Escritos entre 1772 y 1776, y publicados póstumamente, estos Diálogos, una de las últimas obras que escribiera Jean-Jacques Rousseau, constituyen un complemento a la vez que una prolongación de sus Confesiones. Textos delirantes a primera vista en los que un Rousseau, aquejado desde hacía tiempo de manía persecutoria, emprende la imposible tarea de justificarse a sí mismo ante el mundo y defenderse de todas las injustas acusaciones y complots imaginarios que en su alucinada lucidez veía urdirse a su alrededor. Rousseau, el hombre, se erige entonces en juez de Jean-Jacques, el filósofo, autor de algunas de las obras (Emilio, La nueva Eloísa, El contrato social) más influyentes de su siglo y más estudiadas por la posteridad. Y Rousseau, el filósofo y el hombre, se dirige esperanzado a esa posteridad, consciente, y resignado a la vez, de que sus contemporáneos ya lo han condenado sin previo juicio. Su finalidad y su ambición no son otras que demostrar la unidad entre el hombre y su obra, la unidad entre Jean-Jacques y Rousseau, y luchar contra la indiferencia y la incomprensión del público que envenenaba los últimos años de su vida.
En su introducción a su edición de la obra, Michel Foucault subraya en estos Diálogos, especie de autoconfesiones, la importancia del lenguaje para imponerse al silencio. Una escritura vertical, que contrasta con todos sus textos anteriores, y “un sujeto disociado, superpuesto a sí mismo, fragmentado”, hace de estos Diálogos, traducidos por vez primera al castellano, una obra única en el género autobiográfico.