¿Qué es el tiempo? A decir verdad, no lo sabemos, desliza entre los dedos de nuestra aprehensión conceptual. ¿Existe? ¿Quién no ha soñado con la eternidad, con permanecer siempre igual, al margen del cambio? ¿Qué analizante no siente a menudo que siempre es el mismo, que el tiempo no pasa? “La ausencia de tiempo es un sueño, se llama eternidad. Uno pasa su tiempo soñando, y no soñamos solamente cuando dormimos. El inconsciente es exactamente esa hipótesis: que no soñamos solamente cuando dormimos”, dice Lacan en su seminario titulado sin embargo El momento de concluir.
En las neurosis encontramos diversas formas de encubrir el tiempo, de perderlo haciendo como que no existe: la distracción — matar el tiempo -, la programación, el aburrimiento, la anticipación morosa del obsesivo, el demasiado pronto histérico, el demasiado tarde melancólico, la cita y el desencuentro, la urgencia subjetiva desorientada, el tomar la angustia como motivo de huída.
Aunque la finitud del tiempo es un tema instalado, mediático incluso, el neurótico habla de sí de un modo impersonal, que se opone igualmente a la sorpresa y a la determinación. La muerte llega seguramente, dice, pero no por ahora. Con este “pero…”, escribe Heidegger, le quita uno a la muerte toda certeza. Todos los hombres son mortales, sí, pero yo no estoy seguro de nada. A esa forma del uno corresponde la inactividad, el pasatiempo, el desinterés, incluso el “inactivo pensar en la muerte”. Es una lástima, dice Heidegger, porque hay en la muerte un irreferente, un absoluto, un “precursar” que singulariza. La muerte no se limita a “pertenecer” indiferentemente al “ser ahí” particular, sino que reivindica a éste en lo que tiene de singular (Heidegger, Sein und Zeit, §53).
Esta lección del filósofo no conmueve al neurótico en su sueño de eternidad. ¿Puede hacerlo un psicoanálisis? Si lo hace, si logra promover en el analizante un pasaje de la eternidad a la finitud antes de que se termine su vida, no es por la senda del filósofo. El psicoanálisis no es un memento mori, no repetimos en la oreja del paciente: “recuerda que has de morir”, como se decía al general romano en su hora de gloria.
¿Cómo se introduce, en la clínica y en la práctica psicoanalítica, lo que el tiempo tiene de real? Por la renovación de la experiencia ya vivida de la discontinuidad temporal, que marca un antes y un después, revelando el aspecto más real del tiempo: la imposibilidad de desandarlo. Las fantasías de algunos teóricos de la física y las lecturas relativistas de muchos psicoanalistas no deberían engañarnos sobre este punto: para nosotros, en tanto seres capaces de elección, lo real del tiempo es su irreversibilidad. Hay palabras, hay actos, hay elecciones que establecen un antes y un después. Los resultados de Alan Turing son en este punto concluyentes: una máquina automática puede ser teletransportada, y su tiempo cambiado, rebobinado por una decisión exterior; pero no un ser capaz de elección.
Para el parlêtre el tiempo tiene una coordenada real, la discontinuidad temporal irreversible, y su aproximación conlleva un presentimiento, un afecto propio que se llama angustia. La angustia anuncia y prepara la renovación de ese momento; su certeza, su carácter de pre-acto señalado por Freud (“Erganzung zur Angst”, en Hemmung, Symptom und Angst), hacen de ella un indicador temporal fundamental, del que el neurótico, lamentablemente, ignora el empleo.
La experiencia de la discontinuidad temporal irreversible abarca varios conceptos en psicoanálisis: el trauma, la castración, la separación, el acto. De cada uno de ellos podemos decir diferentemente que nos afectan en tanto sujeto, o que en ellos nuestro ser juega su partida, su realización, su destino. Esa discontinuidad irreversible podemos padecerla (bajo la forma de la repetición como síntoma), pero también podemos intervenir en su producción, en acto, sin más dilación. Entre el sujeto a destiempo de la neurosis, y el ser en el tiempo — el ser en acto - el psicoanálisis se ubica como una invitación y una espera activa del advenimiento de ese ser, que permite ubicar “el resorte verdadero y último de la transferencia en su relación con el deseo del psicoanalista”, como una relación esencialmente ligada al tiempo y a su manejo (Lacan, Écrits, p. 844).
“Manejar el tiempo”, suena pretencioso. Y sin embargo, mientras hay tiempo, su manejo depende de nosotros. Por más reducido que sea el margen de elección que nos queda, allí está nuestro deseo, en ese lapso limitado por el acto como renovación del trauma original que marca el cuerpo, y la muerte que borra cuerpo y marca y goce. Por eso en psicoanálisis no tratamos tanto al neurótico solamente como “ser relativamente a la muerte”, más bien como “ser relativamente al acto”.
En las neurosis encontramos diversas formas de encubrir el tiempo, de perderlo haciendo como que no existe: la distracción — matar el tiempo -, la programación, el aburrimiento, la anticipación morosa del obsesivo, el demasiado pronto histérico, el demasiado tarde melancólico, la cita y el desencuentro, la urgencia subjetiva desorientada, el tomar la angustia como motivo de huída.
Aunque la finitud del tiempo es un tema instalado, mediático incluso, el neurótico habla de sí de un modo impersonal, que se opone igualmente a la sorpresa y a la determinación. La muerte llega seguramente, dice, pero no por ahora. Con este “pero…”, escribe Heidegger, le quita uno a la muerte toda certeza. Todos los hombres son mortales, sí, pero yo no estoy seguro de nada. A esa forma del uno corresponde la inactividad, el pasatiempo, el desinterés, incluso el “inactivo pensar en la muerte”. Es una lástima, dice Heidegger, porque hay en la muerte un irreferente, un absoluto, un “precursar” que singulariza. La muerte no se limita a “pertenecer” indiferentemente al “ser ahí” particular, sino que reivindica a éste en lo que tiene de singular (Heidegger, Sein und Zeit, §53).
Esta lección del filósofo no conmueve al neurótico en su sueño de eternidad. ¿Puede hacerlo un psicoanálisis? Si lo hace, si logra promover en el analizante un pasaje de la eternidad a la finitud antes de que se termine su vida, no es por la senda del filósofo. El psicoanálisis no es un memento mori, no repetimos en la oreja del paciente: “recuerda que has de morir”, como se decía al general romano en su hora de gloria.
¿Cómo se introduce, en la clínica y en la práctica psicoanalítica, lo que el tiempo tiene de real? Por la renovación de la experiencia ya vivida de la discontinuidad temporal, que marca un antes y un después, revelando el aspecto más real del tiempo: la imposibilidad de desandarlo. Las fantasías de algunos teóricos de la física y las lecturas relativistas de muchos psicoanalistas no deberían engañarnos sobre este punto: para nosotros, en tanto seres capaces de elección, lo real del tiempo es su irreversibilidad. Hay palabras, hay actos, hay elecciones que establecen un antes y un después. Los resultados de Alan Turing son en este punto concluyentes: una máquina automática puede ser teletransportada, y su tiempo cambiado, rebobinado por una decisión exterior; pero no un ser capaz de elección.
Para el parlêtre el tiempo tiene una coordenada real, la discontinuidad temporal irreversible, y su aproximación conlleva un presentimiento, un afecto propio que se llama angustia. La angustia anuncia y prepara la renovación de ese momento; su certeza, su carácter de pre-acto señalado por Freud (“Erganzung zur Angst”, en Hemmung, Symptom und Angst), hacen de ella un indicador temporal fundamental, del que el neurótico, lamentablemente, ignora el empleo.
La experiencia de la discontinuidad temporal irreversible abarca varios conceptos en psicoanálisis: el trauma, la castración, la separación, el acto. De cada uno de ellos podemos decir diferentemente que nos afectan en tanto sujeto, o que en ellos nuestro ser juega su partida, su realización, su destino. Esa discontinuidad irreversible podemos padecerla (bajo la forma de la repetición como síntoma), pero también podemos intervenir en su producción, en acto, sin más dilación. Entre el sujeto a destiempo de la neurosis, y el ser en el tiempo — el ser en acto - el psicoanálisis se ubica como una invitación y una espera activa del advenimiento de ese ser, que permite ubicar “el resorte verdadero y último de la transferencia en su relación con el deseo del psicoanalista”, como una relación esencialmente ligada al tiempo y a su manejo (Lacan, Écrits, p. 844).
“Manejar el tiempo”, suena pretencioso. Y sin embargo, mientras hay tiempo, su manejo depende de nosotros. Por más reducido que sea el margen de elección que nos queda, allí está nuestro deseo, en ese lapso limitado por el acto como renovación del trauma original que marca el cuerpo, y la muerte que borra cuerpo y marca y goce. Por eso en psicoanálisis no tratamos tanto al neurótico solamente como “ser relativamente a la muerte”, más bien como “ser relativamente al acto”.