jueves, 31 de octubre de 2013
ANTICIPO. Philippe Sollers. "Italia de Freud", tomado de "Discurso perfecto". Ensayos sobre literatura y arte. (El cuenco de plata, 2013)
Jacob, el padre de Freud en Viena, tuvo doce hijos con dos mujeres diferentes. Sigmund, por su parte, tuvo seis hijos con la misma mujer. El combate entre padre e hijo era desi-gual. El resultado fue una genialidad: la invención del psicoanálisis. Y luego, a partir de sus cuarenta años, Sigmund, en otoño, se escapa. Viaja, se dirige a Italia.
Su mujer, Martha, su “querido tesoro” se vuelve poco a poco “su vieja querida”, al principio lo acompaña un poco, pero pronto se cansa. Freud se hace acompañar por su hermano menor, Alexandre, y después, cada vez más, por su cuñada, Minna, que permaneció soltera y de la que no se sabe muy bien si no fue más íntima en la vida del genio de lo que se ha dicho. Poco importa: Freud quiere estar tranquilo, proseguir su pasión arqueológica, moverse hacia el sur, en pos del placer de ver, bañarse, comer, coleccionar. Manda postales cuidadosamente elegidas, escribe cartas, prosigue sus descubrimientos interiores sin decir una palabra. Fascinante contraste: el autor de La interpretación de los sueños (sin el cual todavía creeríamos que soñar depende de una visión mística) vive en Venecia, en agosto de 1895, un “cuento de hadas del que ninguna fotografía ni ningún relato podrían dar cuenta”. Está en un “torbellino”, dice, dos días se han vuelto seis meses, ve “cosas increíbles”, no está cansado ni serio, se divierte como un estudiante de vacaciones. Italia es mágica y de una “armonía grandiosa”. Está en Padua, en Boloña, en Ravenna, en Florencia y empieza incluso a ser superado y aplastado por una “voluptuosidad constante”. En una catedral, observa a varios cientos de las más lindas chicas del Friuli yendo a misa en día festivo: “El esplendor de la antigua basílica romana me hizo bien en medio de la indigencia de la era moderna”. En pleno descenso a los infiernos de su propio inconsciente (mediante el autoanálisis), se cruza con Dante cerca de un bosque de pinos o al visitar unas cuevas se deja impregnar por frescos, mientras Minna escribe sobre él: “Tiene un aspecto completamente espléndido y está alegre como un pinzón. Evidentemente, está exultante”. Luego llega a orillas del lago de Garda, “de una belleza paradisíaca”, y finalmente a Roma, en septiembre de 1901. “Es increíble que no hayamos venido aquí durante años.” Sigmund Freud entonces, alegre como un pinzón, mete su mano en la Bocca della Verità, jurando volver. El vino tinto le cae muy bien. “Hoy en el Vaticano, vimos de nuevo las cosas más hermosas, que abandonamos como transportados.” Decide firmemente terminar su vida en Roma, pero la historia, como se sabe, decidirá otra cosa, y será en el exilio, expulsado por los nazis, en Londres, en 1939.
En Nápoles, fuma, bebe, come, tiene demasiado calor, se baña. Pronto llega a Sorrento, toma un café “a la sombra de los árboles, rodeado de naranjas amarillas y verdes, de racimos de uvas, de palmeras, de pinos, de nogales, de higueras silvestres, de limoneros”. Están el Vesubio, los templos, la caverna de la Sibila, el recuerdo de Virgilio, cuyos versos se encontrarán en el exergo de La interpretación. El esplendor italiano ayuda a salir de la confusión de los sueños, de la neurosis y de la inhibición de la indigente era moderna. “Comprendo todo lo que se pudo oír acerca del efecto del Sur en el carácter y la energía.” No cabe duda: el Norte es un error, como ya lo había entendido Goethe. Vayamos más lejos, a Grecia. Me gusta esta frase de Freud de 1904: “Escribo al lado de un caballo de un friso de Fidias”. Les manda a Martha y a los suyos, con sus pensamientos afectuosos y firmando ya no Sigi, sino Papá, una reproducción de un trono del sacerdote de Dionisos. Piensa escribir un ensayo sobre el carácter sexual de la arquitectura antigua. Lamentablemente nunca lo hará. Y ya está de vuelta en Roma: “Las mujeres, en la multitud, son muy hermosas, en la medida en que no son extranjeras. Las romanas, curiosamente, son hermosas aun cuando son feas y de hecho hay pocas entre ellas que lo sean”. Esto dicho entre una visita a las catacumbas y el descubrimiento de la Gradiva en el Vaticano. Humor o pudor de Freud ante El Amor sagrado y el Amor profano de Tiziano (una mujer ricamente vestida, otra desnuda): “El nombre que se le ha dado a este cuadro no tiene sentido alguno, y por otro lado no sabemos qué sentido darle; basta con que sea muy bello”. En realidad, el verdadero encuentro es con el Moisés de Miguel Angel en la iglesia de San Pietro in Vincoli, lo que le permite a Elisabeth Roudinesco, en un prefacio, decir: “Roma es para Freud lo que Israel es para Moisés”. Sin dudas, pero Freud por su parte entró en Roma, que además lo verá cada vez más, y sólo pedía eso.
En Londres, en el British Museum, una sobredosis de antigüedades egipcias. Y luego está el famoso viaje a Norteamérica en 1909, y el éxito en Nueva York. Es muy importante para la causa del psicoanálisis, sin embargo ya surge el malestar: “Norteamérica ha sido una maquinaria enloquecida. Estoy feliz de haber salido, y más aún por no tener que quedarme allí”. Y también: “Aun así es muy grato encontrarse de nuevo en Europa; ahora aprecio este pequeño continente”. En 1925, Freud será aún más categórico: “Siempre dije que Norteamérica sólo sirve para procurar dinero”. Ahora lo vemos en Holanda, con sus dos hijos, Ernst y Oliver. Una tarde analiza a Gustav Mahler, que tiene problemas con su mujer, y tras la muerte del músico reclama, siempre riguroso, 300 coronas a su ejecutor testamentario por una consulta de varias horas. Pero al fin regresa al sur, Roma, Nápoles, Sicilia, maravillas sobre maravillas: “El esplendor y el perfume de las flores en los parques hacen olvidar que estamos en otoño”. Templos de Segesta y de Selinunte, evocación de una melodía de Mozart. “Me resulta muy natural encontrarme en Roma, ni la sombra de una impresión de ser un extranjero aquí”. Y también: “Nunca me sentí tan cuidado ni viví en semejante ociosidad a merced de mis deseos y mis caprichos”. Se regala su flor preferida, la gardenia. Retrato de Sigmund Freud como dandy con gardenia. “Se vive divinamente”, dice. Estará de nuevo en Roma en 1923, con su hija menor, Anna, pero entonces ya está enfermo de su cáncer de garganta. En total, habrá ido siete veces a esa ciudad, que es suya finalmente, ya que le confiesa a Ernest Jones que Roma cada año le gusta más. A decir verdad, hay que tomar totalmente en serio su carta de septiembre de 1910, desde Palermo, “lugar de delicias inauditas”. Se disculpa con Martha y con su familia por no hacerles compartir sus alegrías por falta de medios, y agrega: “No tendría que haberme convertido en psiquiatra y supuesto fundador de una nueva tendencia en psicología, sino en fabricante de algún objeto de tipo corriente como el papel higiénico, los lentes o los broches de botas. Es demasiado tarde ahora para cambiar de profesión, aun cuando continúo –egoístamente, pero en principio con remordimientos– disfrutando solo de todo”. Resumamos: Freud, en efecto, a través de una vida extraordinariamente laboriosa, disfrutó solo de todo.