Habría que hablar de la tontería. Constatar en primer lugar este rasgo: un uso, tan corriente que es casi una evidencia, la tiene por disposición de los individuos, término pues que atañe a la lógica de la particularidad y cuya doctrina con gusto pretende ser psicología. Pero, apenas planteada la determinación del lado de los caracteres, reaparece en el punto opuesto, del lado de las comunidades. Porque, en lo que respecta a la estructura, pareciese que la tontería hace cuerpo social y, por qué no, institución. Podríamos decir incluso, que se construye como universal conspiración. Son testimonio de ello algunas novelas: me refiero a las de Flaubert, en las que la tontería asoma en el lugar mismo donde Balzac ubicaba la conspiración, Proust los homosexuales y Sartre los sinvergüenzas.
Formas todas éstas, en las que la serie de los fenómenos explícitos aparece parasitada por una polvareda que viene de otra parte y cuya calidad de múltiple remite de inmediato a la singularidad de los términos aislados. Conocemos esas "clases paradójicas" donde aquello que, supuestamente, reúne los elementos es, precisamente, lo que los diferencia absolutamente unos de otros: allí donde en las "clases ordinarias", los miembros son mutuamente reemplazables respecto al principio constitutivo de la clase, el principio aquí debe indicar, para cada miembro, lo que lo hace irreemplazable por otro. Diríase incluso que la subjetividad moderna no conoce otros lugares: sea a través de la literatura y el estilo, del arte y la manera, de la medicina y el caso, o de la política y la libertad, la subjetividad moderna parece agotarse en el intento por anudar el principio de su dispersión a un nombre generalizable a lo colectivo. Valga decir, un síntoma.
Como es natural, el psicoanálisis no encuentra sino eso, él, que sólo puede hablar del sujeto moderno al modo de las terminologías psiquiátricas. Por la apariencia de generalidad que los nombres ya establecidos de neurótico, histérico, perverso, inducen, adivínase que se apunta a muy otra cosa que a una nosología; no se hace referencia al conjunto de rasgos comunes que reuniría a los miembros de la clase, sino que se señala, en un movimiento de nominación real, el modo neurótico o histérico o perverso de ser, como sujeto, fuera de toda semejanza.
Ahora bien, ¿quién creerá a esta tontería conspiradora cuya mano vemos posarse en todas partes, quién la creerá suficientemente fundada por una disposición de carácter común a los miembros de una clase, o por un quantum de inteligencia que supondríamos igualmente débil en todos? Otra cosa está ahí en juego: una posición del sujeto, anterior a esas similitudes que un pueblo vano cree reconocer o medir. En otros términos, una singularidad, si es necesario denominar de este modo lo que no funda semejanza alguna, y no una particularidad, conocida función del parecido, es decir de lo Mismo y de lo Otro. Lo que haría falta concebir entonces, es esta manera tonta de existir como sujeto: un modo por el cual el sujeto en cuanto real, se inscribe en las vías de la tontería al igual que sucede que se inscriba en las vías de la neurosis o de la perversión.
Nos proponemos, pues, anexar a los nombres en uso de la subjetividad moderna, el de la tontería: simple operación de léxico si no se toma en cuenta que de este modo, hay que referir la tontería a su síntoma. No es que sea difícil describirlo: a través de tantas experiencias, encuentros, relatos, uno sabe reconocerlo en ese sentimiento - a veces impotente, otras exasperado o enternecido- de que digamos lo que digamos o hagamos lo que hagamos, todo se mantiene siempre.
Porque a la tontería nada logra vencerla, ningún corte la detiene, se revela sorda a todo significante que desata. No eterna, pero sempiterna, opone a todo lo que podría dispersarla la terca frente del que no oye: ningún efecto de sentido se ejerce entonces, ninguna interpretación opera, el tejido anudado de la realidad se despliega sin problema cubriendo con su manto el chato discurso de las significaciones.
Sus formas benignas las conocemos todos: esa sordera ocasional -y a veces fingida- ante algún Witz, el aire desentendido que anula el encuentro de un sentido, el peritaje -a menudo llamado experimento- siempre listo para amotinar el rebaño de significaciones experimentadas, a fin, sobre todo, de que todo continúe sin problema. A eso, pocos escapan: ¿quién puede presumir de sostener sin cesar la barra del sentido?
Pero, ¿y las formas malignas y permanentes? Sólo se las puede referir a una máxima que hace de tal o cual sordera la regla constante de un sujeto. Dicho de otro modo, actuar en toda circunstancia como si no existiese sentido alguno y aferrarse al axioma tonto:
"No existe corte alguno que deshaga los vínculos de la realidad".
El síntoma, entonces, se aclara, puesto que la máxima -combinación del mandato y el axioma- no lo tiene sino a él por contenido: si en la tontería todo se mantiene, es porque, precisamente, la tontería consiste en creer que todo se mantiene.
De este modo, la función de lo que dispersa está llamada a jamás adquirir valor, el deseo le cede sin cesar el paso a la demanda, lo real a la realidad, el sentido a la significación. Quien se aferra al axioma va pues camino de resistir a toda interpretación, tiene asegurado el triunfo sobre cualquier sentido posible en la realidad, puesto que allí se extiende su reino y la tontería se halla definida por el hecho de no reconocer ningún espacio. El rescate pagado es que así se resiste también al propio deseo, quedando fuera de cuestión que en caso alguno venga a romper el continuo de las demandas. En el empecinamiento con que el tonto ensordecido nunca cede sobre las segundas, sepamos oír el desastre de quien no deja de ceder sobre el primero.
A partir de semejante punto, fácil sería construir un lugar. En él encontraríamos todas las tesis cuyo fin es asegurar que todo perdura. Que todo sea dicho, que el ser persevere sin que lo afecte su ser hablante, que el lenguaje una y comunique, que haya algún discurso que no sea apariencia, todos éstos son decires que la tontería enuncia o, al menos, aplica. Recíprocamente, se ve que aquello gracias a lo cual un dispositivo logra mantenerse no es más que la necesaria ración de tontería, verdadero caput mortuum al que todo sujeto se halla invitado a consentir desde el momento en que aparenta que la dispersión real ha dejado de existir.
Porque, como sabemos, la apariencia propia del discurso, su pretensión constitutiva, es hacer como si nada le ex-sistiese, como si de nada pudiese decirse que no cesa de no escribirse en él. Todo discurso requiere de todo sujeto que éste consienta, un instante al menos, en esta máxima, anestesiándose a esos cortes que podrían dispersar y pulverizar. Ese instante, por impalpable que sea, es tontería radical. Las revistas, semanarios, escuelas, sectas, instituciones, no se mantienen sino por ella, al igual que las asimilaciones, semejanzas, solidaridades y afectos. Conviene saberlo aunque sólo sea para no resistirle sobre medida al punto de caer en las manías de la inteligencia soltera, cuando no en las pasmadas visiones del anacoreta: San Antonio o Pafnucio. Y es que, cierto es, no hay que llegar hasta el no soportar que haya demanda y apariencia, ingenuidad cuyo salario es el honor estéril y cuyo precio es el apartamiento. No negarse al mínimo de tontería necesario sino reconocerla por lo que es, eso es lo que se espera de quien sabe que lo imaginario no se reduce, como tampoco la demanda de que algo perdure. Dicho de otro modo, prestarse pero no dedicarse a ella.
De ahí surge la presteza, que es lo contrario de la persistencia. Pero conocemos sujetos que, a fuerza de tontería persistente, se constituyen. No sorprenderá que se haya creído inscribirlos en la horma social. La sociedad, ¿no es acaso el lugar de lo que liga? Asombrará aun menos que algunos hayan podido emparentarla con esta horma social cuyo principio es en sí la igualdad y la semejanza, y que no requiere más legitimidad que ésa: queremos decir, la burguesía liberal. Se comprenderá fácilmente que en una sociedad que se vanagloria de no dictar más leyes que las mínimas necesarias para mantener juntos a unos seres parlantes, el principio no sea la virtud ni el honor ni la obediencia, sino la tontería, o sea, la pasión por el vínculo mismo.
No asombrará tampoco que el pensar tonto se cuele en la horma del lugar común y de la idea recibida: todo dicho cuya forma y sustancia no se fundan más que en el efecto de vínculo que el dicho lleva a cabo, es valor de la función tonto. Recíprocamente, cualesquiera que sean la forma o la sustancia de un dicho, cualesquiera que sean las circunstancias de su decir de origen, basta con que ya no produzca corte sino reunión y homogeneidad para que se convierta en letanía de la Santa Sordera. Así se explica la aparente paradoja que hace que aquellos a quienes les importa la universalidad de lo verdadero, sean también los que mantienen que la opinión más generalizada - y, por qué no, universal- puede ser inmediatamente la más falsa: conviene diferenciar - con ellos y mejor que ellos - en el equívoco nombre de lo Universal, lo que hace conjunto y lo que no lo hace, o - si acordamos llamar Todo al conjunto logrado- lo que hace y lo que no hace (un) Todo. Sólo entonces se podrá renunciar al odio por la tontería, que no es otro que el amor por ella y cuyo síntoma es el odio hacia la idea recibida, es decir, el sometimiento a ella.
La tontería es creer en el vínculo, es decir, ceder sobre la imposibilidad de que lo haya. Ahora bien, sabemos cómo se escribe el matema de esta imposibilidad:
Cierto es que ninguna de estas líneas por sí sola escribe lo imposible del vínculo. Así como el Todo o el no- todo no se realizan sino a través del choque entre dos cuantificaciones, universal y existencia, así lo imposible se asoma por el blanco abierto entre ambas líneas. De este modo, cada una de ellas es necesaria para que surja el matema como tal; por consiguiente la renegación de éste quedará establecida al borrarse una u otra línea, porque, entonces, el blanco de escansión que era pasa a ser playa continua. Tal es la estructura de toda tontería: ofuscación repetida de una línea de cuantificación.
No es poco decir que según se borre una u otra línea, la función tonto tiene, por su estructura, dos valores que 'lalengua' distingue suficientemente: instalarse en el Todo a costa de no permitir que encuentro alguno lo disperse, o una vez ocurrido tal encuentro, mantenerlo contra viento y marea, hasta llegar a percibirse a sí mismo como el único que "hace" Todo y, por eso mismo, sentir la propia insuficiencia como necesaria para lograrlo; tales son las vías de quien no tiene la fuerza de consentir el no- todo. El vínculo, así confortado, no subsiste ya más que en la debilidad: bastón inepto del Universo, el sujeto se bautiza entonces con la imbecilidad... feliz y satisfecha si la suerte permite que no se tope con nada que la disperse, infeliz y boquiabierta cada vez que se impone lo real del no- todo: a menos que bajo su forma refinada, la que llamamos inteligencia, la imbecilidad no sepa verter a cuenta de la particularidad, es decir, del límite que confirma el Todo, la escandalosa singularidad. Así, por medio de un lance hábil, el Todo reinará definitivamente, sin que nada nunca pueda afectarlo.
Inversamente, un sujeto podrá inscribirse como aquello que no cesa de tachar el Todo, rechazando por principio cualquier cosa que se presente bajo la forma de lo universalizable. En esta posición, donde la resistencia del sujeto frente a lo que hiere un deseo singular se confunde, por sordera, con una testarudez concentrada en salvar la mínima particularidad, se reconocerá la idiotez. El vínculo se construye ahora de manera bifurcada: por las vías egoístas de la excepción sin límites perpetuamente solicitada para sí y fácilmente obtenida del imbécil a quien se ha tapado la boca, pero también bajo la forma más respetada de la infinita devoción a cierta realidad que se trata, sobre todo, de colocar fuera de lo universal. Desde Salomé hasta ese corazón puro, podemos ahora dibujar la oscilación pendular que puede desconcertar a más de uno, por poco que un mismo individuo la recorra sin desfallecer.
En lo que a la estructura respecta, hay pues dos maneras de creer en la unión. Nada asombroso entonces que su representación más visible se halle en el teatro de los sexos. Que la sexuación sea ocasión de vínculo es, en efecto, la creencia última que asegura la perpetuación de los seres humanos. Parece incluso que algunos consentirían en la abolición de todos los demás vínculos - abolición llamada, por qué no, Libertad- con tal de que algún sexo continúe ligándose a algún otro y que, de a dos, forman el par. Aun más, ocurre que se suponga tal abolición como condición expresa del vínculo sexual en tanto tal, demanda última y lugar de un último esfuerzo.
Acordemos llamar Hombre y Mujer a los dos términos del vínculo. Acordemos además, que en las líneas que articulan la imposibilidad de todo vínculo una de ellas, la del Todo, esté afectada por el nombre Hombre y la otra, la del no- todo, por el nombre Mujer; vemos sin dificultad qué es creer en el vínculo sexual: no es más que creerse Hombre o Mujer, borrando alternativamente por renegación, una u otra línea. Creer, al creerse Hombre, que la Mujer se une, al inscribirse - de ser necesario, como excepción particular- del lado del Todo. Creer, al creerse Mujer, que un Hombre se une al inscribirse - de ser necesario, como sucedáneo de singularidad- del lado del no- todo. Desde el momento en que cada línea de las escrituras cuantificadas recibe así un soporte, separable, desde el momento en que este soporte recibe el nombre de las especies sexuadas como Hombre o Mujer, la creencia en el vínculo esencial - único que de hecho cuenta- se establece con toda confianza.
Al mismo tiempo, queda claro que las posiciones del sexo se amarran indisolublemente a la máxima tonta en tanto tal: de hecho, pretenderse y creerse Hombre no es más que entregarse a la imbecilidad misma; pretenderse y creerse Mujer no es sino entregarse a la idiotez en sí. En ningún sitio se descifra mejor la homología o más bien la identidad estructural, que en nuestra sociedad; porque es lógico que en la sociedad burguesa que, como sabemos, pretende estar regida únicamente por las necesidades del vínculo sin los adornos míticos de la cosmogonía ni del mito, la última palabra recaiga sobre lo que coloca frente a frente los términos desnudos del vínculo como tal: aquel cuyo real imposible o cuyo imaginario posible envuelve todos los demás. Hasta tal punto, que la sociedad entera recibe por finalidad la felicidad, es decir, el feliz encuentro de un hombre y de una mujer. La comedia burguesa es aquí, sin duda, la que dice la verdad sobre la sociedad del mismo nombre, dándose por objeto único, con su superposición, su intersección y su disyunción, los dos tratamientos reconocidos del vínculo imposible: el amor y el matrimonio.
Piénsese en las escenas de despecho amoroso en que el hombre, por deducción racional, concluye invariablemente la traición y por no haber tenido en cuenta la mínima excepción, se halla invariablemente convencido de haber errado. Cosa que a la mujer nada le cuesta demostrarle, una vez que se las arregla para hacer aparecer la semilla de singularidad sobre la cual tropieza lo universal. Piénsese en las escenas conyugales entre un esposo insuficiente para sostener las proposiciones universales con que se autoriza y una esposa terca que no consiente jamás en ninguna. De Moliére a Feydeau, la teoría del vínculo sexual, en una sociedad sin término que la trascienda, se resume en el encuentro - feliz o no según los casos- de un imbécil y de una idiota.
Sin duda no se trata más que del happy end del cuento. Resulta posible alcanzarlo a través de figuras diversas: el fatuo (le fat), que cree que a través suyo las mujeres alcanzan el Todo; la coqueta (la coquette), que supone a todo Hombre dispuesto a ceder en Todo por ella; el bobo (le niais), que cree tanto que la mujer es Todo que permanece sordo a cada una; la boluda (la conne) dispuesta a todo por su Hombre. En la lengua francesa abundan las denominaciones donde lo masculino nunca corresponde a lo femenino y cuya referencia toca invariablemente el encuentro, vínculo crudo, entre hombres y mujeres. No puede ser fortuito el que estas expresiones sean inmediatamente comprendidas en el campo de la tontería. La conjetura es que pronuncian diversas conductas que sólo la máxima tonta determina: variantes observables de la imbecilidad y de la idiotez, roles escenográficamente distintos donde se representan dos posiciones fundamentales.