes maneras de brillar delante de esas muchachas todavía medio piadosas, de las cuales la principal era refutar la existencia de Dios. Es un ejercicio de seducción importante, a la vez porque es transgresivo y retóricamente brillante cuando se tienen los medios para hacerlo. No será ineficaz sobre quien se convirtió un poco más tarde en Françoise Badiou.

Antes de despojarse de las virtudes, hay que arrancar las almas de la Iglesia. Cuál de las dos tareas es la peor, son los curas los que lo deciden. Pero de ahí viene la idea, que tuve muy temprano, de que siempre la filosofía más argumentativa, la más abstracta, es también una seducción. Una seducción de la cual el fondo es sexual, no seamos mojigatos. Por supuesto, la filosofía habla contra la seducción de las imágenes, y permanezco platónico en este punto. Pero ella habla también para seducir. Comprendemos de esta manera la función socrática de la corrupción de la juventud. Corromper a la juventud, eso quiere decir estar en una hostilidad seductora con el régimen normal de seducción. Hay que combatir, a través de una seducción inesperada, aquello que la sociedad misma constituye como la figura ordinaria de la seducción. En este sentido, sostengo y repito que es parte del destino de la filosofía corromper a la juventud, enseñarle a la vez que las seducciones inmediatas son poca cosa, pero también que existen seducciones superiores. Como finalmente el que sabía refutar la existencia de Dios triunfaba sobre el que no sabía proponer más que jugar al tenis.

De esa difícil juventud, saqué dos enseñanzas.

La primera es que la filosofía no termina nunca de luchar contra la religión; uno cree siempre que ese combate terminó, que es obsoleto, arcaico. Pero en un sentido, más sordo y más esencial, la lucha contra la tentación religiosa, que es una figura subjetiva extremadamente ramificada, ligera y persistente, sigue siendo siempre una de las tareas del concepto. Sigue siendo necesario oponer el plural lagunoso de las verdades a la unidad del sentido. Se trata siempre de oponer la axiomática a la hermenéutica, y lo aprendí en la dificultad que hay para afirmarse delante de las muchachas de provincia.

La segunda es que la filosofía debe siempre reapropiarse de su propio destinatario. Se dirige a todos, pero debe siempre pensar qué es exactamente, no solamente el “todos” de ese destinatario, sino también su potencia. Es lo que devino el lugar de la pregunta del amor, como una pregunta clave de la filosofía misma, exactamente en el sentido que lo era ya para Platón en el Banquete. La pregunta del amor está necesariamente en el corazón de la filosofía porque gobierna la pregunta de su potencia, la pregunta de su dirección y de su público. Creo haber seguido bien en este punto la directiva muy difícil de Sócrates: “Es necesario que aquel que siga el camino de la revelación total comience desde su juventud a dejarse atrapar por la belleza de los cuerpos”.

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Naturalmente, la tradición familiar era de izquierda. Mi padre me había legado sobre este punto dos imágenes: la imagen de la resistencia antinazi durante la guerra, y después la imagen del militante socialista en el poder, porque él fue alcalde de Toulouse durante trece años. Es la ruptura con esta segunda imagen, sin duda en nombre de la primera, la que va a regir mi propia forma de ligar y de separar la filosofía y la política.

Hay dos momentos en la historia de esta ruptura con la izquierda oficial: el último, muy conocido, Mayo del ’68 y sus continuidades; el otro, menos conocido, más secreto y por eso mismo más activo aún. En 1960 hay una huelga general en Bélgica. No voy a entrar en detalles. Fui enviado a esa huelga como periodista: he sido con frecuencia periodista, creo que escribí centenares de artículos. Conocí a los obreros mineros en huelga, que reorganizaron toda la vida social del país, que construyeron como una especie de nueva legitimidad y que incluso acuñaron una nueva moneda. Asistí a sus asambleas, hablé con ellos. Y me convencí a partir de ese momento y hasta el día de hoy que la filosofía está de ese lado. “De ese lado” no es una determinación social. Eso quiere decir: del lado de lo que está ahí hablado o enunciado.

La máxima abstracta de la filosofía es necesariamente la igualdad absoluta. Todo lo que se resigna, en nombre de la realidad, a la tendencia inversa permanece para mí extranjero a toda verdad. Diría, incluso, que uno de mis propósitos ha sido transformar la noción de verdad de manera que ella obedezca a ese mandato. Las cosas marchan también en ese sentido: transformar la noción de verdad de manera que ella obedezca a la máxima igualitaria. Es por eso que le di tres atributos a la verdad:

1. Ella depende de un surgimiento, pero no de una estructura. Toda verdad es nueva: ésta será la doctrina del acontecimiento.

2. Toda verdad es universal, en un sentido radical; el para-todos igualitario anónimo, el para-todos puro, la constituye en su ser: ésta será su genericidad.

3. Una verdad constituye su sujeto, y no a la inversa: ésta será su dimensión militante.

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Después del ’68, en lo que podemos llamar los años rojos, los años donde hacemos toda clase de trayectos improbables, donde inventamos cosas inéditas, donde nos unimos a personas que no conocíamos, donde teníamos la convicción de que todo otro mundo que aquel del destino académico nos esperaba, nos lanzamos a una empresa política con mucha gente. Pero lo que me golpeó mucho, la experiencia de la cual quiero hablar acá, es la experiencia de aquellos que, a partir de la mitad de los años ’70, renunciaron a esa empresa. No sólo eso, sino que se lanzaron a una negación sistemática de toda empresa. Volvieron el propósito contra sí mismo. Denunciaron sus propias ilusiones, se presentaron ellos mismos como los renegados de una operación terrorífica, negación que, a partir de los nuevos filósofos, a partir del final de los años ’70, poco a poco se instala, se propaga y domina. Y esto se clavó en la filosofía como una flecha. Es una pregunta en sí, a saber: ¿cómo es posible que se cese de ser el sujeto de una verdad? ¿Cómo es posible que alcancemos el tren del mundo, en su opacidad necesaria y que volvamos esa opacidad –o esa resignación– contra el levantamiento inaugural del cual éramos el testigo o el actor? Es una pregunta que me acosa desde hace años y, en ciertos aspectos, no hago, filosóficamente, más que intentar responder a ella.

Responder a ella en el aspecto negativo de la pregunta, pero también en su aspecto positivo, que se formula de esta manera: ¿cuáles son las condiciones para que existan todos aquellos que continúan inventando la política de emancipación, que son fieles, porque continuar una cosa es reinventarla y transformarla de arriba a abajo, pero guardando el principio o la luz? ¿De dónde viene que unos, en cierto modo, regresen a la propaganda de la sombra y que los otros, sean cuales fueren las dificultades, intenten renovar el propósito creador? Esa meditación nutre mi convicción de que es constitutivo de la filosofía permanecer no sólo en el resplandor del acontecimiento, sino también en su devenir, es decir, en el tratamiento de sus consecuencias. Nunca regresar a la pasividad estructural. Eso es lo que llamé simplemente fidelidad. Y la fidelidad hace nudo, es un concepto que reúne al sujeto, al acontecimiento y a la verdad, es lo que atraviesa al sujeto respecto de un acontecimiento capaz de constituir una verdad.

Todavía ahí pienso en Platón. Al final del libro IX de la República, Sócrates responde a la objeción de que la ciudad ideal de la cual él ha trazado el plan es poco probable que exista alguna vez. Es una objeción masiva que les hacen los jóvenes: “¡Es magnífico todo eso, pero nunca lo vimos!”, objeción que se nos hace a menudo, y de la cual se ha extraído el motivo particularmente mediocre de “el fin de las utopías”. Sócrates responde, en resumen, esto: que esa ciudad exista o pueda un día existir, eso no tiene ninguna importancia, ya que es a sus leyes que deben conformar su conducta. Eso es el principio de consecuencia. Y no es una cuestión que se infiere de un problema de existencia o de inexistencia.

En el fondo, los renegados de después del ’68 han constantemente argüido la realidad contra la ilusión. Han presentado su devenir como una conversión realista contra una ilusión mortífera. Ellos han argüido, al fin de cuentas, el ser contra el no ser. Pero la fidelidad –aquello que yo llamo fidelidad– es una consecuencia de lo pensable y de lo verdadero, y eso no es nada que se consagre a la restauración oprimente de la realidad. Ahí también el platonismo nos ayuda a pensar la fidelidad como consecuencia de lo que quizá tuvo lugar, de lo que sin duda tuvo lugar pero que, sin embargo, no es lo que constituye la masividad de lo real.

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Lo que Sartre me enseñó diría que es, simplemente, casi en un sentido ingenuo, el existencialismo. ¿Pero qué quiere decir existencialismo? Quiere decir el mantenimiento de una conexión, de un lazo siempre restituible, entre el concepto de un lado, y del otro la instancia existencial de la elección, la instancia de la decisión vital. La convicción de que el concepto filosófico no vale la pena si, aunque fuese a través de meditaciones de una gran complejidad, no reenvía, esclarece y ordena la instancia de la elección, de la decisión vital. Y que en ese sentido el concepto debe ser, también y siempre, un asunto de existencia. Esto es lo que Sartre me enseñó.

Lacan me enseñó la conexión, el lazo necesario entre una teoría de los sujetos y una teoría de las formas. Me enseñó cómo y por qué el pensamiento sobre el sujeto, que había sido opuesto a menudo a la teoría de las formas, no era en realidad inteligible más que en el marco de esa teoría. Me enseñó que el sujeto es una pregunta que no es en absoluto de carácter psicológico ni fenomenológico, sino que es una pregunta axiomática y formal. ¡Más que toda otra pregunta!

Sartre era una devoradora pasión adolescente, la pasión del libro, la pasión de la existencia. No era una persona visible. Me lo encontré pocas veces. Era la omnipotencia de un mandato de los libros, la forma en que el libro puede ser devorado, no solamente como un libro, sino como más que un libro, como algo que es un esclarecimiento y un imperativo. Lacan era para mí una prosa; seguí poco los seminarios. Era una prosa teórica, un estilo que combinaba, justamente en la prosa misma, los recursos del formalismo y los recursos de mi único y verdadero maestro en materia de poemas, que era Mallarmé. Esta conjunción en la prosa, esta posibilidad de la conjunción del formalismo de un lado (el materma) y del otro la sinuosidad mallarmeana me convenció de que se podía, en materia de teoría del sujeto, circular entre el poema y la formalización.

Y sostendré hoy que en filosofía hacen falta los maestros; sostendré una hostilidad constitutiva hacia la tendencia a la profesionalización democrática de la filosofía y hacia el doble imperativo que hace estragos en nuestros días y humilla a la juventud: “Sean pequeños y trabajen en equipo”. Diría también que a los maestros hay que combinarlos y superarlos pero, finalmente, siempre es nefasto negarlos.

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Llego a París en 1956, es la guerra de Argelia; los horrores que, con esfuerzo, hoy salen a la luz –torturas, rastrillajes, violaciones sistemáticas– eran perfectamente conocidos por todos. Es una lección: cuando se es contemporáneo del horror, nunca es verdad que se lo ignora. Somos pocos, en 1955, muy pocos los que queremos que todo eso termine, los que estamos en contra de la guerra de Argelia, en una confusión todavía demasiado grande, y nos manifestamos de vez en cuando, en el boulevard Saint-Michel, convocados por la Unión Nacional de Estudiantes de Francia. Bajamos el boulevard gritando “¡Paz en Argelia!”, la policía nos espera y somos alegremente molidos a palos. Lo extraño es que no podemos decirnos otra cosa que esto: habrá que volver a empezar. No son particularmente alegres los golpes. Pero habrá que volver a empezar, porque es eso, el puro presente: querer el fin de esta guerra, por pocos que seamos en compartir este querer. De ahí saqué la convicción de que la filosofía existe si se hace cargo de la médula de lo contemporáneo. No es simplemente una cuestión de compromiso o una cuestión de exterioridad política, es que algo de lo contemporáneo está siempre en carne viva y es necesario que la filosofía dé testimonio de eso o se instale allí, por sofisticada que sea su producción intelectual.

Casi en la misma época, un poco más tarde, se interpreta Los secuestrados de Altona de Sartre, y en uno de sus últimos pasajes el héroe dice: “Cargué el siglo sobre mis hombros y dije: responderé por él”. Mi interpretación de esta frase es que, en tanto filósofo, responderé por la médula de lo contemporáneo; no puedo no responder por eso. Y sé también, desde esa época, que debemos responder por la médula de lo contemporáneo absolutamente a contracorriente, absolutamente contra lo que está establecido. Platón tenía una suerte de indiferencia a la opinión, que ni siquiera es valentía, que es más bien una persistencia trenzada, anudada, lentamente. Sí, sobre ese punto se enraizó mi platonismo esencial. En el libro VI de la República, Sócrates aprueba a Glauco que dice: “Las mejores opiniones son ciegas”. En suma, la cuestión de la opinión es una cuestión de visibilidad, a partir de una ceguera inicial. Ver, simplemente ver, es bastante difícil.

Si la filosofía quiere ayudar a ver, debe estar al servicio de lo que surge, de eso que surge en lo visible, de eso que es siempre paradójico y frágil. Nunca está para consolidar lo que está ahí y domina. Hice la experiencia de eso, sin duda a contracorriente de las opiniones, bajo los golpes de la policía.