martes, 21 de octubre de 2008

Margaret Little. "Contratransferencia y respuesta del paciente" (referencia del Sem.10, clase 10)

I

Comenzaré contando parte de un caso clínico:

Un paciente, cuya madre acaba de morir, debe dar una conferencia en la radio so­bre un tema que sabe que es del interés de su analista. Le ha dado el texto de la con­­ferencia para que lo lea y el psicoanalista tiene la posibilidad de escuchar la emi­­sión. Debido a la reciente muerte de su madre, la verdad es que el paciente se sien­te poco dispuesto en ese momento para pronunciar esa conferencia; sin em­bar­go, no puede anular su colaboración. El día siguiente a la emisión, llega a la se­sión en un estado de angustia y confusión extremos. El analista (que es un analista con experiencia) interpreta este sufrimiento como el temor del paciente de que él, el analista, tenga envidia de su indudable éxito y de las consecuencias del mismo y quiera arrebatárselo. La interpretación es aceptada, el sufrimiento cede rá­pi­da­men­te y el análisis continúa.

Dos años más tarde (el análisis ya había terminado), el paciente acude a una ve­la­da en la que no se divierte nada y se da cuenta de que ese día se sitúa justamente una semana después del día del aniversario de la muerte de su madre. Recuerda en ese momento la angustia que había sentido en el momento de la emisión ra­diofó­ni­ca dándose al final cuenta de algo que era simple y evidente: su tristeza se debía a que su madre ya no estaba ahí para alegrarse de su éxito (ni podía siquiera en­te­rar­se) y la culpabilidad, porque había muerto, había estropeado el placer que hu­bie­ra podido tener por su éxito.

En lugar de procurarse los medios para poder hacer el duelo por su madre (anu­lan­do la emisión), se sintió conducido a negar esta muerte de manera casi “maníaca”.

Vemos, que la interpretación de entonces, que sustancialmente habría podido ser co­rrecta, lo había sido sobre todo en principio para el analista que estaba en efecto en­vidioso de él y su propia culpabilidad inconsciente había suscitado una in­ter­pre­ta­ción inexacta. El paciente la había aceptado porque había reconocido in­cons­cien­temente que era correcta para su analista y debido a su identificación con él. Tam­bién actualmente podía aceptarla como verdadera para él mismo, pero de for­ma totalmente distinta y en un nivel diferente: el de su propia envidia hacia el éxi­to de su padre en la relación con su madre, y la culpabilidad sentida al obtener él mis­mo un éxito cerca de su madre: su padre, en efecto, podría haberse sentido ce­lo­so y desear privarle del éxito. El comportamiento del analista al hacer aquella in­terpretación debe ser imputado a la contratransferencia.


II

Es sorprendente que la contratransferencia haya suscitado tan pocos escritos, apar­te de algunos libros y artículos que tratan principalmente de la técnica y des­ti­na­dos a los candidatos en formación y cuyos autores destacan todos ellos los mis­mos dos puntos: la importancia y el peligro potencial de la contratransferencia y la ne­cesidad de un análisis en profundidad para los analistas.

Los escritos sobre la transferencia, al contrario, abundan, y lo que se encuentra en ellos podría, a menudo, aplicarse también a la contratransferencia. Me pregunto por qué. Y por qué analistas tan distintos unos de otros utilizan este mismo tér­mi­no de contratransferencia, cuando el significado que le dan difiere tanto.

Este término es utilizado esencialmente para significar todo o parte de lo si­guien­te:

a. La actitud inconsciente del analista hacia su paciente.

b. Los elementos reprimidos no analizados del propio analista que coloca so­bre el paciente de forma idéntica a la forma en que el paciente “transfie­re” sobre su analista los afectos sentidos hacia sus padres o los objetos de su infancia: el analista considera a su paciente (momentáneamente y de ma­nera variable) como consideraba a sus propios padres.

c. Cualquier actitud o mecanismo específico mediante el cual el analista lle­ga a conocer la transferencia de su paciente.

d. La totalidad de las actitudes y comportamientos del analista hacia su pa­cien­te, conllevando esto todas las actitudes conscientes e inconscientes.

La cuestión es: ¿Por qué la contratransferencia está tan mal definida? ¿Es in­de­fi­ni­ble? ¿Es imposible aislarla verdaderamente en la medida de que una idea general de la contratransferencia es incómoda y poco manejable?

He encontrado a este respecto cuatro razones:

1) Yo diría que la contratransferencia inconsciente es algo que no se ob­ser­va como tal, sino únicamente en sus efectos.

Esta dificultad es comparable a la que encuentran los físicos cuando in­ten­tan definir u observar una fuerza como la de la gravedad o la onda lu­mi­no­sa que no puede ser observada ni analizada directamente.

2) Pienso que una parte de la dificultad (considerando a la transferencia me­tapsicológicamente) viene del hecho de que la actitud total del analista com­promete todo su psiquismo: compromete a su ello y a fragmentos de su superyó y de su yo (a estos los ecos del paciente también les con­cier­nen), y ninguna frontera claramente delimitada los separa.

3) Todo análisis ―autoanálisis incluído― supone un analizando y un ana­lis­ta; y en cierto modo, son inseparables. Del mismo modo, transferencia y con­­tra­transferencia son inseparables ― de donde se deduce el hecho de que lo que se escribe de una puede muy bien aplicarse a la otra.

4) La más importante de estas reflexiones; pienso que el analista tiene una ac­titud hacia la contratransferencia, es decir, hacia sus propios sen­ti­mien­tos y sus propias ideas, bien paranoide o fóbica, y especialmente cuando sus sentimientos tengan el peligro de ser subjetivos.

En uno de sus escritos técnicos, Freud indica que los progresos del psicoanálisis se han visto entorpecidos durante más de diez años por el temor de interpretar la trans­ferencia. La actitud de los terapeutas de otras escuelas, por otra parte, ha con­sis­tido hasta hoy en considerarla como muy peligrosa y en evitarla. La postura de la mayoría de los psicoanalistas en relación a la contratransferencia es pre­ci­sa­men­te la misma, es decir, la consideran como un fenómeno conocido y reconocido pe­ro piensan que no es necesario interpretarla e incluso que puede ser peligroso. Sea lo que sea, es difícil tener conocimiento (si es que se puede) de lo que es in­cons­ciente; y tratar de observar e interpretar algo inconsciente en sí mismo puede com­pararse con el intento de observar tu propia nuca ―es mucho más cómodo ver la de otro―. El hecho mismo de la transferencia del paciente lleva al analista más fá­cilmente a la evitación por proyección y racionalización, siendo estos dos me­ca­nis­mos característicos de la paranoia. El mito del analista impersonal, casi in­hu­ma­no, no manifestando ningún sentimiento, es compatible con esa actitud. Me pre­­gunto, en tanto que el progreso del psicoanálisis está en juego, si el fracaso pa­ra utilizar correctamente la contratransferencia no ha podido tener precisamente el mis­mo efecto que aquel que resulta de la ignorancia o negligencia de la trans­fe­ren­cia. Si hacemos un uso apropiado de la contratransferencia, ¿no tendremos un uten­silio muy valioso, más bien indispensable?

Mientras redactaba este artículo, me ha sido difícil discernir qué sentido de la con­tra­transferencia utilizaba y he comprobado que me deslizaba de uno a otro, cuan­do en principio quería limitarlo a sentimientos reprimidos, infantiles, subjetivos, irra­cionales, agradables o penosos, que pertenecen a mi segunda definición (la cual lleva generalmente a considerar la contratransferencia como fuente de di­fi­cul­tades y peligros).

Pero los elementos inconscientes pueden ser a la vez normales y patológicos. To­do lo reprimido no es siempre patológico de la misma forma que todo elemento cons­ciente no es siempre “normal”. La relación global paciente-analista incluye a la vez lo “normal” y lo patológico, lo consciente y lo inconsciente, la transferencia y la contratransferencia, en proporciones variables; abarcará siempre algo de es­pe­cí­fico a la vez para el individuo paciente y para el individuo analista. Es decir, ca­da contratransferencia, la que sea, difiere de otra, como es diferente cada trans­fe­ren­cia, cambia de día en día con variaciones que se operan a la vez en el analista, en el paciente y en el mundo exterior.

La contratransferencia reprimida es un fruto de la parte inconsciente del yo del ana­lista, la que le es más próxima, la que le pertenece más íntimamente y la me­nos en contacto con la realidad. A ello se suma el que la compulsión a la re­pe­ti­ción va a insistir en este sentido. Pero además de la represión otras actividades jue­gan un papel importante en la contratransferencia, siendo la más importante la ac­tividad de síntesis y de integración. En mi opinión, la contratransferencia es una de las formas más importantes de compromiso que el yo muestra más habilidad en fa­bricar. Es bajo este aspecto, del mismo orden que un síntoma neurótico, una per­ver­sión o una sublimación.

En ella, la satisfacción libidinal está parcialmente prohibida y parcialmente acep­ta­da; un elemento de agresión es movilizado a la vez por la satisfacción y la pro­hi­bi­ción, y la distribución de la agresión determina la proporción relativa de cada una de ellas. En la medida que la transferencia, como la contratransferencia, se vuel­ca en otra persona, los mecanismos de proyección e introyección son de par­ti­cu­lar importancia.

Si paranoia y contratransferencia están anudadas, entramos en un extenso tema de de­bate, y hablar de la respuesta del paciente ante la contratransferencia, no será más que un sinsentido mientras que no hayamos encontrado una vía de apro­xi­ma­ción más sencilla. La mayor parte de nuestras dificultades, desgraciadamente, me pa­recen provenir de una simplificación excesiva y de una tendencia casi com­pul­si­va a separar lo consciente de lo inconsciente y lo inconsciente reprimido de lo que es inconsciente pero no reprimido, a menudo por ignorancia del aspecto dinámico del que se trata. Una vez más querría decir aquí que si hablé esencialmente de ele­men­tos reprimidos de la contratransferencia no me limito estrictamente a ellos, les de­jo flotar entre otros elementos de la relación global. Y aun a riesgo de parecer con­tradictorio, yo diría que esta “aproximación ingenua” es sobre todo un pretexto pa­ra debatir algunos puntos para a continuación intentar relacionarlos de nuevo con el tema principal.

Hablar de aspectos dinámicos nos lleva a la cuestión:

¿Cuál es la fuerza conductora de un análisis? ¿Qué es lo que empuja al paciente irre­sistiblemente a mejorar? La respuesta es ciertamente que son las necesidades combinadas del paciente y del analista. Necesidades que en el caso del analista han sido modificadas e integradas como resultado de su propio análisis de forma que son más dirigidas (¿controladas?) y más eficaces. La combinación acertada de estas necesidades me parece que depende de un tipo peculiar de identificación del analista con su paciente.

III

Conscientemente ―y en gran parte también inconscientemente― deseamos que nues­tros pacientes vayan a mejorando y podemos identificarnos fácilmente con su de­seo de mejorar, de estar mejor con su yo; pero inconscientemente tendemos tam­bién a identificarnos con el superyó y el ello del paciente haciéndolo también cuando se prohibe ir mejor, y desee quedarse enfermo y dependiente, al hacer es­to, podemos enlentecer el proceso de curación. Inconscientemente, podríamos tam­bién explotar la enfermedad del paciente para nuestros propios fines libi­di­na­les y agresivos: explotación a la que el paciente nos responderá deprisa...

Un paciente que ha sido analizado durante un tiempo considerable, generalmente se convierte en objeto de amor de su psicoanalista. Es a él a quien se dirigen los de­seos reparadores del analista, pero estas tendencias reparadoras, incluso las cons­cientes, pueden, sin embargo, bajo el aspecto de una represión parcial, dejarse do­minar por la compulsión a la repetición, de forma que se haga necesario hacer que el paciente vaya de mejor en mejor, lo que, de hecho, puede significar vol­ver­le más y más enfermo con el fin de poderle curar continuamente. Sin embargo co­rrec­tamente utilizado, este proceso repetitivo puede ser un factor de progreso, y “el ponerse malo” toma la forma necesaria y efectiva de liberar las angustias; que pue­den ser entonces interpretadas y trabajadas; pero esto implica por parte del ana­lista un grado de consentimiento inconsciente de que su paciente vaya bien y por lo tanto que se vuelva independiente y le deje. En general, podemos admitir que todo esto es aceptable para cualquier analista, pero los fallos en el momento de la interpretación como se describía en la Hª clínica, los fallos en la com­pren­sión o cualquier otra traba en el proceso de perlaboración jugarán sobre el miedo que tenga el paciente a ir mejor, porque todo lo que sea “ir mejor” comporta el ries­go de perder a su analista. Y tales fallos no pueden ser corregidos en tanto que el paciente no dé la oportunidad para ello. La compulsión de repetición del pa­cien­te es aliada de la del analista, además, si éste está dispuesto a no repetir su error inicial, intensificará las resistencias de su paciente.

Este rechazo inconsciente del analista a dejar que su paciente se vaya, puede to­mar a veces formas muy sutiles, en las cuales el análisis mismo es utilizado como una racionalización. Pedir a un paciente que no actúe en las situaciones exteriores al análisis puede poner trabas a la formación de relaciones extra analíticas que for­man parte de la curación y muestran la evidencia del progreso y desarrollo de su yo. La transferencia sobre personas externas, no estorba necesariamente el trabajo ana­lítico, si el analista quiere utilizarla. Pero el analista puede actuar contra­ria­men­te, como los padres que “por el bien de su hijo”, ponen trabas a su desarrollo y no lo autorizan a querer a “otros”. Está claro que el paciente tiene necesidad de es­tas transferencias, exactamente igual que un niño tiene necesidad de iden­ti­fi­car­se con otras personas además de sus padres y de su propia familia.

Este tipo de cosas son tan insidiosas que solo las percibimos más que muy len­ta­men­te y con resistencias, haciéndonos aliados del superyó del paciente a través de nuestro propio superyó. Con esto, no hacemos más que demostrar nuestra propia in­capacidad para tolerar que alguna otra cosa opere sobre el paciente, o sobre el pro­ceso terapéutico en sí mismo, así nos podremos decir que somos la única causa de su mejoría.

Es posible que un paciente, cuyo análisis es “interminable”, sea víctima del nar­ci­sis­mo (primario) de su analista así como del suyo propio y que una aparente reac­ción terapeútica negativa puede muy bien proceder de una contrarresistencia del ti­po de la que he comentado en la historia clínica.

Todos sabemos que, de todas las posibles, raras son las interpretaciones impor­tan­tes y dinámicas en el curso de un análisis; pero como en la Hª clínica, la in­ter­pre­ta­ción que para el paciente es la justa, puede ser precisamente aquella que por ra­zo­nes de contratransferencia y contrarresistencia, es la menos válida para el ana­lis­ta en ese momento; y si la interpretación es aquella que es justa para el analista, el paciente puede aceptarla por temor, sumisión, etc., exactamente de la misma ma­nera que hubiera hecho si fuera la correcta con efecto positivo inmediato. So­la­men­te más tarde se apercibirá de que el efecto requerido no es el obtenido, que la re­sistencia del paciente ha sido reforzada y el análisis prolongado.


IV

Se puede decir que es fatal para el analista identificarse con el paciente y que la em­patía ―que es distinta de la simpatía― y el distanciamiento son esenciales pa­ra el pro­ceso de la cura. Pero mientras que el fundamento de la empatía, tanto co­mo el de la simpatía, es la identificación, el distanciamiento constituye la di­fe­ren­cia. El dis­tanciamiento es producido, al menos parcialmente, utilizando la función del yo de probar la realidad introduciendo factores de tiempo y distancia. El ana­lis­ta se identifica necesariamente con el paciente pero hay para él un intervalo de tiem­po entre él mismo y lo que para el paciente tiene una cualidad de inmediatez; el ana­lis­ta sabe que se trata del pasado, mientras que para el paciente aparece co­mo pre­sen­te, y es de hecho, en ese instante, la experiencia propia del paciente y no la su­ya la que tenemos delante; y si lo ha elaborado como algo del presente, el ana­lista va a poner trabas al desarrollo del paciente. Cuando el paciente produce (¿vi­ve?) una experiencia que es suya y no la del analista, un intervalo de distancia se in­tro­du­ce también automáticamente. Una utilización con éxito de la contra­trans­­fe­ren­cia depende de la preservación de estos intervalos de tiempo y distancia. La iden­ti­ficación del analista con las necesidades del paciente debe ser intro­yec­ti­va y no pro­yectiva.

Cuando se introduce tal intervalo de tiempo, el paciente puede volver a apreciar lo que ha probado en su inmediatez y libre de toda traba dejar venir al pasado por él mis­mo, tal cual; de esta forma puede operarse una nueva identificación con el ana­lis­ta. Cuando el intervalo de distancia es introducido, el paciente experimenta que le pertenece como propio y que puede separarse psíquicamente del analista. El pro­greso depende de un ritmo alternado de identificación y separación que se es­ta­ble­ce con lo que el paciente prueba de sentimientos y emociones sabiendo que son pro­pios, y todo esto en un marco (¿encuadre, ambiente?) adecuado.

Volviendo a la Hª clínica del comienzo, he aquí lo que ocurrió: el analista expe­ri­men­tó la envidia inconsciente reprimida de su paciente como su propio sen­ti­mien­to inmediato, y no como pasado, como rememorado. En lo inmediato, el interés del paciente se centraba en la muerte de su madre, y experimentaba la necesidad de realizar esta emisión radiofónica como una interferencia para su proceso de due­lo; el placer que esto le proporcionaba se transformaba entonces en placer ma­nía­co, como si él negara la muerte de su madre. Es solamente más tarde, bastante después de la interpretación, cuando el duelo fue transferido al analista, por consi­guien­te se volvió pasado, él pudo experimentar la situación de celos como inme­dia­ta, y de ahí reconocerlo como algo del pasado y rememorar la reacción contra­trans­ferencial de su analista. Su reacción inmediata a los celos del analista había si­do fóbica; desplazamiento por identificación proyectiva y re-represión.

De tales fallos en la elección del momento, o en el reconocimiento de referencias en la transferencia, surgen los fracasos de la función del yo para reconocer el tiem­po y la distancia. El inconsciente no conoce ni tiempo ni distancia. “Lo que es tu­yo es mío, lo que es mío es mío sólo.” ― “Lo que es tuyo, la mitad es mío, ¡Y la mitad de la mitad es mío porque todo es mío!”, son modos de pensar infantiles que atañen tanto a los sentimientos y experiencias como a las cosas, y así la con­tra­transferencia puede convertirse en un obstáculo para el progreso del paciente cuan­do el analista hace uso de ella.

El analista viene a ser entonces, un ciego que conduce a otro ciego, pues no dis­po­ne del uso de ninguna de las dos dimensiones necesarias para saber donde está en un momento dado. Pero cuando el analista es capaz de mantener estos dos inter­va­los en su identificación con el paciente, se hace posible para este último dar el pa­so siguiente y anularlos de nuevo para continuar con la experiencia siguiente, si no el proceso de establecimiento de estos intervalos deberá ser repetido.

Esta es una de las mayores dificultades del candidato en formación o del analista que continúa su análisis: que puede engancharse con las cosas del análisis de su pa­ciente que tienen para él carácter de presente o de inmediato, en lugar de aque­llas del pasado, que son tan importantes. En estas circunstancias, puede ser im­po­si­ble para él mantener siempre este intervalo de tiempo; y será necesario, enton­ces, aplazar el análisis en profundidad, que podía eventualmente hacer con su pa­cien­te, hasta que a él mismo le lleve más lejos su análisis y entonces esperar a que se produzca una repetición del material.


V

Los recientes debates que ha habido aquí alrededor del trabajo del Dr. Rosen, han he­cho surgir el tema de la contratransferencia, poniéndonos en el desafío de saber y comprender más claramente lo que hacemos. Hemos oído decir cómo en el es­pa­cio de algunos días o algunas semanas, pacientes que durante años habían per­ma­necido inaccesibles, presentaron cambios notables, que al menos en deter­mi­na­dos aspectos, deben ser considerados como mejorías. Sin embargo, lo que no esta­ba previsto en el contrato, es que los pacientes parecen seguir dependiendo del te­ra­peuta en cuestión y pegados a él. La descripción de la manera en que fueron tra­ta­dos estos pacientes y los resultados obtenidos han herido y confundido pro­fun­da­mente a la mayoría de nosotros, y ha suscitado entre nosotros de forma visible, una buena dosis de culpabilidad, pues varios miembros, en su contribución al de­ba­te se han golpeado el pecho para entonar un “mea culpa”.

He intentado comprender de donde venía tal culpabilidad, y me parece que se expli­caba por el rechazo inconsciente a dejar marchar al paciente. Muchos pa­cien­tes seriamente enfermos, en particular los psicóticos, son incapaces, ya sea por ra­zo­nes internas (psicológicas) o por razones externas, financieras o de otra clase, de hacer un análisis completo y llevarlo a lo que consideramos como un final sa­tis­factorio. Es decir lograr un desarrollo del yo suficiente para permitirles tener éxi­to en su vida con una autonomía real respecto del analista. En los casos que nos han sido expuestos, una relación superficial de dependencia se continúa (y de he­cho es correcta) indefinidamente por el camino de sesiones ocasionales de “man­te­nimiento”, siendo el contacto deliberadamente preservado por el analista. Po­de­mos mantener tales pacientes en esta situación, sin sentir culpabilidad y parece que una buena parte del éxito obtenido en su tratamiento depende precisamente de es­ta ausencia de culpabilidad.

Además, puede existir, en el caso de una psicosis, una tendencia del analista a i­den­­tificarse particularmente con el ello del paciente. De hecho, se encontraría, a ve­­ces, difícilmente con el yo con el cual identificarse. Se tratará pues, de una iden­ti­­ficación narcisista a nivel de amor-odio primario, que tiende, sin embargo, por sí mis­ma a transformarse en amor de objeto. El estímulo poderoso de una per­so­na­li­dad excesivamente desintegrada toca dentro del analista en los puntos peligrosos, más profundamente reprimidos y más cuidadosamente defendidos. Y corre­la­ti­va­men­te, sus mecanismos de defensa mas primitivos (y precisamente los menos efi­ca­­ces) son activados. Pero al mismo tiempo, un pequeño fragmento del yo es­cin­di­­do del paciente puede identificarse con el yo del terapeuta; (ahí donde está la comprensión que manifiesta el terapeuta, con respecto a los temores del paciente fil­trados hasta él, y donde él puede introyectar el yo del terapeuta como un objeto bueno); y es por tanto capaz de tomar contacto con la realidad vía el contacto del te­­rapeuta con ella. Un contacto tal es obligado y puede ser fácilmente roto en un pri­­mer tiempo, pero es susceptible de ser reforzado y ampliado por un proceso de in­­troyección progresiva del mundo exterior, seguido de la re-proyección de un in­ves­timiento gradualmente progresivo de la libido que en su origen era del tera­peu­ta.

Este contacto puede que no sea nunca suficiente para hacer que el paciente sea ca­paz de mantenerse por sí mismo. En este caso, el contacto continuado con el te­ra­peu­ta es esencial, y su frecuencia deberá variar según los cambios y condiciones del paciente. Yo compararía la posición de este paciente con la de un hombre que ha conseguido no ahogarse y al que se le agarra para auparle dentro de un barco: él está aún en el agua y su mano está agarrada desde el borde de la nave por su sal­vador hasta que sea capaz de asegurarse él mismo.

A esto se puede añadir ―es una verdad reconocida― que cuanto más desin­te­gra­do es­tá el paciente, mayor será la necesidad para el analista de estar bien inte­gra­do.

En el caso de los psicóticos, que no responden de manera ordinaria a la situación psi­coanalítica habitual pero desarrollan una transferencia que pueda ser inter­pre­ta­da y resuelta, ocurre que la contratransferencia debe hacer todo el trabajo. Con el fin de encontrar en el paciente algún elemento para establecer un contacto, el tera­peu­ta debe entonces permitir a sus ideas y a las satisfacciones libidinosas desa­rro­lla­das en su trabajo, regresar hasta a un nivel extraordinariamente bajo (podemos por ejemplo interrogarnos sobre el placer que experimenta un analista cuando sus pa­cientes se duermen durante la sesión). Se ha dicho que los mejores resultados te­­rapéuticos se obtienen cuando el paciente está tan perturbado que el terapeuta experimenta sentimientos intensos y un profundo malestar y que el mecanismo sub­yacente podía ser una identificación con el ello del paciente.

Pero estos resultados excepcionales nos vienen del trabajo de dos tipos de ana­lis­tas: uno, los debutantes, que no tienen miedo de permitir a sus movimientos in­cons­cientes una libertad considerable, pues por falta de experiencia, como los ni­ños, ignoran, no comprenden o no reconocen los peligros. En la mayor parte de es­tos casos, el análisis funciona porque los sentimientos positivos predominan. En ca­so contrario, los resultados apenas son visibles o apenas revelados ― incluso po­­drí­an ser reprimidos. Cada uno de nosotros tiene su cementerio privado, donde no to­das las tumbas tienen su inscripción.

La segunda categoría se compone de analistas experimentados que han atravesado una fase de extrema prudencia, y que esperan el punto en que ellos pueden fiarse, no sólo directamente de sus movimientos inconscientes como tales (debidos a cam­­bios resultantes de su propio análisis), sino también, de si son capaces de con­du­cir la contratransferencia a la conciencia siempre, tal y como es en ese preciso momento, o al menos, de manera suficiente para ver si están a punto de avanzar o retrasar la curación del paciente.

En otros términos, si son capaces de vencer la resistencia de la contratransfe­ren­cia.

Habrá ocasiones en las que el paciente mismo ayudará, pues transferencia y con­tra­transferencia no son solamente síntesis hechas por el analista y el paciente tra­ta­dos separadamente, sino el trabajo analítico en un todo, resultando un esfuerzo con­junto. Hemos oído hablar a menudo, del espejo que el analista tiende a su pa­cien­te, pero el paciente también tiende el suyo al analista, y toda una serie de re­fle­xiones, repetitivas y sujetas a continuas modificaciones, se operan en cada uno de ellos. El espejo, para cada uno, debería aclararse más y más a medida que pro­gre­sara el análisis, pues paciente y analista se responden uno al otro en una suerte de reverberación, y el esclarecimiento progresivo de uno de los espejos implica ne­cesariamente en el otro el esclarecimiento correspondiente.

La ambivalencia del paciente le conduce a la vez a intentar atacar las contra­rre­sis­ten­cias del analista (lo que le puede parecer terrorífico) y a identificarse y servirse de ellas como suyas. Desde este punto de vista, la cuestión de hacer al paciente una interpretación “correcta” es de una importancia considerable.


VI

Cuando se produce algo como lo que he comentado en mi relato, puede no ser su­fi­ciente neutralizar el efecto de obstrucción de una interpretación inoportuna o ma­la dando una interpretación “correcta” cuando la ocasión se presente. No so­la­men­te el error debe ser admitido (el paciente tiene derecho a expresar su propia có­lera y a recibir expresiones de arrepentimiento del analista, igual que cuando ocu­rre un error en el montante de los honorarios o sobre la hora de la cita), sino que su origen en la contratransferencia deberá ser explicado al paciente, salvo que ha­ya una contraindicación precisa, en cuyo caso la explicación será trasladada al momento conveniente que seguro llegará. Una explicación como ésta puede ser esen­cial para el progreso del análisis y sólo podrá tener resultados beneficiosos, pues reforzará la confianza del paciente en la honradez y buena voluntad del ana­lis­ta, que sabe mostrarse humano admitiendo que comete errores, todo esto mos­tran­do la universalidad del fenómeno de transferencia y como puede surgir en to­da relación. Disimular tal interpretación sólo podría causar daño.

Pero seamos claros: yo no quiero decir con ello que las interpretaciones de con­tra­trans­ferencia deban ser soltadas de forma poco juiciosa o sin consideración sobre el infortunado paciente, o que las interpretaciones de transferencia deban ser he­chas sin reflexionar en el mismo día. Lo que yo quiero decir es que ellas no deben ser voluntariamente evitadas ni limitadas a sentimientos justificados u objetivos, tal como Winnicott explica en su artículo sobre “El odio en la contratrans­feren­cia” (e­vi­dentemente, no puede en ningún caso hacerse sin que algo de la contra­trans­fe­ren­cia sea consciente). Es necesario mostrar al paciente la subjetividad de los sen­timientos, igual que su origen efectivo no tiene obligatoriamente que ser expli­ca­do, (no se trata de “confesiones”); bastará la ocurrencia de hacer notar su propia ne­cesidad de analizarlos. Pero, sobre todo es importante que sean reconocidos a la vez por el paciente y por el analista.

En mi opinión, hay un momento de desarrollo de cada cura en que es esencial para el paciente reconocer en el analista no solamente la existencia de sentimientos ob­je­tivos y fundados sino también de sentimientos subjetivos. Es decir, que el ana­lis­ta debe desarrollar, y de hecho lo hace, una contratransferencia inconsciente que, sin embargo, sea capaz de ordenarse de forma que no interfiera con los inte­re­ses del paciente y particularmente, con el desarrollo de la cura.

El momento en que se produce tal reconocimiento, variará evidentemente según los análisis, pero pertenecerá menos a los primeros períodos del análisis que a los pos­teriores. Los errores técnicos, o los que se puedan producir con relación a las cuen­tas, por ejemplo, exigirán referirse a los procesos mentales inconscientes del ana­lista, (o sea, contratransferencia) antes del momento que se habría escogido, pe­ro esta referencia puede ser suave, justo lo suficiente para aligerar la angustia in­mediata. Demasiada tensión si no podría elevar la angustia a un nivel ver­da­de­ra­men­te peligroso.

Se habla tanto de los fantasmas inconscientes de los pacientes respecto a su ana­lis­ta que parece a menudo que ignoramos que vienen para conocer sobre ellos mis­mos una buena parte de verdad, a la vez efectiva y psíquica. Tal saber no podría ser nunca evitado, incluso si fuera deseable hacerlo, pero los pacientes no saben que lo tienen y una parte de la tarea del analista consiste en llevarlos a la con­cien­cia, a lo que puede que el paciente se resista más. A menudo, los psicoana­listas se com­portan inconscientemente exactamente como padres que levantan una pantalla de humo, infligiendo a sus hijos el suplicio de Tántalo que consiste en ponerlos en la tentación de ver lo que precisamente les prohiben ver; y no referirse a la con­tra­trans­ferencia equivale a negar su existencia, o a prohibir al paciente tener cono­ci­mien­to y hablar de ello.

El análisis en profundidad del analista ―remedio siempre citado al hablar sobre las di­­ficultades de contratransferencia― puede, en el mejor de los casos, ser in­com­­ple­to, pues la tendencia a desarrollar contratransferencias inconscientes infan­ti­les nun­ca falta. El analista no alcanza nunca la totalidad del ello inconsciente; re­cor­de­mos solamente, que la persona más completamente analizada continúa, sin em­bar­go, soñando. La propuesta de Freud, “Donde estaba el ello, ha de estar el yo” es un ideal, y como la mayor parte de los ideales, nunca es plenamente rea­li­za­ble. To­do lo que podemos conseguir es llegar al punto en que el analista no sea pa­­ra­noi­de ante las exigencias del ello, y en consecuencia que se encuentre des­pren­dido del punto de vista de su paciente; y recordar, además, que esto cambia en él de día en día, según las tensiones y las necesidades a las que está sometido.

En mi opinión, esta cuestión de una actitud paranoica o fóbica del analista hacia sus propios sentimientos constituye el peligro y la dificultad mayor de la con­tra­trans­ferencia.

El miedo verdaderamente real de ser invadido por algún sentimiento, ya sea de ra­bia, angustia, amor, etc. respecto de su paciente y de ser pasivo y estar a su mer­ced, viene de una evitación o de una denegación inconsciente. Reconocer hon­ra­da­mente estos sentimientos es esencial en el proceso analítico; el analizando es na­turalmente sensible a la menor falta de sinceridad de su analista, y responderá inevitablemente de manera hostil. Se identificará con el analista (por introyección) con el fin de negar sus propios sentimientos, y explotará la situación de todas las formas posibles en detrimento de su análisis.

He mostrado antes cómo la prolongación del análisis podía ser imputada a la con­tra­transferencia inconsciente (y no interpretada). Esto puede ser la causa también de su fin prematuro, y tengo la impresión de que es en las fases terminales cuando es más importante poner cuidado para evitar que esto se produzca. Los analistas que escriben sobre las fases finales del análisis, no cesan de hablar sobre la forma en que los pacientes llegan a un cierto punto donde, bien se escapan e interrumpen el análisis justo en el momento que es vital continuar para lograr terminarlo con éxito o bien se refugian de nuevo en una de sus interminables repeticiones en lu­gar de analizar las situaciones de angustia. En este punto, la contratransferencia es el factor decisivo y la voluntad del analista de adaptarse a ello podría ser lo más im­portante.

Quiero añadir que estoy segura de que las contratransferencias inconscientes de ca­lidad pueden ser también, a menudo, origen de la terminación de los análisis que en un principio parecían ir a un inevitable fracaso, como pueden producir un trabajo postanalítico en los pacientes cuyo análisis se ha interrumpido prema­tu­ra­men­te.

Por lo tanto, en las fases últimas del análisis, cuando la capacidad del paciente pa­ra ser objetivo ha alcanzado un grado suficiente, es particularmente necesario que el analista esté atento a las manifestaciones de la contratransferencia y a las oca­sio­nes que se presentan de interpretarla directa o indirectamente, así como, y cuan­do, el paciente se las revele. Sin esto, el paciente no reconocerá la mayor parte de los comportamientos parentales irracionales que han sido un factor tan po­deroso en el desarrollo de su neurosis, pues allí donde el analista se comporta ver­daderamente como los padres y disimula el hecho, se encuentra este punto de represión continuada de lo que pudo haberse reconocido como inevitable. Es una gran ayuda para el paciente descubrir que tal comportamiento irracional de sus pa­dres no era destinado personalmente a él, aunque le era legado por ellos, y darse cuen­ta del hecho de que el analista pueda parecerse en algunos momentos a esto, pe­ro de forma más benigna, le lleva a la convicción de que él ha comprendido y lo po­ne en un proceso de volverse más tolerante.

Tendremos, evidentemente en cada análisis, los fantasmas de los sentimientos del ana­lista sobre su paciente ―los conocemos de siempre― y que deben ser inter­pre­ta­dos como un fantasma cualquiera. Además: un paciente puede llegar a co­no­cer los sentimientos reales de su analista antes de que él sea plenamente cons­cien­te. Una ás­pera lucha empieza entonces contra la aceptación de esta idea de que el ana­lista puede experimentar de los sentimientos inconscientes de con­tra­trans­fe­ren­cia, pero una vez que el yo del paciente lo admite, ciertas ideas y ciertos recuerdos que has­ta entonces estaban inaccesibles, salen a la consciencia; si no, hubieran que­dado re­primidos.

He hablado del paciente y el analista revelando su contratransferencia, y de hecho, lo entiendo de manera literal, aunque eso pueda evocar esa peligrosa cacería que con­sistiría en “analizar al analista”. La “regla analítica” tal y como es hoy for­mu­la­da nos es de una gran ayuda, más que en su formulación original. No “exi­gi­mos” ya a nuestros pacientes que nos digan todo lo que pasa por su cabeza. Por el contrario, les damos nuestro permiso, para formar parte integrante de la con­tra­transferencia del analista. ¿Que no lo acepta?... entonces se instalará la re­pre­sión, con la mayor resistencia, conllevando a la prolongación o interrupción del aná­li­sis. Esta formulación diferente de la regla analítica va pareja con una forma di­fe­ren­te de hacer interpretaciones o comentarios; antes, los analistas, como los pa­dres, decían lo que querían cuando querían, porque tenían derecho a ello, y los pa­cien­tes tenían que aguantarse. Hoy, con este permiso para hablar o de rehusar li­bre­mente a hacerlo, pedimos a nuestros pacientes que nos permitan decir cual­quier cosa y a cambio que les permitimos aceptarla o rehusarla. Esto nos da una ma­­yor libertad para elegir el momento de hacer una interpretación y la forma de darla, reduciendo la actitud didáctica y autoritaria.

Incidentalmente, una buena parte de las interpretaciones de transferencia que se ha­cen habitualmente pueden ser ampliadas para demostrar la posibilidad de la con­tratransferencia. Por ejemplo: “Usted tiene la sensación de que estoy colérico, co­mo lo estaba su madre cuando...” puede incluir: “Hasta donde yo sé, no siento có­lera, pero me hará falta saber qué es lo que siento, y si estoy colérico, saber por qué, porque no hay una verdadera razón para que lo esté”. Tales cosas se dicen pe­ro no son consideradas como interpretaciones de contratransferencia. Para mí, sí lo son, y pienso que haría falta desarrollar conscientemente su utilización como mo­do de liberar las contratransferencias y volverlas más directamente utilizables.

En su intervención en el congreso de Zurich (Int. Jour. Psycho-Anal., 31, 1950), la Dra. Heimann ha hecho notar la aparición de un sentimiento de con­tra­trans­fe­ren­cia como una clase de señal comparable al desarrollo de la angustia, en tanto que po­ne en guardia ante la aproximación de una situación traumática. Si lo he com­pren­dido bien, la perturbación de la que habla, es angustia, pero angustia se­cun­da­ria, justificada y objetiva, produciendo en el analista un retraimiento y un co­no­ci­mien­to mayor de lo que está pasando. Ella ha especificado que en su opinión, es pre­ferible evitar las interpretaciones de contratransferencia.

Pero la angustia sirve en primer lugar para otro fin. De entrada es un medio para a­daptarse a un trauma actual, como puede ser la incapacidad para realizar tal adap­tación. Esta angustia secundaria, con el saber y la vigilancia que implica, po­dría enmascarar una angustia más primitiva. A nivel consciente, el analista y el pa­ciente son sensibles a sus propias paranoias recíprocas y a sus mutuos sen­ti­mien­tos de persecución, y de ahí, pueden acabar, por decirlo así sincronizados (o “en fase”), de tal modo, que el análisis mismo será utilizado por ambos como de­fen­sa. En ese momento el analista se arriesga a hacer un giro, pasando de una iden­tificación proyectiva a una identificación introyectiva con su paciente, que se acom­paña de una pérdida de aquellos intervalos de tiempo y distancia que men­cio­naba antes. El paciente, de forma recíproca, se defenderá con una iden­ti­fi­ca­ción introyectiva del analista, incapaz de proyectar en el contrario sus propios ob­je­tos persecutorios.

Tal situación no puede resolverse más que por el reconocimiento consciente de la con­tratransferencia, sea por el analista, sea por el paciente. No reconocerlo con­du­ci­rá a una interrupción prematura o a una prolongación intempestiva; en un caso co­mo en el otro, tendremos una re-represión de lo que si no se habría hecho cons­cien­te y un reforzamiento de las resistencias. La interrupción prematura no es ne­ce­sariamente fatal para el éxito final del análisis, igual que no lo es su pro­lon­ga­ción, pues una comprensión suficiente y una contratransferencia de calidad hacen po­sibles progresos ulteriores e incluso después que el análisis esté terminado por la influencia de otras introyecciones ya hechas.

Es evidente que el analista ideal no existe más que en la imaginación (del paciente o del analista) y no se da como presente y vivo más que en momentos enrarecidos. Pero si el analista puede confiarse a las tendencias modificadas de su ello y a sus pro­pias represiones de valor como en alguna cosa positiva de su paciente (pro­ba­ble­mente alguna cosa que le haya ayudado al comienzo emprender dicho análisis), es­tará en posición de proporcionar al paciente bastante de lo que le ha faltado en su primer entorno y que por consiguiente le es terriblemente necesario: una per­so­na que le permita progresar sin interponerse ni estimularlo excesivamente. Enton­ces se forma en el análisis un espacio, y el paciente puede servirse para desarrollar las figuras rítmicas de fondo y construir los ritmos más complejos que son nece­sa­rios para acomodarse al mundo de las realidades exteriores y a su propio mundo in­terior en perpetuo crecimiento.


VII

He intentado mostrar cómo los pacientes responden a la contratransferencia in­cons­ciente de su analista; y en particular, la importancia de una actitud paranoide del analista respecto a su contratransferencia. La contratransferencia es un me­ca­nis­mo de defensa de tipo sintético que proviene del yo inconsciente del analista, siendo sometida al imperio de la compulsión a la repetición; pero trasferencia y contratransferencia son a pesar de todo síntesis, son producto del trabajo incons­cien­te y conjunto de paciente y analista, dependen de condiciones que son en parte in­ternas y en parte externas a la relación analítica, y varían de semana en semana, de día en día, es decir, de instante en instante con los rápidos cambios intra y extra­psíquicos. Las dos son esenciales en el psicoanálisis, e igual que la trans­fe­ren­cia, la contratransferencia no debe ser temida o evitada; de hecho, no puede ser evi­tada ― sólo puede tenerse en cuenta, controlar su extensión y procurar servirse de ella.

Igual que el análisis es para el analista una verdadera sublimación, y no una per­ver­sión o una manía (como puede ocurrir a veces); también es posible evitar una neu­rosis de contratransferencia. Fragmentos de neurosis de contratransferencia transitorios surgirán de tiempo en tiempo, incluso en el analista más hábil, experto y mejor analizado, y pueden servir positivamente para ayudar a los pacientes a conseguir una mejoría por medio de su propia transferencia. Según la actitud del analista hacia la contratransferencia (actitud que es a fin de cuentas aquella que tie­­ne hacia las exigencias de su propio ello y de sus propios sentimientos), se con­du­cirá por la angustia paranoide, la denegación, la condenación o la aceptación o utilizará la fuerza de su voluntad para permitir a la contratransferencia hacerse cons­ciente, para él y para su paciente; así, el paciente se encontrará envalentonado para responder; bien explotándola de manera repetitiva o bien haciendo uso de ella progresivamente con buen fin.

La interpretación de la contratransferencia según las líneas que he tratado de tra­zar aquí producirá en el paciente demandas hacia el analista que pueden resultar du­ras; pero lo mismo ocurre con la transferencia cuando se ha empezado a utili­zar. Hoy día, la transferencia se toma en consideración, se ha encontrado que tiene sus compensaciones en cuanto a que las mociones libidinales y deseos creadores y reparadores del analista, encuentran una satisfacción efectiva y el poder y el éxito de su trabajo se ven reforzados. Tales resultados, creo, se producirán si utilizamos más la contratransferencia y si descubrimos cómo servirnos de ella.

Insisto, para terminar, en el aspecto experimental de cada una de las ideas expues­tas.