Aga Akbar había nacido cerca del monte del Azafrán, en una aldea del norte de Irán, hijo de Hayar, una mujer humilde, y de un príncipe, del que no heredó nada más que un largo apellido. Aga Akbar era sordomudo, pero también poeta y reparador de alfombras, cuando todavía las alfombras persas eran voladoras.
El reflejo de las palabras narra la historia de Aga Akbar y de su familia, una historia privada zarandeada por el devenir de Irán a lo largo del siglo XX. El despotismo del militar nacionalista Mirza Reza Pahlevi, que impuso sus ideas modernizadoras por la fuerza, la continuidad de la autocracia en la figura de su sucesor, su hijo Muhammad Reza Pahlevi, y a partir de los años ochenta el régimen teocrático de "los clérigos", liderados por Jomeini, son más que un telón de fondo. Ismail, hijo primogénito del sordomudo Aga Akbar, además de su intérprete y confidente, asumirá la tarea de descifrar las notas legadas por su padre en una escritura cuneiforme de miles de años de antigüedad, menos incomprensible que sugerente. Desde su exilio político en Holanda, Ismail reinventa la memoria de su padre y reivindica un significado para su existencia individual y para la existencia colectiva de un país, de un paisaje, que precede a los hombres que lo habitan.
Dos voces hablarán al lector: la del narrador omnisciente y la de Ismail. Pero a éstas habría que añadir las voces poéticas de la tradición iraní, o persa , basamento de la formación de los protagonistas, y las voces de la literatura holandesa, patria de adopción de Ismail, que las incorpora para desarrollar esa identidad mestiza y rica propia de los exiliados. Sólo en las primeras páginas sentirá el lector cierta confusión, desbordado por una riqueza fabuladora a la que ya no estamos muy acostumbrados. Poco a poco, esta historia de tintes legendarios en algunas fases, con otros momentos de narración directa, siempre lírica, acaba por imponerse y por conquistar.
El reflejo de las palabras es un canto de alabanza a la capacidad del ser humano para comunicarse y para trascender, para redimirse, mediante la memoria: memoria individual, memoria política. La única verdadera derrota es el olvido. Con este libro, imprescindible para comprender la literatura del exilio y de la resistencia de Oriente Medio, Kader Abdolah ha entregado un significado de futuro que hunde sus raíces en el pasado.
Kader Abdolah (Irán, 1954) estudió física en Teherán. Fue miembro de la resistencia clandestina, primero contra el sha y posteriormente contra el régimen del ayatolá Jomeini. Exiliado desde 1988 en Holanda, donde reside en la actualidad, ha escrito su obra en su lengua de adopción y es colaborador del diario De Volkskrant.
Fragmento.
Hojeo su cuaderno con la esperanza de recuperar más datos de aquella época. Las páginas no están numeradas; las numero yo a lápiz en el ángulo inferior derecho. En la ciento treinta y cuatro descubro una serie de pequeños dibujos que parecen representar lunas: una nueva, una creciente, una media luna, una menguante, una llena y, de pronto, una oscura y otra roja.
Del primer período de su vida le había quedado una costumbre muy especial: donde quiera que estuviese y cualesquiera que fuesen las circunstancias, las noches de luna llena nunca salía de casa. Cuando todos dormían, apoyaba la escalera contra la pared, subía a la azotea y se instalaba allí a mirar la luna, canturreando.
¿Canturreando?
¿Qué podía canturrear, si no se sabía ninguna melodía ni letra, ni conocía ningún canto del eternamente enamorado poeta medieval Baba Taher, ni había oído hablar de los poemas amorosos del famoso líder sufí?
Aquella luna llena se la había llevado consigo de Ispahán. La noche de ispahán estaba repleta de estrellas y la luna colgaba como una lámpara celestial por encima de las mezquitas encantadas.
Si uno se encuentra en la plaza de Nagshe Yahan en una noche clara y extiende los brazos, puede poner la luna en la palma de su mano. Los antiguos poetas persas siempre la atrapaban de ese modo en sus versos.
A Aga Akbar también lo cautivaba aquel cielo. En sus noches solitarias subía a hurtadillas al tejado de la mezquita de Yome, se sentaba en el suelo, se rodeaba las rodillas con los brazos y se quedaba mirando la oscuridad. La noche lo unía con lo inexplicable, con Alá y con el amor. Tal vez la mejor manera de describirlo sea citando los siguientes pareados de un antiguo poema épico:
Az neistan chon mara bobidré an
az nafiram mardo zan nalidé an.
Sine jaham shárhe shárhe az feraj
ta beju yam sharhe dárde esh tiyaj...
Todo persa conoce este poema, o al menos estos cuatro versos, que se cantan cuando se está enamorado.
Si bien Akbar nunca pudo oír la letra, canturreaba esa canción.
Trata de una caña que es cortada del cañaveral para fabricar una flauta. La caña se queja así:
Desde el preciso instante en que me cortaron
todos me tocan y comparten conmigo sus
nostalgias, sus anhelos.
Yo también busco un corazón que el anhelo
haya quebrado
para compartir con él mi propia nostalgia.
Un buen día pedí prestado un proyector de películas. Al caer la noche, cuando salió la luna llena y mi padre se disponía a trepar hasta la azotea por la escalera de mano, lo agarré de la manga y le dije:
—¡Ven aquí! Voy a enseñarte algo.
Él se resistió; quería ir a ver su luna.
—Escúchame, no hace falta que subas al tejado. Te tengo preparada una luna en el cuarto de estar.
No entendió.
—La luna —le indiqué por medio de gestos—. La he metido en ese aparato. Para ti. ¡Ven a mirar!
Mi padre esbozó la típica sonrisa que exhibía cuando no entendía lo que intentaba explicarle. Le acerqué una silla y corrí las cortinas.
—¡Siéntate! —gesticulé antes de apagar la luz.
Él vaciló un momento y luego se sentó, con la mirada fija en la pantalla.
Encendí el proyector. Primero aparecieron unas palabras en inglés, seguidas bruscamente de una luna nueva. No se percibía aún ninguna reacción por parte de mi padre, que continuaba observando en silencio. De forma sucesiva fueron surgiendo en la pantalla una luna creciente, una media luna y una luna llena. Mi padre se volvió y me buscó con la mirada, detrás del aparato.
Ésa no era la luna de Ispahán, sino la de Estados Unidos, inalcanzable y con un fondo azul oscuro. A continuación, la pantalla mostró el Apolo XI.
¿Era capaz mi padre de entender la relación existente entre la luna y el Apolo XI?
Unos minutos después, el cohete alunizaba y, por primera vez en la historia, el hombre ponía el pie en la superficie lunar. Apagué el proyector y la luna desapareció. Mi padre permaneció sentado en la silla con las manos apoyadas en las piernas, como si estuviese rezando. No encendí la luz; dejé que siguiera un momento más así. Me quedé mirándolo, mirando a mi querido y anciano padre. Sólo apreciaba su sombra y su cabellera gris, centelleante en la oscuridad.