lunes, 2 de agosto de 2010

Umberto Eco - Jean-Claude Carrière. "Nadie acabará con los libros" (Ed. Lumen) Anticipo en ADN/Cultura, diario La Nación, sábado 31 de julio


Jean-Claude Carrière: Durante la última cumbre de Davos, en 2008, se preguntó a un futurólogo sobre los fenómenos que alterarían a la humanidad en los próximos quince años y este propuso que se consideraran esencialmente cuatro, que le parecían seguros. El primero, que un barril de petróleo costaría quinientos dólares. El segundo concernía al agua, destinada a convertirse en un producto comercial de intercambio exactamente como el petróleo; en fin, que veremos las cotizaciones del agua en la Bolsa. La tercera previsión atañía a África, que en las próximas décadas, según el futurólogo, se convertiría con toda seguridad en una potencia económica, un hecho que todos esperamos. El cuarto fenómeno, según este profeta profesional, era la desaparición del libro.

A estas alturas, por lo tanto, se trata de saber si la desaparición definitiva del libro, si de verdad llegara a producirse, podría entrañar para la humanidad las mismas consecuencias que la penuria programada del agua, por ejemplo, o que la inaccesibilidad del petróleo.

Umberto Eco: ¿El libro desaparecerá a causa de la aparición de Internet? Escribí sobre este tema hace tiempo, es decir, cuando la pregunta parecía pertinente. A estas alturas, cada vez que alguien me pide que me pronuncie al respecto, no puedo sino repetir el mismo texto. En cualquier caso, nadie se da cuenta de que me repito, porque no hay nada más inédito que lo que ya se ha publicado y, además, porque la opinión pública (o por lo menos los periodistas) tienen siempre la idea fija de que el libro desaparecerá (o quizá los periodistas piensan que son los lectores los que tienen la idea fija) y todos formulan incansablemente la misma pregunta.

En realidad, hay poco que decir al respecto. Con Internet hemos vuelto a la era alfabética. Si alguna vez pensamos que habíamos entrado en la civilización de las imágenes, pues bien, el ordenador nos ha vuelto a introducir en la galaxia Gutenberg y todos se ven de nuevo obligados a leer. Para leer es necesario un soporte. Este soporte no puede ser únicamente el ordenador. ¡Pasémonos dos horas leyendo una novela en el ordenador y nuestros ojos se convertirán en dos pelotas de tenis! En casa, tengo unas gafas Polaroid que me permiten proteger los ojos de las molestias de una lectura constante en pantalla, pero no es una solución suficiente. Además, el ordenador depende de la electricidad y no te permite leer en la bañera, ni tumbado de costado en la cama. El libro es, a fin de cuentas, un instrumento más flexible.

Ante la disyuntiva, hay una sola opción: o el libro sigue siendo el soporte para la lectura o se inventará algo que se parecerá a lo que el libro nunca ha dejado de ser, incluso antes de la invención de la imprenta. Las variaciones en torno al objeto libro no han modificado su función, ni su sintaxis, desde hace más de quinientos años. El libro es como la cuchara, el martillo, la rueda, las tijeras. Una vez que se ha inventado, no se puede hacer nada mejor. No se puede hacer una cuchara que sea mejor que la cuchara. Hay diseñadores que intentan mejorar, por ejemplo, el sacacorchos, con resultados muy modestos: la mayoría de ellos no funciona. Philippe Starck intentó mejorar el exprimidor, pero su modelo (para salvaguardar una determinada pureza estética) deja pasar las semillas. El libro ha superado sus pruebas y no se ve cómo podríamos hacer nada mejor para desempeñar esa misma función. Quizá evolucionen su componentes, quizá sus páginas dejen de ser de papel. Pero seguirá siendo lo que es.

J.-C. C .: Es evidente que el libro electrónico, en sus últimas versiones, le hace la competencia directa al libro escrito. El modelo Reader contiene ya ciento sesenta títulos.

U. E.: Es evidente que un juez se llevará a casa con mayor facilidad las veinticinco mil páginas de escritos de un proceso en curso si las guarda en un libro electrónico. En muchos campos, el libro electrónico será cómodo, pero en circunstancias de uso no corrientes. Yo simplemente sigo preguntándome si, incluso con la tecnología más adecuada a las exigencias de la lectura, será de verdad mejor leer Guerra y paz en un libro electrónico. Ya veremos. En cualquier caso, no podremos seguir leyendo a Tolstoi y todos los libros impresos en pasta de papel, porque estos ya han empezado a descomponerse en nuestras bibliotecas.

Los Gallimard y los Vrin de los años cincuenta en su mayoría ya han desaparecido. La filosofía de la Edad Media de Wilson, que me resultó útil en la época en que preparaba mi tesis, hoy ni siquiera puedo agarrarla. Las páginas se disgregan, literalmente. Podría comprar otra edición, desde luego, pero le tengo mucho apego a la mía antigua, con todas mis anotaciones de distintos colores que configuran la historia de mis diversas consultas.

Jean-Philippe de Tonnac : Con la aparición de nuevos soportes, cada vez más adecuados empíricamente a las exigencias y al confort de la lectura, ya se trate de enciclopedias o de novelas on-line, ¿por qué no imaginar una lenta desafección hacia el objeto libro en su forma tradicional?

U. E.: Todo puede pasar, desde luego. Cabe que los libros mañana interesen sólo a una minoría de indómitos que podrían ir a satisfacer su curiosidad nostálgica en los museos, en las bibliotecas?

J.-C. C .: De seguir existiendo.

U. E .: Pero también podemos imaginar que esa formidable invención que es Internet desaparezca en un futuro. Exactamente como los dirigibles desaparecieron de nuestros cielos. Cuando el Hindenburg se incendió en Nueva York, poco antes de la guerra, el dirigible ya no tenía futuro. Lo mismo sucedió con el Concorde: el accidente de Gonesse en el año 2000 resultó mortal. En cualquier caso, ésa es una historia extraordinaria: se inventa un avión que, en lugar de tardar ocho horas en atravesar el Atlántico, tarda tres. ¿Quién podría rebatir semejante progreso? Pues bien, se renuncia al Concorde, tras la catástrofe Gonesse, estimando que ese avión resulta demasiado caro. ¿Es una razón seria? ¡También la bomba atómica sale carísima!

J.-P. T .: Les cito unas observaciones que hacía Hermann Hesse a propósito de una probable "relegitimación" del libro que, según su opinión, sería consecuencia de los progresos técnicos. En los años treinta, Hesse afirmaba: "Cuanto más se satisfagan con el tiempo ciertas necesidades populares de entretenimiento y enseñanza a través de otros inventos, más recuperará el libro su dignidad y autoridad... No hemos alcanzado todavía el punto en el que los nuevos inventos rivales, como la radio, el cine, etc., descarguen al libro de esa parte de sus funciones que no merecen la pena".

J.-C. C .: En este sentido no se equivocaba. El cine y la radio, así como la televisión, no le han quitado nada al libro, nada que no pudiera perder "sin daños".

U. E.: En un momento determinado los hombres inventan la escritura. Podemos considerar la escritura como la prolongación de la mano, y en este sentido tiene algo casi biológico. Se trata de una tecnología de comunicación inmediatamente vinculada al cuerpo. Una vez inventada, ya no puedes renunciar a ella. Una vez más, es como haber inventado la rueda. Las ruedas de hoy siguen siendo las de la Prehistoria.

Al contrario, nuestras invenciones, cine, radio, Internet, no son biológicas.

J.-C. C.: Tiene razón en subrayarlo: nunca hemos tenido más necesidad de leer y escribir que en nuestros días. No podemos siquiera usar un ordenador si no sabemos leer y escribir. Y, además, de una forma más compleja que antaño, porque hemos integrado nuevos signos, nuevas claves. Nuestro alfabeto se ha ampliado. Resulta cada vez más difícil aprender a leer. Si nuestros ordenadores pudieran transcribir directamente lo que decimos, se produciría un regreso a la oralidad. Claro que esto plantea una nueva cuestión: ¿es posible expresarse sin saber leer ni escribir?

U. E.: Homero respondería sin ningún género de duda que sí.

J.-C. C .: Pero Homero pertenece a una tradición oral. Sus conocimientos los adquirió a través de esa tradición, en una época en que todavía nada se había escrito en Grecia. ¿Se puede imaginar hoy a un escritor que dicte su novela sin la mediación de la escritura y que no conozca nada de la literatura que lo ha precedido? Quizá su obra tendría la fascinación de la naïveté, del descubrimiento, de lo inaudito. Pero, en todo caso, parece que carecería de lo que nosotros, a falta de un término mejor, llamamos "cultura". Rimbaud era un joven dotadísimo, autor de versos inimitables. Pero no era lo que llamamos un autodidacta. A sus dieciséis años, su cultura ya era clásica, sólida. Sabía componer versos latinos.

No hay nada más efímero que los soportes duraderos

J.-P. T.: Nos interrogamos sobre la caducidad de los libros, en una época en que la cultura parece elegir otros instrumentos, quizá más eficientes. Ahora bien, ¿qué pensar de esos soportes diseñados para almacenar la información y nuestras memorias personales (disquetes, cintas, CD-ROM) que ya hemos dejado atrás?

J.-C. C.: En 1985, el entonces ministro de Cultura, Jack Lang, me pidió que creara y asumiera la responsabilidad de una nueva escuela de cine y televisión, la Fémis. Bajo la dirección de Jack Gajos, reuní a algunos técnicos excelentes y me ocupé del destino de esa escuela durante diez años, desde 1986 hasta 1996. Durante esos diez años, tuve que estar al corriente, como es natural, de todas las novedades relativas a los campos que nos incumbían.

Uno de los verdaderos problemas que tuvimos que resolver era, sencillamente, cómo enseñarles las películas a los estudiantes. Cuando vemos una película para estudiarla, analizarla, hay que interrumpir la proyección, ir hacia atrás, ir hacia delante, a veces, fotograma a fotograma. Exploración imposible en una copia clásica. En aquella época teníamos cintas de video, pero se deterioraban muy rápidamente. Al cabo de tres o cuatro años de uso, resultaban inutilizables. En ese mismo período nació también la Videoteca de París, que se proponía conservar todos los documentos fotográficos y fílmicos sobre la capital. Podíamos elegir si archivar las imágenes en cintas electrónicas o en CD, que por aquel entonces denominábamos "soportes duraderos". La Videoteca de París eligió las cintas electrónicas e invirtió en ellas. En otros lugares, se experimentaban también los floppy disks (disco flexible), de los que sus promotores contaban maravillas. Dos o tres años después, en California, apareció el CD-ROM (compact disc-read only memory). Por fin teníamos la solución. Un poco por doquier se sucedían demostraciones miríficas. Aún me acuerdo del primer CD-ROM que vimos: hablaba de Egipto. Estábamos admirados, seducidos. Todos se inclinaban ante esa invención que parecía resolver las dificultades con las que nosotros, profesionales de la imagen y del archivo, nos topábamos desde hacía mucho tiempo. Hoy en día, las empresas norteamericanas que entonces producían esas maravillas han cerrado, desde hace por lo menos siete años.

Sin contar con que nuestros móviles y los varios iPods son capaces de hacer muchas más cosas. Los japoneses, nos dicen, los usan para escribir, y a través del iPod proponen sus novelas. Internet, una vez que está a disposición a través del móvil, atraviesa el espacio. Se nos promete también el triunfo individual del VOD (video on demand, o video a la carta), de pantallas plegables y muchos otros prodigios. ¿Quién puede saberlo?

Parece que estoy hablando de un período muy largo, que ha durado siglos. Pero se trata de unos veinte años a lo sumo. El olvido corre deprisa, cada vez más, quizá. Éstas son consideraciones triviales, es verdad, pero lo trivial es un equipaje necesario. Por lo menos al principio de un viaje.

U. E.: No hace muchos años, ofrecían la Patrología latina de Migne (¡211 volúmenes!) en CD-ROM a un precio, si recuerdo bien, de cincuenta dólares. A ese precio, la Patrología resultaba accesible sólo a las grandes bibliotecas y no a los pobres investigadores (aunque está claro que los medievalistas se pusieron a piratear alegremente los discos). Ahora, en cambio, con un simple abono, puedes acceder a la Patrología on-line. Lo mismo pasa con la Encycliopédie de Diderot, que hace poco Le Robert propuso en CD-ROM. Hoy la encuentro on-line por una miseria.

J.-C. C.: Cuando apareció el DVD, pensamos que por fin teníamos la solución ideal, que resolvería para siempre nuestros problemas de archivo y de visión segmentada. Hasta ese momento yo nunca me había hecho una videoteca personal. Con el DVD, me dije que disponía, ya era hora, de mi "soporte duradero". Pero no era así en absoluto. Hoy nos hablan de discos con un formato mucho más pequeño, que requieren que te compres nuevos aparatos de lectura, y que podrían contener, como el libro electrónico, un número considerable de películas. Nuestros buenos, viejos DVD se irán también ellos al traste, a menos que conservemos los antiguos lectores que hoy nos permiten verlos.

Y ésta es, por otra parte, una de las tendencias de nuestro tiempo: coleccionar lo que la tecnología se esfuerza por hacer pasar de moda. Un amigo mío, un cineasta belga, conserva en su trastero dieciocho ordenadores, simplemente para poder ver trabajos antiguos. Lo que quiero decir es que no hay nada más efímero que los soportes duraderos. Estas consideraciones habituales sobre la fragilidad de los soportes contemporáneos, que se han vuelto casi un estribillo, pueden llevar a los apasionados por los incunables, como somos usted y yo, a sonreír con benevolencia, ¿no?

Le he traído este librito de mi biblioteca, impreso en latín a finales del siglo XV, en París. Mire, si abrimos este incunable, podemos leer en la última página, impreso en francés: "Ces présentes heures à l?usaige de Rome furent achevées le vingt-septième jour l?an mille quatre cent quatre-vingt-dix-huit pour Jean Poitevin, libraire demeurant à Paris en la rue Neuve-Notre-Dame". Usage, "uso", se escribe usaige; el sistema de indicación del año ha sido abandonado, pero todavía podemos descifrarlo con bastante facilidad. Por lo tanto, aún podemos leer un texto impreso hace seis siglos. Pero ya no podemos ver una cinta de video o un CD-ROM de hace apenas algunos años. A menos que conservemos nuestros ordenadores en el trastero.

J.-P. T .: Debemos insistir en la rapidez creciente con que envejecen estos nuevos soportes, condenándonos a adaptar toda nuestra organización del trabajo y del archivo, nuestras formas de pensar?

U. E .: Aceleración que contribuye a borrar la memoria. Se trata, sin duda, de uno de los problemas más espinosos de nuestra cultura. Por una parte, inventamos muchos instrumentos para conservar la memoria, todas las formas de grabación, todas las posibilidades de transportar sabiduría, y se trata, sin duda, de una ventaja considerable en comparación con esas épocas en que era necesario recurrir a mnemotecnias para recordar, simplemente porque no se podía tener a disposición todo lo que era oportuno saber. Pero, por otra parte, más allá de la naturaleza perecedera de estos instrumentos, que en efecto es un problema, tenemos que reconocer que no tenemos una actitud imparcial ante los objetos culturales que producimos. Por citar sólo un ejemplo, pensemos en los dibujos originales de las grandes creaciones del cómic: son sumamente caros porque son muy raros (hoy en día una lámina de Alex Raymond cuesta una fortuna). ¿Por qué son raros? Simplemente porque los periódicos que los publicaban, una vez reproducidas las láminas, las tiraban a la basura.

J.-P. T .: ¿Cuáles eran las mnemotecnias usadas antes de la invención de esas memorias artificiales que son los libros o nuestros discos duros?

J.-C. C .: Alejandro Magno está a punto de tomar, una vez más, una decisión cuyas consecuencias son incalculables. Le han contado que existe una mujer que puede predecir el futuro con certidumbre. Entonces hace que se presente ante él para que le enseñe su arte. Ella le dice que hay que encender un gran fuego y leer el futuro en el humo que provocará, como en un libro. Pero pone en guardia al conquistador. Mientras mire el humo no tendrá que pensar de ninguna manera en el ojo izquierdo de un cocodrilo. Si acaso en el ojo derecho, pero nunca en el izquierdo.

Entonces Alejandro renuncia a conocer el futuro. ¿Por qué? Porque una vez que alguien te ha metido en la cabeza que no tienes que pensar en algo, piensas sólo en eso. La prohibición crea una obligación. Imposible, pues, a esas alturas, no pensar en el ojo izquierdo del cocodrilo. El ojo del animal se ha apoderado de tu memoria, de tu mente.

A veces, como en el caso de Alejandro, recordar o no ser capaz de olvidar es un problema, incluso un drama. Hay personas dotadas de la facultad de almacenarlo todo a partir de recetas mnemotécnicas muy sencillas. El neurólogo ruso Aleksandr Luria las estudió. Peter Brook se inspiró en un libro de Luria para su espectáculo Je suis un phénomène. Si se cuenta algo a un mnemonista, éste no puede olvidarlo. Es como una máquina perfecta pero loca, lo graba todo, sin discernimiento. En realidad, es un defecto, no una cualidad.

U. E .: Todos los procedimientos mnemotécnicos utilizan la imagen de una ciudad, o de un palacio donde cada parte o lugar se asocia con el objeto que se intenta memorizar. La historia que narra Cicerón en el De oratore dice que Simónides asistía a una cena en compañía de otros dignatarios griegos. En cierto momento de la velada, abandona la asamblea, y justo después, todos los invitados mueren porque se derrumba el tejado de la casa. Entonces llaman a Simónides para que identifique los cuerpos. Lo consigue recordando el lugar que cada uno ocupaba alrededor del a mesa.

El arte mnemotécnico consiste, por lo tanto, en la capacidad de asociar representaciones espaciales a objetos o conceptos, de forma que se pongan en relación recíproca el uno con el otro. En su ejemplo, Alejandro ya no puede actuar libremente porque ha asociado el humo que debe escrutar para entender el futuro con el ojo izquierdo de un cocodrilo.

Las artes de la memoria se encuentran aún en la Edad Media. A partir de la invención de la imprenta, el uso de estas mnemotecnias debería perderse poco a poco. ¡Pues bien, precisamente con la imprenta se publicaron los más bellos libros de mnemotecnia!

[...]

J.-P. T .: Volvamos a los cambios tecnológicos que deberían llevarnos, o no, a apartarnos de los libros. Sin duda, los instrumentos de la cultura hoy en día son más frágiles y menos duraderos que los incunables, que resisten espléndidamente al tiempo. Y aun así, estos nuevos instrumentos, lo queramos o no, revolucionan nuestras formas de pensar y nos alejan de esas formas de pensamiento que los libros indujeron.

U. E.: La velocidad con la que la tecnología se renueva nos obliga, en efecto, a un ritmo insostenible de reorganización permanente de nuestras costumbres mentales. Cada dos años habría que cambiar de ordenador porque estas máquinas se han concebido exactamente para eso: para que se vuelvan obsoletas al cabo de un período determinado, cuando arreglarlas sale más caro que comprar una nueva. Cada año habría que cambiar de coche porque el nuevo modelo presenta ventajas en su seguridad, extras electrónicos, etc. Y cada nueva tecnología implica la adquisición de un nuevo sistema de reflejos, que requiere nuevos esfuerzos, y todo ello en términos de tiempo cada vez más breves. Ha sido necesario más de un siglo para que las gallinas aprendieran a no cruzar la calle. La especie, al final, se ha adaptado a las nuevas condiciones de circulación. Pero nosotros no tenemos todo ese tiempo a nuestra disposición.

J.-C. C.: Y además, ¿podemos adaptarnos de verdad a un ritmo que está acelerando de forma tan injustificada? Por ejemplo, el montaje cinematográfico. Con los videoclips hemos llegado a un ritmo tan rápido que ya no podemos correr más. Acabaremos no viendo nada. Pongo este ejemplo para mostrar de qué modo una técnica ha generado su lenguaje específico y cómo el lenguaje, a su vez, ha obligado a la técnica a desarrollarse, de forma cada vez más apresurada, más atropellada. En las películas de acción norteamericanas, o en las supuestas tales que vemos hoy en día, ningún plano debe durar más de tres segundos. Se ha convertido en una especie de regla. Un hombre vuelve a casa, abre la puerta, cuelga el abrigo, sube al primer piso. No sucede nada, no está amenazado por ningún peligro, y la secuencia se articula en dieciocho planos. Como si la técnica creara la acción, como si la acción estuviera en la misma cámara, y no en lo que nos muestra.

Al principio, el cine era una técnica sencilla. Se colocaba una cámara fija y se rodaba una escena teatral: entraban actores, hacían lo que tenían que hacer y salían. Luego, muy rápidamente, nos dimos cuenta de que si colocábamos una cámara en un tren en movimiento, las imágenes desfilaban primero por la cámara y luego por la pantalla. La cámara podía tener movimiento, elaborarlo y devolverlo. De este modo, la cámara empezó a moverse, al principio con prudencia, dentro de los estudios. Poco a poco se fue convirtiendo en un personaje. Giraba hacia la derecha, luego hacia la izquierda. Y entonces fue necesario pegar las dos imágenes así obtenidas. Era el principio de un nuevo lenguaje, el montaje. Buñuel, que nació en 1900, con el surgimiento del cine, me contaba que cuando iba a Zaragoza a ver una película, en 1907 o 1908, había en "explicador" que con un bastón aclaraba lo que estaba pasando en la pantalla. El nuevo lenguaje todavía no resultaba comprensible. No había sido asimilado. Desde entonces nos hemos acostumbrado a ese lenguaje, pero los grandes maestros del cine, aún hoy, no dejan de mejorarlo, no dejan de refinarlo, de perfeccionarlo y también, por suerte, de pervertirlo.

Como en la literatura, también en el cine tenemos tanto un "lenguaje noble", a menudo grandilocuente y pompier, como un lenguaje corriente, banal, y un dialecto. Sabemos también, como decía Proust de los grandes escritores, que todo gran cineasta inventa, por lo menos en parte, su lenguaje personal.

U. E.: Amintore Fanfani, político nacido a principios del siglo pasado y, por lo tanto, en una época en que el cine todavía no era realmente popular, contaba en una entrevista que no solía ir al cine sencillamente porque no entendía que el personaje que veía en contracampo era el mismo que acababa de ver de frente un momento antes.

J.-C. C.: En efecto, se tomaban precauciones notables para no desorientar a los espectadores, que entraban en un nuevo territorio de expresión. En el teatro clásico, la acción tiene la misma duración de lo que vemos. No hay cortes dentro de una escena de Shakespeare o de Racine. En la escena y en la sala, el tiempo es el mismo. Creo que Godard fue uno de los primeros en filmar, en Sin aliento, una escena con dos personajes en una habitación y conservar una fase de montaje sólo unos momentos, unos pocos fragmentos de esa larga escena.

U. E.: Sin embargo, me parece que el cómico había pensado desde hacía mucho tiempo en esa construcción artificial del tiempo de la narración. De todas formas, yo que soy un apasionado y un coleccionista de los cómics de los años treinta, soy incapaz de leer los álbumes más recientes, los más vanguardistas, digamos.

No nos lo ocultemos. Un día jugaba con mi nieto de seis años, que estaba probando uno de esos juegos electrónicos que tanto gustan, y me ganó dramáticamente por doscientos ochenta a diez. Aun así, soy un antiguo jugador de flipper y a menudo, cuando tengo un momento, juego en mi ordenador a matar marcianos llegados del espacio, en todo tipo de guerras galácticas y con cierto éxito. Pero ante ese resultado tuve que inclinarme. Igualmente, mi nieto, por muy dotado que sea, cuando tenga veinte años, quizá no conseguirá entender ya las nuevas tecnologías. Hay ámbitos del conocimiento en los que es imposible pretender mantenerse al día. En el ámbito de la física nuclear, no se puede seguir siendo un investigador excepcional durante un arco de tiempo prolongado, independientemente de los esfuerzos que se hagan para mantenerse al día. A una determinada edad estás fuera de juego: o te conviertes en profesor o encuentras trabajo en una empresa. Eres un genio a los veintidós años porque lo has entendido todo, pero a los veinticinco tienes que ceder el testigo. Lo mismo que para un jugador de fútbol. A cierta edad te conviertes en un entrenador.

J.-C. C .: Una vez fui a ver a Lévi-Strauss siguiendo una sugerencia de Odile Jacob, que quería que escribiéramos un libro juntos. Lévi-Strauss, muy amablemente, rehusó diciendo: "No quiero repetir lo que ya he dicho antes". Qué lucidez. También en antropología llega un momento en que tus juegos, nuestros juegos, están hechos. En cualquier caso, ¡Lévi-Strauss festejó sus cien años!

U. E.: Yo hoy ya no soy capaz de enseñar por las mismas razones. Nuestra insolente longevidad no debe ocultarnos el hecho de que el mundo del conocimiento está en permanente revolución y que nosotros hemos podido captar algo durante un período necesariamente limitado.

J.-C. C.: ¿Cómo puede usted explicarse la capacidad de adaptación de su nieto, capaz de controlar a los seis años estos nuevos lenguajes que para nosotros, a pesar de nuestros esfuerzos, nos resultan ajenos?

U. E.: Es un niño parecido a otros niños de su edad, que desde que tenía dos años ha sido expuesto cotidianamente a diversos estímulos, que, para mi generación, no existían. Cuando traje mi primer ordenador a casa, en 1983, mi hijo tenía exactamente veinte años. Le enseñé mi nueva adquisición de mi nuevo juguete, y encontré, obviamente, varios tipos de dificultades (le recuerdo que en esa época escribíamos en DOS con lenguajes de programación como Basic o Pascal; no teníamos Windows, que ha cambiado nuestras vidas). Un día, al verme en apuros, mi hijo se acercó al ordenador y me dijo: "Mira, deberías hacer esto". Y el ordenador funcionó.

He resuelto en parte este misterio imaginándome que, cuando yo no estaba, mi hijo jugaba con el ordenador; pero queda sin respuesta la pregunta de cómo consiguió aprender más rápidamente que yo, ya que accedíamos a la máquina de forma alternada. Él ya tenía la mano informática. Usted y yo habíamos adquirido gestos como girar la llave para poner en marcha el coche o encender el interruptor... para él se trataba de hacer clic, pulsar sencillamente. La mano de mi hijo estaba a años luz más adelantada que la mía.

J. -C. C .: Girar o hacer clic. Su observación está cargada de enseñanzas. Si pienso en nuestro uso del libro, nuestro ojo va de izquierda a derecha, de arriba abajo. Con la escritura árabe y persa, o con el hebreo, es al contrario. El ojo va de derecha a izquierda. Me he preguntado si estos dos movimientos habrán tenido un influjo en los movimientos de la cámara de cine. La mayor parte de los travellings en el cine occidental van de izquierda a derecha, mientras que en el cine iraní, por poner sólo un ejemplo, van al contrario. ¿Por qué no imaginar que nuestras costumbres de lectura pueden influir en nuestros modos de visión, en los movimientos instintivos de nuestros ojos?

U. E.: En efecto, habría que verificar si un agricultor occidental empieza a trabajar los campos yendo de izquierda a derecha para luego volver de derecha a izquierda; y si un agricultor egipcio o iraní, en cambio, va de derecha a izquierda para luego volver atrás de izquierda a derecha. El trazado del arado, en efecto, corresponde exactamente a la escritura bustrofédica, pero en un caso se empezaría desde la derecha y, en el otro, desde la izquierda. Es un problema significativo que, según mi opinión, no se ha estudiado bastante. Los nazis habrían podido identificar inmediatamente a un campesino judío.

Pero volvamos a nosotros. Hemos hablado del cambio y de su aceleración. Pero también hemos dicho que existen técnicas que no cambian, el libro, por ejemplo. Podríamos añadir la bicicleta y también las gafas. Por no hablar de la escritura alfabética. Una vez alcanzada la perfección, es imposible superarla.

J.-C. C.: Vuelvo, si me lo permite, al cine y a su extraordinaria fidelidad hacia sí mismo. ¿Usted piensa que con Internet volvemos a la era alfabética? Yo diría que el cine es un triángulo proyectado sobre una superficie plana desde hace más de cien años. Es una linterna mágica perfeccionada. El lenguaje ha evolucionado, pero la forma continúa siendo la misma. Las salas se están equipando progresivamente para acoger el cine tridimensional y la "visión global". Esperemos que no se trate de simples hallazgos aparentes.

¿Podremos ir más allá algún día, por lo menos en el plano formal? ¿El cine es joven o viejo? No tengo la respuesta. Sé que la literatura es antigua. Es lo que me dicen. Pero quizá no es tan antigua, en resumidas cuentas. Quizá deberíamos evitar hacer el papel de Nostradamus; si no, corremos el riesgo de ver desmentidas nuestras profecías.

U. E.: A propósito de profecías desmentidas, he recibido una gran lección en mi vida. En aquella época, me refiero a los años sesenta, trabajaba en una editorial. Nos llegó la obra de un sociólogo norteamericano que hacía un análisis muy interesante de las nuevas generaciones y anunciaba la irrupción de una nueva generación de cuello blanco y cabellos rapados, tipo militar, completamente desinteresada por la política, etc., etc. Decidimos encargar la traducción, pero resultó que no era buena y me pasé más de seis meses corrigiéndola. Pues bien, durante esos meses, pasamos de principios de 1967 a las manifestaciones de Berkeley, y sucesivamente a Mayo del 68, y el análisis del sociólogo se había vuelto completamente obsoleto. Por lo cual, tomé el manuscrito mecanografiado y lo tiré a la basura.

J.-C. C.: Hemos hablado de soportes duraderos bromeando sobre nosotros mismos, sobre nuestras sociedades que no saben cómo archivar de forma duradera nuestra memoria. Pero creo que necesitaríamos también profetas duraderos. Ese futurólogo de Davos que, ciego y sordo ante la crisis financiera que se acercaba, anunciaba un barril de petróleo a quinientos dólares, ¿por qué debería tener razón? ¿Tiene un diploma de profeta? El precio del petróleo subió a ciento cincuenta dólares el barril, luego lo vimos bajar de nuevo a cincuenta sin ninguna explicación razonable. Subirá quizá, o bajará aún más. No sabemos nada. El futuro no es una profesión.

La característica de los profetas, de los verdaderos y de los falsos, es que se equivocan siempre. Ya no recuerdo quién decía: "Si el porvenir es el porvenir, siempre es inesperado". La gran cualidad del porvenir es que es incansablemente sorprendente. Siempre me ha llamado la atención que, en la gran literatura de ciencia ficción que va desde principios del siglo XX hasta los años cincuenta, ningún autor se imaginara el plástico, que tanto espacio ha ganado en nuestra vida. No proyectamos siempre en la ficción, o en el porvenir, sólo a partir de lo que conocemos. Pero el porvenir no procede de lo que ya conocemos. Se podrían citar mil ejemplos. Cuando en los años sesenta fui a México con Buñuel para trabajar en un guión, a un lugar auténticamente remoto, llevaba conmigo una pequeña máquina de escribir portátil con una cinta roja y negra. Si por desgracia la cinta se hubiera estropeado, no habría tenido ninguna posibilidad de encontrar otra en Zitacuaro, la ciudad cercana. Me imagino la comodidad que habría supuesto para nosotros un ordenador... Pero entonces estábamos muy lejos de imaginarlo.

J.-P. T.: El homenaje al libro de estas páginas intenta mostrar simplemente que las tecnologías contemporáneas están lejos de haberlo desprestigiado. Por otra parte, en algunos casos, quizá debamos relativizar el progreso que se atribuye a estas tecnologías. Pienso en concreto en el ejemplo que ponía Jean-Claude, de un Restif de la Bretonne imprimiendo al alba aquello de lo que había sido testigo durante la noche.

J.-C. C .: Es una hazaña innegable. El gran coleccionista brasileño José Mindlin me enseñó una edición de Los miserables publicada e impresa en Río, en portugués, en 1862, es decir, el mismo año de su publicación en Francia. ¡Sólo dos meses después de París! Mientras Victor Hugo escribía, Hetzel, su editor, enviaba el libro, capítulo tras capítulo, a los editores extranjeros. Dicho de otro modo, la difusión de la obra era más o menos como la de esos best sellers que hoy en día se proponen en más de un país y en más de una lengua simultáneamente. Algunas veces es útil relativizar nuestras pretendidas proezas tecnológicas. En el caso de Victor Hugo, las cosas fueron más deprisa que hoy en día.

U. E.: Le pasó también a Alessandro Manzoni. La primera edición de Los novios (1827) tuvo unas treinta ediciones pirata en todo el mundo, que no le reportaron ni una lira. Para la edición revisada de 1840 quiso hacer una publicación en fascículos semanales con el editor Radaelli de Milán, con muchas y bellísimas ilustraciones (y siguió personalmente el trabajo del dibujante Goñi): pensaba que era imposible piratear un fascículo en una semana. Se equivocaba. Un editor napolitano lo pirateó semana tras semana y Manzoni perdió su dinero en esa empresa. Es otra demostración de la relatividad de nuestras proezas tecnológicas. Pero habría más ejemplos. En el siglo XVI, Robert Fludd publicaba en un año tres o cuatro libros. Vivía en Inglaterra, los libros se publicaban en Ámsterdam. Recibía galeradas, las corregía, controlaba las imágenes, mandaba todo otra vez a Ámsterdam... ¿cómo lo hacía? ¡Se trata de libros ilustrados de seiscientas páginas! Debemos pensar que el correo funcionaba mejor que hoy. Galileo mantenía correspondencia con Kepler y todos los sabios de su época. Estaba informado inmediatamente de cualquier nuevo descubrimiento.

Quizá podamos añadir una nota a esta comparación que parece aventajar al pasado. En los años sesenta, como editor, hice que tradujeran el libro de Derek de Solla Price, Little science, Big science. Apoyándose en estadísticas, el autor demostraba que el número de publicaciones científicas del siglo XVII era tal que un buen científico podía mantenerse al corriente de todo lo que se publicaba, mientras que hoy a ese mismo científico le resultaba imposible incluso echarles una ojeada a todos los abstracts de los artículos publicados en su ámbito de investigación.

J.-C. C.: Considere nuestros pen drives y otros métodos para archivar información y llevarla con nosotros. También en este nivel no hemos inventado nada. A finales del siglo XVIII, los aristócratas llevaban consigo durante sus desplazamientos, en pequeñas maletas, bibliotecas de viaje. Treinta o cuarenta volúmenes, en formato de bolsillo; no se separaban de ninguna manera de lo que un hombre de bien tenía que saber. Esas bibliotecas, obviamente, no estaban computadas en gigas, pero el principio estaba ya establecido.

Esto me recuerda otra forma de "atajo", que resulta más problemática. En los años sesenta, yo vivía en Nueva York, en un apartamento que había puesto a mi disposición un productor cinematográfico. No había libros en ese apartamento, salvo una biblioteca que contenía "obras maestras de la literatura mundial en digest form". He ahí algo que es propiamente irreal: Guerra y paz en cincuenta páginas, Balzac en un volumen. ¡Un trabajo inmenso para algo totalmente absurdo!

U. E.: Claro que hay resúmenes y resúmenes. En Italia, en los años treinta y cuarenta se publicaba una colección estupenda, llamada "La Scala d´Oro". Se trataba de una serie de libros subdivididos por edades. Estaba la serie de siete a ocho años, la de ocho a nueve y la que llegaba hasta los catorce, todo ello ilustrado de forma maravillosa por los mejores artistas de la época. Estaban todas las grandes obras maestras de la literatura. Cada obra era contada por un buen escritor que tenía en cuenta la edad del lector. Entendámonos, era un poco ad usum delphini. Por ejemplo, Javert no se suicidaba, dimitía. Debo decir que solamente cuando, ya mayorcito, leí Los miserables en versión original supe por fin toda la verdad sobre Javert. Pero debo reconocer que lo esencial me había sido transmitido.

[Traducción de Helena Lozano Miralles]