Lejos de plantear el límite en tanto reto, castigo o estímulo en espera de una respuesta conductual, centra la mirada en las ofertas que brindamos, en las pautas de crianza que sostenemos, que habilitarán el proceso de organización interna que devendrá en el armado de límites, en tanto recursos de cada niño, con su impronta personal.
Los límites no pueden ser ofrecidos como un bien más, construidos y transferidos por otro para ser incorporados por el niño. Resulta necesario “jugar el límite”, acompañando al niño, dando lugar a la experimentación, el movimiento, la creación, el despliegue social, para que sea el mismo niño quien lo genere desde su propia vivencia. Solamente jugando los límites evitaremos el riesgo de “jugar al límite”, tal como resulta cuando vemos a un niño “en peligro” por carecer de referencias claras y herramientas para valerse por sí solo, en función de su edad y capacidad, ante determinadas situaciones.
En un contexto particular en que, con frecuencia, los bordes parecen desdibujarse y, a su paso, los niños corren el riesgo de desbordarse, cada familia, con cada hijo, en cada momento, irá tejiendo afectos que darán lugar a un proceso singular, precioso para ser pensado, jugado, cuidado y disfrutado.