En esta segunda parte de Filosofía de las formas simbólicas, Cassirer emprende la crítica de la conciencia mítica, paso esencial de lo que, en un contexto más amplio, Kant llamaba "revolución copernicana". En lugar de medir el contenido, el sentido y la verdad de las forma mentales, merced a otra pauta que reflejarían de modo mediato, hemos de descubrir en ellas el patrón y el criterio de su verdad, de su significación interna. En lugar de tenerlas por meras copias, debemos reconocer su regla espontánea de originación, una modalidad y un rumbo originarios de plasmación que son más que un simple calco de algo que nos fuera concedido de antemano en firme figuración del ser. Considerando así, el mito –con el arte, el lenguaje y aun el conocimiento- se convierte en símbolo, no porque designe alguna realidad presente ofreciendo una alegoría indicadora y explicativa, sino por su facultad de crear y desplegar de sí un mundo dotado de sentido. Cada forma simbólica exhibe el desenvolvimiento peculiar de la mente, en virtud del cual le es dada a ella una "realidad", un ser determinado y articulado.