Existe una libertad central a la que no es posible sustraerse, que rige aun para el esclavo y para la víctima –sostiene el autor–. Pero es posible discernir entre una “libertad negativa”, que prospera en las ensoñaciones de la neurosis, y “una libertad positiva, que sólo puede realizarse en el lazo social”.
Un paciente adulto, neurótico obsesivo, no homosexual, confiesa que a los 5 o 6 años se hizo cómplice en una experiencia sexual promovida por el torturador consuetudinario que era para él su hermano mayor. Prefirió eso a dormir la siesta estival obligatoria y asfixiante entre sus padres transpirados. Se escapó de la cama, se fue con sus hermanos mayores al patio trasero de la casa. Además de lo que en este caso testimonió la víctima, podemos adivinar lo que casi monótonamente mueve al victimario: podemos conjeturar que el hermano mayor, ya perverso en su pubertad, no se excitaba solamente por el contacto con el agujero natural que le ofrecía el cuerpo del hermanito, sino con la angustia que afectaba a ese pequeño cuerpo por el empleo antinatural que interesa a ese Otro en el deseo, y sobre todo en ese momento crucial en que la angustia de la víctima cede el paso a la satisfacción, momento en el cual la víctima deviene cómplice. Ese es el punto decisivo que interesa: ese instante preciso en que el niño elige quedarse allí, elige no gritar ni volver con sus padres, elige el silencio encubridor para transformarse en el partenaire de su hermano, y continuará durante años.
Sin ir muy lejos en la criminalidad de la propuesta, no es necesario una violación en el sentido usual del término; a menudo una seducción sutil puede ser eficaz en la producción de un hallazgo traumático para la víctima; un roce sutil, una mirada penetrante, una palabra perturbadora, una exhibición oportuna, que divide al niño entre el pudor y la curiosidad. Cualquiera de esos hechos puede ser traumático, tal vez no en ese momento, sino cuando algún goce pulsional íntimo, pervirtiendo su finalidad, preste su fuerza y su fuente al deseo del seductor. Al pequeño Hans (“Juanito”, caso narrado por Freud) le bastó con que su tía, no tan perversa después de todo, le dijera: “Qué lindo pichilín tienes”. El consentimiento inconsciente del niño prescindió del acuerdo del yo consciente: angustia primero, división subjetiva poco después.
¿Cómo pensar que un niño de 4 o 6 años, en circunstancias de seducción por parte de un adulto, pueda elegir? Aristóteles afirmaba sensatamente que los niños no poseen aún esa facultad, y el derecho positivo por suerte lo sigue considerando así, de modo que en las prácticas sexuales con niños es el adulto quien se considera que debería ser penalizado, en principio –como es bien sabido, el pedófilo suele ser protegido por alguna institución poderosa, si no por su propia familia–. Desde esa perspectiva, pensar sobre la libertad electiva en el niño parece sacrílego, el niño participa en ese sentido de lo que reviste el carácter de sacer tan bien descripto por Benveniste y por Agamben, es el hombre sin tiempo ni responsabilidad.
Se entiende entonces la fuerte crítica a Freud cuando introdujo el tema de la actividad sexual en la infancia. Freud no se horroriza ante una sexualización prematura de los niños, pero tampoco la promueve, constata su existencia y se interesa en las preferencias previas a la pubertad porque más tarde podrán volverse eficaces. Su operación consistió entonces en desdoblar la elección del niño, con el siguiente argumento: un acontecimiento traumático de la infancia sólo cobrará eficacia causal más tarde, a partir de la pubertad, cuando el recuerdo o la repetición de un accidente de la infancia lo encuentre pulsionalmente dotado. No es tanto el uso de la razón como el uso de la pulsión sexual ya fisiológicamente equipada lo que resulta determinante, y otorga a un acontecimiento de la infancia el carácter de trauma eficaz en la producción de síntomas. Esta “elección de trauma” activa la causalidad por libertad, en términos kantianos, en que se basa la etiología de las neurosis y las psicosis desde los comienzos de la elaboración freudiana.
En su elaboración del tema, Lacan parte del hecho de que una elección puede ser forzada. Sin embargo nunca olvida que una elección, aun forzada, es una elección, ya que es eso, precisamente eso, lo que al seductor le interesa producir, y es eso lo que resultará al mismo tiempo traumático y eficaz en la producción de ese desgarramiento del ser que llamamos síntoma.
Es frecuente encontrar en los seminarios y textos de Lacan la idea de que el sujeto es efecto del lenguaje, determinado por combinaciones de significantes, como un títere del inconsciente que no decide nada. Sin embargo, a la hora de teorizar la génesis del sujeto, Lacan se vio forzado a hacerlo en términos de elecciones. ¿Se vio forzado o eligió hacerlo? Acaso la pregunta sea indecidible, o mejor dicho, tal vez responda a un indecidible inherente a la cosa explorada, que por supuesto no tiene un nombre preciso en psicoanálisis.
La posición de Lacan respecto del empleo del término “libertad” es extremadamente crítica. En su clase del 8 de febrero de 1956 explicó la alienación profunda que marca todo discurso de la libertad: “La esclavitud no es reconocida en nuestra sociedad. Sin embargo, la servidumbre no está abolida en ella, se ha generalizado. La relación de aquellos a quienes se llama explotadores en relación con el conjunto de la economía es también una relación de profunda servidumbre. De modo que la duplicidad amo-esclavo se ha generalizado en el interior de cada participante de nuestra sociedad. (...) La servidumbre profunda de la conciencia en este estado desdichado debe ser referida al discurso que ha provocado esta profunda transformación social. Ese discurso, podemos llamarlo el mensaje de fraternidad. Se trata de algo nuevo, que no apareció en el mundo solamente con el cristianismo, pues ya estaba preparado por ejemplo por el estoicisimo. En síntesis, detrás de la servidumbre generalizada, hay un discurso secreto, un mensaje de liberación, que subsiste de algún modo en estado reprimido.(...) ¿Sucede lo mismo con el discurso patente de la libertad? No por cierto. Se ha advertido hace un tiempo una discordia entre el hecho puro y simple de la revuelta y la eficacia transformante de la acción social. Diría incluso que toda la revolución moderna se ha instituido sobre esta distinción, y sobre la noción que el discurso de la libertad era, por definición, no solamente ineficaz, sino profundamente alienado, que todo lo que se liga a él de demostrativo, es para hablar con propiedad enemigo de todo progreso en el sentido de la libertad, en tanto que ella puede tender a animar algún movimiento continuo en la sociedad. Queda sin embargo el hecho de que ese discurso de la libertad se articula en el interior de cada uno como representando un cierto derecho del individuo a la autonomía”.
La filosofía y el derecho han discernido diversas formas de la libertad. La libertad subjetiva es mera negatividad o posibilidad; es la libertad de la conciencia de pensar realizaciones, deseos, venganzas, que acaso nunca se realicen. Su realización, lo que la filosofía del derecho llama la libertad positiva, sólo puede realizarse en el lazo social.
La primera, la libertad negativa, suele ser considerada una libertad introducida por la modernidad, en la que prospera la neurosis. Lacan señala que esa libertad suele manifestarse en el hombre moderno bajo la forma de un discurso interior más bien delirante, difícil de compartir, en el que afirma su autonomía, su independencia en relación con todo amo y con todo Dios. Tal discurso no constituye ningún lazo social; no lleva a una práctica socialmente inscripta sino, en todo caso, a una proporción ínfima de la osadía, del desenfreno, de la libertad de acción que fantaseamos. Esa “libertad”, por el hecho de permanecer como ensoñación, tiene un costado de sometimiento a la normalidad gris que rige nuestras acciones en la realidad compartida, donde no somos tan libres, en la vida cotidiana que se estanca en el discurso común. La dilación en el actuar encuentra su sucedáneo en el demorarse en el pensar, según enseña Freud. Mientras pensamos esa libertad, no la ejercemos positivamente.
En cambio la libertad positiva, desde la Grecia democrática, se ejerce en los lazos sociales reales, que, si bien suelen brindar alguna posibilidad de realización efectiva, son sin embargo amarras sociales. Nuestra realidad, en tanto socialmente estructurada, consiste en una red de anudamientos elásticos, que pueden sin duda ser aflojados, pero que son ataduras al fin. Y si en algún momento escuchamos el ruido de rotas cadenas, es posible que estemos sonados: la máxima realización de la libertad desde esta perspectiva es el desencadenamiento por el que el ser hablante se libera del lazo social, pero al precio de la locura. Esta libertad no es ya fantasía, pero no está al alcance de cualquiera, no cualquiera se permite un ejercicio efectivo de tal libertad y su costo suele ser excesivo. Desde el punto de vista de la libertad socialmente articulada, el desencadenamiento psicótico implica la libertad en un tercer sentido, un no rotundo a las opciones que ofrece el Otro. El desencadenamiento tiene entonces estructura de pasaje al acto, que es la culminación de la alienación como eliminación del Otro.
De un lado tenemos entonces el discurso interior del neurótico sobre la libertad, que en verdad inhibe su ejercicio social, y del otro lado está la libertad inherente a la locura en tanto ruptura de todo lazo con el Otro verdadero. Entre ambos están los diferentes lazos sociales, donde es posible el encuentro efectivo con el deseo del Otro, salir de la alienación por vía de separación.
Mortificación o deseo
Una mujer ha permanecido mucho tiempo en la siguiente alternativa: “Estar con mi marido me es insoportable, pero la idea de quedarme sola a los 50 años también me es intolerable”. El analista le sugiere otra manera de presentar esta alternativa: “No seré feliz, pero tengo marido” o “mejor sola que mal acompañada”. En la sesión siguiente cuenta que fue a la peluquería, como un guiño a la mirada deseante del marido y acaso de algún otro hombre. Luego tomó algunas decisiones laborales que implican un cambio de posición: asumir aquello en lo que le va bien, salir de las situaciones en que nítidamente prevalece la demanda del Otro sobre el deseo. El análisis la lleva luego a advertir que tomar al marido con el que vive desde hace 25 años como destinatario de los reproches o como agente de la demanda es por lo menos frustrante; en esas coordenadas, la pulsión no encuentra otra expresión que la mortificante, desconectada del deseo. La separación, también en el plano del amor, señala otra opción, que no necesariamente va en el sentido del divorcio.
Sigmund Freud descubrió la participación de mecanismos inconscientes en la producción de los síntomas neuróticos. Sin embargo, para el psicoanálisis la etiología de la neurosis no es meramente accidental, mecánica, orgánica, fisiológica, ni tampoco mero “mecanismo lingüístico”; su causa acaece en un ser capaz de elección; si resulta afectado por una neurosis es en tanto sujeto que participa en una elección.
¿Quién no se cree capaz, aunque sea por un instante, de realizar algún anhelo que lo agita desde hace tiempo? ¿Quién no piensa de vez en cuando en liberarse de las ataduras del trabajo, del fisco, del matrimonio, de la familia, incluso de la existencia? A pesar de los condicionamientos que encontramos en la determinación de nuestras conductas, nuestra convicción en favor de la existencia de una voluntad libre subsiste y no creemos en un determinismo absoluto.
Freud notó sin embargo que esa convicción, curiosamente, no se exterioriza en las decisiones importantes de la voluntad. En esas ocasiones se tiene más bien la sensación de una compulsión psíquica, y de buena gana se la invoca, como Lutero en la Dieta de Worms: “A esto me atengo, otra cosa no puedo”. Por el contrario, en las decisiones triviales e indiferentes tenemos la sensación de que también habríamos podido obrar de otro modo, de que hemos actuado libremente.
No es casualidad que esta observación sea incluida por Freud en un capítulo sobre el determinismo, la creencia en el azar y la superstición de su Psicopatología de la vida cotidiana. En efecto, en este punto interviene el azar. La idea es antigua, es simple, es prodigiosa: para realizar aquello a lo que no se atreve, el ser hablante se hace cómplice del azar. Incapaz de asumirse como responsable de un acto, de una posición, de una acción que sólo él puede realizar, encuentra en el azar la oportunidad de que se realice sin haberlo buscado conscientemente. En los hechos afortunados, e incluso en los desafortunados, consuma accidentalmente una preferencia, un deseo secreto, un anhelo de la infancia, un goce postergado. Encuentra sin haberlo buscado.
* Profesor titular de Clínica de Adultos en la Facultad de Psicología de la UBA. Miembro de los Foros del Campo Lacaniano. Texto extractado de La libertad en psicoanálisis, de próxima aparición (Ed. Paidós).