jueves, 8 de agosto de 2013

Jorge Baños Orellana. Jacques y Victoria (fragmento del libro "La novela de Lacan", publicado hoy en el suplemento de Psicología de Página 12)



El 11 de enero de 1930, en carta a su hermana Angélica, Victoria Ocampo le contó: “Lacan es exactamente lo contrario de Drieu [la Rochelle], física y moralmente. Pelo negro o casi, entusiasmo, entusiasmo y entusiasmo, gran boca; ¡la boca más y más simpática que te puedas imaginar!”. El 20 de enero, volvió a escribirle: “Me quedé en cama ayer. Jacques Lacan me limpió la garganta con un desinfectante maravilloso. Ya no me incomoda pero tengo resfrío en la nariz”. Otra carta, el 7 de febrero: “Nos peleamos diariamente y a cada rato tomo la resolución de no verlo más. Pero como Jacques no tiene reemplazante que se le asemeje, lo sigo viendo. Pensábamos ir a Chartres este domingo, pero acabo de tener una discusión con él por teléfono y creo que no iremos”.

A lo largo del año anterior, 1929, Lacan ejercía sin contradicciones una doble tarea: era un neuropsiquiatra opuesto manifiestamente a la injerencia del freudismo en los temas de las psicosis, y era un psicólogo persuadido de que debía ofrecerse como yo ideal y que debía obturar cuanto antes las caídas del sentido. Algo tendrá que ocurrir, porque, en 1932, Jaques Lacan firmará una tesis doctoral donde se trasluce todo lo contrario: la propuesta de una interpretación psicoanalítica para la psicosis paranoica. Es verosímil que, en la marcha de las unas a las otras, el surrealismo le haya servido de puente: no se detenga ante la niebla, decía el Manifiesto surrealista. Incluso el espíritu explorador de Alfred Lacan pudo haber colaborado a que su hijo no retrocediera ante los aromas exóticos de nuevas vecindades. Sin embargo, algo más debía sumarse para que esa anuencia llegara a infiltrar la zona más resistente: la de la jactancia, la del engreimiento del yo de Jacques Lacan, más inclinado a tener razón que a soportar perderla, según lo aseguran testigos de su niñez y juventud.

Para saltar el abismo que separa el paradigma de 1929 del de 1932, le hacía falta no solamente observar detenidamente y devanarse los sesos, sino y sobre todo ser capaz de desdecirse, de deponer el orgullo y admitir la propia ridiculez, de soportar que se quiebre el cristal del espejo elogioso del yo. Para ese trámite ineludible, el surrealismo no tenía nada para enseñarle: en la riña de gallos de los caballeros surrealistas nadie bajaba el copete del yo. ¿Cómo fue, entonces, que Lacan...? Hay indicios de que ese aplacamiento de la pasión yoica ocurrió en la cama de la burguesa Victoria Ocampo, en febrero de 1930.

Desde 1997, contamos con pruebas documentadas acerca de la sagacidad de Victoria Ocampo para deshonrar esos envanecimientos yoicos y, con desiguales resultados, aplacarlos en un joven amante suyo: Roger Caillois. Por más que ella misma era una señora de convicciones firmes y de gestos impugnables, V. O. dio muestras de una exquisita sensibilidad para avizorar las tonterías de la infatuación masculina (y las tonterías del acatamiento femenino). Por eso se volvió una enemiga instantánea y pertinaz del sectarismo inflado de Caillois, a quien conoció en el Collège de Sociologie. Muy pronto se volvieron amantes y, desde la primera carta de un nutrido intercambio epistolar, Caillois debió defenderse de las ironías de Victoria acerca de la aspiración de fundar una secta iluminada con un puñado de elegidos. Pero lo más persuasivo de ese debate pasará por los cuerpos, no por los forcejeos epistolares. Por el cuerpo de Caillois, al parecer frágil de salud a sus veinticinco años, que teme perder la unidad ante los avances del de Victoria, de cuarenta y ocho.

En 1945, durante una conversación entre caballeros, Jacques Lacan confiesa a Roger Caillois que la relación con V. O. lo volvió consciente de su propia inflexibilidad. Caillois permanece exiliado en la Argentina durante toda la guerra y va cediendo el papel de guerrero del Collège de Sociologie al de funcionario de la Unesco. Lo consigue sin perder todas sus mañas, porque es más fácil realizar un giro ideológico que uno yoico. En cuanto vuelve a París, recibe el recado de Victoria de ubicar a Jacques Lacan; primero, se muestra reticente y simula torpeza, ella le replica que no sea mierda, que localice el nuevo domicilio de casado de Lacan preguntando a amigos en común. ¿Acaso no conociste a Bataille en casa de Lacan?, ¡pregúntale a él! Finalmente, Caillois envía a Buenos Aires la noticia: “Ayer cené en lo de Lacan. Me hizo muchas preguntas sobre ti. Deplorando el choque de caracteres entre ambos, que habría arruinado las perspectivas de un entendimiento agradable. Se lamentó de no haber sido flexible. A mí me pareció muy presuntuoso”. El mensaje llega a destino y sirve para confirmar otro cuerpo de pruebas, el de las cartas enviadas por Victoria a su hermana Angélica: “Lacan es muy extraordinariamente inteligente, pero de carácter intolerable”, diagnostica el 7 de febrero de 1930, luego de haber ellos intimado un par de meses.

Pero las cartas a Angélica Ocampo registran cómo Victoria le hizo tragar a Lacan su inflexibilidad. El diagnóstico de Victoria es de comienzos de 1930, mientras que la autocrítica de Lacan escuchada por Caillois es de fines de 1945; podría objetarse, entonces, que se trata de un juicio retrospectivo, debido a un cambio de posición adoptada por Lacan, vaya uno a saber en qué momento de esos quince largos años, y que no fue, necesariamente, consecuencia directa e inmediata de la relación con V. O., sino probablemente debido a otros acontecimientos sucedidos en el ínterin, como el de su análisis personal con Rudolph Loewenstein. Pero la vertiginosa flexibilidad de pensamiento, la auténtica metamorfosis que exhibió Lacan entre 1930 y 1931 parece indicar lo contrario.

Eso no impide, desde luego, que en Lacan haya sobrevivido, por siempre, un grado de presuntuosidad manifiesta, tal como Caillois informa imparcialmente (?) a V. O. Lo que importa es que, antes de conocer a Victoria, en Lacan dominaba una rigidez y una propensión al enfrentamiento mucho mayores a los que mostró muy poco después de que ellos se separaran. Las nuevas astucias que sofrenaron las proclividades del yo del Lacan de 1929 se instalaron luego de estar con Victoria, no porque ella fuese especialmente conciliatoria, sino porque era un amo que les cortaba la cresta a los jovencitos prometedores y miraba fijo los dislates de los señorones y le encantaba hablar y escribir para poner el dedo sobre esa llaga. En julio del ’29 había escrito encantada: “Yo también, como Nietzsche, he salido siempre de casa de los sabios, de los filósofos, de los artistas y de los filántropos pegando un portazo. ¿A quién busco?”. Crece el número de pruebas de que Jacques Lacan llegó a convertirse pronto en psicoanalista por haber estado entre las sábanas de seda de Victoria Ocampo. Sin ser, desde luego, condición suficiente; sí resultó una condición necesaria.

Sabiduría del final

Las distancias y los parecidos los empujarán hacia una absorbente y agitada aventura amorosa de visitas relámpago, de viajes breves y larguísimas conversaciones. Si nos atenemos a las cartas, no se mantuvieron juntos en la cima más de tres meses. Parece que el teléfono tuvo un papel destacado; ese gadget evitado a toda costa por Freud y sus coetáneos había cambiado los modos de acercamiento de las siguientes generaciones; aunque Victoria era once años mayor que Jacques, ambos pertenecían al mismo mundo de Infancia en Berlín hacia 1900 de Walter Benjamin (“El ruido con el que el teléfono atacaba entre las dos y las cuatro, cuando un compañero de colegio deseaba hablar conmigo, era una señal de alarma que no sólo perturbaba la siesta de mis padres, sino la época de la Historia en medio de la cual quedaron dormidos”).

Victoria le confía a Angélica que el primer largo encuentro nocturno fue concertado por insistencia de Jacques, pegado al aparato telefónico de la guardia del hospital. Nueve días después, la iniciativa es de ella: lo llama porque necesita consultarlo por una carraspera. El va, como si fuera una emergencia, juegan al doctor y alardean de que todo el mundo está murmurando acerca de ellos: “Anoche vino a verme y nos reímos bastante de comunicarnos nuestras impresiones respecto a la curiosidad con que Isabel Danto y Jaime nos observan. Están ansiosos, dice Jacques, de ver quién será el devorado y, en ese momento, ya no comprenden más nada”, le escribe a su hermana.

Hacia febrero, los altercados comienzan a prevalecer sobre las risas, poniendo en vilo las escapadas de fin de semana. ¿Qué los hace enfrentarse? El mal carácter de él, dice ella. Y Jacques acabará admitiéndolo ante Roger Caillois.

En la Villa Ocampo, de San Isidro, se encuentran dos ejemplares de seminarios de Lacan, ambos firmados el 21 de marzo de 1975 en París. Uno es Encore y dice la dedicatoria: “Qué raro que nos reencontremos hoy, Victoria”; el otro es de Les écrits techniques de Freud y dice: “Victoria, amor mío, te dedico esto...”. Sé, de buena fuente, que luego de leerlas se dieron un abrazo tan sentido que se escuchó la rotura de un cristal; seguramente de los anteojos para la presbicia de él, que andaba por los setenta y cuatro, o de ella, que estaba por cumplir ochenta y cinco. ¡Algo se rompió!, exclamo Jacques.

No fue mi yo, replicó Victoria. Esta sabiduría del final, de reconocerse tan queridos como payasescos, faltó en el último encuentro de 1930.

* Texto extractado de La novela de Lacan. De neuropsiquiatra a psicoanalista,
 de próxima aparición (Ed. El Cuenco de Plata).